Clara Obligado

 

 

El libro de los viajes

equivocados

 

 

 

 

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Clara Obligado, El libro de los viajes equivocados

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-509-5

 

© Clara Obligado, 2011

© De la ilustración de cubierta: Martin Kovensky, 2011

Composición de cubierta: Julieta González Obligado y Mariana Grekoff

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Literatura 167

 

 

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Índice

 

El azar

Las dos hermanas

Monedas de oro

Frío

Madison, los puentes de

El silencio

Así que esto era el amor

Agujeros negros

La escritura

Albania

La espiral admirable

 

 

 

 

 

 

 

Vivo mi vida en círculos concéntricos sobre las cosas extendidas (…). El último quizá llenar no pueda.

No sé si soy un pájaro o un gran canto.

Rainer Maria Rilke, El libro de las horas

 

 

 

 

 

 

 

Para Roco, siempre a mi lado

 

 

 

 

 

 

 

Comencé a escribir este libro en mi libro anterior, cuando me preguntaba por el sentido del destierro. Años más tarde, me encontré pensando en las proyecciones de la diáspora en la vida de quienes la emprenden. En este momento de crisis, el viaje vuelve a sugerirme el retorno de otras épocas y de ciertas ideas que imaginaba, por fin, extinguidas. Este ir y venir, esta espiral, es la historia de mis cuentos. Solo me gustaría proponer a quienes los lean que lo hagan en el orden en el que aparecen, ya que esconden un texto más amplio, que necesita de este recorrido.

 

El azar

 

A Jorge Payá, por sus buenas ideas

 

Tendida sobre la playa, Lyuba se quita el sujetador, cava con la espalda la arena tibia, se acomoda y siente un pinchazo. Es una caracola que brilla al sol, parece muy antigua. Sin darle importancia, la deja a un lado y baja los párpados, que transparentan una luz roja. Junto a ella, Jan se dispone a hacer una prueba de la que dependerá su futuro. Está loco por Lyuba y no se atreve a decírselo, pronto tiene que regresar a casa, así que debe hablar con ella o dejarlo ya. Recoge la caracola, la estudia. Desde las pequeñas ventanas que el tiempo abrió en la concha, ve que se trata de una espiral logarítmica, de esas que giran y se expanden a partir de un punto infinitesimal. Decide colocarla en el ombligo de Lyuba: si mantiene el equilibrio durante más de dos minutos, le pedirá que se case con él. Si se cae, volverá a su país y se alejará de la chica, como se alejan del centro esos círculos infinitos. Cuando está extendiendo la mano, percibe que Lyuba tiene un ombligo extraño, hacia fuera, en el que es imposible que se sujete nada. En el cielo, un halcón peregrino dibuja curvas cada vez más abiertas.

 

Cuarenta años antes de esta escena, una muchacha merodea entre los matorrales. Es de noche y, en este junio lluvioso, el monte le parece aún más tupido. Lleva una manzana en el bolsillo, es lo único que tiene para comer. Si rebusca de noche, tal vez encuentre algo, los alemanes deben de estar dormidos en sus puestos de vigilancia. Además, el hambre es más fuerte que el miedo y ella tiene buenas piernas para correr. Mira hacia el cielo. Como hermosas cometas preñadas, ve flotar un milagro de paracaídas. Se queda observándolos hasta que, a lo lejos, suenan disparos. La muchacha corre y se esconde, tropieza, cae de bruces sobre un soldado que parece dormido pero que tiene los ojos abiertos, casi transparentes, ojos que miran el cielo como si formularan una pregunta. No es alemán, porque los alemanes no visten ese uniforme. Procurando no mancharse con la sangre desbocada, le revisa los bolsillos, encuentra una medalla, algunas monedas extranjeras, una caracola irisada, una foto. Esconde el dinero y lanza la caracola hacia la costa. Súbitamente unas manos enormes la sostienen por el cuello. Es un soldado alemán, que le arranca las monedas repitiendo furioso: «Dólar». Mientras camina con las manos en la nuca, comprende que, si hubiera tirado la moneda en lugar de la caracola, hubiera podido salvar su vida.

 

Casi dos siglos antes, una niña pasea por esa playa. Piensa en su padre, a quien nada le importa tanto como el dinero, y en su madre, quien, ya sin tapujos, lo engaña. Entre la libertad furiosa de su madre y la avaricia del padre, la chica la prefiere a ella. Odia esos andurriales, ese pueblo perverso donde nadie sueña nada. En el mar, gris, se ha enganchado el invierno. La chica salta, recoge sus enaguas para guarecerlas del encaje de las olas, húmedos, los botines dibujan una línea de sal. Recoge una caracola, jugando con ella regresa a casa. En el salón, junto al fuego, su madre parece flotar sobre la tristeza de la tarde. Luce un vestido nuevo, el pelo arremolinado, las mejillas ardiendo. Decide sorprenderla con un regalo y mete la caracola en su bolso; al hacerlo, choca con un papel. Lo guarda en el puño, y espera sonriente a que la mujer le haga una caricia. Pero, a la madre, la niña le produce tedio. Encuentra la caracola, la toma con dos dedos, mientras murmura quién ha puesto aquí esa porquería, le da un empujón a su hija y escapa. Más tarde, entre las sábanas, la niña lee la promesa de pago que su madre firmó a un usurero. Se levanta de puntillas y deja el papel abierto sobre la mesa de su padre. Por la mañana, mientras oye los gritos, sonríe arrebujada, bajo las mantas.

 

Siglos atrás, también en Normandía, avanza una multitud. Se ha declarado la peste y los profetas venden la salvación o amenazan con la hoguera. Desesperadas, las madres lanzan a los recién nacidos al mar, como si mecerse en las olas fuera un tormento menor que la vida. Doncellas guerreras prometen salvarlos y, aunque nadie les cree, las siguen, al fin y al cabo la confianza alimenta. Algunos avanzan hacia un destino incierto, otros retroceden con las carretas en las que duermen los difuntos y, cuando se agotan, los abandonan al costado del camino, sin tiempo para cerrarles los ojos. Todos tiemblan, menos una niña que sonríe y trota detrás de la multitud. No tiene familia, al menos no la recuerda, solo posee la ropa que lleva puesta y una caracola que recogió en la playa. Hace cabriolas para recibir algunas monedas y las recibe mechadas con frases hostiles, que no le importan, porque es sorda. Los golpes sí, los golpes le duelen, así perdió el oído y ha jurado vengarse. La próxima vez que me toquen, se dice, la próxima vez. Y llega la ocasión, cuando un soldado está empujando a una muchacha a la hoguera. La niña juega delante de él, extiende la mano, y el soldado, molesto por el silencio de la multitud y por el llanto de la condenada, le lanza un golpe y le arranca la caracola que cuelga de su cuello. Entonces la niña escupe un diente. Por la noche, entre las ascuas dormidas, escoge una brasa y la acerca a la carreta de heno en la que ronca el soldado. Un rato más tarde, el pueblo está ardiendo y el soldado aúlla, con la melena en llamas.

 

Hace demasiado frío en este anochecer de hace doscientos mil años. Junto a las hogueras, a lo lejos, la manada se arremolina, tiene hambre, se devora a sí misma. Este invierno no hay caza ni se puede pescar, las briznas de hierba no atraviesan el hielo. Ennegrecido, el bosque parece muerto, entre los árboles gigantescos la nieve borra de inmediato la huella de las presas. Una hembra se ha retrasado, ya no puede seguir a su grupo. Tampoco tiene tiempo de llegar a la cueva, donde podría tenderse sobre las pieles. Está sola en la playa y el vientre le pesa. Hace rato que siente miedo. Miedo y premura. ¿Cómo podrá sobrevivir en mitad del hielo? ¿Qué hará sola, hasta que llegue el calor? El mar es un campo de hielo infinito sobre el que se puede caminar. La obligan a acuclillarse los golpetazos en el vientre. Nunca ha parido, y la boca se le llena de baba, el amasijo que brotará de ella puede ser su salvación. Sabe también que aquello no es fácil. Sangre, hay mucha sangre entre sus piernas, siempre precede la sangre. Sangre roja y espesa, caliente, alimenticia. Brama asida a sus rodillas, empuja, ruge, el esfuerzo la quiebra. Cuando casi está agotada, cuando ya no puede más, por fin algo cae. La hembra olisquea el revoltijo pringoso, lo revuelve, husmea con el hocico. Está por lamer la sangre, abre las fauces sobre el cuerpo apetecible. Qué fácil lanzarse sobre ese alimento indefenso y tibio que comienza a gemir, la saliva y el hambre le anegan la garganta. De pronto, entre la nieve que cubre la playa, ve un resplandor. Es una caracola brillante y la distrae por un segundo de su avidez. Ha salido la luna, que enciende con reflejos irisados el objeto. La hembra, cansada, siente que en algún lugar de su cuerpo despierta una emoción desconocida. Todo brilla bajo la luz blanquecina, en el silencio extraño el cielo es un alborozo de estrellas. Cierra las mandíbulas, aprieta los dientes, se contiene. Con el sílex que lleva en la cintura perfora el caparazón, esboza un gesto, y cuelga el talismán en el cuello de su hija.

 

Cuando el mundo era un desaforado océano azul, cuando toda forma de vida estaba en el agua y solo había en la tierra rocas desnudas, surgieron los primeros gasterópodos que se arrastraron hacia las playas. De esto hace más de quinientos millones de años. Quizá la paciencia de las sales marinas permitió que acumularan las bellas capas de su piel, quizá fue el azar minucioso quien los talló, dibujando en sus conchas una espiral que se expande. Hermosos, pero inermes, brincaban sobre las olas bravías, crepitaban en la espuma, flotaban. Así, empujada por el mar, llegó una caracola a la costa. Casi no había nubes, las tierras emergidas flotaban hacia el sur y Europa era apenas una isla en cuya playa se dejó caer el molusco, comenzó a retorcerse, se replicó a sí mismo, alargó sus anillos hasta convertirlos en remolinos, huracanes, galaxias.

 

Las dos hermanas

 

Para Martín Kohan

 

El día en que dejaba Polonia para siempre, Jan Siedlecki se levantó casi de noche y, mientras se vestía, pudo escuchar cómo su madre preparaba el desayuno. Comió pan en silencio. Luego, con la mejilla apoyada contra su pelo, mientras la besaba, supo que aquella separación sería tan larga y dura como la muerte, puesto que ella no sabía escribir.

Ya en el camino se dio la vuelta y vio los postigos cerrados de su habitación. Secándose las lágrimas con el delantal, su madre entraría a limpiar, dejaría asomarse la primera luz y luego, tal vez durante años, todo permanecería igual, la cama y su colcha de retales, el armario con las perchas tintineantes, la mesa donde, incapaz de cargar ya con más, Jan había dejado para siempre los libros y su pluma.

La calle empinada lo llevó hacia la panadería, allí su hermano mayor estaba horneando el pan de centeno para todo el pueblo. Desde la muerte del padre se había hecho cargo de ese local, que casi ni daba para comer. Solo en la víspera de Yom Kippur, cuando la población reclamaba el kugel horneado con la receta de sus antepasados, crecían las arcas de la familia y volvían a menguar, al extinguirse la fiesta. El aroma del pan dio a Jan una despedida olfativa. No entró a saludar a su hermano, en cambio acarició la cabeza de su cachorro, que lo seguía a los saltos.

La noche anterior casi no había dormido. Por primera vez, había tenido a su novia entre los brazos, se habían dado cita detrás de la tahona, aprovechando el silencio del pueblo para abrazarse. Allí le prometió que la mandaría a llamar, y ella le dijo que sería su esposa; allí también le juró que nunca besaría a otra mujer. Llegaron tan lejos en sus abrazos que, si no hubiera sido porque el hermano de Jan comenzó a trasegar en la tahona, hubiera peligrado el honor de la muchacha. Por vez primera Jan había acariciado los senos de Anastazja, y ahora se olió las manos hasta percibir en ellas ese cálido perfume que se mezclaba con el de la madrugada, la leña y el pan.

La bella Anastazja se había levantado al alba para verlo pasar. Asomada a la ventana, iluminado el rostro por un candil, despeinada y llorosa, lanzó un beso al aire y arrojó un pañuelo en el que había envuelto su retrato. Luego apareció brevemente el rostro de la hermana mayor, quien la retuvo y pareció abrazarla. Ruth era mucho más corpulenta que Anastazja, tenía el pelo oscuro recogido en una trenza y exhibía en la frente una constelación de lunares del color de las cerezas. Las manos se agitaron en el aire. Jan, temeroso de despertar a la familia, besó la imagen de su novia y se la colocó junto al corazón. También recogió una piedra del camino, por fin se dio la vuelta y continuó andando. El cachorro, pegado a sus piernas, lo seguía con su trote alegre; debería alejarlo a pedradas pero no pudo, así que lo ató a la barandilla del puente. En el último recodo, mientras el río intentaba fluir bajo las placas del hielo, oyó, mezclados con los latidos del bosque, los ladridos quejumbrosos del animal.

No se olvida un olor, como no se olvida un tacto, no se olvida tampoco la última visión de las cosas, y esa memoria herida protagoniza durante años los sueños del emigrante. Sentado en el puente del barco, o escrutando el mar, o intentando reconocer las constelaciones, Jan perfilaba estas escenas postreras hasta esculpirlas en la memoria. Casi puede dibujar a Ruth abrazando a Anastazja, ayudándola a tenderse, llorosa, entre unas sábanas que él jamás compartió, separándole del rostro los largos mechones rubios, secándole las lágrimas, sirviéndole un té de hierbas. Piensa también en la soledad de Ruth cuando él consiga trabajo y Anastazja se reúna con él en América, imagina a su madre cenando sola, la mesa con sus libros, imagina, por fin, el pueblo sin él.

Además de nostalgia, el viaje le va deparando sorpresas: un hombre todo negro, barcas con frutos olorosos, la pulsera de semillas de color sangre que compró para su novia, ese hacinamiento bovino en los días de lluvia, la indescifrable sensación de soledad mezclándose con el anhelo del porvenir. En pocas semanas vio y aprendió mucho más que en toda su vida en el pueblo. Por las noches, atónito bajo la cúpula del cielo, soñaba con Anastazja y con América. América, y la Estatua de la Libertad con su antorcha en la mano, América, y los altos edificios, las calles asfaltadas, el afán de los vehículos, los hombres trajeados. América, el idioma incomprensible, los vecinos desconocidos, el encuentro con el hermano de su padre, el trabajo en su panadería, la búsqueda de una cama y de una mesa donde colocar la manta que le había regalado su madre, la piedra del camino, el retrato de la muchacha.

Nadie en la embarcación hablaba yiddish o polaco, de modo que Jan Siedlecki solo podía comunicarse a través de gestos y de un aprendizaje somero del baile. Aunque no sabía del todo qué querían decir, imitó algunas palabras en español o en italiano y, para no hundirse, comenzó a jugar con los pequeños: con ellos, como no había barreras, recuperó el placer de comunicarse. Al atardecer, cuando los emigrantes hacían música, comprendía dos cosas: que esos sonidos alegres camuflaban el desgarro, y que la algarabía del baile era el único antídoto contra una tristeza que amenazaba con ahogarlos.

Idénticos entre sí, los atardeceres pintaban el océano de un rojo nunca visto en sus montañas, solo rompía la rutina la temible tormenta que los hacinaba en la bodega, y allí Jan contenía a los niños en una amalgama de miedo y vómitos, pensando, mientras los consolaba, cuántos hijos tendría con Anastazja. Contaba las semanas haciendo muescas en un barril de aceite, pero el viaje le pareció monótono, desmesurado el tiempo que tardaban en cruzar el océano. Para matar el aburrimiento, volvía a Anastazja, al tacto tibio de su cuerpo, a su imagen en la ventana. Luego releía la última postal de su tío, pasaba el dedo por la tinta indecisa: «Verás la Estatua de la Libertad plantada sobre el río Hudson. Luego sonará la sirena del barco. Luego bajarás al muelle y te reconoceré».

Los pájaros que venían siguiéndolos desde días atrás ya no mostraban ansiedad por los desperdicios del barco, habían recogido sus petates los emigrantes y, en el puente, se respiraba una burbujeante ansiedad. Una mañana, como una ballena en celo, la sirena lanzó su lamento. En la pálida aurora el barco encendió las luces, y como un racimo de estrellas, comenzó a rodear un amplio estuario, más grande que todos los campos de cebada que hubiera visto jamás, se acercó a un puerto donde dormitaban orgullosos transatlánticos y laboriosos cargueros. Con el aire de la amanecida dándole en la cara, Jan asomó su ansiedad. Pero allí no había estatua, ni río Hudson, ni ciudad con rascacielos al fondo, solo un cartel inmenso e incomprensible, un gigantesco puente de hierro, un paisaje plano como el mar, un amanecer sangriento, un muelle alborozado en el que hervían los abrazos.