Let us go then, you and I,
por senderos remotos sin paisaje.
Persigamos un Lázaro adorado
entre el humo y el fuego y las sirenas;
un lazarillo ciego de jabón
y de agua. Mientras tanto el hombre cae.
[¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Lo estás grabando?]
Vayamos donde fuimos. No sé dónde,
esperaba en secreto que supieras
quizás la dirección, quizás el viento
adecuado, el olor. Pero no sabes,
y yo no sé tampoco. [Breaking news
today on CNN, minutes ago...]
Auch die Blumen leiden den Tod,
y sigue sorprendiéndonos igual.
«Demasiado sol, Ernest», dijo Johan
ignorando el gruñido del anciano.
«Semisombra, te dije semi—» «¡Ernest! ¡Johan!
¡Deprisa; por la tele!»
Mientras cae,
le pedimos permiso a los amantes,
y nos miran y ríen, elevándose
deprisa —¡cada vez ascienden más!—
y la pompa no aguanta y son dos pésoles
que no germinarán en esta tierra,
que caen, sin remedio, a su vacío.
«¿Y ahora qué mujer pero qué demonios?»
[Un Pearl Harbor terroriste en direct
sur les écrans du monde entier]
[Como pueden ustedes comprobar
hay personas lanzándose] «¡Oh, Ernest!
¡El mundo ya se rompe!»; «¿Ja, Gesine?
¡Mach den Fernseher an! ¡Que enciendas la tele!
Voy a colgar, estoy con Ernest.» Cae.
Consulta su reloj. Sigue cayendo.
Y me hablas de la culpa.
Los hombres hablan siempre de la culpa.
Culpan a los demás. También está
de moda que te culpes a ti mismo.
Algunos —pocos— culpan a algún dios.
Pero esto cada vez es más difícil.
Los intelectuales más retóricos
cantan en los cafés y en las tertulias:
«La culpa es de la culpa». Y lo escriben
sobre las servilletas de los bares
para que en un futuro alguien comente
fulanito de tal ya lo decía:
«La culpa es tal y cual y lo demás».
Pero en el fondo nadie sabe quién
y nadie sabe cuándo; sólo el cómo
se come cada día las entrañas
de una niña inocente; sólo el cómo
encierra la canícula en la boca
de un bebé que dormía en la diana.
Los amantes quisieran un olor,
el perfume de sus Kindern no natos
para poder trepar, subir de nuevo.
Pero ya es imposible regresar.
Lo saben ellos, lo sabe él también;
el hombre que no puede detenerse,
que no puede ni siquiera cerrar
los ojos a medida que se acerca.
En la naturaleza no hay amor,
no hay nada más que células nutriéndose;
cadenas y cadenas de materia.
¿Por qué nos apartamos de su lógica?
De su máxima simple: persistir.
Hay once meses más, y son crueles
como el mes más cruel. Yo te he esperado,
y fue una espera larga.
«¡Cuando ella vuelva y vuelva yo, con ella!»
Fue en abril, día cinco, que dijiste:
«Pues estamos los dos como dos viejos.»
Spirit false! thou hast forgot.
Y cuando no eras tú,
es que era yo.
«Te dije sol y sombra», dijo Johan.
«A la mierda las flores, a la mierda.»
«¡Ernest!»
Y el hombre cae, reflexiona
sobre el azul que pisa, sobre el precio
de una caña en el centro: «qué vergüenza,
voy a vender el piso,
me compraré una casa con jardín.
Un hermoso jardín lleno de flores».
No nos queda sino cerrar los ojos
y morir, como han muerto desde siempre
las personas decentes. Sin escándalo,
sin malgastar las últimas palabras
con recuerdos ignífugos de un tiempo
que podría haber sido nuestro reino.
Sin pronunciar jamás el nombre arcano.
[...nos semblables, les passagers, prisionniers d’un avion
qui n’avait plus vocation à aterrir.]
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