Flavia Company
Por mis muertos
Flavia Company, Por mis muertos
Primera edición digital: mayo de 2016
ISBN digital: 978-84-8393-527-9
© Flavia Company, 2014
© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016
Voces / Literatura 192
Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.
Editorial Páginas de Espuma
Madera 3, 1.º izquierda
28004 Madrid
Teléfono: 91 522 72 51
Correo electrónico: info@paginasdeespuma.com
Índice
El abuelo de Andrea
Primera parte: Lo juro
La llama de la vida
El destornillador de Texas
Un pésame ideal
Arte bizantino
Número cincuenta y cinco
Alrededor de un epitafio
Segunda parte: In Memoriam
El cartero
Piel de oveja
Secreto
Qué habrá sido de Moya
El caracol de mi abuela
Conexión argentina
Tercera parte: Herencia y elección
La carta perdida de Andrea Mayo
Todos tenemos historias que terminar
Dos cuentos de amor
Uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres.
«Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», Jorge Luis Borges
Soy feliz,
soy un hombre feliz,
y quiero que me perdonen
por este día los muertos de mi felicidad.
Pequeña serenata diurna, Silvio Rodríguez
Para Inma, mi mujer,
que escuchó con tal entusiasmo todos estos cuentos que no me quedó más remedio que escribirlos
El abuelo de Andrea
Tiene la costumbre desde que, cuando era niña, su abuelo le contaba historias supuestamente autobiográficas y casi inverosímiles que la entusiasmaban y que, como muchos años después dedujo, eran mentira de principio a fin o, según se defendía el abuelo en los últimos años de vida cuando ella se lo recriminaba, eran ficción. Ficción, Andrea, le decía el abuelo, un poco de ficción siempre hay que hacer, en la vida; es más, la vida es aquello que narramos que es la vida, es lo que la gente cuenta, el modo en que la organiza con las palabras y con la imaginación; la vida por sí misma no es nada. La realidad es la ficción que cada cual elige, Andrea, y por eso hay que elegir muy bien las mentiras que uno se cuenta y le cuenta a los demás y es importante que coincidan tanto como sea posible, ¿me entiendes?
PRIMERA PARTE
LO JURO
La llama de la vida
UNO
Estamos en Barcelona. A la salida de una discoteca, cerca de la orilla del mar. De madrugada. Cinco hombres jóvenes discuten. Cuatro de ellos quieren seguir de juerga y el quinto prefiere regresar a casa. Es el único soltero. Siempre nos cortas el rollo, le dicen. Podéis ir sin mí. Le contestan, si salimos juntos, volvemos juntos, aquí no se raja nadie; cásate y verás que se te quitan las ganas de volver. Ríen. Hace frío en la calle, pero tres son fumadores. Uno de ellos propone ir de putas. Da una última chupada al cigarrillo y comenta, conozco un lugar que está muy bien, y no es nada caro, y empieza a caminar; invito a taxi, añade. Los otros tres casados acatan la propuesta sin rechistar. El soltero, en cambio, los sigue con la vista sin moverse. Se frota las manos y les echa el aliento para calentarlas. Yo paso, dice, pero empieza a caminar hacia ellos, que discuten con el taxista para que acepte llevarlos a todos. Por fin accede. Cuatro atrás y el último en llegar, de copiloto, el lugar más peligroso en un automóvil, en caso de accidente, piensa el soltero al sentarse, y también se pregunta por qué permite que lo arrastren, por qué pirueta del destino él tiene que estar ahí y no en otro lugar. El taxi lleva la música a un volumen muy alto, apenas puede oír lo que comentan sus amigos en la parte de atrás. Le parece que en algún momento se burlan de él, incluso que lo retan a algo, pero él sigue con la mirada hacia delante, observa que se pasan semáforos en ámbar, espía con preocupación el velocímetro, podrían multarlos en cualquier momento. Barcelona está desierta a aquellas horas, dentro de un rato empezará a levantarse la gente para ir a trabajar, y ellos apenas tendrán tiempo de darse una ducha antes de llegar a la oficina. Son compañeros de trabajo y se han propuesto salir juntos el primer jueves de todos los meses. Aquel es el segundo jueves y él ya está harto. Va a ser el último, piensa, así que resuelve aguantar hasta que los otros decidan. No va a quedar mal por un día. El taxista se detiene. Han llegado. Bajan. Fumemos antes de subir, propone el que ha invitado a taxi, y saca el paquete de Winston y una caja de cerillas. Hace viento y se le apagan en cuanto las enciende. Acerquémonos al portal, aconseja. Y ahí sí, la cerilla aguanta. Enciende el suyo, acerca la llama al siguiente y cuando llega al soltero avisa que aquella es la última cerilla. Sin embargo, el hombre no acerca el cigarrillo sino que sopla para apagarla. Comenta, si enciendes tres cigarrillos seguidos con la misma cerilla, matas a un marinero. Mira la hora y dice, son las seis y media, a las ocho me abro.
DOS
Estamos en un pequeño pueblo de la costa gallega cuyo nombre no necesitamos conocer para imaginar a los cinco marineros que discuten, tiempo antes de que amanezca, acerca de la conveniencia de salir a pescar en ese día que amenaza una tormenta como no se veía desde hacía tiempo. Están sentados alrededor de una mesa, en el único bar cercano al puerto que abre a aquellas horas, y los que se muestran a favor de la salida gritan más que el único que, avergonzado por su aparente pusilanimidad, se manifiesta en contra. Es el más joven. Es soltero. Los otros cuatro están casados, y antes de abandonar sus viviendas han tenido que batallar con las esposas. Poco queda por discutir, en verdad. Si no quieres venir, te quedas y en paz, le dice al joven uno de los hombres. Pero hoy habrá buena pesca, te lo aseguro. Luego se levanta para marcharse. Los otros tres lo siguen. Se calan las gorras y salen a la calle. El joven tarda apenas unos segundos en reaccionar. Abandona la silla con tal ímpetu que la tira al suelo. Su intuición no le despierta tanta confianza como la experiencia de los cuatro pescadores.
Sopla un viento frío. Llueve. La cubierta del Terranova resbala. Maniobrar con las manos mojadas convierte los cabos en cuchillas. Se abren heridas anteriores. Y otras nuevas. No ha salido casi nadie, dice el joven a los dos compañeros que faenan con él tras echar un vistazo a la cantidad de embarcaciones que permanecen amarradas. No recibe a cambio más que un encogimiento de hombros. No van a cambiar de opinión. Las decisiones se toman una sola vez. Por eso se llaman decisiones.
Zarpan. Hay poca visibilidad. Nada más cruzar la bocana, el barco empieza a dar pantocazos. El patrón procura no encarar las olas con la proa. Ha decidido navegar hacia la zona que durante esa última semana había ocupado el Costa Galega, más grande y más veloz que ellos. Al salir de puerto ha visto que seguía allí atracado, oscuro como una ballena. Dice, vamos adonde el Galega. ¿Estás seguro?, pregunta el otro. Asiente el patrón y el otro se conforma, pero le ha parecido lejos y se pregunta por qué ha decidido, a pesar de las previsiones meteorológicas y de su conocida prudencia, recorrer tantas y tan difíciles millas.
Tras hora y media de travesía, la lluvia arrecia. Los tres que estaban en cubierta se refugian en cabina. Beben un poco de aguardiente para calentarse. El patrón consulta el gps y comenta que falta poco. El hombre que va a su lado fija la vista en el mar. Parece que va a decir algo, pero no le sale la voz. Señala con el dedo. Insiste. El patrón mira y no ve. El otro, como si estuviera hipnotizado, permanece quieto, con el brazo en alto, señalando. Traga saliva. Y entonces se oye el golpe. Se resiente el Terranova. Tardan pocos segundos en comprender que el tronco inmenso cuya presencia intentaba denunciar el que señalaba, ha creado una vía de agua. Los otros tres han corrido al puente a reunirse con ellos. Qué ha pasado, qué ha sido ese ruido. Bajad a ver, bajad a ver, dice el patrón. Detiene motores. El joven, asustado, ya está abajo. Entra agua, entra agua, grita. Hay una vía de agua por babor, en la línea de flotación. El patrón piensa deprisa, tienen poco tiempo. Hay que escorar el barco y dejar la vía de agua fuera del mar. Lastre, lastre, chilla. Buscad todo lo que pese y trasladadlo a estribor. A pesar del frío, los hombres sudan por el esfuerzo. De pronto son capaces de mover pesos imposibles. El Terranova empieza a escorarse. Vamos, vamos. Se oyen gritos. Ruidos de anclas y cabos que se arrastran por la cubierta empapada. De tablas, de cestas. De todo. Por fin lo consiguen. A la vía de agua solo llegan los rociones del mar encabritado. Alguno de ellos tiene que colgarse por fuera del casco para tapar la vía. Necesitan repararla lo mejor posible para ser capaces de regresar a puerto. Si no lo consiguen, tendrán que abandonar el barco. Los cuatro marineros casados, con varios hijos, miran al joven soltero que no sabe lo que es ser padre. Te toca a ti, le dicen con los ojos. El muchacho va a decir que no, pero entretanto se ata a una línea de vida, se pertrecha con las herramientas necesarias y se acerca a la borda. El mar se lo va a tragar. Se me va a tragar, dice en voz baja. No se lo dice a nadie, ni siquiera a sí mismo. Se tira. Tarda en estabilizarse. El viento y el balanceo del barco lo llevan de un lado a otro, lo golpean contra el casco hasta que por fin consigue apostar los pies de un modo seguro. Desciende hasta la vía. Es peor de lo que pensaban. Está empapado. Le tiemblan las manos. De frío. O de miedo. No quiere morir pero presiente que ese va a ser su último deseo. Una ola violenta lo abate. Pierde el equilibrio y queda colgando. La línea de vida se le enreda en el cuerpo. Lo aprieta contra el casco. Se da cuenta de que, así, es imposible que los demás intenten izarlo. Tiene que cortar el cabo que lo sostiene. Va a caer al agua. Y allí va a tardar pocos segundos en desaparecer. Y en ese instante piensa que son las seis y media de la mañana. Solo él va a saber la hora exacta del inicio de su muerte.
El destornillador de Texas
La llegada a Austin tuvo lugar varias horas después del horario previsto. De madrugada. En teoría debía haber un chófer esperándome con un cartel que pusiera mi nombre. No fue así. Llamé por teléfono a la compañía que se encargaba del transporte y me dijeron, o eso entendí yo, que allí estaba el señor tal con su cartulina en la mano. Pensé, por un momento, que no sabía inglés. Que me había inventado mi conocimiento del idioma o que lo había soñado y que no era capaz de entenderme en esa lengua. Me angustié: mi conferencia era en inglés.
Se busca hombre con cartel. Por fin, vacío el aeropuerto y exhausta, arrastrando las maletas y sin saber a dónde dirigirme –había salido a la calle a preguntar a unos y a otros si me esperaban–, vi a un señor que sostenía un cartel para nadie, solo, aburrido, desorientado. El cartel decía algo así como Medicalia o Medicum Alia. Me acerqué a él, más que nada porque era el único ser humano aparte de mí en el aeropuerto, y le pregunté si por casualidad o por suerte no sabía dónde paraban los taxis de la compañía equis –no recuerdo cómo se llamaba–. Yo soy de la compañía equis, me dijo, ya, pero usted espera a Medicalia o Medicum Alia, le dije yo, bueno, tal vez es un error, me dijo él, entonces a lo mejor me espera a mí, me armé yo de esperanza, pues quizás sí, dijo él y me preguntó mi nombre y llamó a la central y le dijeron sí, claro, ese es el nombre, ¿qué cartel cogiste?
Setenta y cinco minutos de coche hasta Georgetown. Treinta horas después de salir de Barcelona llegué al hotel, completamente despejada, sin gota de sueño. Pero dormí. Un rato. Hasta que a primera hora de la mañana me despertó el teléfono. Mi anfitriona llamaba para venir a conocerme, entregarme el coche en préstamo esos días e invitarme a la fiesta que esa misma tarde ofrecía en su casa para darme la bienvenida junto a los profesores del departamento de literatura. A las seis. Cena. ¿Cena?
De acuerdo, hay que comer temprano.
Coche automático: desde entonces y para siempre querré coches automáticos. Pero no iba a usarlo para ir a comer al centro, al bonito restaurante italiano del que me habían hablado, porque si bebía vino –por supuesto bebería vino– no podría conducir tranquila; si me pillaban al volante en estado de embriaguez, a saber qué podía pasarme, podían detenerme, podía meterme en un lío. Podía acabar en el corredor de la muerte: a causa de diversas noticias sobre la pena capital en Texas aparecidas en la prensa los días anteriores al viaje, mis amistades bromearon a mi costa y aseguraron que con la homofobia reinante en aquella parte de Estados Unidos tenía muchos números para que me condenaran a la silla eléctrica.
Total, que me fui andando. Y allí no hay aceras. Andando: y hacía un calor justiciero, de domingo peronista, que dicen en mi país de origen, Argentina, otro detalle por cierto que podía no gustar a las autoridades tejanas. Hablando de domingos peronistas, nunca he sabido si se decía porque los domingos soleados eran dignos del dictador y de manifestaciones a su favor, con bombos y cantos (perón perón qué grande sos mi general cuánto valés perón perón qué grande sos sos el primer trabajador) o porque el dictador se llamaba como ese día de la semana.