Snorri Kristjansson

 

 

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Traducción de Pedro Santamaría

 

Pàmies

 

 

 

 

Título original: Swords of good men

 

Primera edición: junio de 2016

 

Copyright © 2013 by Snorri Kristjansson

 

© de la traducción: Pedro Santamaría Fernández, 2016

 

© de esta edición: 2016, Ediciones Pàmies, S.L.

C/ Mesena,18

28033 Madrid

editor@edicionespamies.com

 

ISBN: 978-84-16331-85-7

 

Ilustración de cubierta y rótulos: Calderón Studio

 

 

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

 

 

 

A mi mujer y mi familia.

Gracias

 

 

Prólogo

 

STENVIK, OESTE DE NORUEGA, SEPTIEMBRE AÑO 996

Una pálida línea gris de luz de luna se arrastraba sobre las aguas. Las pesadas nubes se dispersaron y el contorno borroso de la costa brilló a la vista.

El hombre del timón rompió el silencio y señaló hacia la costa.

—Eso de allí es Stenvik.

Ulfar la oyó antes de verla. Voces, gritos y chillidos transportados a través del mar saltaron sobre la línea de luz de luna, sobre los jirones de agua más oscuros, y se fundieron hasta dar forma al ruido de una ciudad en la noche. Un año atrás su corazón se hubiera alegrado de oírlo. Ahora simplemente se sentía dolorido, y se estiró, moviéndose lentamente para aliviar el agarrotamiento de sus piernas. Una vez incorporado para sentarse, le dio un golpecito con el codo al hombre que dormía junto a él en la nave.

—Hemos llegado

—¿… qué? —balbució su primo Geiri, y se frotó la cara; aún estaba más que medio dormido—. ¿Cuándo desembarcamos? ¿Dónde estamos? —Se retorció para sentarse y esbozó una mueca de dolor—. La próxima vez sugiero que viajemos a vela, ahorra tiempo…

—Te daré un par de puñetazos en la espalda y buscaré un caballo, ¿te parece bien así? —repuso Ulfar.

Detrás de ellos un silencioso marino sonrió con aire de superioridad. El comerciante propietario de la nave yacía profundamente dormido sobre todas las pieles que pretendía vender en Stenvik. Había permitido a los dos jóvenes que se estrujasen entre sacos de trigo, tablones de madera tallada y trozos de ámbar. Geiri era más bajo, así que lo tuvo más fácil a la hora de adoptar una postura cómoda. Ulfar había respondido molestándole mientras dormía. Aun así, no podían quejarse. Geiri había negociado viajar sin coste desde Hedeby hasta el suroeste de Noruega simplemente mencionando el nombre de su padre y dando a entender algún favor indefinido que cobrar en un futuro. Podrían haber recorrido la mayoría del trayecto contando únicamente con el brillo avaricioso que emanó de la sonrisa del mercader.

Unos diminutos puntos de luz llamaron la atención de Ulfar. Señaló hacia ellos para hacerle partícipe a su primo y ambos los observaron a medida que Stenvik surgía de las tinieblas.

—No parece gran cosa, ¿no crees? —murmuró Ulfar.

—¿Comparado con Hedeby? Pues no. Pero tenemos que ir. Anímate, amargado. Es la última vez. Después de esto podemos volver a casa.

—Me alegro —repuso Ulfar, y pensó en Svealand.

Después del… accidente, después de que el padre de Geiri interviniese a su favor y sugiriera —o más bien le obligara— a viajar con su primo, estuvo los seis primeros meses de travesía maldiciendo su propia estupidez, y disfrutó del periplo a lo largo del año que siguió, pero en los cuatro últimos meses había acabado harto del camino. Tocó la runa que colgaba de la cuerda que llevaba al cuello. Después de Stenvik, volvería a casa pasase lo que pasase.

—¿Quién va? —gritó alguien desde los embarcaderos.

—Amigos —aulló el marinero en respuesta—. Traemos a un comerciante con productos para el mercado y dos pasajeros.

En ese momento el comerciante despertó sobresaltado, se llevó la mano al pecho y se toqueteó buscando su bolsa. Una vez satisfecho al comprobar que no le habían robado en alta mar, volvió a acomodarse, farfullando sin dirigirse a nadie en concreto.

—Atracad aquí —gritó otra voz.

El marinero tiró del timón y la nave cambió de rumbo. Una antorcha refulgió en el embarcadero y la cara grande y mugrienta de un estibador apareció en la oscuridad.

—Menudas horas para llegar, marinero —ladró este.

—Cogí la mar en calma y buena marea al salir de Hedeby, y le metí caña. Mejor llegar a estas horas que pasar frío ahí fuera.

—Cierto —gruñó el hombre del embarcadero.

Ambos se pusieron manos a la obra para amarrar la nave mediante movimientos sencillos y estudiados, y no mucho después Ulfar y Geiri ponían un pie en el muelle. Ulfar miró a su primo, que aún se restregaba el sueño de los ojos. Aunque le sacaba una cabeza a Geiri, en ese momento Ulfar no aparentaba ser el hijo de un noble de bajo rango. Se apartó de la cara un mechón de pelo largo y negro. Geiri era un buen tipo, no cabía duda. Prácticamente habían crecido juntos, y el padre de Geiri era un gran hombre, Ulfar lo sabía. Lo que pasaba era que a veces resultaba frustrante observar a su primo. Sencillamente no era demasiado… avispado. No se había dado cuenta de que el estibador iba a ofrecerles un lugar en el que pasar la noche. Ulfar suspiró y contó. Uno, dos…

El hombre de la cara mugrienta se dirigió a Ulfar.

—Muchachos, si necesitáis algún lugar para dormir, creo que podría echaros una mano —dijo jadeante.

Ulfar no le habría prestado atención, pero Geiri habló:

—Gracias —repuso—. La amabilidad de Stenvik asombra a sus agotados visitantes. Estaremos encantados de aceptar tu oferta.

Avergonzado para sus adentros, Ulfar resistió la tentación de darle un codazo a su primo; en vez de eso se tomó unos instantes para mirar a su alrededor. A decir verdad, la ciudad de Stenvik no resultaba demasiado impresionante salvo por su desdentada hospitalidad. El muelle servía su propósito, algo lógico en una ciudad tan al oeste. Sabía que se hacían incursiones a las islas de allí, e incluso al país de los francos, pero dadas todas las historias que había oído acerca de su caudillo, se había esperado… algo más. Algo más feroz, quizá. Cabezas de dragones y guerreros corpulentos montando guardia. La media circunferencia empedrada que tenían delante debía de ser algún tipo de zona de mercado, pensó, pero las casas que la bordeaban parecían desvencijadas y decadentes.

—Eh —dijo el hombre—. No os vais a quedar en la ciudad nueva, así que no os emocionéis.

—¿La ciudad nueva? —preguntó Geiri.

—Esta es la ciudad vieja —dijo, jadeante, el estibador—. Ahora solo utilizamos esta parte para descargar los barcos y esas cosas. Ya nadie vive aquí, si puede evitarlo. La ciudad nueva está allá arriba. —Señaló hacia una especie de colina o montículo.

Sin saber muy bien qué decir, Geiri miró a Ulfar. Como siempre, Ulfar sintió lástima por su primo, y le rescató de la incómoda pausa.

—Sí. Muy bonita —dijo—. Tiene pinta de ser muy… nueva.

—Está bien, ¿verdad? Pero lo más seguro es que lo veáis todo por la mañana. Seguidme —dijo el estibador.

Salió del pequeño círculo de luz que dibujaba la antorcha en dirección a las casas amontonadas. Geiri empezó a seguirle.

Ulfar suspiró. Se le pasó por la mente dejar que el chaval se adentrase solo en las sombrías callejuelas de una ciudad desconocida. No lo hizo; en vez de eso caminó detrás de Geiri para protegerle, tal y como había prometido. Tal y como le habían hecho prometer.

El hombre los guio hacia las sombras entre cobertizos, casas y chozas de zarzo. Ulfar se llevó la mano a la espada corta, solo para sentirse seguro.

—No hemos hecho gran cosa en la parte vieja desde que construimos la ciudad nueva —murmuró el estibador mientras pasaban de puntillas por la pasarela de madera que había entre las viviendas—. Pero aún sirve para algo. Aquí estamos. —Se detuvo frente a una choza—. Dadme vuestros petates, los echaré ahí dentro y os llevaré a la vieja casa larga para que podáis refrescar las gargantas y quizá conocer a algún lugareño.

Ulfar hizo una mueca en la oscuridad. Ya había conocido a tantos lugareños como para llenar toda una vida.

—Gracias —dijo Geiri—. Eres motivo de orgullo para tu ciudad.

—Bah —dijo el estibador—. No estaría yo tan seguro de eso. Nada seguro. Por aquí, muchachos, por favor.

Y con las mismas volvió a desaparecer en la oscuridad. Ulfar miró a Geiri, quien simplemente se encogió de hombros.

—Ahora que estamos aquí —dijo—, bien podríamos ir a ver cómo es esta ciudad. Eso que llevaremos ganado mañana.

—Tú primero —repuso Ulfar, y siguieron los pasos de su guía, cada vez más lejanos, hacia los débiles charcos de luz de las antorchas.

Lo encontraron esperándolos a las puertas de una vieja casa larga.

—Ya estamos —dijo el estibador—. Aquí es donde damos de comer a los trabajadores, mercaderes y todo lo que ande flotando por ahí. Como sabéis, estamos en temporada de mercado, así que puede que también os encontréis con algún invitado. Cuidaos. —Dicho esto, asintió y volvió a perderse en la noche.

—Después de ti, mi señor —dijo Ulfar.

—Cállate —repuso Geiri, molesto.

—Mis más sinceras disculpas, alteza —dijo Ulfar.

Geiri puso los ojos en blanco.

—Algún día sabré qué les he hecho a los dioses y por qué te han enviado para atormentarme.

—Yo diría que tu aristocrática belleza ofende a Loki —repuso Ulfar.

—Puede ser —dijo Geiri al tiempo que entraban.

El vapor se elevaba perezoso hacia los travesaños tintados de humo desde las ollas que ocupaban el fondo de la estancia. Mesas recias se alineaban a lo largo de las paredes de madera y el olor a carne asada estaba suspendido en el aire. La casa larga estaba medio llena. Sin pensarlo siquiera, Ulfar observaba, contaba y evaluaba. Un puñado de grupos escandalosos riendo y dándose empujones. Más o menos la mitad de los otros eran trabajadores de aspecto cansado, que reposaban en silencio. La tarde parecía estar perdiendo brío y convirtiéndose en noche. Ulfar vio una mesa donde un joven delgado, con grandes entradas y los hombros caídos, permanecía sentado acunando una jarra. Vio que Ulfar le miraba, y se encogió de hombros como dándole permiso.

—He encontrado una mesa —dijo Ulfar.

—Iré a por la cerveza —dijo Geiri.

—Espera y aprende, primo —dijo Ulfar mientras se sentaba—. Espera y aprende. Puede que algún día pueda enseñarte a… observar.

Hizo un gesto para que Geiri se sentara y señaló con el mentón hacia un enorme pilar que había en la pared a mitad de la estancia: un hombre grande y desaliñado estaba allí sentado, solo, en una mesa, farfullando para sí. Todo él desprendía malos modos y peor aseo. El pelo, escaso, rubio, lacio y sucio, le caía sobre una frente arrugada justo por encima de unos ojos pequeños y brillantes. Sus labios estaban anclados en una mueca permanente de desagrado.

—¡Bastardos! —gritó el gran hombre de repente; su cara, moteada con el recuerdo de la viruela, adquirió un color rojo remolacha. Bizqueó hacia el resto de los presentes y golpeó la jarra contra la mesa para darle más peso al insulto.

Gruñendo, se llevó la maltrecha jarra a los labios.

—¡Pensáis que sois mejores que nosotros solo porque vivís en una puta ciudad! Os creéis… —El resto de sus palabras acabaron ahogadas en cerveza. Farfulló, tragó y tosió—. ¡Y cobráis demasiado por esta orina!

—¡Cállate, follacerdos! —gritó alguien.

—¿Quién ha dicho eso? —aulló el granjero, furioso—. ¿Quién ha dicho eso?

Se puso en pie y fue tambaleándose hasta el centro de la estancia. Su imponente figura oscilaba.

—¡Venga, venid! ¡Me encargaré de todos y cada uno de vosotros! —gritó blandiendo su jarra.

—¿Qué vas a hacer? ¿Cogernos del rabo? —gritó alguien desde otra mesa.

Una serie de guarridos rebotaron en las paredes seguidos de risas estridentes.

Ulfar y Geiri observaban mientras el granjero se daba la vuelta bruscamente intentando buscar el origen de los insultos. Grupos de trabajadores, sentados en los bancos que había contra la pared, comían, bebían y hablaban. Nadie parecía prestarle mucha atención, pero la sangre le hervía. Caminó tambaleante hacia un hombre que estaba sentado solo en una mesa de la esquina, junto a la puerta.

—¡Tú! —gritó—. ¡Estás en mi sitio!

Ulfar llamó la atención de Geiri con un codazo y señaló con discreción a las personas que había detrás del granjero. Algunos hombres habían dejado de hablar y observaban aquel encuentro de la esquina con interés, pero el obeso granjero no parecía darse cuenta. El hombre de la esquina le ignoraba.

—He dicho que estás en mi sitio. Muévete.

La voz del granjero mostraba enfado, pero el hombre de la mesa seguía ignorándole, como si estuviera deseando que el enorme borracho desapareciera.

—Muévete ahora mismo, caraculo, o te rompo la cabeza.

Una a una las mesas de la casa larga fueron quedando en silencio. El hombre que estaba sentado suspiró, alargó la mano para coger su jarra de cerveza, se bebió su contenido de un trago y se incorporó.

—Oh… —susurró Geiri.

Un silencio sepulcral se apoderó de la casa larga.

El hombre de la esquina daba la impresión de ser corpulento. Tenía una mata de pelo rubio y revuelto, hombros anchos, brazos largos, manos callosas y dedos gruesos. Era bajo, pero con la constitución de un oso. Dejó la jarra sobre la mesa con cuidado y miró al granjero directamente a los ojos. En dos pasos se puso a distancia de puñetazo. Se detuvo un instante. Luego el hombre corpulento pasó al lado del granjero, de camino a la puerta, sin decir una palabra.

Nadie hablaba en la casa larga.

El granjero observó la espalda de aquel individuo y pareció luchar contra el impulso de gritar algo, pero se lo pensó mejor y tomó asiento al tiempo que el otro salía de la casa larga.

Ulfar esbozó una sonrisa.

—¿Lo ves, Geiri? Soy el regalo que te hace la fortuna. Si no fuera por mí, ahora serías comida para cerdos.

—Pues a mí me parece que ha sido el granjero al que le ha sonreído la suerte esta noche —repuso Geiri.

—Si quieres llamarlo así… —dijo con cortesía el hombre delgado que estaba sentado junto a Geiri—. Si hubiera peleado con Audun, puede que este le hubiera arrancado algo de la estupidez que lleva encima. Aunque si te pones a escoger a alguien para una pelea de borrachos, quizá sea mejor que no te enfrentes al herrero de la ciudad.

—No —dijo Ulfar— No. Quizá no.

Miraron hacia la esquina donde el granjero se había sentado; encorvado sobre su jarra, parecía más triste aún que antes.

—Me alegro de que no lo haya hecho. Sería yo el que acabaría teniendo que arreglar el asunto. Me llamo Valgard, por cierto. Hago pociones y reparo heridas en esta maravillosa ciudad.

—Encantado de conocerte —dijo Geiri—. Yo soy Geiri y este es Ulfar. Hemos venido desde Hedeby a tratar unos negocios.

—¿En serio? —dijo Valgard—. No estáis borrachos, no babeáis ni oléis a oveja. ¿Estáis seguros?

—Sí —dijo Geiri—. Venimos a ver a Sigurd Aegisson.

—Ah —dijo Valgard. Se acabó la cerveza, se puso en pie y sonrió—. Os deseo la mejor de las suertes. —Y se fue.

Geiri miró a Ulfar confundido.

—¿Qué crees que ha querido decir?

Ulfar frunció el ceño.

—No lo sé. De alguna manera, dudo que sea algo bueno. De todos modos, el peligro ha pasado y tenemos la mesa para nosotros, así que ya puedes ir a por esa cerveza.

Geiri puso los ojos en blanco.

—Eres demasiado amable.

—Lo sé —repuso Ulfar con una sonrisa.

 

MAR DEL NORTE

A unos días de navegación, más al norte, la fría luz de la luna bailaba en las cubiertas, se deslizaba sobre la madera resinosa y se aferraba a las juntas, a los mangos y a los ojos de hombres rudos. Algunos murmuraban entre ellos. Otros se palpaban los pequeños amuletos que colgaban de tiras de cuero bajo las armaduras. Parecían fantasmas planeando sobre un mar de plata. Moviéndose con agilidad, un hombre armado caminó hasta la proa del barco que iba en cabeza.

—Pronto llegaremos a Moster —les susurró a las sombras que proyectaba el gran tope del mástil.

—Bien —dijo una profunda voz—. Bien. Así ella obtendrá lo que necesita.

Un viento cortante fustigaba las velas cubiertas de sal y propulsaba a aquellas doce esbeltas naves hacia delante. En lo alto, las grises nubes se movían veloces entre ellos y la luna. Cuando pasaron, la pálida luz cayó sobre una pequeña isla que había frente a las naves. Un puñado de edificaciones de piedra se amontonaba a sotavento de la colina; los árboles evitaban los fríos vientos marinos.

Las naves tocaron tierra como un suspiro.

Las velas cayeron; sesenta hombres saltaron por la borda y de pronto la playa cobró vida, repleta de cuerpos en movimiento. Una gran figura emergió de entre las sombras del mástil y se preparó para desembarcar.

—Ven a mí.

La voz era un susurro, la brisa de una gélida noche de invierno llegando a la deriva desde la popa. A la voz le siguió una mujer que caminó hasta el mástil. El hombre corpulento fue hacia ella y de pronto todo a su alrededor se sumió en el silencio.

—Toma —susurró ella—. Coge esto.

Le entregó un palo de madera. Mientras él lo cogía, ella le tocó la barbuda mejilla y sonrió.

—Quémalos. Quémalos igual que ellos quieren quemarnos a nosotros.

La madera empezó a arder con llamas verdes y blancas, alumbrando las tres terribles cicatrices que el hombre corpulento tenía en el cuello.

Gritos y peticiones de ayuda rasgaron la tranquilidad. Saltó por la borda de la nave y corrió hacia la casa que lucía una cruz.

 

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STENVIK

Aquel debía de ser el peor de los dolores de cabeza, pensó Ulfar. Estaba seguro de que nadie, jamás, había sufrido de esa manera. Su cráneo parecía estar estallando lentamente. Hasta el sol matinal, brillando insolente a través de las grietas de las paredes, se sumaba al dolor. Al igual que el sonido de cada risa infantil, cada golpe de martillo, cada guarrido de los cerdos. En especial los malditos cerdos.

Quizá no debería haber incitado a Geiri a una pelea. Su primo le caía bien, era buen compañero de viaje y, por regla general, solía tener la cabeza en su sitio. Pero habían bebido demasiado, estaba aburrido y Geiri era un objetivo fácil. Además, la chica estaba muy bien, y mereció la pena medirse con él. Ulfar frunció el ceño intentando recordar. Inga, probablemente. ¡Joder, cómo le dolía la cabeza!

Ulfar sonrió a pesar del dolor. Siempre se le habían dado bien las chicas. Aunque, siendo justos, jamás había tenido competencia seria. Era bien parecido, listo y gracioso. La mayoría de los hombres que conocía o eran muchachos ignorantes o tipos zafios con unas habilidades para el cortejo dignas de una vaca ciega, así que había aprendido a confiar en sus posibilidades. Más aún, ahora era un hombre de mundo.

Se estiró sobre el catre, bostezó y suspiró. Aquello de estar constantemente de viaje era un asco.

—Supongo que va siendo hora de buscar al jefe de esta piara —le dijo a nadie en concreto, y se puso en pie.

 

Audun hizo una mueca y escupió. Los comerciantes del mercado no le gustaban un pelo. Imbéciles vendiendo mierdas inútiles a tontos. Intercambiando productos. Poniéndose en medio. Había estado a punto de darle lo suyo a uno de ellos en la casa larga la noche anterior. A puntísimo.

—¡Muévete!

El corpulento herrero rubio aferró a un pequeño comerciante de telas y le empujó a un lado. El mercado de otoño parecía atraer a un sinfín de comerciantes de todo el mundo; gritaban, aullaban, levantaban tiendas alrededor de la ciudad vieja, vendían sus baratijas por las calles, en la plaza y en cualquier lugar donde encontraran un hueco. Bebían demasiado y le provocaban para que pelease. Aquel feo bastardo de la noche anterior estuvo a poco de conseguirlo.

Y ahora bloqueaban las puertas de la ciudad.

Por supuesto, la carreta rota no ayudaba.

Había presenciado lo ocurrido, había visto al conductor, que estaba claro que era otro idiota, al conducir la carreta demasiado cerca del extremo de la calzada con intención de adelantar a otra y colarse por la puerta sur en dirección al puerto. Había visto la roca y el socavón, vio botar la rueda y oyó el crujido sordo cuando el eje se quebró. Debido al bandazo que dio la carreta, el hombre cayó y se golpeó la cabeza. Le estaba bien empleado, pensó Audun. No habría que haberlos dejado entrar, para empezar. Pero el acceso estaba bloqueado, y aquello no podía ser. Ralentizaría el paso de la gente, no pasarían por la fragua y el negocio se resentiría. Y no podía permitírselo.

Se abrió paso a través del gentío en el mercado a codazos, sin pensar. Le increparon y le insultaron, pero le daba igual. Nunca le había importado, nunca le importaría, murmuró para sí. Las palabras son aire.

La primera vez que llegó a Stenvik, se había quedado impresionado con el tamaño de sus murallas. De nada menos que veinticinco pies de altura, cubiertas de verde e inclinadas hacia arriba en marcado ángulo, le habían parecido de un ancho imposible en la base. Audun había admirado la construcción al atravesar a caballo la puerta norte con sus compañeros de viaje. Con un corredor de piedra lo suficientemente ancho como para permitir pasar a dos carretas y lo suficientemente alto y con espacio de sobra para que un hombre caminase erguido, a su caravana le había llevado un buen rato atravesarlo. La cantería le había causado buena impresión, aunque algunos de los troncos del techo, cerca ya del interior, se le habían antojado ubicados de forma un tanto extraña. A ambos extremos de la entrada, y sobre la apertura, quedaban suspendidas unas enormes puertas de madera, afianzadas con gruesas cuerdas que se usaban para subirlas y bajarlas. Lo que pudiera faltarles en comparación con la elaborada mampostería quedaba compensado con su fiabilidad. Las puertas eran, en esencia, robustas: troncos de pino reforzados con hierro y colocados en horizontal, pensados para encajar en las ranuras de la muralla. Un corto paseo por la ciudad sirvió para confirmar que las otras tres puertas atendían al mismo modelo.

En su momento se sintió satisfecho con la habilidad desplegada por los constructores.

De pie, a la sombra de aquellas mismas murallas dos años más tarde, mientras observaba la puerta sur, suspendida, más le pareció la puerta de una jaula. Y ahora la entrada estaba parcialmente bloqueada por la carreta. El hueco que pudiera haber alrededor de la carreta lo ocupaba la típica masa de inútiles curiosos que parecían reunirse ante esa clase de acontecimientos para ver de quién es la culpa, dar consejos inútiles y evitar tomar cualquier tipo de iniciativa. Audun apretó los dientes. Tres de ellos estaban de pie, detrás de la carreta; sus caras mostraban una profunda preocupación y sus miradas saltaban de la rueda al eje roto y al caballo. El animal se mostraba tranquilo y permanecía atado al tiro.

Aferró el hombro del que tenía más cerca y tiró de él para hacer que el hombre lo encarara.

—Tú. Tira de ese jamelgo medio muerto cuando dé la señal. —El hombre parpadeó y le observó con la mirada vacía—. ¡Ahora! ¡Muévete!

Audun medio empujó al hombre hacia el caballo para centrarse luego en el eje roto. Habían apilado de cualquier manera grandes sacos de pienso en la carreta, y el impacto había hecho el resto. Un vistazo rápido confirmó sus sospechas. La otra rueda seguía sirviendo, pero podía darse por perdida, ya no podría llevar ninguna carga. La carreta no podía repararse en el sitio, y casi no había espacio para descargar.

Audun se colocó en la parte trasera y palpó bajo la parte colapsada para buscar un agarre. Cuando lo encontró, se escupió en las palmas de las manos, se las frotó y aferró el extremo de la carreta.

Dobló las rodillas, puso la espalda recta y gruñó quedamente. Respirando por la nariz, fue enderezando lentamente las piernas y levantando el extremo de la carreta. Metió la pierna por detrás de la rueda y la empujó a un lado. Los dos hombres que tenía detrás le miraban embobados, al igual que el triste granjero que había junto al caballo.

—Vosotros dos, ayudadme. O por Thor que lo dejaré caer sobre vuestros pies y os partiré la cabeza —siseó Audun entre dientes. Volvió la cara al frente y espetó—: ¡Y tú, haz que el maldito caballo se mueva!

Después de un breve instante de confusión, los granjeros pasaron torpemente a la acción.

Los dos hombres de atrás se apretujaron a ambos lados de Audun e hicieron lo posible para procurar sostener la carga. El tercer granjero empezó a tirar del caballo. Gritos esporádicos de ánimo los acompañaron a través de la puerta y hasta que hubieron salido de Stenvik.

—¡Fuera de la calzada! —ordenó Audun en cuanto libraron la entrada.

—Pero… —protestó humildemente uno de los granjeros.

Audun masticó las palabras y a cada una le dio un medido tono de amenaza.

—Fuera. De. La. Calzada.

Momentos después, la carreta abandonaba el camino de entrada a Stenvik e iba dando tumbos entre las tiendas de campaña levantadas a toda velocidad y las cochambrosas cabañas de zarzo que había al otro lado de las murallas.

—Bajadla —ordenó—. Con cuidado. No rompáis nada más.

Los granjeros obedecieron, y, poco a poco, la carreta fue deteniéndose.

Mientras los dos de detrás tosían y boqueaban, el granjero que guiaba al caballo se aproximó a Audun; arrastraba los pies y miraba al suelo.

—Gracias por echarnos una mano. Nos habríamos quedado ahí atascados todo el día. Ahora podemos…

—¿Así que esto es tuyo? —interrumpió Audun, doblado en dos y respirando profundamente.

—¿Cómo? Sí…, sí lo es.

—Siete monedas de plata.

El granjero le miró estupefacto.

—¿Qué?

—Siete monedas de plata.

Recuperado el aliento, Audun se irguió y miró al granjero a los ojos.

—Iré a coger las herramientas para arreglarte la carreta y me das siete monedas de plata.

—Pero… yo no tengo… Ha sido un mal día de mercado para nosotros.

—Si has ganado lo suficiente como para comprar y apilar tanto pienso que hasta la carreta se ha roto, no tienes de qué quejarte. —Audun dio unos pasos hacia la rueda que quedaba en pie en la parte trasera de la carreta. Puso el pie en el eje para comprobar a ojo cuánto peso sostenía—. Si quieres, puedo convertirlo en un trineo…

El granjero le miró abatido.

—¿Cinco?

Audun frunció el ceño, luego asintió.

—Cinco entonces. Quedaos aquí.

Dio media vuelta y se dirigió a la ciudad.

 

—¡Valgard! ¡Ven! ¡Rápido!

El niño que asomaba la cabeza por la puerta no debía de tener más de ocho años. Unos rayos dorados se escurrieron delante de él, alumbrando las motas de polvo que bailaban en el aire de la pequeña cabaña de madera.

En la esquina, un hombre delgado, de hombros caídos, estaba sentado y encorvado sobre una mesa de trabajo. Sobre esta había tarros y cuencos de diferentes tamaños, dispuestos a su alrededor. Una pequeña figura, en madera tallada, de una mujer portando un manojo de hierbas miraba a la superficie de la mesa.

—Tranquilízate. ¿Qué ha pasado?

Su voz era calmada, pero no movió ni un músculo para dirigirse al visitante.

—Se ha roto una carreta en la puerta sur y un granjero ha caído y se ha golpeado la cabeza. No se mueve y todo el mundo está enfadado.

Valgard mantenía la mirada fija en la mesa de trabajo. En la mano tenía un cuchillo pequeño pero muy afilado y, sobre un pequeño trozo de pizarra frente a él, un puñado de moras. Acababa de perforar la piel de una de ellas y la estrujaba sobre un cuenco mientras contaba las gotas. Percibió que el muchacho seguía asomado a la puerta. Suspiró.

—Iré dentro de un momento.

—¡Voy a decirlo! —gritó el muchacho, y salió a la carrera.

Valgard oyó cómo los pasos del chiquillo se desvanecían y se confundían con el resto de sonidos de la ciudad. Hasta ese momento la mañana se había dado bien. Casi había terminado de exprimir el jugo para la mezcla. Solo dos más… La mano que empuñaba el cuchillo empezó a temblar. Valgard apretó los dientes y siseó.

—No. Ni se te ocurra. No.

Se obligó a respirar tal y como había aprendido a hacerlo. Lentamente. Había que ralentizarlo todo. Observó cómo los espasmos de la mano iban cediendo hasta que, al fin, recobró el pulso.

Hizo dos incisiones más en la mora, recogió las gotas en el cuenco con la facilidad que da la práctica y guardó las frutas en una caja. Luego cogió un morral que tenía junto a la puerta y se preparó para salir; se detuvo un instante, alargó la mano para coger otra pequeña bolsa que había en el extremo derecho de la mesa y salió de la casa.

Tras él, una gota de zumo negro cayó de la punta del cuchillo a la mesa.

A Valgard no le llevó mucho tiempo encontrar a su paciente. El conductor de la carreta era un hombre de complexión robusta y de miembros gruesos, estaba inconsciente. Volvió en sí emitiendo un chillido y un lamento cuando el agua fría le impactó en la cara.

—Solo te has golpeado la cabeza. Te dolerá un buen rato. Mastica esto cuando te duela. Procura no moverte demasiado en los próximos días.

Valgard sacó del morral algo que parecía un trozo de madera. El conductor frunció el ceño al verlo.

—No seas imbécil. Cógelo. Solo es corteza de sauce. No mastiques demasiado de golpe y estarás bien en una semana —dijo Valgard con delicadeza.

El conductor aceptó con reticencia, miró a Valgard, al morral y al cubo de agua vacío que había a sus pies. Pestañeó y su boca se movió, pero no dijo una palabra.

—No te preocupes —dijo Valgard—. Tú conduces carros, yo te remiendo cuando te golpeas la cabeza.

Se incorporó y volvió a su casa, dejando allí al conductor mientras este observaba, confundido, la solitaria rueda y el eje roto, y mientras se preguntaba dónde estaría el resto de la carreta.

 

—Si algún día tengo un hijo, le enviaré por ahí con suficiente oro para que pueda costearse un mejor alojamiento que este.

Ulfar agachó la cabeza bajo el cochambroso marco de la puerta y salió a la calle. La choza del estibador tenía bastante peor pinta de día de lo que le había parecido bajo las estrellas la noche anterior.

—De hecho, creo que estamos alojados en el cobertizo de alguien. Lo tengo claro, si alguna vez tengo un hijo, le pagaré mejor alojamiento, mejores…

—… ropas, putas más guapas, mejor comida, excelente vino y un carro de oro para poder pasear ese culo de mariquita entre cojines de seda —completó Geiri al aparecer por la puerta detrás del esbelto y joven noble.

Ulfar le dedicó una sonrisa de triunfo.

—¿Nos hemos levantado un poco quisquillosos hoy, hermano mío?

Geiri le taladró con una mirada de fastidio.

—Cállate, si es que sientes apego por tus dientes, traidor. Y puede que nuestros padres tuvieran la misma madre, pero eso no me hace tu hermano.

Ulfar alzó las manos haciendo un gesto de fingida inocencia.

—¿Acaso no soy tu hermano de armas, de viaje, de canto? —dijo con los ojos centelleantes, incapaz de disimular que se estaba divirtiendo.

—Después de lo de anoche, no. Se me ha ocurrido que voy dejarte tirado cuando volvamos a casa y voy a dejar que se cobren la deuda de honor como tenían pensado.

Ulfar sacudió la mano para quitarle importancia.

—Olvídalo. Estaba aburrido. Solo fue un beso. Y tampoco es que te perdieras gran cosa. La chica olía a oveja. ¿Y bien? ¿Sabes moverte por esta ciudad?

—Por supuesto que no. ¿Has venido mucho por Stenvik? —espetó Geiri—. Esto es lo que sé: es la única ciudad de cierto tamaño que hay tan al oeste. Por lo visto, es el enclave mejor defendido de la costa oeste. Ale. Eso es todo. Nadie tendría por qué necesitar venir hasta aquí, y cuanto antes nos vayamos, tanto mejor. Es un sitio remoto, nada más.

—Geiri, Geiri, Geiri… Debemos controlar nuestros impulsos. —Ulfar hizo un sutil cambio de registro imitando a una persona de más edad al tiempo que animaba a su compañero de viaje a que le siguiera por las calles de camino al puerto—. Has sido enviado… —comenzó a decir como si fuera un pomposo caudillo de mediana edad. Geiri no pudo reprimir una sonrisa de suficiencia—. Has sido enviado al mundo para contemplar sus maravillas, para conocer a hombres importantes y para que estos sepan quién eres: un hombre joven que heredará la tierra. —El gesto grandilocuente incluyó tres chozas de zarzo, a un niño cubierto de mugre gritando y corriendo tras un perro y a un hombre meando en la calle—. Es tu sagrado deber conocer a seres inferiores, descubrir lo que comen, las herramientas que utilizan, lo que necesitan y lo que venden. Stenvik se ha convertido en un enclave importante para el comercio y las incursiones. Puede que no parezca gran cosa, pero hay mucho que ganar si establecemos contacto con su caudillo. Sigurd Aegisson. Hombre respetable. Vínculos comerciales. Piensa en el futuro, hijo.

Al concluir su discurso, Ulfar asintió, le hizo un guiño a Geiri y gruñó expulsando con fuerza el aire por la nariz.

—Te lo he dicho en otras ocasiones y te lo repito ahora: espero que no hayas imitado nunca a mi padre delante de sus narices —dijo Geiri con una sonrisa.

—No, nunca —dijo Ulfar con gravedad—. Aunque sí le he imitado en alguna ocasión delante de tu lechera Hilda. —Le hizo un guiño a Geiri.

—¿Ah, sí? ¿Y nunca me lo has contado? —exclamó su primo. Ulfar se encogió de hombros e hizo lo posible por poner cara de inocente—. Aunque tampoco importa —añadió—. Creo recordar que me dijo que tus imitaciones —hizo un gesto insinuante con la mano— tampoco le habían impresionado demasiado.

Ulfar pensó un momento sobre aquello y asintió. Tendría que concederle la victoria.

—Buen contraataque, Geiri. Puede que aún pueda hacer de ti un hombre.

—Siempre tienes que ganar tú, ¿verdad?

—Siempre, Geiri. Siempre.

—Bueno, si no hubieras tenido que ganar la pelea con Karle, puede que no tuvieras que haber venido hasta aquí.

—Fue un accidente, te lo digo siempre —espetó Ulfar—. No es culpa mía que resultase ser el primo de la reina.

—Pero le rompiste el brazo igualmente —repuso Geiri, disfrutando del momento.

—Vale, pero no murió. Una pena. Y su brazo ya está recuperado y yo todavía estoy dando vueltas por ninguna parte jugando a ser la real niñera de un inútil —dijo Ulfar.

—Cállate o tendré que tratarte como mereces.

—Eres como una oveja balando, no tienes pelotas.

Los insultos eran llevaderos y bienintencionados por el momento, algo para pasar el rato. Su paseo los había llevado hasta el puerto. Tras ellos quedaban una ciudad de tiendas de campaña levantadas a toda prisa, chozas de zarzo y frágiles chabolas de madera. La vieja y decrépita casa larga en la que habían estado bebiendo la noche anterior podía verse más allá de las techumbres de las casas. La cabeza de Ulfar recibió de golpe un recuerdo. Aquello era lo que el estibador había llamado «la ciudad vieja».

—Muy bien, Ulfar el Conquistador. Empieza a hacer que funcione tu poderosa magia. Búscanos el camino que nos lleve ante el caudillo de este importante enclave que huele a pescado, a pis callejero…

—¿Quieres dejar de quejarte continuamente? —protestó Ulfar mientras examinaba la zona—. Me enteraré. Le preguntaremos a alguien. Encontremos a una bella pescadera… o a tres…

Ella le llamó la atención porque parecía ser la única persona de la plaza que permanecía inmóvil. De hecho, resultaba casi inquietante lo quieta que estaba. Simplemente estaba de pie, mirando al mar. Ulfar se sonrió a sí mismo. La chica parecía ser fruta madura lista para la cosecha.

—Ahora, joven Geiri.

—Nací tres meses antes que tú.

—Pero nunca actúas como si así fuera. Ahora, joven Geiri, creo que tuviste algún problema con las mujeres anoche. Observa y aprende.

Ulfar lanzó una mirada cargada de intenciones hacia la mujer que permanecía de pie en el muelle. Geiri le siguió la mirada y frunció el ceño.

—¿Aquella? Está claro que está esperando a que entre un barco. No va a…

—Silencio, Geiri. Simplemente observa al maestro.

Ulfar ignoró el jaleo de la plaza. En lugar de ello se aproximó a la chica. Sí que parecía estar inmóvil, casi contra natura. Mientras caminaba hacia ella, se preguntó en qué dirección fluiría la conversación. Solía dársele bien leer en sus reacciones iniciales qué es lo que querían oír, si preferían guiar o seguir, ser tentadas o tentar. Sabía que tenía la mirada de Geiri clavada en su espalda como una daga y que probablemente estuviera deseando que tropezase o algo por el estilo. Pues bien, que siguiera deseándolo. Ulfar nunca alcanzaría la riqueza o los honores de que disfrutaba Geiri, pero a las chicas él les gustaba más. Siempre había sido así, siempre sería así.

Solo unos pasos más.

Estudió la ruta que debía tomar, se deslizó hacia la chica y le echó un vistazo. Era de tez muy pálida, pero eso le gustaba. Eso significaba que pasaba bastante tiempo en casa, algo raro en ese tipo de ciudad. Podía ser una artesana. El pelo rojizo era bonito. Se daba un aire celta. Había estado con una esclava hacía un par de meses, en el continente; no había entendido ni una palabra de lo que decía, pero se habían llevado bastante bien.

Aquel recuerdo le hizo sonreír.

Se dejaría aparecer accidentalmente junto a ella. Había llegado el momento de jugar a ser el viajero extraviado. Con un delicado movimiento se volvió hacia la chica pelirroja y esbozó una irresistible sonrisa.

—Hola. Me preguntaba si podrías indicarme…

Y las palabras se le murieron en la garganta. Era como si, para ella, él no existiera. Ni siquiera reparó en su presencia. En vez de eso, simplemente miraba al mar. Una chispa le recorrió el espinazo de abajo arriba. ¡Un reto! Aquello no le había ocurrido nunca. Los ojos. ¡Los ojos! Que te mire a los ojos. Redobló sus encantos, se aclaró la garganta y se movió para buscar una posición entre ella y el horizonte.

—¡Hola! —Sonrió —. Acabo de llegar a la ciudad y estaba…

Muy lentamente, como si despertara de un sueño, pareció advertir su presencia y darse cuenta de que estaba ahí. Le miró a los ojos y Ulfar sintió como si le hubieran golpeado.

—Yo… yo… tengo…, estamos… —tartamudeó; se sonrojó y dio media vuelta.

Un calor furibundo le quemaba la cara. ¿Qué? ¿Qué acababa de pasar? Sus pies decidieron por él y le llevaron desde el muelle de vuelta junto a su primo.

Geiri le miró de arriba abajo.

—¿Y bien? ¿Ha sido increíble? ¿Ha reído? ¿Ha llorado? ¿Ha suplicado por dar a luz a tus hijos?

Ulfar se dio cuenta de que no podía hablar. En vez de eso, sus ojos parecían atraídos por algo más allá, a través de Geiri, mar adentro. Después de lo que se le antojó una eternidad, por fin consiguió decir algo.

—Ella…, esto…, ella… sí. Quiero decir, no.

—Ulfar…, ¿te has golpeado la cabeza? ¿Qué ha pasado? ¿Qué te ha dicho?

Ulfar pasó un instante mirándose los pies y se manoseó el pelo.

—Nada. Vámonos.

Dio media vuelta y empezó a andar. Cualquier lugar valía siempre y cuando estuviera alejado del puerto. Más o menos consciente de que Geiri le seguía, Ulfar miró a su alrededor buscando la calzada más grande que saliera de la plaza del puerto.

Allí.

Un camino empedrado corría en dirección norte, pasando junto a la casa larga. Cuando superaron el medio círculo que formaban las casas alrededor del puerto, la ciudad vieja comenzó a desvanecerse a su alrededor. Ulfar respiró profundamente.

Lo que les había parecido una colina cuando llegaron era, en realidad, un fuerte. Las murallas eran enormes, y se curvaban hacia los lados formando un círculo perfecto partiendo de las puertas a las que daba el final del camino. Tenían la altura de tres o cuatro hombres adultos, eran casi verticales y estaban cubiertas de hierba desatendida. Los centinelas caminaban por las murallas y vigilaban las puertas a las que llevaba la calzada.

—No vayas tan rápido, ¿vale? —farfulló Geiri tras él mientras caminaban hacia el portón. Ulfar no tenía ganas de responder—. Así que esta es la ciudad nueva… Parece que estos tipos van en serio con sus fortificaciones, ¿verdad? Me recuerda a Trelleborg —aventuró Geiri.

Ulfar seguía caminando. El portón de la muralla resultó ser la entrada a un túnel corto por el que entraba y salía un continuo reguero de gente. Emergieron por el otro extremo y aparecieron en una plaza de mercado con puestos y carretas allá donde hubiera espacio. Un camino llevaba directamente al norte desde el mercado hacia el centro de la ciudad, donde una casa larga se alzaba por encima de las techumbres de las viviendas que la rodeaban. Sin decir palabra, Ulfar se puso en marcha hacia ella.

Geiri le alcanzó en la puerta.

—Bien. Vale. Ya estamos aquí.

Su primo se tranquilizó, se alisó los pliegues imaginarios de la ropa y adoptó una pose erguida.

—Vamos.

Empujó las pesadas puertas de roble, que se abrieron a los lados sin emitir ni un sonido. Entró. Ulfar le seguía.

La casa larga del caudillo estaba vacía salvo por dos hombres viejos que había en una plataforma elevada al final de la estancia. Parecían estar sumidos en una conversación. Geiri se acercó a ellos.

—¡Svealand os envía saludos! —dijo en alto una vez hubo recorrido la mitad del camino que le separaba de ellos.

Ambos hombres alzaron la vista. Algo se les quedó en el aire, y el más viejo, un hombre bajito, nervudo, con la barba blanca y enmarañada, se puso en pie y se dirigió hacia ellos.

—Me alegro de conocerte, Svealand —dijo—. Yo soy Sven.

—No…, quiero decir… que os traigo saludos de Svealand —balbució Geiri—. Pensé… ¿Eres Sigurd?

—No. Me sigo llamando Sven —dijo el viejo, que apenas pudo contener la risa.

Ulfar pudo ver el sonrojo apoderándose de las mejillas de su primo. Las suyas propias comenzaron a arder por reflejo, y pensó en la muchacha del puerto. En esa estancia nada era real porque ella no estaba allí. Le parecía estar viendo a Geiri y al viejo a través del agua.

—Pero no te has presentado, Svealand. ¿Quién nos honra con su compañía? —preguntó el hombre llamado Sven; sus ojos chispeaban en la penumbra.

—Me alegro de conocerte. Me llamo… —Geiri tosió y se aclaró la garganta—. Soy Geiri Alfgeirsson, hijo de…

El viejo resopló.

—Svealand, muchacho. ¿Estás a punto de decir que eres el hijo de Alfgeir Bjorne? ¿Es eso lo que vas decir?

Geiri se desinfló.

—¿Sí?

Los ojos del viejo centellearon, y este reprimió una carcajada.

—En serio. Muy bien. Supongamos por un momento que sí lo eres. ¿Qué es lo que quieres, Geiri Alfgeirsson?

—Mi padre me ha enviado para…

—¿Comerciar con armas? ¿Ofrecer alianzas? ¿Llevarte nuestro oro y prometer volver con barcos repletos de guerreros de Svear dispuestos a hacer lo que les ordenemos?

A través del agua Ulfar vio a Geiri mirarle con ojos de pánico. Vio a su primo suplicando ayuda, suplicando que los sacara de aquel aprieto. Pero ella no estaba allí, así que aquello no era real. Se encogió de hombros.

El viejo los miró a ambos y se dirigió a Geiri. Habló con calma:

—Veamos, muchacho… Déjame que te diga algo. Si has venido a Stenvik a mentir, a engañarnos, o eres muy valiente o no eres muy listo. Si has venido con fines honrados, piensa en lo siguiente: al igual que una gran espada, el nombre de tu padre tiene peso; si quieres levantar algo pesado, debes ser fuerte. Y ahora, vete antes de que mi caudillo se impaciente y ordene que te decapiten.

Derrotado, Geiri decidió escabullirse, y Ulfar le siguió. Su mente seguía en el puerto.

 

—Dame la puta bota.

La mano estaba extendida, con la palma hacia arriba; era grande, callosa, y lucía varias cicatrices.

—Te la daré, Harald. Te la daré. ¿Alguna vez te he defraudado?

El hombretón resopló. Embutido en la pequeña choza, parecía totalmente fuera de lugar. Como un toro, pensó Valgard. Grande, fuerte, patoso, estúpido y muy peligroso. Más aún cuando quería algo.

Y ahora Harald quería su poción.

—Dame la mierda esa para que pueda ir a ver a Sigurd a dar cuenta del viaje. Ahora están descargando el Westerdrake, pero acabarán pronto, y necesito estar de vuelta. La próxima vez quiero más. Se me acabó hace cuatro días. No estoy satisfecho, Valgard.

Valgard sintió un escalofrío. Había sido testigo de lo que pasaba cuando Harald no estaba satisfecho, así que habló con premura, dándole a su voz un tono alegre.

—Lo entiendo, Harald. Lo entiendo. Prepararé más para el próximo viaje. ¿Tuvisteis suerte?

Valgard le entregó una pequeña bota de cuero.

—La suerte no tiene nada que ver con esto. —El enorme capitán escupió al tiempo que agarraba la bota—. La suerte es para los débiles. La suerte no tiene lugar en una incursión. Pero tú no podrías saber nada de eso, por supuesto.

Se llevó la bota a los labios y la inclinó con cuidado. Una gran gota de líquido negro y viscoso le cayó en la lengua. Luego otra.

Bajó el cuero de mala gana y paladeó el sabor. Luego suspiró.

—Eso… es exactamente lo que necesitaba. Iré a ver a Sigurd y le hablaré de nuestras victorias y se mostrará complacido, creo.

Harald se incorporó y maniobró torpemente para salir de la choza sin dedicarle a Valgard ni una palabra más. Una brisa, con un toque de los fríos otoñales que estaban por venir, fue todo lo que dejó a modo de gracias.

En cuanto estuvo seguro de que Harald se había ido, Valgard abandonó su apariencia de temeroso respeto y volvió a posar la mirada sobre los ingredientes que había en la mesa.

Una sonrisa se fue dibujando en su cara.

 

VINGULMARK, ESTE DE NORUEGA

Las antorchas, colocadas en lo alto de unas estacas, daban al pequeño asentamiento un titilante resplandor. Un nutrido grupo de hombres armados formaban un círculo silencioso de hojas y acero, eran dos mil. Gentes confundidas y temblorosas eran sacadas a rastras de sus cochambrosas chozas e introducidas en ese círculo de metal.

Era una noche cruda. El tipo de noche que muerde la piel y congela los huesos. Si la luna lucía en algún lugar, estaba escondida detrás de gruesos bancos de nubes grises.

Una noche de sangre, pensó Finn.

En el centro de aquel lugar se había erigido un pequeño altar en honor a los antiguos dioses. Era un altar patético. Estatuillas toscamente talladas se balanceaban sobre las manchas de sangre de animales sacrificados, y un ligero hedor a comida podrida parecía suspendido en el ambiente. Al igual que en los anteriores hasta el momento. Se separó de la hueste, caminó hasta el centro del círculo, se colocó junto al altar y se dirigió a los lugareños:

—¿Quién es vuestro caudillo? —gritó.

Ninguno de ellos parecía ansioso por moverse, pero finalmente emergió una especie de Consejo. Cinco hombres abandonaron a regañadientes la seguridad de la multitud y formaron una línea ante el corpulento guerrero de barbas. Así que ese era el Consejo. Tenían unas pintas deprimentes, pensó Finn. Estaban esqueléticos y vestían harapos: una dispar familia de perros hambrientos. Todos ellos, una sarta de sucios pordioseros acostumbrados a rebozarse en barro. Pero una orden era una orden, y la suya era identificar a los cabecillas y custodiarlos ahí hasta que el rey se dignara a hablarles. Aun así, al caudillo de aquella gente parecía quedarle todavía un poco de orgullo. Puso la espalda recta y enderezó sus anchos hombros. Con fuego en los ojos, miró a Finn y dio un paso al frente.

—No hemos hecho nada malo.

—Eso lo decidirá él.

—¿Él? ¿Quién?

Finn se quedó mirando al hombre, pero no respondió. Parecía fuerte. Por la forma que tenía de hinchar el pecho y arquear la espalda, Finn pensó que eso era lo que quería aparentar. Sin embargo, la experiencia le había enseñado a Finn la diferencia entre hombres fuertes y guerreros, y aquel hombre era un granjero, no un guerrero. Más aún, parecía enfadado, y los granjeros enfadados no servían para nada en una noche de sangre. Para nada.