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OBRAS COMPLETAS
RAIMON PANIKKAR

TOMO II
RELIGIÓN Y RELIGIONES

 

PLAN DE LAS OBRAS COMPLETAS DE RAIMON PANIKKAR

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Edición a cargo de Milena Carrara Pavan

I. MÍSTICA Y ESPIRITUALIDAD

1. Mística, plenitud de Vida

2. Espiritualidad, el camino de la Vida

II. RELIGIÓN Y RELIGIONES

III. CRISTIANISMO

1. La tradición cristiana

2. Cristofanía

IV. HINDUISMO

1. La experiencia védica. Mantramañjarī

2. El Dharma de la India

V. BUDDHISMO

VI. CULTURAS Y RELIGIONES EN DIÁLOGO

1. Pluralismo e interculturalidad

2. Diálogo intercultural e interreligioso

VII. HINDUISMO Y CRISTIANISMO

VIII. VISIÓN TRINITARIA Y COSMOTEÁNDRICA: Dios-hombre-cosmos

IX. MISTERIO Y HERMENÉUTICA

1. Mito, símbolo y ritual

2. Fe, hermenéutica y palabra

X. FILOSOFÍA Y TEOLOGÍA

1. El ritmo del Ser. Las Gifford Lectures

2. Pensamiento filosófico y teológico

XI. SECULARIDAD SAGRADA

XII. ESPACIO, TIEMPO Y CIENCIA

 

PRESENTACIÓN

En un mundo en vías de unificación, el encuentro de las religiones es ya inevitable. Nace así toda una serie de cuestiones no solo para los católicos, sino también para todos los que están abiertos a los problemas espirituales y filosóficos.

Hoy sabemos por la historia de las religiones que no han existido nunca pueblos sin religión; o, dicho de otra manera, que la religión es un fenómeno humano que se relaciona tanto con la sociedad como con el individuo, hasta el punto de que, apoyándonos en una frase de Aristóteles, podríamos decir: «homo est animal religiosum» (el hombre es un animal religioso).

En la obra, que aquí presentamos, Panikkar, que por su origen mantiene vínculos tanto con el espíritu indio como con el europeo, intenta ahondar particularmente en los problemas filosóficos y teológicos que surgen actualmente del encuentro entre religiones. No hay duda de que justamente al cristianismo ha de interesarle esta confrontación, porque, por una parte, no puede estar de acuerdo con la tesis sincretista de la igualdad de todas las religiones y, por otra, su reivindicación de universalidad no puede ya ser interpretada en un sentido exclusivo.

El autor, en cuanto católico y filósofo de la religión, tiene especial cuidado en mostrar que en las religiones se oculta un dinamismo íntimo y a la vez un impulso evolutivo histórico hacia una unidad superior. En el ámbito de este planteamiento se ofrecen consideraciones muy interesantes y estimulantes sobre las usuales «notas» de la Iglesia de Dios. En un sentido universal y traslaticio, puede decirse que en ellas se reflejan también cuatro notas características de los valores religiosos presentes en las religiones.

Roma, durante el Concilio Vaticano II
6 de noviembre de 1963

CARDENAL FRANZ KÖNIG
Arzobispo de Viena

 

PREFACIO – DEDICATORIA

Este estudio fue escrito en 1955, después de unos años de madura reflexión y elaboración. Sin embargo, se ha creído preferible retrasar cinco años su publicación, de modo que, en este período de tiempo, el autor ha podido consultar gran parte de la amplia bibliografía aparecida desde entonces y ha tenido también la oportunidad de confrontar la tesis expuesta en su libro con los puntos de vista de estudiosos y simples creyentes de otras religiones. El autor puede, por tanto, afirmar sinceramente no haber escrito ni una sola línea sin haber tenido antes confirmación de viva voz, en amistosas confrontaciones, de todo cuanto se expone en este libro.

Por ello, este estudio no está únicamente dedicado a los que participaron en las conversaciones que lo han hecho posible: les pertenece a ellos y a ellos les es ofrecido con gratitud.

Vārāṇasī, 19 de marzo de 1960

Ha transcurrido otro período de tiempo desde que el autor regresara a Europa, y con mucha frecuencia durante estos tres años ha pensado que este libro suyo necesitaba un tratamiento más amplio y el añadido de abundantes notas explicativas en un nuevo encuadre histórico complementario. Se habría conseguido así que la obra fuera más completa y accesible; pero el autor rechazó esta tentación, porque, en caso contrario, su estudio sobre el encuentro de las religiones habría tenido un carácter muy distinto, puesto que su intención era simplemente lanzar un llamamiento a una mejor comprensión de las religiones, que no fuera puramente académica, sino que incluyera el sentido sagrado que la religión requiere en la coyuntura cósmica de nuestro tiempo.

Roma, 1 de noviembre de 1963

 

I

EL PUNTO DE PARTIDA

INTRODUCCIÓN

Es un hecho innegable que nuestra época se afana en la búsqueda de una cultura universal; los pueblos de la tierra ya no pueden vivir aislados, porque las actuales condiciones del mundo hacen que sus vidas se entremezclen provocando un intercambio de ideas y una influencia recíproca, que se ejerce unas veces deliberadamente y otras de manera inconsciente. Una nueva síntesis está a punto de aparecer.

Las distintas religiones que hay en el mundo no se enfrentan ya en un campo de batalla ni tampoco solo en el pensamiento de algunos estudiosos —nunca han estado menos aisladas religiosa y políticamente las diversas culturas del mundo—, sino que entran en contacto también en los tratos personales, en los asuntos ciudadanos, en las cuestiones nacionales, en las necesidades y urgencias de las relaciones internacionales.

La bibliografía existente sobre este tema es densa como una jungla y esta es posiblemente la razón de que, ahogados en este denso entramado, perdamos a veces la perspectiva general. Existen excelentes obras sobre el tema, muchas de ellas particularmente apreciables, pero nos abstendremos de referirnos a ellas, deseosos de acercarnos directamente al problema en sí.

Los hechos que siguen son innegables: hay muchas religiones y esto provoca en toda persona seriamente religiosa una cierta sensación de malestar por la contradicción interna del hecho, porque en definitiva pluralidad no significa solo variedad, sino también diversidad. Razón por la cual los individuos, de un modo u otro, se encuentran en la situación de tener que hacer frente a la paradoja que presenta la religión, que, pese a afirmar la más alta verdad y el valor supremo de la vida humana, parece dividir a los hombres y ser ocasión de contiendas, en lugar de ser una guía para la unidad y la paz. El ecumenismo es percibido hoy como uno de los problemas más urgentes de la religión. Ninguna religión puede continuar ignorando a las otras y vivir aislada. Es necesario co-existir, pero la coexistencia es el primer paso que conduce a la tolerancia, y, una vez dado este paso, lleva a otro que es más profundo que la simple tolerancia. Se ha abierto así la vía a un diá-logo sincero, que constituye el tercer paso con el que se llega al intercambio de los propios λόγοι (logoi). Solo entonces se está en condición de alcanzar una mutua comprensión. En esta cuarta fase tiene lugar una verdadera comunicación, que produce un enriquecimiento intercambiable, como sexto paso, y se llega finalmente a una comunión.

Nuestra opinión es que la fuerza operante en el encuentro actual de las religiones se encuentra en la tensión interna entre unidad y diversidad y que esta polaridad sirve de estímulo a un dinamismo histórico vital: el crecimiento existencial de la religión hacia la consecución de su plenitud. Tener consciencia de este hecho es de capital importancia, porque los seres humanos, ejerciendo su libertad, pueden perfectamente obstaculizar, retrasar, torcer el curso de la historia. Los errores están en los extremos: uno es el uniformismo, el singularismo, la estrechez mental, con los consiguientes peligros de fanatismo e intolerancia; el otro, el eclecticismo, la confusión, la ineficacia, con las tentaciones que conlleva de irrealismo, irreligiosidad, indiferentismo y muerte espiritual.

1. UNIDAD

El problema puede formularse claramente de la siguiente manera: si la religión es lo que pretende ser, a saber, la vía que conduce al hombre a su fin último, parece que no puede haber —mejor, que no debería haber— sino una perenne y verdadera religión, fundamento de todas las religiones humanas.

Pero esta religión no es —y no puede ser— una vaga «religiosidad» común, sino que debe ser la verdadera religión, viva en el interior de todas las religiones, encarnada, por así decir, en formas diversas, más o menos perfectas, según grados diversos de desarrollo y pureza. Esta «religión» en las religiones, como contenido de verdad de cada una de ellas, será entonces la fuente inspiradora de un dinamismo interno, que —no sin cambios y mutaciones— conducirá a todas las religiones hacia esa única religión.

Descubramos una doble razón de este hecho:

La primera es de orden antropológico. Una característica esencial del hombre en general (y de la mente humana en particular) es que no se aquieta y no logra la perfección mientras no alcance la unidad. La pluralidad y la diversidad empujan el entendimiento humano a la búsqueda de una más profunda unidad y armonía que componga la diversidad bajo un único denominador o revele una identidad única y profunda, que se manifiesta, no obstante, en una variedad de hecho. Al ser humano no puede satisfacerle el pluralismo, como término último. Por otra parte, el simple reconocimiento de una pluralidad implica ya una cierta unidad sustancial; de no ser así, la pluralidad tampoco se mostraría como una multiplicidad (de «ser»).

La segunda razón es de orden filosófico y de carácter totalmente objetivo, y pertenece a la esencia misma de la religión. En efecto, la religión tiene una estructura triple, que se refiere a

1) algo sobrehumano

2) que es el fin

3) del hombre.

En otras palabras, la existencia de la religión requiere tres elementos: Dios, quienquiera que sea o siendo lo que fuere; el hombre, tal como es con todo el misterio de su existencia; y un vínculo entre ambos términos, que indica el camino interior y exterior, por el que el ser humano alcanza su plenitud, o, para expresarnos en lenguaje religioso, por cuyo medio el hombre alcanza a Dios. Este esquema formal parece ser común a todas las religiones.

El buddhismo, por ejemplo, esa religión paradójica sin «Dios», aunque con una terminología muy distinta y su negación de una realidad sustancial atribuible al hombre, no constituye una excepción. También en el buddhismo hay un Absoluto: dharma; hay un fin que alcanzar: el nirvāṇa; hay una camino que seguir: el buddhismo y finalmente Buddha; y está el hombre en su existencia fenoménica. Incluso el politeísmo reconoce un Absoluto y, más aún, no solo admite una jerarquía entre las divinidades, sino también una unidad más profunda. También el hombre es uno en su naturaleza a pesar de su diversidad. De modo parecido, los caminos que conducen a Dios deben reducirse a uno solo. En otras palabras, el núcleo de todas las verdaderas religiones debe ser, en cierto sentido, único e idéntico; de otro modo no serían caminos que guían al mismo hombre al mismo fin, Dios.

Ahora bien, este núcleo central de todas las religiones, estrictamente hablando, podría identificarse con una religión plenamente desarrollada o con un principio germinal presente en cada ejemplar de la flora religiosa. Esta última hipótesis indica una unidad trascendental o más bien inmanente de las religiones y, aunque a primera vista parece la opinión más persuasiva, presenta grandes dificultades.

1) La misma semilla puede producir diversas plantas, pero todas de la misma especie. Sin embargo, el historiador de las religiones, aun con la mejor buena voluntad, no puede no tener en cuenta la existencia de caracteres contradictorios en las distintas religiones. Algunos estudiosos han evitado este problema tratando solo de las denominadas grandes religiones —ignorando las formas más primitivas de religiosidad— o considerando la unidad de todas las religiones como un concepto formal y vacío, común a todas. En el primer caso, omiten el estudio estrictamente fenomenológico e introducen valoraciones «culturales» personales. En el segundo caso, entierran el núcleo tan profundamente en tierra, que ya no puede ser semilla vital de ninguna religión. No se trata, por eso, de un núcleo real, sino de una simple abstracción de la mente.

2) La segunda dificultad surge del hecho de considerar que este principio germinal no sería ya una religión, sino en el mejor de los casos el «núcleo idéntico» de todas las religiones. Pero el hombre religioso no puede sacar alimento solo de las raíces, sino que ha de hacerlo sobre todo de los frutos del árbol de la religión. La semilla sola no constituye el refugio que espera encontrar en la religión, vista como un árbol vivo, con su tronco, sus ramas, sus hojas, los frutos y las raíces.

Es preciso decir que la única consecuencia de la hipótesis en cuestión sería rechazar, minimizar toda religión, con la consiguiente paradójica destrucción de la religión en nombre de la religión; el lugar de la religión lo ocuparía entonces una pura quintaesencia de la religión que no podría satisfacer las múltiples necesidades religiosas del hombre. Aunque quisiéramos aceptar este núcleo fundamental como la religión de los «puros», no podemos olvidar que el hombre en general encuentra grandes dificultades para mantenerse en el camino recto y que, además, la religión debe adecuarse a todos, y especialmente —hay que decirlo— a los simples y a los pobres, los «bendecidos» por Dios.

2. DIVERSIDAD

Si, por un lado, debe haber cierta unidad de todas las religiones y, por otro, esta unidad no puede ser puramente trascendental y desencarnada, hay que demostrar que la unidad que se busca es una unidad existencial de carácter dinámico e histórico. En otros términos, se trata de una unidad en desarrollo, que debe constituirse no solo en las sublimes esferas del misticismo, sino también en el dominio concreto de la vida humana. La unidad, en efecto, no debería confundirse con la uniformidad o con el totalitarismo; una unidad viva requiere variedad y diversidad, como características suyas igualmente importantes.

Hay que demostrar, por tanto, que hay unidad y que hay diversidad y sobre todo que la exigencia de unidad no se encuentra principalmente en la esfera esencial, sino en el dominio existencial. Es obvio que esta unidad está lejos de ser alcanzada, pero está presente como una fuerza dinámica. El objetivo de nuestro estudio es mostrar precisamente que este dinamismo actúa en nuestro tiempo y que este hecho despierta nuestro sentido de responsabilidad. Ser personas religiosas conscientes e ilustradas significa hoy, entre otras cosas, estar profundamente tocados por la religión o por la falta de religión de aquellos que nos rodean.

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Si tuviéramos que formular sintéticamente nuestra tesis, podríamos expresarnos de la siguiente manera.

La relación entre las religiones no se basa en un sincretismo (todas son buenas e igualmente perfectas, de modo que son equivalentes), ni en el exclusivismo («mi» religión es la única buena y la única verdadera; todas las otras son falsas), sino en la inclusividad (todas las religiones auténticas evolucionan hacia la única verdadera religión y realizan, en grados distintos, que pueden incluir también una cierta diversidad de naturaleza, la esencia de la religión). Esta inclusividad —que no rechaza una saludable emulación religiosa— no es de naturaleza puramente esencialista (esto es, no se incluye en el plano especulativo de las ideas, que se contienen las unas a las otras, en cuanto unas son más generales o más perfectas), sino que es una convergencia existencial de naturaleza histórica bien definida (porque todas las religiones encuentran su lugar en el desarrollo histórico de la humanidad o, en términos de teología teísta, en el plan salvífico de Dios, que invita a los hombres a volver de nuevo a Él).

Existe una unidad subyacente, no solo de carácter esencial, sino ontológica e histórica, y una evolución dinámica hacia una religión universal, no en forma de una difusa y vaga religiosidad, sino como religión plenamente humana y universal.

Permítaseme, por razones de claridad, exponer nuestra tesis en una terminología cristiana: si hay un Dios que llama y guía a los hombres a su plenitud obediencial, esto es, hacia Sí mismo, este Dios escucha todas las plegarias y sostiene todos los esfuerzos de los hombres para reencontrarlo. Si hay un Cristo, Hijo de Dios y hermano del hombre, único Mediador entre Dios y los hombres, estará realmente presente en todas las formas auténticas de adoración y de vida religiosa. Cristo es Aquel que escucha y oye tanto la oración del africano idólatra como la del piadoso śivaíta; es Aquel que induce a los hombres a entender que constituyen una única familia, con idéntico destino sobrenatural, a saber, la participación de la naturaleza divina; de Él procede la fuerza y la gracia infusa en el hombre, para que pueda siempre descubrir más fácilmente el verdadero rostro de Dios y, así, el auténtico aspecto de la realidad. El cristianismo puede afirmar que es la religión verdadera si acepta integralmente su catolicidad, es decir, si reconoce que está presente dondequiera que exista una verdad religiosa, cualquiera que sea el aspecto exterior que esta pueda asumir. Cristo —el Cristo realmente viviente, Dios y Hombre, Principio y Fin, unigénito Hijo de Dios y primogénito entre todas las criaturas, por quien todo ha accedido a su ser— no es monopolio exclusivo de ninguna religión particular, no está prisionero de los esquemas de una sola «confesión», sino que vive realmente en el Cuerpo Místico que es su Iglesia —el catolicismo, si es auténtico, no puede ser una «confesión»—. Esto quiere decir que Cristo lo abarca todo, que comprende y sostiene todo lo que ontológicamente no está contra Él (el Reino de Dios crece día y noche como la semilla lanzada a la tierra, mientras su guardiana, la Iglesia, ignora cómo sucede). Esto quiere decir que Cristo, como Mesías escondido o Dios desconocido, vive también en las almas de los auténticos hombres religiosos de todas las religiones, y, a través de la misteriosa libertad humana, por medio sobre todo de quienes recibieron la plena Revelación de su Nombre, guía a todas las religiones —incluido el cristianismo en su estado actual— por una u otra vía hacia la única religión y a la comunión ontológica de su Cuerpo Místico, esto es, a la verdadera y auténtica Iglesia católica (entendiendo este último concepto en su justo significado).

Con demasiada frecuencia se olvida que la Iglesia es una realidad mística, es decir, un organismo completo, formada por cuerpo, alma y espíritu. Es, sobre todo, el Reino interior de Dios en la tierra, el estado viador del ser «creado», itinerante, en camino hacia su plenitud, o, en términos cristianos, hacia el Cristo total. La Iglesia es una sola cosa con Cristo, por Cristo incorporada a la Única Trinidad. Precisamente por este carácter místico suyo, esto es, integral, la Iglesia es también un cuerpo, un organismo visible.

Queda por hacer todavía una última observación antes de seguir adelante. Es sumamente difícil escribir sobre materia religiosa de una manera que pueda aceptarse por personas de distinta fe; en el pasado esto era casi impensable; hoy, podemos considerarlo posible. Sin embargo la dificultad sigue, porque es tarea ardua satisfacer por igual las exigencias de personas pertenecientes a religiones distintas. Por una parte, estas personas, a causa de una mayor frecuencia de contactos, se han hecho más susceptibles; por otra, y por igual razón, ha surgido entre ellas el peligro de un eclecticismo barato. Incluso si se habla en términos de la más estricta ortodoxia respecto de la propia religión, pero tomando en consideración las posturas de creyentes de otras confesiones, se observa que hermanos nuestros en la fe mantienen sus sospechas o se sienten incómodos y a veces hasta agredidos por nuestro forma de hablar. Si actuamos de otra manera, los miembros de otras confesiones comienzan por no entendernos y acaban entendiéndonos al revés. En las páginas que siguen, el autor no se olvida de su fe católica, al contrario, se esfuerza en su intento de ahondar en ella, procurando al mismo tiempo que sea accesible a otros y usando un lenguaje común que aborde el problema tal como es en sí. ¡Cuántas veces ha sucedido que, hablando de Cristo con un hermano mío hindú, me ha dicho que Cristo es Kṛṣṇa y yo le he respondido que seguro que Cristo está en Kṛṣṇa!

Esta confesión personal quizá era necesaria, no solo para disipar cualquier duda acerca de nuestra intención, sino también para hacer posible, en lo que seguirá, que nos mantengamos en una línea estrictamente filosófica, después de haber eliminado con anterioridad cualquier añadido extrafilosófico o suprafilosófico.

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Definimos estas páginas como estudio filosófico porque intentaremos desarrollar una línea filosófica de pensamiento, a lo largo de la cual puedan encontrarse dialécticamente de acuerdo la mayoría de los estudiosos seriamente interesados en problemas religiosos. Para conseguirlo, nos hemos impuesto una limitación, penosa pero necesaria, que nos obliga a omitir muchos conceptos que cubren el campo estrictamente teológico y que solo podrían ser adecuados si fuera otro el contexto. Nuestro objetivo principal es permitir que seguidores de distintas religiones descubran un acuerdo «formal» con los puntos de vista aquí expuestos, a partir precisamente de su coherencia filosófica, aunque puedan ser interpretados a favor de la religión propia. El primer deber de todo creyente es respetar profundamente la fe propia y la de los demás. Pero la fe no puede ser demostrada; frente a ella hay que pararse ante el umbral.

Un estudio filosófico no puede agotar todos los problemas en torno a la religión; pero puede ser muy clarificador si toma una cierta orientación, mostrando las implicaciones y las exigencias de la relación entre las religiones. Nuestro estudio se propone explicar, en parte, la humilde «y» que une y separa «religión y religiones». Puede considerarse por ello el estudio de la partícula copulativa y adversativa «y» en el terreno religioso.

La filosofía, en cuanto es algo más que pura dialéctica, debe hacer referencia a instancias concretas y tener muy en cuenta la naturaleza del hombre; pero en la medida en que la filosofía es algo menos que teología, o algo distinto de ella, excluirá la fe y junto con ella el propósito de ofrecer un cuadro exhaustivo de la naturaleza de la religión. Nos limitaremos, por lo tanto, al análisis de nuestra «y».

Por otra parte, en sentido lato podría también definirse este estudio como «teológico» porque nuestro análisis filosófico, precisamente en cuanto estrictamente filosófico, puede dar origen a un discurso teológico. En efecto, ya hemos precisado que el hilo conductor de nuestra investigación es un interés religioso por la religión. Ahora bien, este interesan podría ser religioso si no fuera también teológico, esto es, si no encontrara inspiración en la religión misma.

En este sentido no estará fuera de lugar otra consideración. Uno de los indicios más prometedores del renacimiento del verdadero espíritu religioso entre los seguidores de las diversas confesiones cristianas es el deseo de unidad y el sincero dolor por sus divisiones. Después de más de mil años de historia no demasiado edificante en este aspecto, se dibuja, en estos últimos tiempos, un nuevo tipo de relación con «herejes» y «cismáticos», que hoy se expresa con el usual término de ecumenismo. El ecumenismo permite el diálogo —hemos señalado anteriormente ese diálogo como tercer paso— e implica un aprendizaje mutuo. La fuerza inspiradora de este encuentro nace de la única fuente de fidelidad y amor por el Cristo que es inseparable de la lealtad con la propia «confesión». Por tal motivo, el fin principal del diálogo es la «conversión personal» de cada uno de nosotros a un cristianismo más profundo y más pleno, sin intentar «convertir» a los demás ni tampoco condenarlos. Esto significa que el ecumenismo posibilita por vez primera —por lo menos a gran escala— un encuentro entre cristianos, que no cae en los dos excesos igualmente nocivos del sincretismo y la componenda, por un lado, y de la unilateralidad y el exclusivismo, por otro. Naturalmente, un encuentro así trasciende los problemas puramente especulativos y se presenta lleno de peligros y dificultades; es un encuentro de corazones y personas, no solo de inteligencias desencarnadas. Es un encuentro que se basa en la plegaria y en la fe, además del estudio y la simpatía.

El objetivo que se propone este estudio es el desarrollo de este espíritu ecuménico en todas las religiones del mundo. La idea central de estas páginas es sacar a plena luz un ecumenismo no solo cristiano, sino también humano y religioso, un ecumenismo católico, según la definición que hemos dado en otra parte. Pero debemos proceder en nuestro intento con mucha humildad y por ello, en vez de proponer los principios de ese ecumenismo universal de un modo más o menos apriorístico, preferimos ceñirnos a un ensayo que haga frente de inmediato al problema en sí, sin hacer afirmaciones previas. Antes de alcanzar la vía principal, debemos abrirnos con nuestro esfuerzo un rudo camino, marchando hacia adelante. Solo suplicamos a quienes luego asciendan por la misma cumbre religiosa con métodos más cómodos que no nos critiquen si nuestro camino no sigue siempre por los mejores atajos. Estamos como buscando a tientas, pero confiadamente, un ecumenismo ecuménico.

No hay necesidad de precisar que semejante encuentro entre religiones requiere mucho más que frías especulaciones; por ello quisiéramos pedir al lector que se una a nosotros en la oración y participe en nuestros sufrimientos. Con todo, en estas páginas, nos limitamos a la modesta tarea de señalar las piedras miliares filosóficas de nuestro itinerario.

Tras una doble introducción de carácter fenomenológico y dialéctico, intentaremos delinear un concepto integral de religión describiendo sus nueve dimensiones constitutivas. De este modo tendremos la base necesaria para comprender toda la complejidad de la unidad y la diversidad de las religiones según los múltiples puntos de vista desde donde consideraremos el problema particular que es objeto de nuestro estudio.

 

I

APROXIMACIÓN PSICOLÓGICA

Un primer contacto, no con el problema en sí, sino con los estudiosos y con el hombre común que se interesan por estos problemas, nos lleva a descubrir dos planteamientos psicológicos contrapuestos. Llamaremos a estas dos posturas centrípeta y centrífuga.

El espíritu humano tiene dos tendencias principales: una se inclina hacia la inmanencia y la introspección, descubriendo la verdad en el «interior», en las «profundidades», en la «esencia» de las cosas; la otra se orienta a la trascendencia, a la extrospección, a la búsqueda de la verdad en el «exterior», en las «esferas más elevadas», en los «hechos», tal como se manifiestan y pueden verificarse.

Para nuestro propósito, llamaremos a la primera actitud centrípeta; a la segunda, actitud centrífuga.

Antes de describir brevemente estas dos actitudes, recordemos que se trata sobre todo de dos tendencias psicológicas. En casi todas las concepciones hay al menos alguna verdad, que otra concepción posiblemente ha ignorado u olvidado. Con frecuencia una controversia religiosa no es más que un duelo psicológico, y las llamadas discrepancias teológicas pueden tener origen en una simple diferencia de mentalidad —por ejemplo: ¿se puede hablar de tolerancia del hinduismo o hay que hablar más bien de paciencia y de sabiduría de la gente de la India? ¿Hay que hablar de la simplicidad islámica o de la actitud árabe de concentración en una única causa? ¿De la superioridad cristiana o de la mentalidad occidental? ¿Del «realismo» católico o del sentido jurídico latino romano?—. Indudablemente, las religiones pertenecen a este mundo nuestro, pero todas nos invitan a conocernos a nosotros mismos antes de juzgar a los demás. El problema de la unidad o la pluralidad de las religiones ofrece un ejemplo impresionante de la enorme importancia de un encuentro psicológico.

Se podrían describir minuciosamente estas dos actitudes y mostrar cuántos representantes de una u otra sostienen un punto de vista particular sobre el problema de la religión y de las religiones, no porque lo hayan estudiado de un modo objetivo, sino porque proyectan en el problema su propia tendencia mental. Si preguntamos a alguien qué piensa sobre el colonialismo, la discriminación racial, la tensión entre América y Rusia, la bomba atómica, el arte moderno, la integración europea y aun sobre otros temas, del tipo de sus respuestas podremos deducir inmediatamente su postura ante la religión. Con todo, no pretendemos ahora describir las actitudes psicológicas en sí, sino solo su interpretación de nuestro problema.

1. ACTITUD CENTRÍPETA

Las personas con esta actitud mental pondrán en evidencia la necesidad de purificar todas las religiones, regresando al mensaje central que esas religiones ofrecen. Sugieren, como tarea imperiosa de nuestros tiempos, una profundización en los valores religiosos para salvarlos del desorden y del caos moderno. La verdadera actitud «religiosa», dirán, intuye que es mejor seguir alguna religión, cualquiera que sea, antes que no tener en absoluto ninguna; es preferible ser, por ejemplo, un judío o un musulmán sinceros, etc., que ser un descreído. La verdadera religión no es tanto la forma exterior de la confesión a que se pertenece, cuanto su espíritu y su intención. Lo que en definitiva cuenta no es ser buddhista, hindú, etc., sino ser un buen buddhista, un buen hindú. Será en esta profunda e inflexible bondad, dirán los representantes de la actitud en cuestión, donde nos encontraremos.

Esta actitud presenta dos características distintas, de acuerdo con la cultura, el temperamento y las ideas de sus representantes.

a) Aspecto negativo

Este aspecto está presente en la actitud de los que se centran en el núcleo de una religión particular porque encuentran allí todo lo necesario para la felicidad terrena y ultraterrena. Afirman que esto es necesario para mantener una estricta ortodoxia y no caer en un sentimentalismo religioso, dulce, vago y estéril, que genera la apariencia de un amor fraternal, pero que en concreto no se manifiesta en una caridad activa hacia el prójimo real.

Esta postura negativa subraya la pureza de la propia fe y la belleza y perfección de la religión que se profesa. No importa lo que representan las otras religiones —lo probable es que se equivoquen o por lo menos que sean más imperfectas que la propia—, lo mejor es seguir con fervor la religión que uno tiene. Cualesquiera que sean los caminos que se puedan tomar para alcanzar el fin último, de todos ellos el único que ha de seguirse, para el bien de uno mismo y el de nuestra fe, es el camino de la propia tradición religiosa. Todos los caminos pueden llevar a la misma meta, pero para alcanzarla no hay que saltar de un camino al otro o bien no seguir por ninguno. Hay que mantenerse en el camino que uno sigue con fidelidad y humildad. Solo así nuestra religión cumplirá con su misión y nos ayudará a llevar la paz al mundo; y, por otra parte, solo así podremos conseguir nuestra salvación personal.

No juzguemos esta postura únicamente como una expresión de fanatismo o de estrechez mental (aunque pueden existir estos peligros); representa más bien una actitud realista y existencial, que puede ofrecer un aspecto muy humilde y saludable. Si estoy contento y satisfecho con mi religión, ¿por qué debería cambiar o buscar fuera de ella lo que ya encuentro en ella? Lo único que me queda por hacer es realizar de un modo más pleno el mensaje de salvación que mi religión ofrece; al final del camino, en la vida eterna, me encontraré con todos los verdaderos creyentes de las demás confesiones. Por eso no tengo ninguna razón para intentar modificar su fe; solo deberé exhortarlos a ser más sinceros consigo mismos. Con demasiada facilidad tendemos a poner orden en el mundo entero, a ver la paja en el ojo de nuestro hermano, olvidando la viga que está en el nuestro. El trabajo debe comenzar por el interior de nosotros mismos y la tarea religiosa más urgente e importante es nuestra conversión personal. Si yo fuera realmente devoto y sinceramente piadoso, no surgiría ni la mitad de problemas que presenta el encuentro entre religiones.

Estos, en líneas generales, serían los argumentos de la actitud centrípeta en su aspecto negativo.

b) Aspecto positivo

El aspecto positivo de la actitud centrípeta subraya la misma necesidad de concentrar todos nuestros esfuerzos en una mejor práctica de la propia religión, pero cree a la vez que, de por sí, siendo mejor musulmán, mejor hindú, mejor cristiano…, o sea, purificando nuestra fe, vamos a encontrarnos en el origen mismo de todas las fes. Las religiones son distintas unas de otras; pero hay una especie de unidad trascendente a la que se llega solo si llevamos a cabo esta verdadera conversión al núcleo esencial de nuestra tradición religiosa. Esta actitud espiritual cree contribuir también a la paz del mundo, predicando una sincera conversión hacia el interior de cada religión, conversión que se podrá conseguir si desarrollamos esta tendencia positiva centrípeta. Las religiones son los distintos atuendos de una única y misma esencia, y es precisamente esta realidad en sí la que nos salva, no la forma exterior. Además, si nuestra vestimenta tuviera que ser ocasión de escándalo, sería mejor arrojarla y entrar desnudos en el reino de los cielos, antes que hundirnos en el infierno bien vestidos, pero desnudos de comprensión y caridad.

Si el primer aspecto destaca la concreción y la eficiencia, el segundo pone el acento en la universalidad y la pureza. Un temperamento místico tenderá a pasar por alto las diferencias, a minimizar las prácticas externas y los comportamientos morales, mientras que dará importancia primaria a la unidad, a las intenciones internas y a las estructuras ontológicas. Las religiones pueden no ser iguales, pero en el fondo este hecho no tiene demasiada importancia, dirán los representantes del centripetismo positivo, porque el alma de toda religión es la misma y la actitud fundamental de todo hombre religioso es idéntica. La verdad religiosa se encuentra en las profundidades de nuestra religión y en esta hondura todas las religiones se encuentran; no es necesario ir hasta el centro de nuestra religión particular, afirman, sino al centro de la religión, que es el centro de todas las religiones, porque solo hay un centro que es único para todas. Así como un conocimiento superficial de las ciencias puede alejar de Dios, mientras que una cultura científica profunda nos llevará a redescubrirlo, también una escasa formación religiosa puede convertirnos en fanáticos, mientras que la búsqueda religiosa profunda nos hará comprender la necesidad de la unión con los demás hombres y con sus religiones. Esta actitud, si es exagerada, puede conducirnos a su opuesta, como veremos dentro de poco; los extremos siempre se tocan.

2. ACTITUD CENTRÍFUGA

La postura opuesta a la descrita podría denominarse centrífuga. Esta actitud, en nombre de los mismos ideales de paz, de comprensión humana y de salvación, va predicando de un modo u otro el abandono de todas las creencias parciales y particulares, que, según los defensores de esta línea, dividen y separan a los seres humanos.

La verdadera religión no se encuentra constreñida al ámbito de las distintas confesiones, que han de interpretarse más bien como degeneraciones de la genuina espiritualidad, sino que se encuentra fuera de y más allá de todas las religiones existentes y se hará actual o en una religión purificada del futuro o en una verdad ultrarreligiosa. Puede ser que en el pasado, y también en los tiempos presentes, las religiones hayan desempeñado una función en la evolución del género humano, pero ahora es necesario superar cualquier restricción y provincianismo religioso para tender a la verdadera «religión» de la humanidad, que difícilmente será equiparable a las religiones actualmente existentes. Todo lo concreto es limitado; por tanto, debemos eliminar los compartimentos restringidos, para llegar a ser verdaderamente universales.

Esta actitud procederá luego de acuerdo con esta línea y otras parecidas en el desarrollo de sus argumentaciones.

También en este caso podemos distinguir entre actitud centrífuga positiva y negativa.

a) Positiva

El tiempo de las religiones ha pasado, si es que alguna vez lo hubo. Durante miles de años las religiones tuvieron la oportunidad de unir a los hombres entre sí y establecer la paz y la cultura en el mundo, y sin embargo fracasaron en su propósito. Es tiempo ahora de comprender que el verdadero mensaje religioso se encuentra fuera de y más allá de la religión misma.

La actitud centrífuga positiva puede ser considerada más bien como la radical negación de todas las religiones, que asume a veces la forma de agnosticismo y de indiferencia y a veces la forma de ateísmo y hasta de irreligiosidad.

Las religiones han sido causa de división entre los hombres y son el opio de los pueblos, por lo que ha de ser abolido todo género y toda forma de rito, devoción y profesión de fe; ritos, devociones y profesiones de fe son por necesidad concretos y limitados, mientras que lo absolutamente necesario es un espíritu universal y una verdad sin límites.

Los hombres solo pueden encontrar la salvación en la verdad y la verdad es que no hay religión. La religión de la irreligiosidad liberará a los hombres de todas las supersticiones y les permitirá afirmarse a sí mismos y ser completamente humanos. Todas las religiones son lo mismo —afirman los defensores de esta postura— porque todas son igualmente limitadas y erróneas. Un análisis ulterior, sin embargo, podrá descubrirnos que también esta es una forma de religión y una actitud religiosa.

b) Negativa

La actitud centrífuga negativa combate las religiones in toto, considerándolas grupos humanos peligrosos de mentalidad estrecha, mientras que exalta al mismo tiempo la excelencia y la necesidad de la religión, purificada de todas las creencias, iglesias, ritos y confesiones. Es urgente —afirma— poner fin a todos los monopolios religiosos y a los particularismos, con el objetivo de alcanzar una religión universal abierta a todos los hombres, tan vasta y de miras tan amplias que pueda abarcar en su seno todos los temperamentos, fes y convicciones en la medida en que no sean exclusivistas y estén dispuestos a liberarse de sus antiguos vínculos y a purificarse mediante la nueva religión universal de la humanidad. Esta nueva forma de religión es solo un sentimiento religioso, acompañado de una peculiar experiencia religiosa de comprensión y tolerancia.

La tragedia de las religiones —siempre según esta actitud— proviene de sus instituciones y organizaciones. El sacerdocio, los ritos, las profesiones de fe, las iglesias y las confesiones se han apoderado —aprisionándolo— del culto religioso a Dios en espíritu y verdad. Cualquier tipo de institucionalización de la religión es un pecado contra la religión y una desgracia para la humanidad. Y no obstante la religión es lo más noble y sagrado que hay en la tierra, en cuanto es la aspiración de la auténtica naturaleza humana, que reconoce su relación con la Realidad, con lo Infinito. ¿Y quién tiene derecho a imponer límites a esa tendencia universal? ¡Qué terrible blasfemia es querer poner límites a lo Infinito, a la Divinidad ilimitada, en el ámbito de una sola denominación religiosa y contener a Dios en el particularismo de un solo grupo humano! Toda verdadera religión se trasciende a sí misma y apunta hacia esa religión pura del espíritu, que no puede quedar constreñida a ningún esquema, y tampoco a formulaciones verbales. Solo la inefable experiencia religiosa del individuo, más allá y por encima de toda codificación religiosa, podría ser verdadera religión, según esas afirmaciones y otras parecidas formuladas por esta actitud.

Nuestro propósito, ahora, no es la crítica de todas estas posturas. Era necesario describir las distintas actitudes con el simple objetivo de comprender mejor el problema en sí. Ejemplos concretos de estas actitudes se encuentran fácilmente en cualquier parte.