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El hospital del alma

Lourdes Cacho Escudero

ISBN: 978-84-15930-95-2

© Lourdes Cacho Escudero, 2016

© Punto de Vista Editores, 2016

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ÍNDICE

BIOGRAFÍA DEL AUTOR

CAPÍTULO 1 - CEREZAS

TIEMPO

SABORES

CAPÍTULO 2 - LA CALLE

PUERTAS

CANDADOS

CAPÍTULO 3 - APRENDIZAJES

ÁBACOS

PIZARRAS

CAPÍTULO 4 - LA SIESTA

LAS SÁBANAS

EL SUDOR

CAPÍTULO 5 - MEMORIAS DE UN RÍO

EL AGUA

LA SED

CAPÍTULO 6 - EL HOSPITAL DEL ALMA

EQUIPAJES

EL HOSPITAL DEL ALMA

BIOGRAFÍA DEL AUTOR

Lourdes Cacho Escudero (Nalda, La Rioja, 1970) es, según sus propias palabras, poeta y escritora. Comenzó colaborando en un periódico local llamado El Arco la Villa y ha obtenido premios regionales tanto en poesía como en relato. Diplomada en Enfermería, aunque ejerce este trabajo muy de vez en cuando, aspira a ser como Antonio Machado y sueña en poesía y vive en prosa y escribe porque le prometió a su abuela escribir su historia. De 2015 es su poemario titulado El tiempo merecido (Ediciones 4 de agosto). El hospital del alma es su primer libro de relatos.

CAPÍTULO 1

CEREZAS

TIEMPO

Cerezas

… a mi padre.

Mi padre tuvo otra infancia. Mis abuelos otro campo. El del sol a sol, el de la necesidad, el que daba de comer. Era un sacrificio ser padre y ser hijo. A veces había que salirse de la escuela para hundir los pies en la tierra y regar con el sudor demasiado joven la medida de un cantero. Un pañuelo de cuatro nudos les protegía del sol. Un bota de vino, del frío. Cuando yo nací, mi padre estaba en el campo; eran las cinco de la tarde de un día de verano de últimas cerezas. Mi madre dio a luz a la antigua usanza: rodeada de vecinas que inundaron la habitación con la descripción de sus partos y que observaban sin distracción alguna los pasos del practicante. La primera vecina que me cogió en brazos se llamaba Lorenza y ella fue quien me puso en los brazos de mi padre, que llegó con el corazón en la frente. Cada vez que abrazo a mi padre me sabe a cerezas porque me lleva suavemente a aquel espacio de luz donde el amor entre cuatro paredes era propiamente la vida y el único pecado en el “renque” de una calle era propiamente el amor. Porque yo, ya nací en otro tiempo y poder mirarlo a los ojos sé que es propiamente la vida…

El jardín de las nubes

A mi madre…

En el verano de 1984, mi madre nos hizo el mejor regalo que podíamos imaginar: Cóbreces. El caso es que yo fui refunfuñando porque dejaba durante quince días las noches llenas de estrellas de Nalda y un séquito de amigas con las que compartir secretos. Recuerdo la sensación de angustia, el dolor de los primeros momentos en mi garganta y el miedo a que el tiempo se quedara anclado en aquel lugar que parecía embrujado. Y eso que mi hermano y yo teníamos suerte: mi madre también estaba allí. Todo lo cambió el primer paseo, cuando aquella playa se puso ante mis ojos, aquel trozo de mar que ya jamás olvidaría y aquellas miradas de unos a otros que nos hicieron cómplices, los mejores aventureros del mundo. Siguen en su sitio la fábrica de quesos, la cabina desde la que cada tarde llamábamos a mi padre y el bar de Manolo, al que una noche nos llevaron a Amaia y a mí a ver la final olímpica de baloncesto entre Estados Unidos y España. Y sigue esa maravillosa sensación de acariciar otra vida desde el acantilado del Bolao. He vuelto a cazar gamusinos, a escuchar a aquel chico fuertote pedir cada día mi mano a mi madre a la hora de servirle la comida, a reír con aquel pelirrojo que se enamoró de Fabiola y que incluso suspiraba al mirarla y he vuelto a ver a Ángel, el de Andrea, como si lo tuviera delante de mis ojos. Lo que trabajaron José Andrés y él porque los baños se estropearon. En fin, que un montón de recuerdos, todos bonitos, se han agolpado en mi cabeza con el olor a mar, con el roce de la arena y con la maravillosa paz que en Cóbreces se respira. Tenía que regalárselo a mi madre porque cuatro años después de aquel verano nos volvimos a apuntar al campamento: ella como cocinera y yo como monitora. Y en el último momento me eché a atrás porque tenía que estudiar para Selectividad que me había quedado por la dichosa Filosofía y porque aquel chico de ojos azules que andaba recorriendo Europa vendría y yo no estaría y… ¡Caramba! ¡Tenía que casarme con él!…

Me sentí culpable de no haberla acompañado y este viernes pasado recordándolo en un paseo hacia Novales, mi presbicia me hizo leer en un letrero algo que no ponía: “el jardín de las nubes”. Me pareció tan bonito que mi cabeza comenzó a hilar una historia y volví a tener catorce años. Y volví a necesitarla como entonces. Mis “te quiero” le fueron llegando ese día en forma de primavera verde y de nubes de mar, de cielo de acantilado y de mareas, de lectura en los brazos del amor. Porque también la quiero con aquel verano que hizo horizonte entre mi niñez y mi cordura.

Aprobé Selectividad. En septiembre cayó Darwin y la evolución de las especies que había dado en Biología me adaptó al medio. Y la descomposición de una molécula de glucosa, los 38 ATP de energía para pasar sin problemas la prueba. Bendije el Ciclo de Krebs y la fosforilación oxidativa. Así que mis besos salados siempre llevan un poco de glucosa, una molécula para ser exactos. Y también un jardín de nubes, el que sin lugar a dudas me ha dado mi madre…

El aprendiz de pintor

La ceguera fundó su territorio oscuro en uno de sus ojos. El espacio de luz estrechó las fronteras del paisaje y el horizonte alargó su talle. Las estrellas subieron la escalera de su perspectiva para ocupar el escalón más alto y la noche conquistó todas las batallas de la memoria. Paciente y en silencio, mi abuelo abría un bloc de páginas templadas con mi cariño y adaptaba una boca de grafito al cuerpo sugerente de un papel en blanco. La silueta del miedo, del dolor indescriptible de los días de cárcel iba ocupando la dimensión del tiempo, el retal de savia en donde trataba de explicarme su pasado. Sentada en su costura, antes de ser amordazada por el pañuelo del olvido, mi abuela entre sus hilos, zurcía calcetines para pasar el rato. Cada cinco minutos el rabillo de su ojo observaba mi falda o el pantalón vaquero que marcaba el nacimiento de mis caderas. A mi edad, en sus tiempos, se ganaba la vida y no tenía padre al que obedecer ni madre donde refugiarse. Mi adolescencia vino con un pan bajo el brazo, sin retraso en los trenes, sin amor clandestino en pensiones baratas, sin portales adictos a los candados; la primavera llegaba puntual a una canción de rock y las ganas se descamisaban a plena luz del día; el río se arrodillaba ante los besos y no sobre las tablas de lavar y la cara era el espejo del alma. Pero en los dibujos de mi abuelo, las caras reflejaban un alma amenazada, una libertad afligida, un agujero de lana donde la vida se ovillaba para pasar desapercibida. La soledad de otro tiempo humedecía el lápiz que en sus manos se encadenaba a una saca o anudaba la luna en la garganta de un aula de química a la que el horror vistió con barrotes; el olor de aquel espacio ácido de pizarras que le retuvo preso y el pH elevado del insomnio, de los amaneceres emparedados, de las monstruosas cunetas de cementerios que hurgaban en el aroma de mis ojos produciendo salinas. Porque yo no entendía que por ser aprendiz de pintor él fuese un demonio ni que quisieran dejarme huérfana de sus colores… En el tuerto equilibrio de una paz silenciosa acaricié las sinuosas formas del consuelo, la largura de un tiempo aún cerrado a las palabras, la oquedad de los pasos baldíos, la dentera de una lana que todavía abrigaba el invierno del miedo…

El bolsillo de mi bisabuelo

Había en las tardes una madeja que me llevaba a otro laberinto. En un banco a la vuelta del frontón, en la pared de un bar en la que años más tarde aprendí a esperar al amor y a seducir a la risa, mi bisabuelo me recogía como si acabase de vencer al minotauro. El algodón de mis dedos se entrelazaba entre sus manos grandes llenas de otra labranza, la de los años. Y al compás de sus pequeños pasos y su bastón comenzábamos a subir la cuesta que me llevaba hasta la casa donde mi tía me recibía con la merienda. Él se sentaba en la mesa camilla junto al balcón y sacaba las cartas con las que me enseñó a jugar a la brisca y que guardo impecables en mi memoria. “¡Abuelo! ¡Has tirado triunfo!—le decía a veces sorprendida— “¡Qué despiste!”—me decía él— Y señalaba con los ojos mi merienda que cada vez se hacía más grande y que acariciaba mi boca solo si oía acercarse los pasos de mi tía. Al cabo de un rato, cuando daba por imposible mi apetito y la silueta de mi madre se hacía cada vez más bonita al otro lado del balcón, el bolsillo de mi abuelo, cómplice otra vez, daba cobijo al pan con chocolate y dos besos en las mejillas sellaban nuestro secreto y el hilo de la ternura volvía a atarse a mi dedo.

Mujeres

Si tuviera que describirte a mi abuela como una estación, ella sería el verano. Porque mi abuela olía a campo, a labranza y el campo en verano es cuando más bonito está. Podría decirte que en su mirada llevaba un tren, el que la sacó un dieciséis de julio de Nalda hacia Bilbao para sustituir a su hermana que iba a dar a luz, en el oficio de repartir el pan. Un tren triste que a mí me dio la oportunidad de conocer la distancia, no la objetiva, sino la distancia del tiempo. Mi abuela también fue una mujer joven y enamorada. El amor lo describía perfectamente en las historias que contaba sentada en una silla junto al balcón, con las manos entrelazadas, girando los pulgares, definiendo una sensualidad que la austeridad de la posguerra le obligó a guardar. Porque ella regresó por amor. También en un tren, desde Francia, una primavera en plena guerra. Así que su juventud yo la rodeo de violetas. Digamos que mi abuela era verano y tren, y que su corazón era de violetas como el amor que me enseñó.   

Fue alegre. Muy alegre. Quizás porque ella, al igual que otras muchas mujeres llevaron la sombra de la muerte a sus espaldas durante mucho tiempo y el miedo de la oscuridad o de la incertidumbre en cada centímetro de tela de su delantal y aprendieron a valorar la vida de otra manera, desde su esencia. Podría decirte así, sin tapujos, que ella me encendía el sol con sus canciones que también disfrutaron mis hijos.

Recordar la piel de sus mejillas es recordar la ternura, como el almíbar de la conserva de septiembre. Dejarle un beso era inscribir en mi paladar unos gramos de azúcar. Y todos mis domingos, sin excepción, son dulces porque me dejo acariciar por el recuerdo que me lleva con ella a la plaza, tras una mesita de dulces y gominolas y al abrigo de un brasero donde ella y mi abuelo asaban castañas.

No tengo abrazos rotos si pienso en ella, ni tristeza alguna, ni dolor porque ella entre otras muchas cosas me enseñó a ver la vida desde el espejo de las cosas bonitas, el que refleja un lugar en el corazón, el equipaje cómplice del amor o la fragancia de un cuerpo desnudo; ese espejo que a mí también me enseñó a ser poeta.

La flor del azafrán

Justo debajo del castaño que custodia la ermita había una finca que llevaba mi bisabuelo Raimundo. Desde el camino que da la mano a la montaña que me despierta, a veces lo imagino en aquel tiempo de espera del almuerzo cuidando el azafrán con el que dar sabor al guiso del invierno. Yo aún no había llegado, tampoco el desconsuelo que haría más hondo el silencio de los hombres, ni el barbecho del corazón, aquellos años en los que el amor descansó y el odio se convirtió en el peor enemigo de todos.

Las flores del azafrán se extendían en la blanca mesa de una cocina donde las manos de mi bisabuela, de nombre Mercedes, sacaban las hebras rojizas con el cariño de toda una vida. Sobre su delantal, que amamantó el regazo de nueve hijos, el reflejo azul de sus ojos daba la sensación de pintar aquel mar que durante días y noches la tuvo navegando hasta llegar a Puerto Rico, al paisaje de plantaciones de caña de azúcar que le endulzaron sin duda alguna la paciencia y la delgadez. A ella la tuve que memorizar desde las fotografías porque yo tenía dos años cuando murió pero saberme en sus brazos ya enfermos, en sus brazos de aya, de madre, haciéndole subir un escalón en el árbol genealógico me alimenta la ternura.

Como en todas las historias de amor, llegaron el uno al otro porque tenían que llegarse. Él como hijo de viuda se libró de la guerra de África para mantener a su madre con la tierra. Ella, como la mujer de su vida, debía esperar los cinco años que marcaba la ley, en estos casos, para poder casarse. Así que comenzó su ajuar una mañana en el puerto de una Barcelona quemada, de la mano de unos condes que le ofrecieron trabajo como nodriza en una de sus mansiones de Puerto Rico. Supongo que aquellos cinco años fueron un letargo de tierra y de calor, de veranos de campo y limonada, de noches de amantes sigilosos sobre la almohada del pensamiento. Transcurrido el tiempo de nieve establecido por la ley, aquella condición que mantuvo a mi bisabuelo alejado de las armas, la primavera de mil novecientos catorce trajo de vuelta a mi bisabuela, con su baúl de sábanas bordadas y toallas de algodón que suavizaron el afeitado del resto de los días. Su casa, al final de la cuesta que durante años fue guardián de las puertas de un cine, albergó risas y llanto, pobreza y consuelo, muerte y esperanza, ni más ni menos de lo que albergaron las casas vecinas.

Yo, al igual que el castaño que custodia la ermita, custodio desde el camino el azafrán, como si la exquisita flor de la memoria fuese a sacar la hebra de sus manos, de su delantal, de su amor, de su paciencia en una mesa blanca donde extiendo palabras…

El hielo

África quedaba entre los límites del desconsuelo, a dos días de camino y siglos de cartas, a dos pasos del costo y de la rebeldía, a medio paso de una sublevación que todavía dolía en la memoria. Parecía un destierro, un castigo de un Dios que aún no había tenido bastante, la venganza de un muerto desalmado o la equivocación voluntaria de un destino cacique. El caso es que fuera como fuese, el último de los hijos de mi abuela, el de jerséis de pico y pantalones de campana, el que escuchaba a Triana, el que llevaba unas botas que a mí me hacían soñar se tuvo que ir a Ceuta para cumplir con la obligación de soldado y yo, al igual que mi primo, me quedé huérfana de juegos y de fotografías. Porque el invierno dormitaba en una tarde de balcón y brasero, de sumas y costura, de puzles que guardaban las cajas de quesitos y que me hacían recorrer el mundo. Nunca se derretían los carámbanos del tejado, nunca de las montañas desaparecía la nieve, nunca veía la cara amoratada de los atardeceres de primavera asomarse tímidos a mis pupilas. Mi tío parecía haber entrado en una máquina del tiempo de la cual era imposible salir y yo rezaba a oscuras sobre el consuelo de la almohada para despertar en los días de calor porque mi abuela nos decía que el sol lo traería de nuevo. “Debe ser por las manos”—le decía a mi primo— “que no las junto bien”. Porque yo intención ponía y apretaba fuertemente los ojos como si así se fuese a producir el milagro de hacer desaparecer el frío. Años más tarde, en un pelotón de fusilamiento, a mis dieciséis años, recordé con Aureliano Buendía, aquella tarde remota en que mi padre me llevó a conocer el hielo. Habían hecho una gran bola de nieve en la plaza y el aliento salía de la boca y se podía tocar. Cerraba los ojos para imaginar las palmeras que en Ceuta daban sombra a mi tío, mientras desde los tejados el hielo con su cuerpo alargado y su cabeza de punta me miraba como si quisiera hipnotizarme. Fue el invierno de los descubrimientos, el invierno en que mi abuelo a punto estuvo de morir, el invierno en que las mariposas negras visitaron por primera vez el árbol de mi jardín, el invierno en que los carámbanos, tras su presentación oficial en la plaza, se asentaron cual nómadas en la tierra fértil de las inmediaciones de mi ventana.

No recuerdo la vuelta, así como sus cartas o sus fotografías crecieron en cajones y sobre cómodas de una habitación que fue descifrando los pergaminos de los años, su regreso ocupó el espacio de lo cotidiano; supongo que el sol se puso una mañana y el campamento de hielo de mi ventana desapareció tras haber pasado allí cien años de invierno y nunca más regresó “porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”.

Tardes de campo

En las tardes de río y azadilla, la cuesta de los guardias se convertía en el comienzo de una carrera distinta. Llevaba en mis coletas el alivio del gris, de haber dejado el luto de la siesta en la calle en silencio, el calor, entre las cuatro paredes de una casa sujeta a las costumbres. Para llegar a la pieza de tierra de mi abuelo había que cruzar el puente de la Venta, el que el río en crecidas se asomaba para besarlo y alguna que otra vez había pretendido su cuerpo de cemento. Era como un premio escuchar la desnuda corriente del agua, el dormitar de los chopos, aquel sereno espacio que tras la faena soltaría con mimo mis coletas y acortaría discretamente la largura de mis cabellos. El camino se anchaba al llegar a la finca, no sé si era real o es que tomaba las medidas de un gigante al divisar la higuera y la caseta. Recuerdo las esquinas del sudor de un pañuelo, los huecos que en la tierra, a cubierto del sol por los enormes brazos de la higuera, mi primo y yo cavábamos con prisa en nuestro oficio de labradores. Mi abuelo nos miraba, anclado entre dos surcos, dando color rojizo a los tomates o aleccionando a las lechugas para evitar otro alzamiento. Yo aún desconocía su tiempo de soldado, de hombre hecho de un día para otro, de joven a la espera de un amor clandestino al otro lado de la frontera. Mi única preocupación era que no llegara hasta la alubia verde, que después me miraba dos horas desde el mediodía de un plato, hasta que no me quedaba más remedio que darle cobijo en mi interior. La merienda era una forma de dar cuerda al reloj, de comer los minutos en un bocadillo de chorizo o salchichón o en rebanadas de pan, vino y azúcar. Después llegaba el río, la extraña sensación de que el mundo era agua o de recibir aquel otro bautismo que carecía de normas estrictas o de atamientos pobres, el pequeño relajo donde el sol se sentaba para echar un bocado antes de acostarse, antes de resumir el día en la bodega. Los pájaros se acercaban desde los chopos para beber, para humedecer el vuelo de la tarde que, otra vez calurosa, les había mantenido en una rama de sombra al margen del cielo. Noble daba frescor a su hocico cual Narciso a su rostro y los juncos me ofrecían una diadema. En el regreso a casa, los pájaros cantaban como ahora y la cama del sol descubría sus sábanas sobre el horizonte. La calle había abierto sus puertas y candados y el calor de las cuatro paredes de la casa daba paso a la fresca…

Noviembre

De todos sus santos, en noviembre, San Martín era mi preferido. No porque en algunas casas comenzara la moraga sino porque a la mía traía su veranillo. Las sayas de mi abuela eran un libro abierto de historias de otro tiempo, se acababan las misas por los muertos y el triste cementerio volvía a su tertulia con los cipreses. Noviembre comenzaba con flores amarillas, crisantemos en forma de cruz y algún que otro clavel en un tarro de cristal que fue morada del almíbar de septiembre. Mi madre sacaba brillo a la tumba de su abuela y yo la acompañaba, con las flores y el agua y la curiosidad de leer cada nombre que había sido vida o de dar movimiento a las fotografías que hacían de epitafio. Un extraño hormigueo recorría mi espalda y la edad de los muertos, relativa, a mí me parecía muy lejana pero a la vez me ponía en contacto con el silencio brutal del descanso eterno. Pulmonía, un cólico cerrado, escarlatina, un rayo, la cirrosis, el tufo de un brasero, se olvidó las cerillas y no salió del lago, el corazón, la rabia, las cornadas del hambre… Yo tenía a mi madre en un continuo trajín de la memoria, en una sala de autopsias y recuerdos, diagnosticando la causa de cada muerte: de la de la niña vestida de comunión, de la del joven que se parecía a Machado y que resultó ser mi tío abuelo, de la del niño rubio que tenía la piel tan blanca que parecía de porcelana. Al irnos, mi madre recorría las tumbas de los huérfanos de flores y ponía un puñado de pétalos en cada una para distraerlos del olvido. Y la escalera en casa, las rajas para ser plato de lumbre, la sopa de gallina o el arroz, el flan o las torrijas eran muda del uno de noviembre. En los días siguientes, una misa de siete acortaba aún más la luz del día y pedía a su dios recordar a sus hijos. Así que San Martín era como poner camisa blanca al otoño y sábanas limpias a la cama de un domingo, hacer bosque en la calle y encontrar un trébol de cuatro hojas entre la hierba de la ermita, recoger los enseres del duelo y aliviar por fin a los muertos del inevitable trance de ir de boca en boca…

Las casas del verano

El otoño cerraba las puertas a los besos. El jaleo se recogía en maletas envueltas por el paso del tiempo y la tristeza se acodaba en las esquinas de la calle y en las cuerdas vacías de los tendederos. El sonido de una guitarra se escondía en las rendijas de un banco de madera que a veces permanecía sobre el cemento a la espera de algún fin de semana donde el sol saliera de cuentas. Al principio, el silencio con las manos a la espalda saboreaba un beso o el resplandor rojizo de finales de junio, el nirvana de la segunda estación que, de nuevo, comenzaba su viaje hacia otras tierras. Desde la esquina donde un balón ocupó alegremente los años de mi calle, contemplaba aquella ceremonia de maletas que otra vez se llevaba el calendario. Entonces no contaban sino el agua y la risa, la dulce coincidencia de miradas que te hacían familia, cómplices de un territorio que yo aún no sabía que ocuparía un resto hasta el final, hasta igualar los años, las medidas de la respiración, el amor al fin y al cabo. La despedida guardaba los olores tras las puertas, el particular aroma de cada casa que salía a la calle en el verano: la lavanda poeta o el incienso de una vainilla virgen que nunca te empachaba. A veces me quedaba un ratito en la pared después de que el bullicio se hubiese marchado y cerraba los ojos y ponía nombre a los olores, que poco a poco a la vez que la tarde se acortaba se iban mezclando en la cercana humedad del invierno. Al abrigo de las cuatro, en los meses de frío, las cáscaras de almendrucos saltaban en la lumbre de los mayores mientras la escuela me refugiaba entre pupitres de números y volcanes. Las chimeneas hablaban como si fuesen recuerdos y los montes hacían más largos los aullidos de los lobos; entonces la soledad salía al escenario; como si la madera de mi pecho o el telón de mi memoria se abriera, los olores de cada casa del verano, del bullicio, de la alegría, caminaban despacio por un reloj de cuerda para representar su función, y el corazón, protagonista, aflojaba las tuercas a mis ojos en el primer acto de una obra que se llamaba Vida

El turrón de pobre

La Navidad se acercaba en bolas de cristal que se agitaban para hacer nieve. En el comedor donde una tele en blanco y negro mostraba los pies del comienzo de otra era, los días olían a mazapanes y la inocencia sacaba brillo a sus zapatos. Las manos de mi abuelo daban cuerda a un martillo que deshojaba los frutos de los almendros y las nueces del nogal que me llevaba al río en el verano eran molidas en el almirez donde mi abuela emprendía la laboriosa tarea de hacer turrón de pobre. En la escalera, un árbol no muy grande, vestido de espumillón, anunciaba vacaciones y señalaba el camino donde el frío tenía otro refugio: los botes de cristal con la conserva, las pasas sobre cama de cañizos, el último jamón, los orejones, aquel dulce de higo que endulzó las tostadas de mi abuelo, las pocas avellanas que como oro en paño guardaba para hacerme feliz de tarde en tarde. Las horas en el desván donde la casa custodiaba el esfuerzo y emparedaba el hambre pasaban despacio ante mis ojos, observando cualquier mínimo indicio de otra vida: un par de zapatillas, una cuna a cubierto del óxido, el cabezal de una cama donde el amor murió joven, las cartas de una adolescencia que creció en silencio o las fotografías de un soldado que nunca quiso serlo. La guerra de otro tiempo, la miseria de tejados abombados y barrizales pastosos se colaba en los tímpanos de la memoria como la voz del afilador que llamaba a su piedra a las navajas del almuerzo. Mi madre horneaba los mazapanes con un baño de azúcar que hiciera diferentes los recuerdos y mis manos de niña pintadas con papeles de colores los guardaban en cajas de cartón en el bolsillo de la despensa. En el pasillo, un belén simulaba el nacimiento del hombre y una estrella guiaba mis ojos hacia el cajón donde el betún me esperaba para dar brillo a los zapatos de los muertos que no tuvieron bolas de cristal… Al anochecer, la cuerda del martillo llegaba a las puertas del cansancio y el turrón de pobre se detenía en la cuchara que llenó mi paladar de un sabor que nunca olvidaría. Y dormía sobre un colchón de paz que el delantal sereno de mi abuela creaba en un instante. En el desván donde el frío se refugiaba, la Navidad del frente era cosa de hombres…

La edad de la inocencia

La sobremesa de un domingo colocaba una mesa de dulces en la plaza. Mi abuela, al otro lado de todos los manjares que solo se mostraban en los días de fiesta, esperaba la risa de los niños, la paga que en moneda compraba unos boletos o alguna piruleta y chicles que se llenaban de un oxígeno competidor cuya meta era un beso. En invierno, el carbón de un brasero calentaba sus manos mientras las castañas se asaban al calor de sus ojos, a la intemperie del dolor, a orillas por fin de la ceguera que le acompañó una temporada. Mi abuelo, en la partida de mus o dominó, de copa y puro, de camisa impecable y chaqueta que delataba el día de la semana esperaba la hora de la rifa y yo, en mi empeño por aprender el reloj, contaba y respiraba despacio hasta sesenta, hasta que el codo de mi abuela me anunciaba el momento y mis latidos quedaban recogidos en el ábaco de la tarde. Cuatro cartas pequeñas en tiras de cartón rectangulares simulaban la feria, la tómbola de fiestas de vendimia, la pequeña derrama de la ilusión. De docena en docena, las castañas besaban la piel de un cucurucho de papel que abrigaba la espera. Mi abuelo llegaba del mus con sus naipes y barajando el alma de aquel pequeño espacio me dejaba cortar mientras gritaba: “arriba la baraja” y el gesto indescriptible de algún niño o de la novia tímida que por fin aceptaba un abrazo o del hombre callado que buscaba alimentar su silencio delataba el ganador de un cucurucho caliente que agrietaba a la tristeza del frío. En verano, el premio eran almendras y era la risa de un pañuelo sobre unos hombros desnudos quien decía el nombre del afortunado y abría la temporada de conquista, porque en dosis pequeñas de tirantes y faldas y vestidos de flores que polinizaban los sentidos se rifaba entre murmullos la edad de la inocencia…

Relojes

… a mi madre.

Mi madre tenía en la cocina uno de esos relojes que me traicionaban, un plato donde crecía la comida y la voz hecha a un cuento para que yo abriera la boca. Que no tuviera hambre parecía un delito pero es que en aquel tiempo mi estómago se llenaba solo con levantar la tapa de la cazuela y además me gustaba escucharla. De vez en cuando yo miraba la hora, que nunca terminaba de maquillarse, y me llevaba una cucharada a la boca para que ella no se enfadara. Y así un cuento tras otro, un cuento tras otro, la escuela me libraba de rebañar el plato y de la carne que hacía bola en mis papos. Supongo, como la oía decir, que le quité mucha vida. Porque todos aquellos remedios caseros: que si el jugo de caballo, la leche a todas las horas o un filete pasado en el puré conmigo no funcionaban. Porque las calorías me las daba su voz, al igual que ahora. Bueno, tal vez ahora las calorías también me las den sus ricas comidas pero es para demostrarle que he aprendido bien, que ahora sé comer de todo.

Las tardes estaban hechas para sus manos, sus telas, sus dobladillos, sus revistas de moda y patrones que a mí me gustaba curiosear y que me hacían imaginarme en París de la mano de algún galán de cine o firmando ejemplares de una de esas novelas que algún día escribiría. Mi bocadillo crecía a una velocidad endiablada y no tenía el bolsillo de mi bisabuelo ni el hongo mágico de Alicia. Y aquella máquina de coser que ella manejaba con destreza era capaz de verlo todo. Hay días en que creo que me hilvanó el camino o el tiempo o la memoria porque las madres son costureras de pasos y madejas de remedios. Y en otros, al mediodía me hago niña para volver a escuchar aquellos cuentos. Porque ahora, quizás porque estoy entrando en el otoño de mi vida, tengo hambre de ella y necesito rebañar su plato…

Levadura

Las maletas de mi tía Isabel traían el aroma del pan a la calle. Por el Carmen, como si no hubiesen pasado los años, la fiesta de los marineros llegaba a la casa de mis abuelos desde Bilbao y ocupaba la alcoba de los invitados. Era la panadera más guapa que jamás nadie había visto, la mayor de una familia de seis hermanos, la que escribió una historia de amor con harina y levadura. El mes de julio hacía higuera en sus ojos y la sombra de su mirada recuperaba el verde de una infancia en brazos de una madre. Cuando llegaba, su despacho de pan se trasladaba hasta una tarde sin siesta donde ella saboreaba las horas, hasta una piscina donde cinco hermanas hilvanaban secretos, hasta una bodega donde el único hermano respiraba en familia la vida regalada y me guiñaba un ojo en la memoria de un nueve de julio. La noche entre escabeche y baile de parrilla se adentraba en los platos y yo miraba el rojo de un tomate que en ellos era vida y el pan de cada día unos huevos cubiertos de fritada. El vino resbalaba por la obediente garganta que guardaba el peso de los años en baúl de silencio y las blancas mejillas de la luna simulaban la miga del pan tierno que vencía a mi sueño. Amasaba en sus brazos canciones de otro tiempo y cuando quedó viuda volvió a mis diecisiete para vivir un siglo. La corteza de la vejez le endulzó la sangre y le robó una pierna y la ciencia del amor al ver a mi madre asear sus penas, llenar de lavanda sus mañanas, hidratar su piel y tallar su equilibrio llenó de una inocencia necesaria mi perspectiva del invierno. Antes de morir me regaló su alianza comprada con el sudor del pan y horneada en el sacrificio. La llevo en mi anular cual currusco que quita el hambre o harina con que amasar el corazón, cual levadura que aumenta el espesor de mis latidos… 

La suerte de la margarita

Los caminos del monte te llevaban al trueque de alimentos entre el hambre y las ganas; uno de los alimentos más preciados era la harina de trigo. El pan se amasaba en casa con un extraño temblor entre las manos y un ritual de oraciones que se ahogaban en la garganta a la hora de llevarlo a cocer al horno, escondido bajo el delantal. A veces había suerte. Otras, el horno era registrado y el pan blanco tomaba la senda del cuartel o la de otro reparto siempre desproporcionado. Las hechuras de la miseria eran grandes dimensiones de tierra baldía y los pobres, los perdedores, solo tenían dos opciones: obedecer y callar.

En enero de 1955 el invierno todavía era frío y mi abuela dio a luz al tercero de sus hijos entre carámbanos y calles blancas en un hospital amoldado a la austeridad y a los caprichos de la muerte. Ahora sé que la ceguera que padeció después del parto podría haber sido debida a una diabetes gestacional. Mi abuelo reunió sus ahorros; dejó a sus tres hijos bajo el cuidado de su suegra y una sobrina de catorce años que ejerció de aya y en un tren oscuro partió con mi abuela hacia Barcelona. Regresaron unas semanas más tarde con la luz del amor y del sacrificio en las pupilas y sin leche en los pechos de mi abuela…

En la escuela repartían leche en polvo que mandaban los americanos. Había otro reparto para las parturientas. No para todas. Una sotana que hacía las veces de juez, deshojando una margarita parecía decir: “me quiere”, “no me quiere”, “me quiere”, “no me quiere”, “vencedores”, “vencidos”, “vencedores”, “vencidos”... Y a mi abuela aquel reparto siempre la vencía, nunca la quiso. Una vecina que también acababa de tener un niño, agraciada con la suerte de la margarita, compartía su leche con ella a escondidas. Porque también había gente buena en otro reparto, en el del corazón. Mi tío y aquel niño son amigos del alma. Pero yo tengo la certeza de que son algo más, de que son hermanos, hermanos de leche en polvo.

SABORES

Las musas

La siesta convocaba a las musas en la escalera. El olor a lejía refrescaba la boca de las baldosas mientras la tarde comenzaba a resbalar por el sudor de la memoria. El orden estricto del silencio hacía el amor bajo las sábanas que olían a campo y una cortina de incertidumbre me llevaba descalza al hueco de la casa donde escribir me transportaba a otro tiempo. Tú me esperabas en el primer escalón, envuelto en el apetito de los secretos, haciendo noche en el inicio de las horas gastadas y día en la piel desconocida de mis piernas. Tus dedos caían como pequeñas gotas de agua por la redondez de mis muslos tempranos hacia el verde valle de algodón que frecuentaba las ganas. Los renglones de mi escritura se torcían irremediablemente hacia el sabor de tus manos. “Las musas —te susurraba al oído—. Que se me escapan”. Y salía corriendo a la vez que los ruidos de la hora levantaban de su colchón de campo al deseo. Al cabo de un rato volvía con mis trenzas arregladas y mi cuaderno al escondite donde cada tarde tú intentabas descifrar la criptografía de aquel extraño sentimiento. Ni la muerte ni el dolor existían en aquel espacio. La edad de la inocencia, la que es cómplice del principio de una escalera me dejó en un papel arrugado, a la orilla de mis pies, tu letra: “las musas no existen— escribías en cada siesta— pero tú sí…”

La última fila

Por aquel tiempo, todos los sabores confluían en la espalda de un cine. En la última fila, las manos se adentraban en otra pantalla más pequeña donde los protagonistas eran cuerpos inexpertos que necesitaban sentir. Aprenderse en la penumbra bajo una cazadora era como poner al tiempo cuellos almidonados y camisas de seda; porque el rumor de los besos irrumpía despacio en una sala donde el sexo era dirigido por la incertidumbre. Los años necesarios para saber nunca llegaban; siempre era demasiado pronto para explicar el placer, y los secretos de una piel eran como pequeños murmullos desordenados que se adentraban por la mirilla de una nuca. El nombre de una película llevaba a unos labios, a un eterno hormigueo en la cintura, a las caderas de una tela que no había forma de desenredar de la memoria. Porque hasta los segundos de aquellas tardes en brazos del séptimo arte se hilvanaban en los bolsillos de un pantalón que delataba las ganas. Si me acerco hasta el consuelo de aquella espalda, me viene al pensamiento El nombre de la rosa, el frío en las aceras en aquel enero de 1987 y el rubor de mi estómago a tu lado, el miedo entre las yemas de mis dedos que aunque no destilaban tinta azul parecían morir solo por el hecho de leerte. Pero como todos, fuimos escribanos bajo una cazadora, en aquellas tardes de última fila donde las caricias se rodaban a oscuras.

Mirillas

Las pupilas de una puerta la llevaban a un espacio de luz desde el cual él la miraba. Las baldosas de un cuarto de baño adquirían la forma de una cerradura por donde su cuerpo, transparente, caía entre los brazos del sexto mandamiento. Él no comprendía aquella conducta, que años más tarde le haría perder el sentido hasta querer volver al catecismo del otro lado de la puerta. Porque había un extraño desconsuelo en los años, una frontera entre el placer y las sábanas, una amarga creencia que hacía al sexo cosa de hombres. Ella imaginaba su rostro desconcertado y en la pila bautismal de aquel espacio de carne y cerámica templaba el agua que habíóíáóéúóúóéí…