Título original:
Historia mínima de la Guerra Civil española
© Enrique Moradiellos García, 2016
De esta edición:
© Turner Publicaciones S. L., 2016
Rafael Calvo, 42
28010 Madrid
www.turnerlibros.com
DR © EL COLEGIO DE MÉXICO, A. C.
Camino al Ajusco 20
Pedregal de Santa Teresa
10740 México, D. F.
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Primera edición: junio de 2016
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la autorización por escrito de la editorial.
ISBN: 978-84-16714-76-6
Diseño de la colección:
Sánchez / Lacasta
La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:
turner@turnerlibros.com
Prefacio
I
La Guerra Civil entre el mito y la historia
II
La Segunda República: política de masas en democracia
III
El estallido de la guerra: un golpe militar parcialmente fallido
IV
Reacción y militarización en la España insurgente: la construcción de una dictadura caudillista
V
Guerra y revolución en la España republicana: del colapso del estado a la precaria restauración democrática
VI
La dimensión internacional: el reñidero de toda Europa
VII
El curso militar: de una guerra breve de movimientos a una guerra larga de desgaste
VIII
Vencedores y vencidos: el coste humano de la Guerra Civil
Bibliografía: una selección básica
Para Inés, mi hija.
Para Susana, su madre.
Porque ambas son,
con permiso de Auden,
mi norte y mi sur,
mi este y mi oeste,
mi jornada laboral,
y mi descanso dominical.
Escribir libros de historia significa ofrecer la materia prima necesaria para un uso público del pasado. Aquélla no hace del historiador un guardián del patrimonio nacional –dejémosle esta ambición a otros– porque su intento consiste en interpretar el pasado, no en favorecer procesos de construcción de identidad o de reconciliación nacional. Un intelectual –y por lo tanto también un historiador–, ‘orgánicamente’ ligado a una clase, a una minoría, a un grupo o a un partido, corre el peligro de olvidar la autonomía crítica esencial para su trabajo.
ENZO TRAVERSO, A sangre y fuego. De la guerra civil europea, 1914-1945 (2007).
Este libro quiere ser una introducción panorámica sobre los antecedentes, curso, desenlace y significado histórico de la Guerra Civil librada en España durante casi tres años, entre julio de 1936 y abril de 1939. Fue una cruel contienda fratricida que constituye el hito trascendental de la historia contemporánea española y está en el origen de nuestro tiempo presente, transcurridos justo ahora ochenta años desde su comienzo. Y la obra aspira a cumplir esa tarea informativa e interpretativa con el mayor grado posible de rigor historiográfico, dentro de las coordenadas propuestas por el historiador italiano Enzo Traverso que figuran al comienzo. Esto es: presentando en toda su complejidad los perfiles básicos del conflicto español que puso fin a la Segunda República y dio origen a la dictadura del general Franco, con sus pertinentes matices de luces y sombras, sin ánimo beligerante sectario, ni propósito maniqueo intencionado.
La tarea no es nada sencilla porque la Guerra Civil española fue un cataclismo colectivo que abrió un cisma de extrema violencia en la convivencia de una sociedad atravesada por múltiples líneas de fractura interna y grandes reservas de odio y miedo conjugados. Y que produjo en el país, ante todo y sobre todo, una cosecha brutal de sangre abundante y diversa: sangre de amigos, de vecinos, de hermanos, de conocidos, de hombres, de mujeres, de jóvenes, de mayores, de culpables y de inocentes. Sencillamente porque en una guerra civil el frente de combate que divide las dos mitades enfrentadas es una trágica línea imprecisa que atraviesa familias, casas, barrios, ciudades y regiones, llevando a su paso un deplorable catálogo de atrocidades homicidas, horrores inhumanos, ignominias morales y a veces también de actos heroicos, gestos nobles y conductas filantrópicas. Y fue así en la guerra española como había sido antes en otros episodios similares, por ejemplo en la guerra civil rusa de 1917-1920, tal como recordaría el militante comunista Víctor Serge:
No puede entenderse la guerra civil si uno no se representa a estas dos fuerzas [rojos y blancos], confundidas, viviendo la misma vida, rozándose en las arterias de las grandes ciudades con el sentimiento neto, constante, de que una de las dos debe matar a la otra. […] Guerra a muerte, sin hipocresías humanitarias, donde no hay Cruz Roja, donde no se admite a los camilleros. Guerra primitiva, guerra de exterminio, guerra civil.
La investigación histórica sobre las guerras civiles contemporáneas confirma esa impresión personal del testigo. La guerra civil es una forma de “guerra salvaje” precisamente por librarse entre vecinos y familiares conocidos, bastante iguales y siempre cercanos (no por ser todos desconocidos, diferentes y ajenos). El triste corolario de una contienda de esta naturaleza fue apuntado por el general Charles de Gaulle en 1970: “Todas las guerras son malas, porque simbolizan el fracaso de toda política. Pero las guerras civiles, en las que en ambas trincheras hay hermanos, son imperdonables, porque la paz no nace cuando la guerra termina”.
En efecto, al término de la brutal contienda civil de 1936-1939 no habría de llegar a España la Paz sino la Victoria y una larga dictadura. Y entonces pudo comprobarse que, cualesquiera que hubieran sido los graves problemas imperantes en el verano de 1936, el recurso a las armas había sido una mala “solución” política y una pésima opción humanitaria para el conjunto del país. Simplemente porque había ocasionado sufrimientos inenarrables a la población afectada, devastaciones inmensas en todos los órdenes de la vida socioeconómica, daños profundos en la fibra moral que sostiene unida toda colectividad cívica y un legado de penurias y heridas, materiales y espirituales, que tardarían generaciones enteras en ser reparadas.
La tarea de recordar aquellos días y horrores no solo tiene como objetivo dar a conocer mejor lo que fue una inmensa carnicería que traumatizó a una sociedad decantada por siglos de convivencia, pero partida en dos de arriba abajo para la ocasión. También supone ejercitar una obligación de profilaxis cívica bellamente apuntada, en medio de tanta tragedia, por el presidente Manuel Azaña en un inspirado discurso en el ayuntamiento de Barcelona con ocasión del segundo aniversario del comienzo de la contienda (el 18 de julio de 1938):
No […] voy a aplicar a este drama español la simplísima doctrina del adagio de que ‘no hay mal que por bien no venga’. No es verdad, no es verdad. Pero es obligación moral, sobre todo de los que padecen la guerra, cuando se acabe como nosotros queremos que se acabe, sacar de la lección y de la musa del escarmiento el mayor bien posible, y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que se acordarán, si alguna vez sienten que les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres, que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad y Perdón.
La Guerra Civil española fue un cruento conflicto librado entre el 17 de julio de 1936 y el 1 de abril de 1939 que enfrentó a dos bandos armados en el campo de batalla. Por un lado, el bando republicano o frentepopulista (los “rojos” o “comunistas”, según la terminología de sus enemigos), conformado por las fuerzas sociopolíticas de las izquierdas reformistas y revolucionarias que apoyaban al gobierno de la Segunda República constituido tras las elecciones generales de febrero de 1936. Por otro, el bando insurgente o franquista (los “azules” o “fascistas”, según la denominación de sus enemigos), configurado en torno a los mandos militares sublevados contra dicho gobierno en el verano de 1936 y articulado por las fuerzas sociopolíticas de las derechas contrarrevolucionarias y antirrepublicanas. Fue, así pues, un conflicto que reproducía todas las características de una guerra civil conocidas en la historia: la fragmentación del poder unitario del estado por el surgimiento de dos facciones armadas que compiten por el control de un mismo territorio y población mediante el recurso a la violencia generalizada y extrema para lograr su propósito y aplastar toda resistencia contraria.
En su calidad de guerra civil, el conflicto de España es una manifestación evidente de la gravedad de las fracturas presentes en la sociedad española, que están en el origen de su propio estallido. Como ya advirtiera Karl von Clausewitz a partir de su propia experiencia en las guerras napoleónicas: “La guerra nunca estalla de improviso ni su preparación tiene lugar en un instante. […] Las pasiones que deben prender en la guerra tienen que existir ya en los pueblos afectados por ella”.
La naturaleza y perfil de esas causas originarias son bien conocidas en líneas generales y planteaban desafíos complejos y nada prestos a soluciones rápidas: el agudo contraste entre zonas del país con predominio de una sociedad urbana modernizada y cosmopolita y zonas hegemonizadas por una sociedad rural de mayor atraso socioeconómico y hábitos tradicionales; la tensión entre grupos sociales partidarios de alternativas políticas liberal-democráticas o revolucionarias deudoras de una ética secularizante y defensores de tradiciones políticas y valores religiosos más conservadores o decididamente antiliberales; la dinámica opositora entre el nacionalismo español unitario y centralizador característico del estado liberal y las crecientes demandas autonomistas o secesionistas de nuevos nacionalismos de la periferia territorial alentados por la gran crisis colonial de 1898; el pulso latente entre la voluntad de primacía de la autoridad civil constitucional y las tentaciones de un veterano pretorianismo militar fraguado por decenios de conflictos internos y crisis coloniales, etcétera.
Dicho en otras palabras, quizá más certeras, la guerra de 1936-1939 fue la resultante última de varios conflictos combinados que acabaron traspasando el umbral de las hostilidades y convirtiéndose en una guerra declarada en la crítica coyuntura del verano de 1936. Conflictos, tensiones y fracturas de larga gestación previa que convirtieron la contienda, ante todo, en una verdadera lucha de clases por las armas, pero también en una lucha de ideologías políticas enfrentadas, de mentalidades socioculturales contrapuestas, de sentimientos nacionales mutuamente irreductibles y de creencias religiosas incompatibles. Como apreciaría ya en el exilio en 1939 poco antes de su muerte Manuel Azaña, el presidente de la República vencida que había sido uno de sus artífices principales, esas causas del conflicto había que buscarlas en “el fondo mismo de la estructura social española y de su historia política en el último siglo”.
No cabe duda, así pues, de que la guerra fue un conflicto endógeno de raíces internas que se convirtió en el acontecimiento central y decisivo de la historia española contemporánea: una “tragedia española” (palabras de Raymond Carr) que además de ser el punto culminante de su convulsa trayectoria histórica desde la guerra de Independencia de 1808 fue también su elemento diferencial más notorio en el contexto histórico europeo circundante, con un eco internacional y proyección simbólica excepcionales en la crítica coyuntura que precedió al estallido de la Segunda Guerra Mundial. Como dejó anotado el escritor estadounidense Arthur Miller en el año 2003:
No hubo ningún otro acontecimiento tan trascendental para mi generación en nuestra formación de la conciencia del mundo. Para muchos fue nuestro rito de iniciación al siglo XX, probablemente el peor siglo de la historia.
En efecto, la Guerra Civil española no fue solo un conflicto interno librado en el seno de un país aparentemente situado en los márgenes de Europa y mayormente ajeno a sus dinámicas principales desde la pérdida de su inmenso imperio ultramarino a principios del siglo XIX. Fue también y decisivamente una contienda internacionalizada de vital proyección exterior, deviniendo así un episodio central de la crisis continental de los años 30 del siglo XX.
La razón básica de esta conversión de la arena española en un foco de atención mundial residió en un doble fenómeno. Por un lado, fue el resultado de la presencia de una analogía esencial entre la crisis española que dio origen a la guerra y la crisis general europea que se prolongó durante el llamado “periodo de entreguerras (1919-1939)”: como subrayaría Azaña en el exilio, lo que afrontó la República española entre 1931 y 1936 “era un problema político no tan nuevo que no se hubiese visto ya en otras partes”. Por otro lado, fue el producto de un estrecho paralelismo cronológico, de una sincronía temporal, entre el desarrollo de la guerra española y la crisis final europea que condujo a la Segunda Guerra Mundial: una vinculación tan estrecha que haría que el reputado historiador británico Arnold J. Toynbee se preguntara en octubre de 1938 “si la guerra en España era una contienda civil española o una guerra internacional librada en la arena española”.
Debido al primer factor analógico, la lucha española entre las fuerzas reformistas-revolucionarias de la República contra las fuerzas reaccionarias de un ejército insurgente parecía reduplicar en una escala menor la creciente tensión triangular que fracturaba al conjunto de Europa con alternativas sociopolíticas antagónicas: el bloque democrático occidental (la entente franco-británica) frente al eje revisionista totalitario (Alemania e Italia), con o sin el apoyo de la Unión Soviética revolucionaria. Debido al segundo factor cronológico, la temporización de la guerra en España se desarrolló justo a la par y en contacto con la crisis final que puso fin a la tregua de veinte años firmada por el armisticio de noviembre de 1918 y socavada gravemente por los efectos disolventes de la gran depresión económica de 1929. Por ambos motivos, la guerra de España suscitó un apasionado interés en la opinión pública europea, cualquiera que fuera su simpatía (ya porque se entendiera como una batalla crucial entre la democracia y el fascismo o como un combate radical entre el comunismo y la civilización occidental). Y, todavía más importante, esa analogía y sincronía también posibilitaron el súbito proceso de internacionalización de la contienda, derivado de la intervención (o inhibición) de varias potencias extranjeras en apoyo a los bandos en conflicto.
Por su propia naturaleza polifacética, la Guerra Civil ha generado desde sus inicios una fascinación constante entre lectores legos o duchos en la materia (mayormente españoles, pero también extranjeros). Y por eso mismo está a disposición del público una estimable pléyade de obras historiográficas que analizan desde distintas perspectivas casi todas sus dimensiones. En 1986, al cumplirse el 50 aniversario del inicio del conflicto, una estimación bibliométrica calculaba que se habían escrito sobre el tema, en España y en el extranjero, “más de quince mil libros”, lo que constituía “un epitafio literario equiparable al de la Segunda Guerra Mundial” (en palabras del hispanista Paul Preston). Y la tendencia no cesó después de ese aniversario puesto que en 1996 una nueva estimación registraba que en veinte años (1975-1995) se habían publicado no menos de 3.597 trabajos sobre la guerra española (casi trescientos editados en países extranjeros). Una última valoración sobre el asunto realizada en 2007 apuntaba que la producción bibliográfica sobre la guerra española para entonces alcanzaba “ya la cifra de 40.000 ejemplares”.
El interés público, tanto español como internacional, por la Guerra Civil comenzó nada más estallar la contienda en el caluroso verano de 1936, justo cuando empezaban a configurarse los bandos europeos que habrían de enfrentarse apenas tres años después. A saber: el eje germano-italiano de potencias fascistas decididas a revisar el statu quo europeo y mundial de buen grado o por la fuerza de las armas; la entente franco-británica de potencias democráticas dubitativas entre el apaciguamiento del eje o la resistencia armada ante sus demandas revisionista; y la Unión Soviética como potencia revolucionaria anticapitalista, temerosa de la amenaza de los primeros pero desconfiada de las intenciones de los segundos y presta a sumarse a uno u otro bando según las circunstancias. Un contexto europeo, así pues, tenso e inestable que la propia crisis española agravó decisivamente hasta convertirse en uno de sus episodios fundamentales.
Conviene recordar la naturaleza y perfil de esos relatos que surgieron sobre la Guerra Civil española desde sus inicios y que se mantuvieron vivos muchos años con posterioridad. Se trata de un conjunto de mitos que se organizaban en torno a dos grandes visiones contrapuestas: el mito de la Guerra Civil como gesta épica y heroica que hay que loar y recordar; y el mito de la Guerra Civil como locura trágica colectiva que hay que deplorar y olvidar.
Ambas visiones se estructuraban como verdaderos “mitos”, como un relato narrativo de acciones extraordinarias a cargo de protagonistas sobresalientes (individuales o colectivos: la Patria o la Clase), bajo un formato idealizado y ritualizado, de perfiles nítidos y maniqueos, siempre sin asomo de duda o contradicción (sin “zonas grises” de penumbra, como afirmaría el escritor Primo Levi). Ya en 1958 Hans-Georg Gadamer recordaba que, desde la Grecia clásica, “la relación entre mito y logos (razón)” es “la que existe entre el pensamiento que tiene que rendir cuentas y la leyenda transmitida sin discusión”, de modo que “el mito está concebido en este contexto como el concepto opuesto a la explicación racional del mundo”.
En el orden temporal, el mito de la gesta heroica fue el primero en cristalizar, ya durante la contienda, porque era un mito de movilización bélica: un mito de estímulo para luchar. A tenor del mismo, la guerra era un combate heroico a vida o muerte entre dos bandos contendientes (uno “bueno”, el otro “malo”) que representaban a las “dos Españas” supuestamente existentes desde hacía siglos y encarnadas entonces en la “España republicana” y la “España franquista”. Tanto unos como otros asumieron esa interpretación dualista del origen y carácter del conflicto porque respondía a las necesidades de movilización popular de cada uno de ellos y porque resultaba de utilidad justificativa de cara al ámbito interno tanto como exterior. El escritor José María Pemán, ferviente propagandista bélico en favor del general Franco, había explicado esa utilidad con palabras muy claras: “Las masas son cortas de vista y sólo perciben los colores crudos: negro y rojo”.
En el caso franquista, esta visión mítica y dualista cobraba la forma de un combate entre una España católica y la anti-España atea, subrayando así las dimensiones nacionales y religiosas del conflicto. Por eso, según el bando sublevado, su combate era una cruzada “por Dios y por España” contra un enemigo demonizado y apátrida. Sirva de ejemplo cómo definió la guerra ya en agosto de 1936 el cardenal Isidro Gomá, arzobispo de Toledo y primado de la iglesia en España, en un informe para el entonces cardenal Pacelli, futuro Papa Pío XII en 1939:
En conjunto puede decirse que el movimiento [militar insurreccional] es una fuerte protesta de la conciencia nacional y del sentimiento patrio contra la legislación y procedimientos del Gobierno de este último quinquenio, que paso a paso llevaron a España al borde del abismo marxista y comunista. […] Puede afirmarse que en la actualidad luchan España y la anti-España, la religión y el ateísmo, la civilización cristiana y la barbarie.
En el caso republicano, la visión mitificadora prescindía de los contornos nacionales y religiosos dominantes en la zona franquista y se centraba, con muchas tensiones internas, bien en las dimensiones clasistas o en las político-ideológicas inherentes a la contienda. Por este bando, la guerra respondía a una lucha secular entre los proletarios oprimidos y los opresores burgueses, entre los demócratas antifascistas y los reaccionarios fascistas. Y dejaremos de lado, por su menor entidad, las visiones ocasionales de los nacionalismos periféricos (vasquista o catalanista) que veían el combate como una lucha de España contra Euskadi o Cataluña. La primera lectura republicana, de matriz clasista, fue predominante entre los sectores anarcosindicalistas y socialistas largo-caballeristas (seguidores de Francisco Largo Caballero); en tanto que la segunda, de matriz político-ideológica, fue mayoritaria entre el republicanismo de izquierda, el socialismo prietista (seguidores de Indalecio Prieto) y el comunismo de inspiración soviética.
Buen ejemplo de la primera lectura clasista es la siguiente declaración de Andreu Nin, líder del filo-trotskista POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), en septiembre de 1936:
La lucha continúa porque la lucha no está entablada entre la democracia burguesa y el fascismo, sino entre el fascismo y el socialismo, entre la clase obrera y la burguesía. […] En España no se lucha por la república democrática. Se levanta una nueva aurora en el cielo de nuestro país. Esta nueva aurora es la de la República socialista.
A su vez, buena muestra de la segunda lectura político-ideológica es este fragmento de una declaración del gobierno republicano dirigida a la opinión pública internacional en el otoño de 1936:
Contrariamente a ciertas alegaciones del exterior, el Gobierno republicano no aspira al establecimiento de un régimen soviético. Su fin esencial es el mantenimiento del régimen de la República parlamentaria democrática tal como ha sido creada por la Constitución que el pueblo español se ha dado libremente a sí mismo. Los rebeldes, por el contrario, son los portavoces del fascismo y del antiparlamentarismo.
Expuestas de modo sumario, estas fueron las dos visiones épicas contrapuestas sobre la Guerra Civil abrigadas por republicanos y por franquistas. Ambas eran maniqueas y ambas fueron intensamente divulgadas durante la contienda y con posterioridad, tanto en el plano del discurso propagandístico como en el análisis proto-historiográfico. Entre otras cosas, porque servían para legitimar moralmente las opciones políticas tomadas y porque evitaban mayores afanes críticos (sobre todo con relación a los defectos del bando propio).
En todo caso, la interpretación de la Guerra Civil como gesta heroica fue particularmente intensa en el bando franquista en razón de su victoria y de la duración del régimen triunfante en el conflicto. No en vano, ese triunfo en la guerra sería la fuente exclusiva de legitimidad del general Franco, el “Caudillo de la Victoria”. Y por eso se implantó hasta mediados de la década de 1960 una férrea censura militar en el tratamiento de “la Cruzada Española” (contra el ateísmo) o “La Guerra de Liberación” (contra el comunismo). Y la consecuente doctrina ortodoxa fue elevada a condición de “verdad histórica oficial” incontestada en virtud de múltiples publicaciones que reiterarían los mitos históricos fundacionales del franquismo: desde la Historia de la Cruzada Española (dirigida por el periodista Joaquín Arrarás, publicada en Madrid entre 1939 y 1943) hasta la Síntesis histórica de la Guerra de Liberación (editada por el Estado Mayor Central del Ejército en 1968).
Solo avanzados los años 60, como parte de sus limitadas tentativas aperturistas, la dictadura eliminó la censura militar y admitió el uso público del término de “guerra civil”, hasta entonces proscrito por sus connotaciones de equidad entre bandos combatientes y reconocimiento de fractura interna del propio país. Ya había dejado suficientemente claro el motivo en 1945 el padre redentorista Andrés Goy, autor de un texto de formación religiosa y patriótica para los jóvenes escolares de 1945: “No era aquélla Guerra Civil, porque no es Guerra Civil la que mantiene la autoridad contra los ladrones, asesinos e incendiarios: eran los momentos del ser o no ser del alma española”.
Frente a esa unanimidad interpretativa franquista vigilada por la censura militar, en el caso republicano la intensidad de sus divisiones quedó agrandada por la derrota y un amargo exilio disperso por varios continentes. Ambas circunstancias crearon dificultades insalvables para conformar una visión unitaria sobre el fenómeno bélico, más allá de su mínima condición de “guerra antifascista” de borrosos perfiles. Basta comparar tres visiones casi antagónicas sobre los motivos, el curso y el desenlace de la contienda: la interpretación que dejó el presidente Azaña en su libro Causas de la guerra de España, que escribe exiliado en Francia en 1939; la que lega el dirigente anarquista Diego Abad de Santillán en Por qué perdimos la guerra, publicado en 1940 pero ya en Argentina; o la que publica a partir de 1966 el Partido Comunista de España, bajo la dirección de Dolores Ibárruri, con el título de Guerra y revolución en España al amparo de instituciones editoras de la Unión Soviética.
En todo caso, es preciso subrayar que esas visiones míticas republicanas y franquistas fueron las lecturas hegemónicas sobre la Guerra Civil hasta los años 60 del siglo XX. Para entonces, una nueva visión del conflicto empezó a cobrar forma, en parte como resultado de dos fenómenos correlativos. Por un lado, el reemplazo generacional registrado en la pirámide social española: en los años 60 los segmentos activos y crecientemente dominantes de la sociedad eran los “hijos” de la guerra, que no habían combatido ni estaban comprometidos por deudas de sangre directas en la contienda. Por otro, la intensa modernización socioeconómica experimentada por la sociedad española durante aquellos años del desarrollismo, que dejaba atrás el tiempo de silencio, hambre y miseria que había caracterizado a la posguerra en los años 40 y 50.
Desde luego, la visión de la Guerra Civil que en ese nuevo contexto fue imponiéndose seguía siendo una concepción mítica y dualista en formato (seguían presentes las “dos Españas”). Pero ahora se concebía la Guerra Civil como una inmensa “locura trágica” y una “matanza fratricida” que era un “fracaso” vergonzoso de todos los españoles, sin claros tintes heroicos que loar y con muchos componentes trágicos que lamentar. Era una visión que implicaba el reconocimiento de algún grado de responsabilidad colectiva en el comportamiento brutal de los españoles y que incorporaba una lección moral nítida: “Todos fuimos culpables”. Con su corolario: “Nunca más la guerra civil”. En consecuencia, lo mejor era olvidar y perdonar las culpas colectivas de aquella carnicería y encarar el futuro en paz y sin volver la vista atrás. Baste citar la carta abierta que un dirigente socialista (Joaquín León) remitió en 1973 a un líder monárquico (Juan Ignacio Luca de Tena):
Entienda que ni los hijos de usted ni los míos vibran con los ecos y los himnos que a nosotros nos conmovieron y que son hoy, para ellos, música celestial, cuando no los belicosos acordes con los que una generación inepta, que no fue capaz de encontrar otra solución a sus problemas que la barbarie de una guerra, acompañó la inmolación de un millón de hermanos. […] Ello traerá, al fin, el otorgamiento, a todos los muertos, del respeto y la paz que le son debidos. Para bien o para mal, entre todos ellos escribieron la historia, y nadie tiene derecho a pretender borrar un solo nombre de esas páginas que ya están escritas para siempre.
Por supuesto, esta transformación de la visión de la guerra desde el mito de la gesta heroica al mito de la locura trágica tuvo una enorme importancia sociopolítica durante el tardofranquismo y la transición política de la dictadura a la democracia. Sobre todo porque supuso una transformación de los principios de cultura cívica que resultó decisiva en aquella coyuntura y que, en gran medida, hizo posible la operación política de desmantelamiento pacífico del régimen franquista y su sustitución por el actual régimen democrático-parlamentario. No en vano, era un mito de reconciliación nacional: era la concepción de los hijos de la guerra que trataban de dejar atrás las visiones y las culpas de la generación de sus padres y sus abuelos.
Significativamente, según una encuesta sobre actitudes políticas de los españoles realizada en 1974, un año antes de la muerte de Franco, el 60% de los encuestados era partidario de “principios democráticos de gobierno”, frente al 18% que favorecía “principios autoritarios de gobierno” y un 22% que se abstenía de elegir. Unas opciones democráticas mayoritarias esbozadas en un momento en que el 70% de la población española tenía menos de cuarenta años de edad y, por tanto, no había vivido la Guerra Civil ni siquiera como niños con mínimo uso de razón. El encomiable valor moral y utilidad funcional durante la transición democrática de esa lección histórica implícita en el “Nunca más” resulta incontestable. Y, sin embargo, en sus presupuestos, formato y contenido seguía siendo una manera de tratar el problema histórico real de modo sustancialmente mitificado.
En todo caso, y no es pura coincidencia, justo a principios de la década de 1960 comenzaba a desplegar su vuelo una nueva historiografía sobre la Guerra Civil más científica y rigurosa. Se trataba de una perspectiva interpretativa menos lastrada por el compromiso político declarado (ya fuera “antifascista” pro-republicano o “anticomunista” pro-franquista) y necesariamente desacralizadora en sus pretensiones de búsqueda de la cruda verdad, siempre mucho más incómoda que reconfortante y tranquilizadora. Sencillamente porque la labor de la ciencia humana de la historia es permanentemente sacrílega y nunca santificante. Es por definición crítica y no dogmática. Demanda distancia personal respecto del fenómeno analizado y no admite adhesión emotiva con el mismo en la medida en que esta pueda eclipsar la búsqueda de la verdad. Dicho en otras palabras: obedece al más que milenario dictum de Cornelio Tácito según el cual la historia solo se escribe bona fides, sine ira et studio (con buena fe interpretativa de partida, sin encono partidista sectario y tras meditada reflexión sobre los materiales probatorios disponibles).
Por razones evidentes (de libertad de expresión, de seguridad jurídica y de libre acceso a fuentes informativas disponibles), esa nueva historiografía emprendería su labor desde el extranjero y con bastantes problemas para llegar al interior de España. No sería justo desconocer que las perspectivas historiográficas inauguradas en la década de los 60 contaban con dos antecedentes influyentes. Por un lado, El laberinto español, la obra del británico Gerald Brenan publicada en inglés en plena guerra mundial (1943) y oportunamente traducida al español en 1962 por Ruedo Ibérico, la magna institución cultural del exilio republicano en París. Por otro, la Historia de España del hispanista francés Pierre Vilar (publicada en 1947), que contenía un crucial capítulo sobre “las crisis contemporáneas” y sería traducida al español, también en París y en medios republicanos exiliados, solo un año más tarde que la de Brenan (en 1963).
Sin embargo, el punto de arranque de esa nueva historiografía sobre la contienda española fue la aparición del libro titulado La guerra civil española firmado por el hispanista británico Hugh Thomas, publicado simultáneamente en inglés, francés y español en el año 1961. Traducido a casi todos los principales idiomas del mundo, era una minuciosa crónica del conflicto escrita desde perspectivas liberal-democráticas y con propósito de imparcialidad respecto de las pasiones partidistas aún vigentes. El estilo narrativo era fluido y elegante. Sus fuentes informativas provenían de literatura testimonial y hemerográfica y, en menor medida, de documentación archivística. Y en su relato el fenómeno bélico aparecía como resultado de acciones y omisiones de hombres, grupos políticos y organizaciones sociales y no como un fenómeno exigido por la evolución orgánica de estructuras históricas anónimas y suprasubjetivas.
El libro de Hugh Thomas, en gran medida por esas cualidades estilísticas y conceptuales, tuvo un enorme éxito de lectores y se convirtió en un hito canónico fundacional de la nueva historiografía sobre la Guerra Civil española. Fue un éxito que no tuvieron otras dos obras aparecidas también en 1961 (pronto traducidas al español). Por un lado, el trabajo de los hispanistas franceses Pierre Broué y Émile Témime, La Revolution et la Guerre d’Espagne, que era una visión mucho más analítico-estructural y de compromiso político filo-trotskista. Por otro, el estudio del hispanista galés Burnett Bolloten, The Grand Camouflage. The Communist Conspiracy in the Spanish Civil War, un minucioso análisis sobre las actividades comunistas en la guerra de simpatía filo-anarquista.
A partir de esas tres obras señeras de 1961, la producción bibliográfica sobre la Guerra Civil a cargo de historiadores extranjeros no dejó de crecer a lo largo de toda la década, con contribuciones generalistas tanto como monográficas de gran alcance para la conceptualización del fenómeno bélico. Entre todas ellas, merecerían mencionarse las siguientes seis obras por su importancia: 1°) Herbert R. Southworth, El mito de la Cruzada de Franco (París, Ruedo Ibérico, 1963): un estudio magistral sobre la propaganda franquista que trituraba la idea de que el golpe militar se anticipaba a una conjura comunista inminente para tomar el poder. 2°) Gabriel Jackson, The Spanish Republic and the Civil War (Princeton, Princeton University Press, 1965): probablemente la visión filo-republicana de estirpe liberal-democrática más influyente. 3°) Raymond Carr, Spain, 1808-1939 (Oxford, Oxford University Press, 1966): quizá la crónica sobre historia española contemporánea más solvente de las existentes hasta entonces y que todavía conserva su frescura. 4°) Manuel Tuñón de Lara, La España del siglo XX (París, Librería Española, 1966): la visión filo-republicana de mayor influencia en la izquierda antifranquista, tanto del interior de España como del exilio. 5°) Stanley G. Payne, Politics and the Military in Modern Spain (Stanford, Stanford University Press, 1967): el análisis pionero sobre el papel sociopolítico del ejército y las razones del potente militarismo en la historia contemporánea española. Y 6°) Edward Malefakis, Agrarian Reform and Peasant Revolution in Spain (Ann Arbor, Michigan University Press, 1970): el estudio más renovador sobre la fracasada reforma agraria republicana y la conflictividad agraria en el sur latifundista que tan crucial resultó para el estallido de la guerra.
Como era previsible, esa hegemonía de la producción extranjera (sobre todo, anglo-estadounidense) sobre la Guerra Civil empezó a remitir a medida que la crisis final de la dictadura franquista permitía a los historiadores españoles adentrarse en el “desierto inexplorado” de ese periodo y en sus antecedentes (la Segunda República) y consecuentes (la dictadura de Franco). Señalaba al respecto en 1994 Julián Casanova:
Cuando aparecieron los primeros libros de esos autores angloamericanos, sus resultados sólo podían compararse con los de las obras de los propagandistas del régimen de Franco. O dicho de otra forma, ningún historiador español alejado de los presupuestos de la historiografía franquista había penetrado todavía en el análisis profundo del conflicto.
Sin duda, esa fue una de las razones del éxito de los hispanistas extranjeros que empezaron a estudiar la Guerra Civil. Aunque también habría que añadir otra razón que tiene que ver con su particular perspectiva analítica comparativa, sumamente atractiva para los lectores. José Álvarez Junco subrayó en 2007 este aspecto:
El hecho de ser extranjeros les dio algunas ventajas. La primera, obvia, que podían escribir y publicar con libertad. La segunda, que veían los problemas ibéricos desde fuera, lo que les hacía adoptar como natural un enfoque comparado y unos modelos explicativos de validez general. Los historiadores españoles, en cambio, demasiado cercanos al tema y carentes de perspectiva, caían con facilidad en la trampa de la ‘excepcionalidad’ española.
Sobre esas limitaciones políticas de los historiadores españoles para hacer su labor profesional bajo la dictadura cabe recordar un episodio muy significativo: en 1971 las autoridades franquistas habían retirado de la circulación un libro oficial titulado El Banco de España. Una historia económica (Madrid, Banco de España, 1970). Se trataba de una obra hecha por economistas de la institución y editada por la propia institución. El motivo de esa excepcional medida era que en el libro se incluía una colaboración del profesor Juan Sardá sobre la economía española entre 1931 y 1962 en la que había una referencia sobre el uso del oro en la Guerra Civil totalmente inaceptable (por ir contra el mito del “oro de Moscú” robado y dilapidado por los republicanos): “El tesoro español entregado a la URSS fue efectivamente gastado en su totalidad por el Gobierno de la República durante la guerra” (véase más en pp. 177 y 229-230).
Sin duda, un hito claro en este proceso de recuperación historiográfica de la Guerra Civil por parte de autores españoles no vinculados al régimen fue la autorización gubernativa para que se publicara el libro del economista (y dirigente comunista clandestino) Ramón Tamames, que formaba parte de una divulgada colección de historia de España y abarcaba un periodo titulado de modo tan extraño como aséptico: La República. La era de Franco (Madrid, Alianza, 1973). En ese mismo año y el siguiente verían la luz otras cuatro obras relevantes sobre el periodo bélico, ambas relativas a materias “sensibles” para la ideología franquista, que se convertirían en canónicas: 1°) Un trabajo de Josep María Bricall que abordaba un aspecto de la gestión autonómica en Cataluña (Política económica de la Generalitat, Barcelona, Nova Terra, 1973); 2°) Una enciclopédica investigación de un excombatiente franquista, el general Ramón Salas Larrazábal, sobre el ejército republicano (Historia del Ejército Popular de la República, Madrid, Editora Nacional, 1973); 3°) Un análisis de Ángel Viñas sobre la génesis de la ayuda inicial hitleriana a la sublevación franquista (La Alemania nazi y el 18 de julio, Madrid, Alianza, 1974); y 4°) Un estudio de Andreu Castells sobre los voluntarios extranjeros que combatieron al servicio de la República (Las Brigadas Internacionales de la guerra de España, Barcelona, Ariel, 1974).
Por supuesto, el final de la dictadura y el proceso de restablecimiento de la democracia a partir de 1975 originaron un cambio sustancial. Desde entonces, y sobre todo en torno al sexenio 1981-1986 (marcado por la celebración de dos cincuentenarios: la proclamación de la República y el comienzo de la Guerra Civil), se produjo una verdadera eclosión bibliográfica en la producción historiográfica sobre la contienda, propiciada por el firme respaldo prestado por tres fenómenos coetáneos.
En primer lugar, por la configuración en los años de la transición de una difusa “escuela” en torno al historiador Manuel Tuñón de Lara, un investigador formado en el exilio francés que, afincado en la universidad de Pau desde 1970, había impulsado con ahínco el análisis de los problemáticos años 30. Era una escuela deudora de la metodología y concepciones marxistas y que, sin embargo, había conjugado con bastante fortuna ese compromiso ideológico y la práctica profesional solvente. Uno de sus grandes frutos fue la publicación del libro editado por Tuñón de Lara y sus colaboradores (Julio Aróstegui, Gabriel Cardona, Ángel Viñas y Joseph M. Bricall) bajo el título: La guerra civil. 50 años después (Barcelona, Labor, 1985).
El segundo fenómeno consistió en la floración de una generación de historiadores españoles formados en ámbitos universitarios extranjeros e impregnados de las nuevas tendencias historiológicas dominantes en esos lares. Ejemplos relevantes del proceso pudieran ser los siguientes autores: 1°) Juan Pablo Fusi, formado en la universidad de Oxford de la mano de Raymond Carr, y uno de cuyos primeros trabajos versaba sobre El problema vasco durante la II República (Madrid, Turner, 1979); 2°) Enric Ucelay-Da Cal, formado en la universidad de Nueva York y regresado a España durante la transición, cuyo gran estudio se publicó bajo el título La Catalunya populista. Imatge, cultura i política en l’etapa republicana, 1931-1939 (Barcelona, La Magrana, 1982); y 3°) Alberto Reig Tapia, formado en Francia bajo la influencia de Tuñón de Lara, cuyo primer trabajo relevante resultó pionero en el estudio de una temática todavía actual: Ideología e historia. Sobre la represión franquista en la guerra civil (Madrid, Akal, 1984).
El tercer fenómeno tiene que ver con la irresistible aparición de una corriente de investigaciones historiográficas de ámbito territorial circunscrito (local, provincial, regional o autonómico). Esta tendencia pronto se convirtió en hegemónica en virtud del apoyo recibido por las instituciones políticas y culturales correspondientes a esos ámbitos administrativos. Entre los mejores trabajos de esta índole cabría citar los siguientes: Julio Aróstegui y Jesús Martínez, La Junta de Defensa de Madrid (Madrid, Comunidad Autónoma, 1984); Julián Casanova, Anarquismo y revolución en la sociedad rural aragonesa, 1936-1938 (Madrid, Siglo XXI, 1985); y Josep María Solé y Sabaté, La repressió franquista a Catalunya, 1938-1953 (Barcelona, Edicions 62, 1985).
En general, salvando obligados matices, cabría decir que las investigaciones históricas publicadas desde entonces sobre la Guerra Civil han ido arrumbando sin remisión las visiones unívocas y simplistas sobre la contienda en favor de esquemas interpretativos más pluralistas y complejos. Sin que por ello hayan desaparecido aquellas, tanto en forma de una reactualización de los mitos franquistas que fueron verdad oficial hasta 1975, como en forma de renovadas idealizaciones de lo que fue la Segunda República en paz y en guerra.
La Segunda República trajo la democracia a España en abril de 1931 y mediante el sufragio universal abrió las puertas a la era de la política de masas. Pero la generalizada alegría popular inicial fue resquebrajándose ante las dificultades encontradas por el nuevo régimen en el camino de la modernización del país: agudos desequilibrios sociales y territoriales, intensa polarización política e ideológica y hondo impacto de la crisis económica mundial. La consecuente dinámica política cobró la forma de una pugna triangular que enfrentaba a tres fuerzas con similares apoyos sociales e implantación territorial: el reformismo democrático republicano, la reacción autoritaria fascistizante y la revolución social internacionalista. A la altura de mediados del año 1936, esas tensiones habían creado las condiciones para una crisis de convivencia cívica muy grave y profunda, que planteó la posibilidad de cambiar los votos por las armas para dirimir de manera radical los problemas sociopolíticos y culturales planteados.
El resultado de las elecciones municipales celebradas el domingo 12 de abril de 1931, tras siete años de dictadura militar, fue crucial para la historia contemporánea de España por un doble motivo. En primer término, porque supuso el epitafio final de la monarquía borbónica que había sido restaurada en 1874 y que estaba encabezada desde principios de siglo por el rey Alfonso XIII. En segundo orden, porque implicó el acta de nacimiento, pacífico e incruento, de la Segunda República española, casi sesenta años después de la caída de la efímera y turbulenta Primera República en 1873. Ambos fenómenos tomaron por sorpresa a casi todos los testigos contemporáneos, ya fueran monárquicos alfonsinos o republicanos de variadas tendencias, pese a que la consulta había sido la primera campaña electoral moderna de la historia española y se había convertido de facto en un plebiscito entre monarquía y república.