Ronaldo Menéndez

 

 

Covers
En soledad y compañía

 

 

 

 

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Ronaldo Menéndez, Covers. En soledad y compañía

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-534-7

 

© Ronaldo Menéndez, 2010

© De la ilustración de cubierta: Desirée Rubio de Marzo, 2010

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Literatura 135

 

 

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Para Mae,

lagartijita de oro

herencia cósmica

1. En soledad

 

La caza de las moscas

 

La ciudad está agujereada de estos viejos cinematógrafos, cines a la antigua, malamente recuperados en una urbe que se cae a pedazos. Oscuro, todo oscuro. Es una película del mejor director polaco, según Teo.

La primera escena muestra a un sujeto que se agita, la cámara tiene el punto de vista del sujeto. Es un punto de vista nervioso, casi angustiante. Parece que sus pasos son ese gotear de un caño mal cerrado cuando el viento tuerce la caída de cada gota. Esos son sus pasos. El sujeto avanza por pasillos donde hay fotos de Lenin, entra en una oficina, encara a una mujer. La mujer, es evidente, no ha tenido sexo desde hace mucho tiempo. La actriz quizá sí. Ella, que empieza a hablar con el hombre, no. Es la editora jefa y despide al hombre, o acaso lo rechaza, esto no se comprende bien. ¿Lo está echando del trabajo o está rechazando su solicitud?, le pregunto a Teo. Teo nunca responde a estas preguntas.

Teo está a mi derecha.

Todo es tan oscuro. Todo puede cortarse en lascas.

El sujeto se ve apesadumbrado. Su apartamento es lamentable, sobre todo por ese orden. Hay ciertos órdenes, le digo a Teo, que son insoportables. Tiene una esposa de pelo muy lacio y nariz de alas anchas que parece gritarle aunque siempre hable en voz baja. Lo más notorio de esta escena, que hace reír con una absoluta carencia de sentido al público de lo más intelectual que nos rodea, es que irrumpe en la sala un viejo decrépito, y mientras el sujeto habla con su mujer, el viejo alza una tira como de papel o látex y grita que aquello es perfecto para cazar moscas. Lo cuelga en el umbral que compromete la sala con el corredor. El sujeto ha dicho, según la traducción: cada vez que una mosca se pose, quedará pegada.

Un codo roza mi codo izquierdo. Lo aparto, y observo la siguiente escena.

No hay nada significativo más allá de esa lentitud polaca, y checa, y rusa, de ciertos filmes.

Teo está a mi derecha, continúa a mi derecha. Es imposible que no lo esté. Transcurre al menos media hora antes de notar que otra vez un codo me roza. Ahora no roza mi codo. No es codo con codo. Todo en lascas, tan oscuro. El hueso que se adivina bajo la piel, a mi izquierda, roza mi antebrazo. Una vez le dije a Teo: el cine perfecto sería aquel que conservara veinte centímetros de separación entre un asiento y otro. Con disgusto quito mi brazo del brazo de apoyo.

Teo tiene un perfil hermoso bajo la luz de la escena siguiente. Negro.

Esta escena muestra al sujeto hablando en un parque nevado con una mujer que no es su esposa. Todo ocurre muy rápido. Pienso: todo ocurre muy rápido porque es importante. Es previsible que el hombre va a entrar en la casa de esa mujer extraña. Será una casa extraña. Con un orden acaso más soportable. ¿Intentará tener sexo con ella? La mujer y el hombre se compenetran a lo largo de un diálogo intrascendente en el cual él le dice que es traductor de ruso y ella que es escritora aunque todavía no ha empezado a escribir, sino que estudia literatura. En la casa, una casa bohemia al estilo socialista, el hombre y la mujer extraña siguen conversando.

¿Cuánto tiempo hace que volví a apoyar mi antebrazo izquierdo, sin percatarme, en el brazo de madera de la butaca? Ahora un dedo roza mi dedo meñique. No muevo la cabeza. Giro los ojos y siento ese pequeño dolor que es como una tensión muscular, como si los ojos levantaran un gran peso. A mi izquierda hay un chico extraño. Su silueta está difuminada. Está tan concentrado que ni siquiera siente mi fastidio. Nunca he comprendido cómo una persona en el ómnibus, en una escalera mecánica, puede hacer contacto con otro cuerpo sin siquiera notarlo. Me parece una muestra irrefutable de imbecilidad. Tan innegable como las piedras.

Mi mano derecha está con la mano de Teo.

No tengo la menor idea de por qué no he retirado otra vez mi antebrazo. Tal vez porque he visto aquel perfil extraño. Acaso porque necesito cerciorarme de hasta qué punto es casual.

Las siguientes escenas, que ya no he visto en todo el hormiguero de sus detalles, resumen que el hombre se ha hecho amigo de la mujer. Pero no ha tenido sexo con ella. Aunque lo ha intentado.

Un dedo meñique roza mi dedo meñique. Negro.

Hay una escena que vuelve a arrancar risas a los intelectuales del cine. Risas apergaminadas. Risas de una humedad forzada. La mujer está acostada desnuda en un camastro y el hombre está a su lado. Sobre el pecho de la mujer hay un libro abierto. Las tapas del libro tapan ambos senos. Sobre el sexo, hay un cuaderno. Ningún espectador, ni el hombre que está a su lado, alcanzan a ver el pubis. La mujer estudia a Shakespeare, lee en voz alta otro libro. Cuando el hombre trata de besarla la mujer lo abofetea, le dice que deben concentrarse en los estudios y en la creación. Le dice que lo ama. Le dice que él tiene talento y que va a ser un gran escritor.

Cuando el dedo meñique vuelve a rozar el costado fino de mi dedo meñique, me asombra la delicadeza. Es un dedo demasiado meñique, como el mío. Observo otra vez el perfil del muchacho a mi izquierda. Retiro parcialmente mi dedo meñique porque es lo conveniente. No retiro totalmente mi dedo meñique. Lo dejo a mano. De modo que el otro dedo vuelve a rozarme. Sé que ya no puedo mirar. Alejo mi dedo, esta vez más lejos, más hacia delante en el brazo del asiento.

La mano de Teo me prensa los dedos. A veces aumenta su presión demostrando que lo que ocurre en la pantalla tiene alguna importancia para él. Es imposible saber en qué consiste. La importancia.

La sucesión de escenas ha definido la siguiente línea dramática: el hombre es una especie de falso amante de la mujer. Pasa casi todo el tiempo con ella en su apartamento bohemio al estilo socialista. La mujer es escritora aunque aún no ha empezado a escribir. La mujer no es extraña: es estúpida. Aunque para él es extraña. Le dice que lo ama. Le ha hecho creer que va a ser un gran escritor, que tiene talento. El hombre, que aún no ha tenido sexo con la mujer, la obedece e intenta escribir desde hace un buen tiempo un relato. Pero lo escribe porque quiere tener sexo con la mujer.

El relato que escribe el hombre trata sobre una casa llena de moscas y sobre un viejo que cuelga unas tiras de papel engomado para cazar moscas.

Además del meñique, me roza el anular del muchacho que está sentado a mi izquierda. Lo ha hecho tan delicadamente que parece hierba. Los dedos se me posan. En lugar de alejarme, dejo mi mano estar. No tanto mi mano, sino mi dedo meñique. Cerca. Sus dedos, esta vez al menos tres, llegan a rozar el pequeño hueso de mi muñeca. La hierba parece haber sido agitada por el viento apenas unos segundos. Quiero volver a observar su perfil. Quiero hacerlo para saber si debo alejarme. Sé que es imposible mirar su perfil. Mi dedo meñique toca su dedo meñique. Lo he hecho. Lo he hecho negro. Mis nervios son un hormiguero disperso.

En la siguiente escena el hombre lee su relato a la mujer. El viejo en cuestión consigue capturar muchas moscas. Día a día atardecen pegadas en sus tiras de papel engomado, él las descuelga y las sustituye por otras con el pegamento fresco. En la casa, las moscas están atrapadas.

La mano del muchacho a mi izquierda está acariciando el dorso de mi mano. Mi sexo está muy húmedo. En un principio mi mano suda. Luego se acostumbra a ese ir y venir, a ese paseo de dedos que parecen hierba. Pongo mi mano bocarriba y recibo con la palma abierta el paseo, apenas rozándome, de sus dedos. Devuelvo la caricia. Muevo mis dedos dentro de la mano del muchacho. Dejo que sus dedos se muevan entre mis dedos que se mueven. Luego sus dedos escapan hacia arriba por todo el antebrazo, recorren la línea de mi articulación. Su mano regresa a mi mano. Entonces son mis dedos los que suben por su brazo hasta acariciar su codo. Es un codo firme, redondo y sin carne. Un codo limpio y liso.

Perfil negro de Teo.

No sé bien cómo, pero la mujer ha convencido al hombre de que lleve su relato a una importante editora amiga suya. Alguien capaz de descubrirlo. Alguien capaz de aprehender ciertas esencias. Al principio, el hombre duda, pero la mujer le da a entender que podría tener sexo con él. Era cuestión de que la literatura ocurriera entre ambos. Le dice que él tiene talento.

Bajo mi mano hasta la zona del asiento del muchacho, temo que Teo la vea. Temo que Teo, a mi derecha, vea mi mano. Sobre las piernas, sus dedos recorren más allá de mi codo. Pasan el codo. Es como un arpegio. Siempre hierba. Se detiene, rodea mi bocamanga. Luego entra. Entra en la bocamanga. Siento que los dedos pausados apenas rozan mi axila. Se detienen en mi axila y juegan. Mi sexo no está húmedo: es la humedad. Todo es la humedad. Negro. Bordean, sus dedos, el contorno de mi seno izquierdo. Mi seno es pequeño. Mi seno recibe los dedos poniendo un nudo en mi garganta. Me ladeo. Entra más. Bordea el pezón. El deseo duele en el pezón. Las puntas de sus dedos índice y pulgar pellizcan suavemente los bordes de mi pezón. Primero los bordes, luego la punta. Se repite.

Otra vez la película está como había empezado. El hombre avanza por los pasillos de la redacción. No sé cómo ha llegado. Quiere ver a la editora. Le lleva su relato sobre la casa de las moscas.

Con mi mano derecha, llevo la mano de Teo hasta mis muslos. Acaricio su mano como si mis dedos fueran hierba. Como tantas veces, recorro la separación de sus dedos, pero lo hago de manera que esta vez sea distinto. Cuando en algún momento los dedos del muchacho a mi izquierda vuelven a mi mano, los enredo. Atrapo los dedos del muchacho. No los dejo regresar a la bocamanga. Suavemente. Como si nuestros dedos fueran hierba bajo un remolino. Entonces llevo la mano del muchacho a mis muslos. Tengo una falda verde que se ve negra porque todo es negro. La mano del muchacho no se resiste, es como una mano muerta que está viva. Su mano espera. Tres manos. Saco mi mano, acaricio primero y luego saco mi mano. La mano del muchacho a mi izquierda acaricia la mano de Teo. Las dos manos, jugando, son como un perfil bajo mis labios. Parecen dos animales que han goteado de mis labios. Están sobre mis piernas, casi entre mis piernas. La mano de Teo rodea la muñeca de la mano del muchacho. Da vueltas a su alrededor, suavemente. Los dedos del muchacho suben por el antebrazo de Teo, recorren sus invisibles vellos amarillos.

Al final, la editora se ha burlado del relato del hombre sobre la casa de las moscas. Dice que no tiene talento. En la última escena, el hombre estrangula a la mujer con la que nunca pudo tener sexo.

 

Menú Insular

 

A mis padres

 

La candente mañana de marzo en que anunciaron oficialmente que iban a racionar el pan y los huevos, después de un imperioso rumor que no se rebajó un solo instante al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de las bodegas habían renovado sus anuncios sustituyéndolos por un rotundo: «Pan y huevos, solo por la libreta de racionamiento». El hecho me dolió, pues comprendí que el cesante campo socialista se apartaba de nosotros, y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el campo socialista pero yo no, pensé con melancólica vanidad. Alguna vez, lo confieso, mi entusiasta devoción había exasperado a mis colegas escépticos. Muerto el socialismo, podría dedicarme a medirlo, sin esperanzas, pero también sin exasperación. Decidí seguir de cerca lo que a partir de entonces sería nuestro Menú Insular. Consideré que el domingo 10 de marzo era el cumpleaños de mi hija, visitar aquel día el zoológico de la calle 26 era un acto paternal irreprochable, tal vez ineludible. Esa fue la última vez que, con su injustificada felicidad de rejas, vimos a

 

Pancho