Javier Sáez de Ibarra
Propuesta imposible
Javier Sáez de Ibarra, Propuesta imposible
Primera edición digital: mayo de 2016
ISBN epub: 978-84-8393-547-7
© Javier Sáez de Ibarra 2008
© De la ilustración de cubierta, Jorge Cano, 2008
© De esta portada, maqueta y edición, Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016
Voces / Literatura 102
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Propuestas sin posible
Un hombre en el interior de su automóvil atrapado en un atasco de kilómetros, escuchando las noticias mientras espera con la mirada fija en las luces de delante el lento amanecer de un lunes bajo la lluvia, cae en una propuesta imposible.
Una mujer que no ha cogido el teléfono que estuvo sonando durante toda la tarde, mientras se esfuerza para que su hijo pequeño deje de llorar y coma, abrumada con las continuas excusas de su marido cae en una propuesta imposible.
Un chico con nueve asignaturas suspendidas que ha sido expulsado del instituto, mientras sale de la clase y recorre los pasillos imaginando qué será de su familia en su país, cae en una propuesta imposible.
Una señora mayor que recuerda el nombre de un vecino al que maltrataban con sus juegos infantiles, al ver cómo una misma memoria lo borró y se lo ha traído... comprende entonces.
Resolución
Para Encarni Molina y Juan Casamayor
Pongamos un ejemplo. El señor García, digamos, participa en una operación policial. Esa noche van a detener a los miembros de una célula terrorista, que se reúne en un piso franco de la misma ciudad en que él vive.
Ahora, el comisario García se ha apoyado en el quicio de la ventana y mira despaciosamente a la calle. Son las cuatro de un día de enero. Llueve, quizá. Su mujer, oculta de la luz, deja el vaso en la mesilla, provoca la protesta del somier al buscar la posición y le susurra:
–¿Estás dispuesto a hacerlo? ¿A nuestro Mikel?
El comisario García ni siquiera se mueve; siente, sobre todo, odio. Un deseo de maldecir como nunca antes. Más que cuando cargó con el féretro de su compañero y mejor amigo. Más que cuando supo que su hijo formaba parte de la organización, que había manchado ya sus manos en la sangre y, más tarde, que alcanzaba un cierto rango en ella. Él se había despedido del chico; ¿su mujer?, no podía asegurarlo: jamás hablaron de eso desde entonces. Ahora la escuchaba dolerse de su ausencia; lo crispaba saber que en aquel momento nadie en el mundo le hacía más falta.
Se da la vuelta cuando escucha que la tos rompe en su pecho, se precipita a ayudarla a echar las flemas en el recipiente; apenas lo consigue y, sin fuerzas para evitar que lo ensucie, llama a su sobrina.
Ya hace rato que ha anochecido. En otra parte de la ciudad, un joven imagina proyectos que le desdibuja el alcohol. Quisiera acabar el bachillerato cuanto antes, no aguanta a los profesores; si se pudiera volar por estas lluvias y salir en junio al pie del verano... Estudiaría una carrera, alguna de Letras, y empezaría su nueva vida de estudiante: conocer gente, citarse en los bares, salir con chicas, organizar algo. Desearía que sus padres lo dejasen en paz, que confiasen en él. Le bastaría con un empleo por horas en un café, o de ayudante en un despacho, cualquier cosa; después ya veríamos...
A García le molesta la condescendencia, pero la agradece a pesar de todo. Un compañero le pone la mano en el hombro. Apenas se siente.
–Vamos allá.
La pistola reglamentaria, su puesto, el ambiente de peligro. La cautela tan incorporada a sus hábitos que forma una primera naturaleza.
–Vamos.
Y, sin embargo, se distrae. Piensa en una línea recta, muy larga, insospechadamente larga; delante aparece la nuca de un chico, se aleja, corre; pero él le va dando alcance, no hace un gran esfuerzo para eso, simplemente se acerca, tanto que en unos segundos llegará a verlo bien, percibirá su jadeo.
Sacude la cabeza para salvarla de imágenes.
Los otros están aquí al lado. Vicente, Pablo, Andrés. Quiere borrar los nombres: borra los nombres; escucha su resuello, ve sus cuerpos macizos, piensa cuán poco vale un cuerpo para un tiro, un simple trozo de metralla.
Bien, examinemos más de cerca este ejemplo. El comisario García sabe de un alijo de heroína decomisado que nunca apareció, cuatro millones que han enriquecido a un canalla de la misma fuerza en que él rinde servicio. No se trata de un rumor, le dieron el soplo e hizo sus averiguaciones: todo cierto, aunque indemostrable. La prensa ha decidido obviarlo; encubrirlo, quizá. Todavía alguien se permite una esquiva referencia o un chiste entre café y café. Sus arrugas ya no se mueven del sitio. Cuando continúa la imagen anterior: ve ahí delante la nuca del fugitivo, ahora algo más lejos; lo llama su madre, oye su voz lastimosa que interrumpen las toses; pero el chico no se detiene, ni siquiera se vuelve; está avisado y debe huir. Se habla de cuatro millones. No son demasiados. No es demasiado al lado de otros casos.
–Mira, en Fomento han sacado unas gratificaciones de puta madre, y esos no se juegan la vida.
–¿Crees que no lo sé?
Él conoce los procedimientos para maquillar gastos, ocultar pruebas, enterrar un informe o callar una boca. Él no habla, y eso que podría dar otros ejemplos: el asunto de la construcción de las comisarías, las contratas para levantar la nueva Dirección General, la adquisición de seis lanchas patrulleras, esas lanchas hermosas que presentaba hará unos días a unos muchachos desde el malecón; unos chicos que lo miraban desafiantes, atreviéndose a dudar.
Y todo eso qué importa; cuando no se puede intervenir, mejor no saber, piensa García. Siempre que no interfiera en el trabajo de uno...
Cuatro millones no salvan vidas ni condenan a nadie, que es de lo que se trata. Cuatro millones y Mikel. Cuatro millones, billetes sembrados por ese largo camino. El chico que corre; él quiere llamarlo, no puede, la voz no le sale, no siente la boca; se cansa ya de tanta persecución, le urge el gatillo y acabemos.
El joven ahora juega con sus pulseras de hilo; cuando no sabe qué hacer, deja sus adornos y apoya la cabeza en lo alto del respaldo; le viene la imagen de un montón de billetes, su columnita de papel sabroso. Cada veintinueve o treinta ir al cajero. Con parsimonia, recoger el comprobante y llevarse unos cuantos para quemarlos esa noche: cine, copas, cena, baile, más copas. Montárselo bien: salud, una chavala, estilo. Salir de madrugada, llevarla en el coche, poner música suave, atravesar las avenidas. Hacer el amor en un descampado, o mejor en un motel de carretera, en una habitación secreta como de presos fugados o gentes que salieron un día y no quieren regresar. Luego, caer exhausto, beber o comer algo, fumar desnudos, la cabeza de ella sobre el torso, con la mirada en el techo o distraída en el televisor, con al mismo tiempo desdén y placer...
Rodeando el chalet seremos veintinueve. Dentro no habrá más que cinco, con suerte seis; seguramente se habrán reunido en el salón principal o en una de las habitaciones de arriba. Van bien armados; pero no opondrán resistencia si actuamos deprisa y caemos antes de que se percaten. Si les da tiempo, puede que alguno intente huir a tiros. Quizá el chico de García. Es una fiera, mi capitán, se calienta enseguida. Ha salido a su padre. El hijo de puta, qué desgracia, yo le corto los cojones. La gente de Rodríguez y la de Parrondo, por delante; Velázquez y Andrús por el otro lado. Los demás como siempre.
–¿Y a él?
–Dejadlo que elija ¡y chitón!
–¿Estás bien?
–Ya te imaginas.
–La vida te las juega como estas.
Nada tan llamativo como el color de la sangre; pero, elegante, un automóvil negro. El rojo es adolescente: agresivo, para ostentar. Mejor uno con el color de la noche: da prestigio a un hombre, y misterio a los jóvenes.
El objetivo se encuentra sobre una ladera entre otros caseríos; se puede acceder por arriba, bordeando la calle que da al monte, o por abajo, siguiendo la entrada principal del complejo. Conviene entrar por arriba, no oyen los motores y el despliegue es más fácil. Correcto. Además, en ese lado de la calle hay menos luz. Dejamos los coches en este punto y nos movemos a pie. Una estrategia perfecta. Para atrapar a mi hijo.
–Su madre se ha vuelto loca.
He aquí un ejemplo verosímil. Imaginemos sus detalles emocionales, y éticos. Consideremos las implicaciones familiares –que sólo se han sugerido–, tan comprensibles. Ahora, compárese el conjunto con los cuatro millones citados y lo demás. En verdad, llega el momento en que debo preguntarlo, escuchen: pedir honradez en esta noche, ¿no resulta un exceso?
Antes de responder, detengámonos en la historia; tomemos algunos hitos de nuestra época, o de las precedentes: recordemos, por ejemplo, las promesas incumplidas que gente como García ha tenido que escuchar, tantas. ¿Cuántos se dejaron la vida por la patria, por el honor, por el orden, por cualquier idea abstracta metida en su cabezota y cualquier institución que no gastó más que una bandera, un himno y unos cientos con la madre, la esposa desquiciada, los huérfanos?
(También podría decir que tarde o temprano, da igual lo que uno haga, se repetirá la deslealtad de los mismos.)
Mientras él, García, es un hombre bueno, más o menos bueno, incapaz de hacer daño a sabiendas. Casado, un hijo solo. Ha hecho cursos de informática, de inglés: se ha reciclado. Un profesional.
El autobús a estas horas lleva solamente al chico, le da un servicio nocturno paseándolo por la ciudad. Él se ha sentado donde ha querido; descubre su privilegio, ordena seguir con los ojos apagados.
Decide apearse; García se ha puesto, de verdad, pálido; está sudando.
–¿Cómo te sientes?
–Mal.
Avisa y se baja. Rechaza la compañía, los anima, acoge un único abrazo y vuelve el rostro.
–Lo siento, chicos, perdonadme –lo alientan–. Gracias. Y suerte.
Todavía un momento de saludos, no pueden demorarse. Los escucha irse silenciosamente muertos.
Él queda más solo. De pie, quieto, en el mismo sitio donde lo han dejado.
Desde la orilla se ve la loma y la fila de las construcciones; debe de ser una de aquellas, rematada por un bloque de chimenea, como tantas. Quizá cuando lleguen los hombres, el descuido de una luz o un movimiento los delaten. Si el agua no bate demasiado fuerte aquí, tal vez pueda escucharlo...
Evidentemente no digo que, en este preciso momento, este hombre vaya a recordar los otros asuntos de corrupción y traiciones. No se trata de que esos ejemplos sirvan de razonamiento a la decisión, como el 2+2 prepara el 4. Más bien lo han ido labrando por dentro, socavándolo desde hace mucho; aunque él luchara casi desde la primera vez en que se sorprendió a punto de justificarlo.
Enciende un cigarrillo, la cerilla sacudida y muerta pega contra el bordillo, desaparece.
–Esos chicos –había dicho–, esos chicos están ahí como podrían estar en otro lado.
–Esos chicos son asesinos, García, a-se-si-nos.
Ya no corre él, la nuca no está delante, se le ha perdido; sin embargo, son otros los que la buscan. Entonces le parece que, de pronto, surge la cabeza de su hijo; hace un movimiento como el batiente de una puerta que gira sobre su gozne; la cabeza da la vuelta completa. Él la mira, y lo sorprende un rostro enteramente blanco.
El chico sacude la punta del cigarro y da una calada en la impunidad. El conductor a tres metros. Expulsa el humo por la ventanilla exhibiendo, esta vez, la bocanada. No hay nadie, piensa. Ahora no molesta a nadie. El conductor lo mira, tiene las manos ocupadas, se dedica a sus asuntos. Ya no es joven, padece insomnio; va a conducir toda la noche y desearía otro trabajo para dormir a esas horas. Encima enero, uno de los peores meses. El chico lo examina; demora el cigarrillo entre sus labios, hace un vuelo con la mano y una mueca, sale el aire; no se cansa de este juego tan fácil, mientras afuera todo permanece igual.
El comisario siente las lágrimas que afloran como la vergüenza de un hombre violado. Está más allá. Mira hasta el confín del horizonte, chupa el cigarro, busca el macizo de casas, tan semejantes. Se muerde.
Quiere una idea.
Existe un método para sofocar la tensión cuando se hace insoportable. Consiste en pensar intensamente hasta convencerse de que, en realidad, no ocurre nada. Podemos conseguirlo si nos ayudamos con el cuerpo: aquietemos la respiración, soltemos las manos, sacudamos los hombros, dirijamos miradas disuasorias a ambos lados. Nos relajamos. No está ocurriendo nada. Repitámoslo, digámoslo en voz alta: no ocurre nada. Detengámonos a comprobarlo: sólo la noche, nadie en la calle, el paso del río, las hojas de algún árbol sacudidas por el viento. No se oye un sonido fuera de lugar: ni un grito, ni un disparo; tengamos calma. No hay ningún cambio: luego no hay movimiento; no hay movimiento: luego no hay tiempo, por tanto: nada sucede. Todo queda en su sitio. En paz. Disponemos de la oscuridad redentora, las cuatro esquinas, los estados de la materia, una genealogía muerta.
Existe otro modo, más riguroso quizá que el anterior, más científico por así decirlo (alguien lo llamaría metafísico). Se trata de que adelantemos el reloj de la mente unas horas o varios días, tantos como se quiera; no es difícil. Entonces uno percibe que la gravedad de ese momento se disuelve, tiene que disolverse con el suave empuje del tiempo; pasarán los segundos, y así los minutos, y las horas; la noche se alargará hasta que vuelva a amanecer; vendrá otro día, distinto, tan diferente que parece provenir de un mundo ajeno. La luz mostrará que sólo permanecen los mismos lugares, ahora despejados. Se tiene entonces la certeza de que aquella gente: los buscados, la policía, él mismo –que se tortura–, su mujer enferma, su hijo... han sido meros personajes, circunstancias en una realidad inmóvil. Lo único definitivo, lo que se mantiene cuando se hayan marchado y acaso otros ocupen más tarde es el espacio. Él queda, el resto es transitorio. La sensación que causa este método en quien lo practica es de profunda extrañeza. Pero, enseguida, el temor se desvanece.
El chico deja caer el cigarro, no lo pisa, una lumbre, cierra los ojos. Está cansado de imaginar, ha murmurado una canción, se aburre.
Por cualquiera de los dos procedimientos citados burlamos el tiempo: sea que para nosotros no transcurre, o porque lo hayamos superado saltando a otro, inocuo, que por fuerza ha de llegar. Entonces es como si hubiéramos encontrado una puerta en el muro de los acontecimientos; de manera que podemos entrar libremente por ese hueco y actuar en él.
Digamos que eso es lo que le ocurre a García: liberado de la tiranía del reloj, le es posible ir hasta esa cabina. Puede sacar un trozo de papel como si lo encontrara casualmente y preguntarse a quién remiten esos números. Le basta una mirada fugaz en derredor para comprobar que no hay de qué asustarse porque no hace nada malo. Puede tirar el cigarrillo y mirar ese papel razonando consigo mismo que es lógico, un número de teléfono sin nombre encontrado por azar supone una llamada.
–¿Quién es? –diría una voz.
–Soy...
Soy... ¿García? ¿Qué García? ¿El padre de Mikel?
Siempre podría explicarles que iba a hablar con mi sobrina; me sentía bastante mal, comprendéis, y quería saber al menos cómo se encontraba mi mujer.
Decir su nombre entonces; o quizá ni eso, con el timbrar del teléfono que irrumpe en sus planes sabrían que estaban localizados.
La puerta se abre, el resoplido se pierde en la noche; la marquesina fría, como un mal recibimiento. Pero el joven no se mueve. El conductor lo observa. Se siente algo cansado hoy. Acodado al volante, deja que pasen los minutos. Escruta en lo oscuro la hostilidad del lugar; al otro lado del río unas luces; en las aceras nadie, algunas fachadas próximas como planos sin imaginación.
Mira hacia atrás.
–¿Vas a bajarte?
Sus ojos difícilmente abiertos, las manos escondidas, dieciséis, diecisiete.
–¿Te llevo de vuelta?
Hay un límite para cada hombre, su umbral irrebasable. A él le bastan unas monedas. Ha reservado esas monedas entre otras –no podía usar su móvil– que tuvo la precaución de escoger. Había imaginado que era pleno invierno, cerca de la Navidad, su mujer ya había muerto; hablaba con su hermano, decía:
–El chico está bien. Escondido, pero bien. Creo que anda en América, y con mujer e hijos. Mañoso con las manos ya lo creo que era; si se ponía, lo mismo te limpiaba el carburador que te arreglaba la lavadora; ibas a ver si estaría aquí.
Ahora, en cambio, la calma que ha procurado lo agota, casi lo estorba. No quiere proceder, aunque es tan sencillo, sólo necesita una punta de energía. Se tardan seis segundos en marcar –contra cuatro, cuarenta, cuatrocientos, cuatrocientos mil, cuatrocientos mil millones–, cuatro segundos sonando, y otros seis en decirlo: total, dieciséis segundos.
Dieciséis segundos en el Universo no pueden existir.
Nadie los echaría en falta –cuatro millones, cuatrocientos mil–. Por lo menos su vergüenza no los buscaría. En su memoria quedará de esta noche la huella del rostro blanco, un salto de tiempo, un vacío que habría como de más en la existencia, una marca irreal, un punto de nada. Se trata, por otra parte, de Mikel, no vayamos a olvidarlo, de un ser único: uno sólo al que elegir. Que cuando lleguen ya no esté.
Alcanza por ejemplo la puerta, que está bien cerrada, que cuesta empujar, y tiene que decidirse y abrirla.
Entonces lo sobresalta una mano, nada más, una mano en su hombro ¿de dónde ha salido? Se da cuenta de que todo ha terminado.
Su insomnio. Un buen trabajo algunas veces, es verdad. El chico, la cabeza contra el cristal rebotando apenas, se ha dormido.
Alguien llama a estas horas
Así que mi vida puede resumirse en eso: un viaje. Comprendo que no tiene nada de original, muchos han empleado antes esta metáfora; sin embargo, resulta cómoda. En mi juventud, temíamos que nuestra vida quedase determinada como la dirección de un tren, y nos preguntábamos si podríamos salir de la vía. Qué diablos de chicos. Hoy sé que hemos invertido nuestro tiempo y, a cambio, se han ido sucediendo los acontecimientos como las estaciones, el vaivén, y los paisajes. No entiendo qué hago aquí arriba ahora. O si seré tan dócil como los otros; tan humilde a los recuerdos o, lo que es peor, a su sombra.
Hablo de recuerdos, qué ironía, cuando el doctor dice que no debo angustiarme si, de pronto, me faltan. Pero yo me doy cuenta: eso es lo que me da pena. Y algo de remordimiento. Quiero acordarme, pongamos, del sitio en que nací o del apellido de mi mujer y, a veces, aunque lo intento con todas mis fuerzas, nada. Conque llevo siempre unos papeles en el bolsillo donde va escrito; lo importante, se entiende.
Sin ir más lejos, la otra semana llamó el chaval para que fuera a comer con ellos por mi cumpleaños. Me puse nervioso... empecé a dar excusas porque no me acordaba exactamente de la fecha. El domingo, atajó él. Me repitió lo menos diez veces la dirección, la línea de autobús que tenía que coger y la parada; me mandó que lo apuntase. Si habré viajado hasta su casa. Pues al final se impacientó y dijo que mejor pasaba él a recogerme.
Mi cumpleaños creo que era; o el de un nieto.
Tienen mucha paciencia conmigo, sí, porque aunque el psicólogo del colegio recomendó que estudiara Derecho, yo me decanto por la Astronomía. Cómo me gusta el cielo estrellado, sentir el hormigueo de los misterios... Ellos insistían con las Leyes, que te dan una formación, que tienen muchas salidas; y yo que no y que no, quién necesita una salida. He aprendido algo después de todos estos años: sé perseverante en lo que quieres conseguir, no cedas nunca. Nunca. En cuanto te ablandas, ya te la han jugado; de repente, uno se encuentra en un lugar desconocido con gente extraña que no para de reprocharte: quién eres tú, quién eres tú, quién eres tú. Un lío.
Dicho más claro: los padres es verdad que se preocupan; pero qué van a saber lo que necesita uno si uno mismo nunca termina de encontrarlo. Yo me he pasado horas, qué digo, noches enteras en la ventana de mi habitación mirando el mapa de las estrellas desplegado ante mis ojos, he visto las caras de la luna, y cómo los gritos de los astros veloces se precipitaban por la oscuridad. Me he imaginado el frío que existe allá arriba. A veces, unía algunas líneas entre los puntos de luz y dibujaba extrañas arquitecturas por donde viaja un eco infinito.
¿Y al final? Me parece que echamos a suertes la carrera. Pero no me pregunten quién ganó porque se me ha olvidado.
Aparte de contemplar el cielo, lo que me encantaba eran las fiestas, como a todo el mundo. Mi mujer y yo vamos con frecuencia: hoy aquí y mañana allí. Pertenecemos a un club que organiza una o dos al mes. Recuerdo una especialmente en una playa. Se levantó algo de aire, pero nos divertimos mucho; todo parejas de vejestorios arrastrando los pies. Los hombres tocábamos a seis o siete viudas. Había uno, Tomasito le decíamos, más feo que un lechón, que el hombre no sabía con cuál irse. Las señoras lo llamaban medio burlándose, y a él se le hacían agua los ojos. Nunca me han hecho tanto caso las mujeres, me dijo, ni de joven! Yo creo que casi iba empalmado, con perdón, y las otras se lo rifaban.
Yo estoy casado, desde hace más de treinta años, no sé si lo he dicho.
En esos bailes tocan piezas de nuestra época que nos remueven un poco, quieras que no. Nos acordamos de sitios, de personas, de familia, de novias. Cada cual lleva lo suyo. Otros, simplemente, se divierten. Yo siempre busco mi rincón para tomarme alguna copita. Los cuidadores son jóvenes, se ponen a charlar entre ellos y hacen un poco la vista gorda. A mi mujer no le gusta nada que beba, cada dos por tres me regaña. Pero bueno, hay que concederse un capricho de vez en cuando; solía repetirlo un buen amigo, el pobre, muerto en la flor de la edad: si no te das un poco de placer a ti mismo ¿quién te lo va a dar, eh? ¿Quién?
Mi mujer quiere que vayamos a la cena de nuestro aniversario con mi hija. Creo que de ella no había hablado.
Hace tiempo que venimos ahorrando para el piso. Mis padres, aunque trabajaron los dos como animales, nunca tuvieron mucho dinero; vivieron siempre de alquiler, pagando religiosamente. Entonces, el gobierno decía que lo moderno era eso. Pues cuando menos se lo esperaban, vino el desahucio. ¡Cómo llorábamos nosotros! Nos quedamos en la calle mis dos hermanos y yo, descalzos y con el ombligo al aire. Me parece que lo he visto en una fotografía. El dueño iba a vender el edificio, no me acuerdo bien, y nos dejaba a nosotros y a otros vecinos a la intemperie. Mi mujer y yo hemos reunido bastante –creo–, porque gastamos lo mínimo; aunque con los bancos nunca se sabe: haces tus sacrificios para un futuro tranquilo ¿y después? ¡Ah, la crisis financiera! ¡Ah, la subida de los intereses! Después, nada.
Siempre quise tener hijos: dos, tres. Ahora bien, criarlos es otra cosa. Hablamos de que si no lograba el ascenso, nos quedábamos con uno solo. Ella dice que hasta que no hayamos pagado por lo menos la mitad de la casa ni hablar del siguiente. Así que a esperar, qué quieres. Al fin y al cabo somos jóvenes ¿no?; lo que no se puede ahora, ya vendrá más tarde. Lo suele decir un amigo, cuyo nombre no recuerdo en este momento. Me gusta citar las frases de amigos: son como indicadores que te van guiando en la vida.
Hablando de guiar, yo no sé si nos habremos pasado la estación, que este paisaje no me suena. Cada día hay más casas, todas iguales. Es lo malo de la edad, encima de que te cuesta conservar un recuerdo, te cambian la tienda de sitio o te plantan una barriada y ponte a buscarlo.