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Título:

Peggy Guggenheim. El escándalo de la modernidad

© Francine Prose, 2015

Edición original en inglés: Peggy Guggenheim. The Shock of the Modern

Yale University Press, 2015

De esta edición:

© Turner Publicaciones S.L., 2016

Rafael Calvo, 42

28010 Madrid

www.turnerlibros.com

Primera edición: mayo de 2016

De la traducción del inglés: © Julio Fajardo Herrero, 2016

Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está

permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su

tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin

la autorización por escrito de la editorial.

ISBN: 978-84-16714-75-9

Diseño de la colección:

Enric Satué

Ilustración de cubierta:

Diseño Turner sobre una fotografía de Peggy Guggenheim en Venecia,

© David Seymour / Magnum Photos / Contacto.

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

turner@turnerlibros.com

Al escribir sobre Peggy es importante seguir el propio instinto. No escuchar a los críticos. ¿Qué saben ellos? Lo que debería quedar dicho sobre Peggy es, sencillamente, que lo consiguió. Que no importa cuáles fueran sus motivaciones, la cuestión es que lo hizo.

LEE KRASNER

Yo no soy una coleccionista de arte. Yo soy un museo.

PEGGY GUGGENHEIM

ÍNDICE

I     El ángel de la ciudad

II    ‘Out of This Century’

III   Junio de 1941

IV   Su dinero

V    Su nariz

VI   Años de formación

VII  Hayford Hall

VIII Guggenheim Jeune

IX   París antes de la guerra

X    Nueva York

XI   Art of This Century

XII  Pollock

XIII Venecia

XIV Pegeen

XV  Muerte en Venecia

Sobre las fuentes

Bibliografía

Créditos de las citas

I
EL ÁNGEL DE LA CIUDAD

Empiezo a ver a Peggy Guggenheim como a la última de las heroínas transatlánticas de Henry James, como una Daisy Miller con más pelotas.

GORE VIDAL

La Colección Peggy Guggenheim se puede llegar a ver desde el agua, desde embarcaciones privadas y desde el vaporetto, el ferry público que zigzaguea por el Gran Canal recorriendo Venecia. El museo está situado en el palazzo Venier dei Leoni, cuya construcción se inició en el siglo XVIII y quedó interrumpida unas décadas antes de las guerras napoleónicas. El edificio, de color blanco y fachada de piedra, es impresionante. Entre otras cosas, por lo distinto que resulta de los palacios góticos, renacentistas y barrocos, más altos, que se asoman al canal; y también porque hay algo en esa sencillez elegante y un poco adusta que lo convierte en una construcción difícil de ubicar en su época de origen. ¿Es del siglo XVIII, neoclásico o moderno? ¿O es un antiguo templo romano con detalles de rancho californiano de la década de 1950?

Durante treinta años fue allí donde vivió Peggy Guggenheim y donde estableció una de las mejores colecciones de arte moderno del mundo; las obras han permanecido en el mismo lugar desde su muerte, en 1979. Entre los artistas que forman parte de la colección, iniciada por Peggy mucho antes de que su trabajo fuera universalmente reconocido, figuran nombres como Picasso, Pollock, Brancusi, Arp, Braque, Calder, De Kooning, Rothko, Duchamp, Ernst, Giacometti, Kandinski, Klee, Léger, Magritte, Miró, Mondrian, Man Ray, Henry Moore y Francis Bacon.

A la entrada de su casa, Peggy colocó un bronce realizado por Marino Marini en 1948 y titulado El ángel de la ciudad (L’Àngelo della Città). Lo puso en el centro del patio, dando al Gran Canal, de manera que la escultura es prácticamente imposible de obviar cuando se pasa por delante en barco. La obra representa a un jinete y un caballo de formas muy simplificadas, casi abstractas, con reminiscencias de la escultura etrusca. El cuello y la cabeza del animal se prolongan casi en paralelo al suelo. El cuerpo del jinete se erige en ángulo recto con respecto al del caballo. Tiene los brazos totalmente extendidos hacia los lados, y la cabeza inclinada hacia atrás, extática. Su cuerpo también está arqueado hacia atrás y tiene el falo erecto. Los elementos visuales más impactantes de la obra son el caballo, el jinete y el pene. Sobre todo el pene, que apunta hacia el tráfico, los barcos y los pasajeros en tránsito entre el museo y el palazzo Corner, que alberga la sede central de la prefectura de Venecia, en la orilla contraria del Gran Canal. En sus memorias, Peggy asegura que Marini diseñó la estatua de manera que pudiera desmontarse el falo, y que ella lo quitaba cuando sabía que podían pasar monjas por allí delante.

Peggy pudo haber escogido cualquier otra de entre muchas esculturas. El hecho de que, en concreto, eligiera esa pieza de arte moderno –que bien podía tanto divertir como ofender a las autoridades y a los vecinos de Venecia– revela mucho sobre su manera de ser. Sobre ese deseo, entre irónico y lúdico, de escandalizar. El historiador y crítico de arte sir Herbert Read, mentor y consejero de Peggy, aseguraba que la ubicación de aquella estatua en aquel lugar preciso fue más que nada un desafío al prefecto.

Peggy decía que la mejor vista de la estatua era de perfil, desde su salón de estar, donde le gustaba sentarse a observar cómo reaccionaban los turistas al descubrir la obra de Marini. Lo que convierte este gesto en algo tan característico suyo son las contradicciones y ambigüedades que expresa, esa mezcla particular de afecto y provocación: al fin y al cabo, sentía un amor profundo por la ciudad de Venecia.

II
‘OUT OF THIS CENTURY’

En 1946 Peggy Guggenheim publicó Out of This Century (que en castellano llevaba el título de Una vida para el arte), un relato ácido y muy revelador en el que narra su peripecia vital hasta aquel momento. Tenía cuarenta y ocho años. En Nueva York, su galería-museo de vanguardia era un éxito de crítica y público. Se llamaba Art of This Century [Arte de este siglo]. Inaugurada en 1942 y ubicada en la calle Cincuenta y siete oeste, aquella sala de exposiciones de diseño innovador se había convertido en lugar de encuentro para los artistas más importantes de la ciudad, así como en un escaparate para creadores exiliados europeos y jóvenes pintores estadounidenses con talento.

Uno de los ayudantes de Peggy, Marius Bewley, se encargó de anotar quién visitaba la galería, cada cuánto lo hacía y cuánto tiempo se quedaba: Breton (“venía muchísimo”); Tanguy (“a menudo”); Fernand Léger, Ossip Zadkine, Marc Chagall, Matta, Pavel Tchelitchew (“mucho rato”); Duchamp (“con frecuencia”); Man Ray (“una o dos veces”); Barr (“con frecuencia”); Kiesler, Alexander Calder (“todo el rato”); James Johnson Sweeney (“se quedaba todo el día”); Motherwell, Jean-Paul Sartre, […] Pollock, Gypsy Rose Lee, David Hare, Clyfford Still, Herbert Read (“se pasaba mucho rato”); Mary McCarthy (“ocasionalmente”); y así sucesivamente.

Art of This Century, un ejemplo en sí mismo de los espacios que más adelante iban a ser conocidos como “instalaciones artísticas”, fue un templo de la cultura neoyorquina (y del ancho mundo) de 1942 a 1947. En la galería el visitante podía apreciar obras maestras como el Pájaro en el espacio de Brancusi, piezas que tal vez habrían sobrevivido sin la intervención de Peggy, pero que en todo caso ella rescató –junto a muchos ejemplos de lo que los nazis dieron en llamar “arte degenerado”– de una Europa que se debatía al filo de la Segunda Guerra Mundial. Allí se podían contemplar las obras de los surrealistas en un entorno mucho más vivo y excitante que ningún otro museo o sala de exposiciones de la época.

Peggy no fue ni la primera ni la única persona que introdujo el surrealismo en Estados Unidos; ya se habían montado otras exposiciones en el Museum of Modern Art y en galerías privadas. Pero se le daba bien conseguir que los críticos hablaran del movimiento y darlo a conocer entre los artistas más jóvenes. También se encargó de promover y exponer los trabajos de una nueva generación de creadores estadounidenses, y en parte gracias a ella estos consiguieron sacudirse de encima la influencia europea. Cabe preguntarse lo diferente que habría sido la historia del arte moderno de no haberle encargado Peggy a Jackson Pollock un mural para el recibidor de su apartamento en el East Side: una obra que ayudó a cambiar la concepción que tenían de la pintura tanto Pollock como muchos de sus contemporáneos.

En 1944, cuando su amigo Clement Greenberg, crítico de arte, la empezó a animar a que escribiera sus memorias, la galería ya no necesitaba tanto de la presencia constante de Peggy como al principio. El año anterior había visto el final de su matrimonio con Max Ernst, que la había dejado por la pintora Dorothea Tanning. Peggy residía en un brownstone de la calle Sesenta y uno este con un adinerado coleccionista de arte británico, Kenneth Macpherson, un homosexual con quien mantuvo una relación decepcionante y complicada. La tendencia de Peggy a las aventuras sexuales pasajeras había adoptado un carácter frenético, y tenía motivos sobrados para estar preocupada por su hija Pegeen, cuya inestabilidad y desdicha resultaban cada vez más evidentes. Pegeen se había metido en líos durante su estancia en México, y su padre había tenido que acudir al rescate. Peggy también estaba conmocionada y deprimida por la guerra y por las noticias que llegaban de Europa, donde había transcurrido buena parte de su vida adulta. De allí había tenido que marcharse, cuando residía en Francia, por su condición de judía.

La habían animado a escribir tanto Greenberg, que había logrado que la editorial Dial Press se interesara por la idea, como Laurence Vail, su primer marido, que era escritor y se ofreció a ayudarle con la edición del manuscrito. Así pues, en el verano de 1944, Peggy se puso a trabajar en serio mientras se hospedaba en el hotel Cherry Grove de Fire Island. El crítico literario Marius Bewley, recepcionista y ayudante de Peggy en Art of This Century, la recuerda medio incorporada sobre la cama, escribiendo a razón de tres frases por página. Ya de regreso de sus vacaciones, iría llevando a la galería cada mañana lo que había escrito en tinta verde la noche anterior.

Peggy le escribió a Laurence Vail para contarle que el trabajo de redacción de sus memorias no solo la estaba ayudando a olvidarse de la guerra, sino que en aquel momento le parecía más interesante que la galería, que había pasado a ser “un aburrimiento”. Prometía escribir, o amenazaba con escribir, un libro tan sincero que Laurence jamás se lo perdonaría, y añadía: “hoy he escrito 3.400 palabras empezando a las once”. También reconoció estar viviendo por y para el libro en una carta a su amiga Emily Coleman, escritora de novelas y diarios que, habiendo leído ya los cuadernos de Peggy, hacía tiempo que la consideraba una prosista de talento. Cuando la revista Time la entrevistó tras la publicación, Peggy señaló que era más divertido escribir que ser mujer, una declaración que tampoco sorprenderá a los lectores de sus memorias, ya acostumbrados a conciliar la triste sucesión de infortunios amorosos de Peggy con el tono seguro y desenfadado con que los contaba.

Fue Vail quien sugirió el título de Out of This Century [Fuera de este siglo], una mejora considerable con respecto a la idea original de Peggy: Five Husbands and Some Other Men [Cinco maridos y algunos hombres más]. El de Peggy habría garantizado que la gente se tomara el libro todavía menos en serio. Sin embargo, también habría transmitido algo relevante sobre su carácter a esas alturas de su vida: su tendencia a definirse y a medir su propia importancia y autoestima en función de los hombres con los que se relacionaba. Aunque Peggy aseguraba que nunca quiso que sus memorias resultaran escandalosas, sino tan solo sinceras, hay un componente deliberadamente provocativo en un título con el que, al fin y al cabo, se jactaba de su dilatada experiencia sexual, gran parte de ella adquirida junto a hombres famosos.

Cada vez que completaba un capítulo, Peggy les pasaba las páginas a Greenberg y a Vail para que hicieran comentarios y modificaciones. También contó con la ayuda del coleccionista de arte británico Dwight Ripley, así como con la del escritor de relatos anglo-irlandés James Stern. Prevenida por los abogados de Dial Press sobre la posibilidad de una serie de demandas por injurias, cambió los nombres de algunos familiares, amantes y amigos, aunque no de todos, y les asignó unos seudónimos tan obvios que apenas enmascaraban sus verdaderas identidades. Laurence Vail se convirtió en Florenz Dale; su segunda esposa, Kay Boyle, pasó a ser Ray Soil; la pintora Dorothea Tanning era Annacia Tinning. Pero Max Ernst siguió siendo Max Ernst, y el retrato que Peggy hace de él –como una persona interesada, descreída y cruel– es de los más duros del libro.

Salta a la vista que Peggy todavía se dolía de las heridas provocadas por su separación, y a Ernst le molestó aquella venganza literaria. También quedó horrorizado Jimmy, el hijo de Max, que había sido amigo íntimo, confidente y secretario de Peggy, además de ayudante suyo en la galería. En sus propias memorias, A Not-So-Still Life [Una naturaleza no tan muerta], Jimmy Ernst recuerda la discusión que se desató cuando Peggy le enseñó el capítulo dedicado a su padre y le dijo que Max debería sentirse afortunado, porque podría haber sido mucho más explícita.

Me abrumó aquella mezquindad tan desoladora y no me podía creer que dejara traslucir tanto deseo de venganza. Rozaba la vulgaridad, parecía casi que pretendiera autoflagelarse con su tremenda falta de raciocinio. Estaba hecho a medida para la prensa amarilla y le iba a hacer tanto daño a ella como a quien se había propuesto destruir, que era a mi padre. […] Después de aquello, Peggy y yo ya no volvimos a vernos en mucho tiempo.

Los temores de Jimmy, al menos con relación a cómo iba a responder la prensa, resultaron fundados. Cuando se publicó, en marzo de 1946, Out of This Century cosechó reseñas que oscilaron entre las negativas y las viperinas, una acogida por parte de la crítica que bien podría haber disuadido a cualquier otro autor de volver a escribir jamás. A cualquiera menos a Peggy, por supuesto, que para entonces ya había aprendido a mostrarse en público como una mujer capaz de parecer confundida, o incluso divertida, ante desprecios e insultos que otros habrían considerado intolerables.

Para la revista Time, aquellas memorias “demasiado sinceras” eran “tan planas y tan poco lúcidas como una versión de la Liebestod interpretada con la armónica, aunque sí que nos permiten intuir –entre vaivenes de boudoir– a una serie de individuos de los que saben convertir el arte en un misterio”. En The New York Times, con una reseña titulada “Méchante-and de trop” [Malvada y excesiva], E. V. Winebaum les ponía pegas a Peggy y a sus “actividades dignas de los titulares de los tabloides, narradas en la prosa que le es propia a dicho género” y se quejaba de “una singular ausencia de gracia e ingenio” con la que contaba “su campeonato de aventuras amorosas” y su “largo desfile de amoríos”. En definitiva, Winebaum se declaraba incapaz de desentrañar las motivaciones de Peggy. “Es inútil tratar de imaginar qué mueve a una mujer de renombre a escribir un libro como este […] Escandalizarse supondría caer en la trampa tan cuidadosamente tendida, y tan aposta, por la autora”. The Chicago Tribune proponía un nuevo título, que aludiría mejor al compendio de “confesiones ninfómanas” de Peggy: Out of My Head [Fuera de mis cabales]. Elizabeth Hardwick, de The Nation, lamentaba su “asombrosa falta de sensatez”, su “vocabulario limitado” y su “estilo primitivo” y describió el libro como “una imitación involuntariamente cómica de algo escrito por una niña de seis años”.

Las reacciones de amigos y colegas de Peggy fueron más favorables. Fred Licht, antiguo conservador de la Colección Guggenheim en Venecia, escribió que sus libros “no deben leerse –como han hecho casi todos sus reseñistas– como las confesiones de una señora rica y caprichosa que pretende escandalizar al público con la cantidad y la variedad de sus amantes. Son más bien conversaciones con amigos en cuyo entendimiento ella confía […]. El tempo de su prosa, los apartes y las anécdotas que va esparciendo reproducen con extrema precisión el ritmo y el tono de su conversación […] Pero, sobre todo, sus memorias son ejercicios de ironía y de asombro para consigo misma”.

Janet Flanner, una colaboradora de The New Yorker que publicó una serie excelente de ensayos sobre cultura y política europea bajo el seudónimo de Genet, secundaba la opinión de Licht acerca de un “libro que recuerdo como una suerte de compendio sobre su vida privada y sentimental y que, tal como predije, fue recibido con escándalo. El distanciamiento del que hace gala al rememorar su vida me pareció digno de mención y, a su manera, bastante admirable. Sentí que estaba contándome la verdad”. Gore Vidal, por su parte, señaló: “Lo que de veras me gustó de Peggy fue su manera de escribir. Me admira su estilo, desafecto pero efectivo. Está casi a la altura de Gertrude Stein. Digna de grandes elogios. Y mucho más divertida”.

Pese a su repercusión por la vía del escándalo, las memorias no se vendieron bien y no se reimprimieron. Aunque se rumoreó que la familia Guggenheim había pagado a un ejército de recaderos para que compraran entera la primera edición –un rumor que Peggy contribuyó a propagar–, tampoco existen indicios de que esto ocurriera.

En 1959, más de una década después de la aparición del libro, Peggy ya había cerrado Art of This Century y se había trasladado de Nueva York a Venecia, ciudad en cuya Bienal expuso su colección en 1948. Fue una muestra controvertida y revolucionaria que presentó en Europa el expresionismo abstracto estadounidense. Ahora ya se tomaba más en serio a sí misma, su carrera y su legado, y empezó a considerar bajo otra luz aquel relato de su vida que tanto había indignado a críticos y a lectores.

En aquel mismo año publicó una nueva edición de sus memorias, Confesiones de una adicta al arte, una versión abreviada y autocensurada que se centraba en su carrera en el mundo artístico y omitía los detalles más sórdidos de su vida amorosa. Restituyó los nombres de casi todos los personajes principales, pero se limitó a resumir o tan solo a sugerir las escenas dramáticas que se sucedieron en los respectivos finales de sus matrimonios con Laurence Vail y Max Ernst.

Al revisar el libro, Peggy no se vio con ánimo para suprimir algunos de los pasajes que la gente había considerado inapropiados, como se diría hoy. (“El día que Hitler entró en Noruega, yo entré en el estudio de Léger y compré un cuadro precioso que me costó mil dólares. Él nunca llegó a superar que a mí me diera por comprar cuadros precisamente en un día como aquel”). Sin embargo, sí que eliminó los relatos de las aventuras menores y de sus dolorosos desengaños amorosos.

Veinte años más tarde volvió sobre las dos versiones anteriores y afirmó que “pareciera que el primer libro fue escrito por una mujer desinhibida y el segundo por una señora que trataba de fijar su papel en la historia del arte moderno. A lo mejor por eso la lectura de ambos resulta tan distinta”. Llegada a esa conclusión, decidió intentarlo una vez más y acometer una nueva narración de su vida.

Esta tercera versión, publicada en 1979 –el año de su muerte– con el título recuperado de Out of This Century, se lee como la obra de una mujer desinhibida que ya había fijado su papel en la historia del arte. El libro recupera las confesiones escandalosas de la primera edición, con los nombres reales de casi todos sus amigos y enemigos, y también todos los detalles de los insultos y traiciones románticas que padeció. Hay un apartado nuevo, verdaderamente hermoso, que abarca sus últimos años en Venecia y actualiza el relato.

Para entonces, da la impresión de que a Peggy Guggenheim ya no le importaba que la gente la mirara con la ceja levantada, ni tampoco herir sus sentimientos, porque ya no buscaba provocar ninguno de esos dos efectos. En realidad, lo que le interesaba era dar forma a un testimonio vital lo más completo y sincero posible; o, en todo caso, contar su historia desde su propio punto de vista. En algunos casos sí parece haber optado por la anécdota más entretenida en detrimento de la más veraz. Llega a informar a sus lectores de que, después de unas semanas en las que no pudo trabajar, Jackson Pollock solo invirtió tres horas en pintar el mural que ella hizo instalar en el recibidor de su casa en la calle Sesenta y uno este, aunque lo cierto es que tardó mucho más, y que el trabajo conllevó un importante proceso de deliberación y revisiones.

Pese a la predicción de Marius Bewley de que Out of This Century acabaría considerándose “algo así como un clásico en círculos tanto literarios como artísticos”, esas memorias nunca fueron muy leídas, ni se ha reconocido demasiado su destreza artística. Y, sin embargo, en todos los sentidos están tan bien construidas, son tan originales y atrapan tanto al lector como El bosque de la noche, la aclamada novela del modernismo anglosajón que Djuna Barnes, amiga de Peggy, escribió en su mayor parte durante el verano que las dos pasaron juntas en la campiña inglesa. Aunque se acuse a Peggy de exagerar, de tergiversar la secuencia cronológica de los acontecimientos y de abordar los hechos con cierto descuido, lo cierto es que sus memorias son más entretenidas y mordaces que casi todo lo que se escribió sobre ella mientras vivió, y también tras su muerte.

Out of This Century es un documento formidable. Cuesta dar con un artista plástico importante del siglo XX que no aparezca entre sus páginas, en compañía de un repertorio impresionante de célebres novelistas, autores de memorias y poetas. Así y todo, la autobiografía es mucho más que el enjundioso libro de visitas de una mujer con buenos contactos.

El estilo de Peggy es marcadamente coloquial y da la engañosa sensación de ser improvisado. El lector llega a sentir que una señora excéntrica y muy divertida le está hablando en confianza sobre su vida, contándole lo primero que se le viene a la cabeza, dejándose llevar en digresiones cuando se le antoja y sin mostrar el más mínimo reparo sobre cómo puede llegar a ser interpretado o juzgado lo que hizo y lo que dijo.

Son unas memorias cuya autora, nada más empezar, anuncia lo siguiente: “No tengo memoria en absoluto”. El estilo, entre vacilante y aniñado, al mismo tiempo afectado y natural, recuerda vagamente –si es que recuerda a algo– a la voz narrativa auto-consciente de Dos damas muy serias, una novela brillante y muy peculiar publicada en 1943 por Jane Bowles, amiga de Peggy. En su libro, Peggy cuenta la historia de cuando salió de casa en busca de aventuras y acabó en un bar cuyos parroquianos eran gánsters. Ella les cuenta a los gánsters que trabaja de institutriz en New Rochelle y ellos se ofrecen a llevarla hasta allí en coche, pero a ella le entra pánico y huye. Quien haya leído Dos damas muy serias se dará cuenta enseguida de lo mucho que se parece este incidente a otro protagonizado por Christina Goering, una de las heroínas de Jane Bowles. De hecho, es muy posible que Peggy, que leía ávidamente todo tipo de libros, se inspirara o se dejara influir por la novela de su amiga, publicada más o menos un año antes de que ella abordara su proyecto literario.

El fotógrafo Roloff Beny ha apuntado que en la prosa de Peggy se advierte una influencia notable de La conciencia de Zeno. Quien la introdujo en la obra de Italo Svevo fue el escritor británico John Ferrar Holms, al que Peggy consideró siempre el amor de su vida. Peggy llegó a conocer a numerosos escritores: James Joyce, Samuel Beckett y Mary McCarthy entre los más conocidos.

Incluso hoy, después de que los reality shows y las autobiografías que lo cuentan todo hayan abierto la veda y se acepte que los narradores se expongan en mucho mayor grado, gran parte de lo que cuenta Peggy Guggenheim sigue resultando fresco y audaz. Por mucho que ella insistiera en que no tenía intención de escandalizar, es difícil no quedarse atónito ante pasajes como esta descripción de un aborto: “Un magnífico doctor ruso me operó en un convento. Las monjas eran estrictas y poco higiénicas y no tenían ni idea de por qué estaba allí […] el doctor Popoff, que se suponía que había sido el accoucher [obstetra] de las Grandes Duquesas de Rusia, te ingresaba en el convento para practicarte un curettage [legrado], y después contaban que, en mitad de la operación decía: ‘Tiens, tiens, cette femme est enceinte’ [Vaya, vaya, esta mujer está embarazada]”. Lo inquietante de este fragmento no es solo que Peggy nos quiera narrar algo así (incluso actualmente, lo normal es que las mujeres prefieran no compartir la experiencia de haber interrumpido un embarazo), sino también, una vez más, es el tono que utiliza, como si la operación, que sin duda le produjo miedo y dolor, no hubiera sido más que un sucedido gracioso.

Da la impresión de que Peggy Guggenheim nació con la necesidad de enervar a la gente, o en todo caso la desarrolló muy pronto, y este impulso le resultó muy útil para abordar un proyecto vital que consistió en mostrar al público un tipo de arte verdaderamente innovador, y a veces incluso inquietante. Su muy personal combinación de procacidad y de apocamiento, de timidez y de necesidad de llamar la atención, la ayudó a establecer vínculos entre el mundo del arte del siglo XX y el mundo del glamour, de los cotilleos y de los medios de comunicación. Para bien o para mal –o para bien y para mal– su tendencia a mitificar, tanto a sí misma como a los artistas a los que ayudaba, le sirvió para ir redefiniendo el mundillo del arte contemporáneo, para ir convirtiendo a los creadores en celebridades y a los miembros de la alta sociedad en coleccionistas de arte.

No mucho tiempo después de que se publicara la primera versión de Out of This Century, Herbert Read, uno de los asesores que mayor impronta dejó en Peggy, y al que ella llamaba “papá”, le escribió una carta para explicarle cómo había reaccionado ante el libro:

Has superado a Rousseau y a Casanova, así que quién soy yo para criticar Out of This Century. Lo encontré verdaderamente fascinante como documento –como documento histórico– y creo que solo la ausencia de un autoanálisis introspectivo lo priva de ser un documento (¿una obra maestra?) humano y psicológico a la altura de El bosque de la noche de Djuna Barnes. Por eso está más cerca de Casanova que de Rousseau. ¡Te acabarán llamando la Casanova femenina! Tal vez seas incluso más amoral que Casanova, quien, si la memoria no me falla, llegó a tener algún que otro momento de lloriqueo, de autocompasión y de autodesprecio.

Más allá de la falta de tacto que había que tener para decir que la obra de Peggy era peor que la de Barnes –con quien Peggy mantenía una amistad tormentosa y se sentía en competencia (que era algo que le ocurría con muchas de sus amistades)–; y más allá del insulto apenas velado en el que incurría al elogiar a la Casanova femenina por ser más amoral que el personaje masculino original, Read se equivocaba al opinar que al libro de Peggy le faltaba una dimensión psicológica. Se trata, de hecho, de un penetrante autorretrato, que va calculando su nivel de exhibicionismo al tiempo que parece ir revelándolo todo sin querer.

Difícilmente podría pasarse por alto lo mucho que Peggy deseaba provocar indignación, pero lo que resulta menos evidente en un primer momento es que ese tono “natural” y esa franqueza son, al menos en parte, la voz de un personaje que interpretó durante décadas, una cara pública que adoptó y que con el tiempo se volvió indistinguible de su verdadera forma de ser, como suele ocurrir. La ingenua caprichosa y un poco bobalicona que nos encontramos en las páginas del libro, que muy bien podría haber sido la Peggy a la que habríamos conocido en persona, no era más que una representación parcial de la mujer inteligente y decidida que trabajó de firme y superó innumerables obstáculos; no siendo el menor de ellos el prejuicio machista que estaba entonces, como ahora, muy extendido en el mundo del arte. Peggy supo sobreponerse a todos esos obstáculos para dirigir sus galerías, reunir una gran colección de obras de arte, financiar iniciativas políticas y dar apoyo a una impresionante nómina de artistas y escritores. También queda claro que, ya desde el principio, decidió que quejarse y autocompadecerse era una manera aburrida y muy desagradable de pasarse la vida, tanto para una misma como para los demás, y que iba a hacer todo lo posible por no retratarse como una víctima: ni frágil ni fácil de herir.

Cuanto más sabemos de la vida de Peggy Guggenheim, más sencillo resulta ver cuánto de ese personaje tan meticulosamente construido responde a la percepción de amigos y amantes que jamás ocultaron que la consideraban simple, poco inteligente, promiscua, tacaña, políticamente ingenua, egocéntrica y mucho más adinerada de lo que era en realidad. Podía ser una persona cuidadosa con respecto al dinero, sobre todo cuando sentía que se estaban aprovechando de ella. Y sus hijos, Sindbad y Pegeen, tenían motivos para dudar de su entrega como madre. Pero también era una persona leal, generosa, valiente, apasionada por el arte, humilde y al mismo tiempo astuta a la hora de dejarse aconsejar y de aprender de asesores que sabían más que ella. Según el pintor chileno Roberto Matta, “Peggy elegía a sus amigos y les hacía caso a ellos en vez de a Merrill Lynch”.

Su hermana menor, Hazel Guggenheim McKinley, recordaba que, cuando le pidió que le firmara un catálogo de la exposición de su colección organizada en 1969 en el Solomon R. Guggenheim Museum, Peggy escribió: “Para Hazel, que pinta, de su hermana, que escribe y colecciona”. Peggy Guggenheim se consideraba a sí misma tanto coleccionista como escritora, porque sin duda era las dos cosas. Sus memorias ofrecen el retrato de una persona maravillosamente compleja. Por este motivo, en las páginas que siguen, a menudo he procurado ceder a Peggy la última palabra; una política que, podemos asumir sin riesgo de equivocarnos, ella misma habría defendido.

III
JUNIO DE 1941

Marsella, junio de 1941. Un grupo de personas se ha reunido para cenar y tomar unas copas, sobre todo para tomar unas copas, en un café de esta ciudad portuaria francesa. En circunstancias normales –teniendo en cuenta las espinosas relaciones personales, el carácter movedizo de sus lealtades y rivalidades y las escenas dramáticas que ya habían protagonizado antes–, el ambiente habría estado tenso. Pero las circunstancias eran cualquier cosa menos normales.

Hacía un año que los nazis habían invadido Francia. Estaba a punto de ser demasiado tarde para escapar de la ocupación alemana, y todos los asistentes a la cena necesitaban salir de Europa con urgencia. La ansiedad avivaba tanto las volatilidades habituales que, a no mucho tardar, aquella fiestecita sofisticada iba a degenerar en tumulto y violencia.

Entre los asistentes había dos pintores, Marcel Duchamp y Max Ernst. A Duchamp lo acompañaba Mary Reynolds, una rica heredera y viuda de guerra que llevaba décadas siendo su amante y que –a diferencia del resto de expatriados estadounidenses reunidos aquella noche– había decidido permanecer en Europa para colaborar con la Resistencia francesa.

Max Ernst estaba allí con Peggy Guggenheim, la heredera americana que había empezado a hacerse un nombre como coleccionista, galerista y mecenas de arte moderno. Desde 1938 había dirigido una conocida galería de Londres, Guggenheim Jeune, que había tenido que cerrar ante la amenaza de la guerra. A punto de cumplir los cuarenta, hacía poco que había encontrado la fórmula para convertir su interés por el arte y los artistas en un oficio; un medio hacia el que canalizar su dinero, sus contactos y sus privilegios, y aunarlo todo en una profesión con la que disfrutaba y que sabía valorar. Una ocupación que le daba acceso a un mundo al que podían aspirar muy pocas mujeres, a no ser que fueran grandes bellezas, justo lo que Peggy Guggenheim no era.

Siendo veinteañera, Peggy había leído al crítico de arte Bernard Berenson y había viajado por toda Europa aplicando sus teorías al estudio de las obras maestras de la pintura renacentista. Pero en las décadas siguientes había dedicado toda su atención a satisfacer las demandas de un matrimonio infeliz, el nacimiento de dos hijos, la muerte de un amante, una sucesión de romances tormentosos, tragedias familiares y fiestas hasta el amanecer, una ingesta masiva de alcohol y épocas de viajes muy frecuentes interrumpidas por etapas en las que había habitado varias residencias, bohemias o de grandes dimensiones, en París y en Londres, así como en idílicos parajes rurales de Inglaterra y de Francia.

Aun sin llegar a ser tan rica como algunos de sus parientes de la familia Guggenheim, Peggy tenía suficiente dinero como para vivir según le viniera en gana. Sin embargo, sus ansias de libertad (sobre todo, de libertad sexual) hacía tiempo que chocaban con su búsqueda de una intensa relación romántica, ya fuera con un marido o con una pareja formal, por muy maltrecha que estuviera esa relación por las peleas constantes, y por muchas señales de abuso que se evidenciaran. Hasta sus relaciones de amistad eran turbulentas. A lo largo de su vida, Peggy mantuvo una larga serie de amistades muy íntimas con mujeres que le ocupaban tanto la cabeza, la drenaban tanto emocionalmente y le robaban tanto tiempo como las relaciones amorosas. Entre estas amigas había escritoras –Djuna Barnes, Mary McCarthy, Emma Goldman, Emily Coleman y Antonia White– y figuras del mundo del arte como Nellie van Doesburg y la crítica Jean Connolly. Pese a la evidencia de estas intensas amistades, Peggy se refería a su relación con las mujeres con cierta ambivalencia, y en sus memorias llega a afirmar que “no me gustan demasiado las mujeres. Suelo preferir la compañía de homosexuales, si no de hombres. Las mujeres son muy aburridas”.

Aunque la galería Guggenheim Jeune había transformado la escena artística londinense y había contribuido a mejorar la reputación de muchos pintores y escultores europeos, su actividad jamás se había saldado con beneficios. Según Peggy, en su primer año perdió seis mil dólares. Sin embargo, su costumbre de adquirir obra de todos los artistas a los que exponía le había servido para ir dando forma a su colección privada, y para cuando llegó la primavera de 1941 ya se consideraba a sí misma algo más que una socialité, una heredera o una mera anfitriona de saraos artísticos.

Justo cuando acababa de descubrir que aquella actividad como coleccionista y galerista podía darle un sentido a su vida y dotarla del valor necesario para ser independiente, los avatares de la historia habían dado con sus huesos en Marsella. Allí se había enamorado locamente de Max Ernst, el pintor surrealista alemán conocido por sus cuadros fantasmagóricos de pájaros, por sus bellísimas y jovencísimas novias y por su irresistible carisma personal.

Peggy y Ernst se habían conocido en un breve encuentro en el estudio del pintor en París. Ahora volvían a verse las caras en Marsella. Ernst estaba alojado en Air-Bel, la mansión en la que el periodista estadounidense Varian Fry, encargado del Comité Internacional de Rescate de Emergencia, acogía a artistas refugiados para ayudarlos a salir del país. Con el apoyo de Eleanor Roosevelt, John Dos Passos y Upton Sinclair, Fry había llegado a Francia con un maletín que contenía tres mil dólares y una lista con doscientos nombres –de artistas, científicos, escritores, músicos y directores de cine– a los que se creía en peligro y que debían abandonar Francia antes de que los arrestaran los nazis. Ayudado por un equipo heroico y dotado de una creatividad y un coraje prodigiosos, Fry –algo así como el Schindler de los surrealistas– acabó salvándoles la vida a más de mil personas.

Cuatro años antes, los nazis habían organizado en Múnich una exposición del llamado “arte degenerado”. Entre las obras expuestas había cuadros de Klee, Kandisnki, Nolde y Chagall. Se denunciaba también, in absentia, a sus coetáneos de fuera de Alemania: Picasso, Matisse y Mondrian, entre otros. A los creadores europeos de arte moderno les había quedado claro que tanto sus trabajos como su propia integridad física podrían correr peligro si los alemanes ganaban la guerra. Al propio Max Ernst los nazis lo habían internado dos veces en campos de detención franceses por su condición de “extranjero hostil” y una vez más por traición al pueblo alemán.

En abril de 1941, Ernst invitó a Peggy a la fiesta de su cincuenta cumpleaños, que se celebraba en un restaurante clandestino de Marsella. Durante la velada, Max le preguntó cuándo podrían verse de nuevo. Peggy lo había seducido con las armas directas y efectivas –no del todo sutiles– que podemos suponer que también empleó en otras conquistas: una lista que incluye a Samuel Beckett, Yves Tanguy y Jean Arp.

–Mañana en el Café de la Paix –le dijo a Ernst–, y ya sabes para qué.

El romance había empezado como una aventura, pero Peggy enseguida se encaprichó de aquel hombre al que la historiadora del arte Rosamond Bernier describió como “un cruce entre un noble ave de presa y un arcángel caído”. Aquella americana sexualmente liberada, rica heredera y coleccionista de arte, lo había intrigado al principio, pero Ernst no estaba enamorado. Sus preferencias iban más encaminadas hacia mujeres que, a diferencia de Peggy, fueran jóvenes y extremadamente bellas. Él ya le había dejado claro que seguía obsesionado con la hermosa pintora Leonora Carrington, que se había vuelto loca durante el segundo internamiento de Ernst. Carrington había llegado a liberar el águila que tenía como mascota y había vendido la casa de ambos a cambio de una botella de brandy. Su influyente familia británica la había ingresado en un hospital psiquiátrico en España.

Por mucho que Peggy adorara a Max Ernst, no había dudado en insultarlo y alienárselo con la provocación de ofrecerle una cifra redonda –dos mil dólares, a los que había que restar el precio de su billete a Estados Unidos– a cambio de toda su obra temprana y de una obra futura que ella podría escoger de entre las que hubiera disponibles. Ese patrón de conducta autodestructiva, empleando su fortuna para manipular y castigar a los hombres por tratarla mal o no quererla lo suficiente, ya era habitual en Peggy y volvería a repetirse con sus futuras parejas.

A diferencia de su relación con Marx Ernst, que era volátil y no estaba del todo clara, la amistad que Peggy tenía con Marcel Duchamp le resultaba fácil y satisfactoria. Peggy respetaba mucho a Duchamp, como todos sus colegas y contemporáneos, sobre quienes ejercía una enorme influencia estética y personal. Había adquirido obras suyas y él le había dado a conocer a artistas y ayudado a decidir qué obras exponer en la galería Guggenheim Jeune. En sus memorias, Peggy afirma que fue Duchamp quien le enseñó todo lo que sabía sobre arte moderno. Y durante gran parte de la carrera de Peggy, siguió siendo uno de sus asesores más apreciados.

También estaba presente en aquella cena Laurence Vail, exmarido de Peggy, un estadounidense nacido en Francia, dramaturgo, escritor y pintor muy carismático. Aunque su época dorada ya tocaba a su fin, Vail había disfrutado durante una larga temporada del título de “rey de Bohemia”, tal como era conocido en Greenwich Village y entre los expatriados americanos de París. Con Laurence Vail estaba su segunda esposa, Kay Boyle, una escritora estadounidense que odiaba a Peggy. El sentimiento era mutuo; ambas mujeres –madre y madrastra– competían ferozmente por los afectos de Sindbad y Pegeen, los hijos de Peggy y de Laurence.