AGUADO, A.: La gracia de hoy. Introducción y selección de Mª J. Segovia.
ALBAR, L.: Descenso a las profundidades de Dios.
ALEGRE, J.: La luz del silencio, camino de tu paz.
ÁLVAREZ, E. y P.: Te ruego que me dispenses. Los ausentes del banquete eucarístico.
AMEZCUA, C. y GARCÍA, S.: Oír el silencio. Lo que buscas fuera lo tienes dentro.
ANGELINI, G.: Los frutos del Espíritu.
ASI, E.: El rostro humano de Dios. La espiritualidad de Nazaret.
AVENDAÑO, J. M.ª: La hermosura de lo pequeño.
– Dios viene a nuestro encuentro.
BALLESTER, M.: Hijos del viento.
BEA, E.: Maria Skobtsov. Madre espiritual y víctima del holocausto.
BEESING, M.ª y otros: El eneagrama. Un camino hacia el autodescubrimiento.
BIANCHI, G.: Otra forma de vivir.
BOADA, J.: Fijos los ojos en Jesús.
– Mi única nostalgia.
– Peregrino del silencio.
BOHIGUES, R.: Una forma de estar en el mundo: Contemplación.
BOSCIONE, F.: Los gestos de Jesús. La comunicación no verbal en los Evangelios.
BOYER, M. G.: Mi casa, el primer lugar de oración.
CANOPI, A. M.: ¿Has dicho esto por nosotros?
CHENU, B.: Los discípulos de Emaús.
CLÉMENT, O.: Dios es simpatía.
Cucci, G.: El sabor de la vida La dimensión corporal de la experiencia espiritual.
DANIEL-ANGE: La plenitud de todo: el amor.
DOMEK, J.: Respuestas que liberan.
EIZAGUIRRE, J.: Una vida sobria, honrada y religiosa.
ESTRADE, M.: Shalom Miriam.
FERDER, F.: Palabras hechas amistad.
FERNÁNDEZ-PANIAGUA, J.: Las Bienaventuranzas, una brújula para encontrar el norte.
– El lenguaje del amor.
FORTE, B.: La vida como vocación. Alimentar las raíces de la fe.
GAGO, J.L.: Gracias, la última palabra.
GHIDELLI, C.: Quien busca la sabiduría, la encuentra.
GÓMEZ, C. (ed.): El compromiso que nace de la fe.
GÓMEZ MOLLEDA, D.: Amigos fuertes de Dios.
– Pedro Poveda, hombre de Dios.
– Cristianos en una sociedad laica.
GRÜN, A.: Buscar a Jesús en lo cotidiano.
– Evangelio y psicología profunda.
– La mitad de la vida como tarea es-piritual.
– La oración como encuentro.
– La salud como tarea espiritual.
– Nuestras propias sombras.
– Nuestro Dios cercano.
– Si aceptas perdonarte, perdonarás.
– Su amor sobre nosotros.
– Una espiritualidad desde abajo.
GUTIÉRREZ, A.: Citados para un encuentro.
HANNAN, P.: Tú me sondeas.
IZUZQUIZA, D.: Rincones de la ciudad.
JÄGER, W.: En busca del sentido de la vida.
– Contemplación. Un camino espiritual.
JOHN DE TAIZÉ: El Padrenuestro... un itinerario bíblico.
– La novedad y el Espíritu.
JOSSUA, J. P.: La condición del testigo.
LAFRANCE, J.: Cuando oréis decid: Padre...
– El poder de la oración.
– En oración con María, la madre de Jesús.
– El Rosario. Un camino hacia la oración incesante.
– La oración del corazón.
– Ora a tu Padre.
LAMBERTENGHI, G.: La oración, medicina del alma y del cuerpo.
LOEW, J.: En la escuela de los grandes orantes.
LÓPEZ BAEZA, A.: La oración, aventura apasionante.
LÓPEZ VILLANUEVA, M.: La voz, el amigo y el fuego.
LOUF, A.: El Espíritu ora en nosotros.
– A merced de su gracia.
– Mi vida en tus manos.
– Escuela de contemplación.
LUTHE, H. y HICKEY, M.: Dios nos quiere alegres.
MANCINI, C.: Escuchar entre las voces una.
– Como un amigo habla a otro amigo.
MARIO DE CRISTO: Dios habla en la soledad.
MARTÍN, F.: Rezar hoy.
MARTÍN VELASCO, J.: Testigos de la experiencia de la fe.
– Vivir la fe a la intemperie.
MARTÍNEZ LOZANO, E.: El gozo de ser persona.
– ¿Dios hoy? Creyentes y no creyentes ante un nuevo paradigma.
– Donde están las raíces.
– Nuestra cara oculta. Integración de la sombra y unificación personal.
MARTÍNEZ MORENO, I.: Guía para el camino espiritual. Textos de Ángel Moreno de Buenafuente.
MARTÍNEZ OCAÑA, E.: Cuando la Palabra se hace cuerpo… en cuerpo de mujer.
– Cuerpo espiritual.
– Buscadores de felicidad.
– Te llevo en mis entrañas dibujada.
– Espiritualidad para un mundo en emergencia.
MARTINI, C. M.: Cambiar el corazón.
– La llamada de Jesús.
MATTA EL MESKIN: Consejos para la oración. Introducción de Jaume Boada.
MERLOTTI, G.: El aroma de Dios. Meditaciones sobre la creación.
MONARI, L.: La libertad cristiana, don y tarea.
MONJE DE LA IGLESIA DE ORIENTE, UN: Amor sin límites.
MORENO DE BUENAFUENTE, A.: A la mesa del Maestro. Adoración.
– Amor saca amor.
– Buscando mis amores.
– Como bálsamo en la herida.
– Desiertos. Travesía de la existencia.
– Eucaristía. Plenitud de vida.
– Habitados por la palabra.
– Palabras entrañables
– Voy contigo. Acompañamiento.
– Voz arrodillada. Relación esencial.
MOROSI, E.: ¿Cuánto falta para que amanezca? La “noche” en nuestra vida.
OSORO, C.: Cartas desde la fe.
– Siguiendo las huellas de Pedro Poveda.
PACOT, S.: Evangelizar lo profundo del corazón.
– ¡Vuelve a la vida!
PAGLIA, V.: De la compasión al compromiso. La parábola del buen samaritano.
PÉREZ PRIETO, V.: Con cuerdas de ternura.
POVEDA, P.: Amigos fuertes de Dios.
– Vivir como los primeros cristianos.
RAGUIN, Y.: Plenitud y vacío. El camino zen y Cristo.
RECONDO, J. M.: La esperanza es un camino.
RIDRUEJO, B. M.ª: La llevaré al silencio.
RODENAS, E.: Thomas Merton, el hombre y su vida interior.
Rodríguez Madariaga, Óscar A.: Sin ética no hay desarrollo.
RUPP, J.: Dios compañero en la danza de la vida.
SAINT-ARNAUD, J.-G.: ¿Dónde me quieres llevar, Señor?
SAMMARTANO, N.: Nosotros somos testigos.
SaoÛt, Y.: Fui extranjero y me acogiste.
SEGOVIA, M.ª J.: La gracia de hoy.
SEQUERI, P. A.: Sacramentos, signos de gracia.
SOLER, J. M.: Kyrie. El rostro de Dios amor.
STUTZ, P.: Las raíces de mi vida.
TEPEDINO, A. M.ª: Las discípulas de Jesús.
TOLIN, A.: De la montaña al llano.
TRIVIÑO, M.ª V.: La oración de intersección.
URBIETA, J. R.: Treinta gotas de Evangelio.
VAL, M.ª T.: Orantes desde el amanecer.
VEGA, M.: Contemplación y Psicología.
VILAR, E.: La oración de contemplación en la vida normal de un cristiano.
WOLF, N.: Siete pilares para la felicidad.
ZUERCHER, S.: La espiritualidad del eneagrama.
El Señor Dios me ha dado lengua de iniciado, para decir una palabra de aliento al abatido. Cada mañana me espabila el oído, para escuchar como los iniciados; el Señor Dios me ha abierto el oído (Is 50,4-6).
El conocimiento y la sabiduría de quien se siente capaz de acompañar y de aconsejar a otros en sus pruebas, no vienen por un saber especulativo, sino por haber pasado por los mismos sufrimientos.
La autoridad moral de los maestros espirituales queda acreditada si han tenido la experiencia histórica de lo que enseñan respecto al dolor, la intemperie, la fragilidad...
Jesucristo, el Maestro, no pronuncia un discurso moralista, sino que se entrega a Sí mismo para que ninguno de los que creen en Él se vea fuera de su compasión. Ha sido Él quien nos ha ofrecido a través de las parábolas del “Buen Pastor”, del “Buen Samaritano” y del “Buen Padre”, reflejo de su misión, el aceite que cura, el bálsamo que alivia, la posada que restaura, la palabra que conforta, el perdón que renueva, la misericordia que sana, el alimento que restablece. Él es el Buen Pastor, el Buen Padre, el Buen Samaritano, el Buen Amigo, Él es “el rostro de la misericordia del Padre” (Francisco, MV 1).
Jesús es la respuesta a todas nuestras necesidades. Él conoce nuestro sufrimiento y ha llevado en su carne nuestras heridas. Él ha sido iniciado en el dolor del corazón, y ha vivido la soledad, el desprecio, la traición, la injusticia, la calumnia, la difamación, la muerte…
Jesús, que conoce nuestra naturaleza y sabe de qué padecemos, se ofrece como remedio entrañable, amigo, sin imponerse. Se hace encontradizo, providente, como de paso, para que, un tanto avergonzados, no tengamos la sensación de que nos obliga a levantarnos. Él pasa por nuestro camino, junto a la cuneta de nuestras sendas derrotadas, por los márgenes de nuestro desprecio, y espera nuestro grito de auxilio.
Él ha pagado en la posada nuestras deudas, y se ofrece como aval de nuestras necesidades en previsión de cuanto pueda acontecernos. Y como prenda, nos regala su Espíritu quien, de forma discreta e íntima, actúa en nuestro interior, y nos cura derramando sobre nosotros sus dones, de manera especial el perdón.
Jesús nos convertirá de heridos, en samaritanos; de escépticos, en ilusionados; de ensimismados, en servidores; de despojados, en revestidos; de frágiles, en fuertes con tal de que nos dejemos curar, poner el manto de la misericordia, que nos devuelve la dignidad de hijos de Dios.
El Papa Francisco nos invita a cruzar la puerta santa. En la bula pontificia que convoca a los fieles a lucrar el jubileo, podemos leer:
El Padre, “rico en misericordia” (Ef 2,4), después de haber revelado su nombre a Moisés como «Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira, y pródigo en amor y fidelidad» (Ex 34,6) no ha cesado de dar a conocer en varios modos y en tantos momentos de la historia su naturaleza divina. En la “plenitud del tiempo” (Gal 4,4), cuando todo estaba dispuesto según su plan de salvación, Él envió a su Hijo nacido de la Virgen María para revelarnos de manera definitiva su amor. Quien lo ve a Él, ve al Padre (Cf. Jn 14,9). Jesús de Nazaret con su palabra, con sus gestos y con toda su persona revela la misericordia de Dios (Francisco, MV 1).
Si te digo: “Déjate curar las heridas, déjate perdonar, déjate amar”, puede parecer un imperativo extraño, pues ¿quién no desea la curación? Sin embargo, hay ocasiones en que nos resistimos a reconocer nuestras dolencias, y nos encerramos en nosotros mismos. Déjate ungir con el bálsamo que cura, el aceite de la misericordia, y te convertirás en misericordioso.
Por ello explica (Santo Tomás) que, en cuanto al obrar exterior, la misericordia es la mayor de todas las virtudes: “En sí misma la misericordia es la más grande de las virtudes, ya que a ella pertenece volcarse en otros y, más aún, socorrer sus deficiencias” (Francisco, EG 37).
Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo: “Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva” (Lc 10,35).
Es verdad que no se puede especular con el dolor ajeno, y menos tomarlo como plataforma para un gesto vanidoso, protagonista, por utilizarlo para propia propaganda y provecho. Mas, tampoco, por no caer en el riesgo personalista, se puede pasar frente al que sufre de manera insolidaria e indiferente.
Cuando el dolor es evidente, la reacción adecuada es la compasión fraterna, el acercamiento respetuoso, el ofrecimiento desinteresado y oportuno en la medida que pueda ayudar a resolver la dolencia y aliviar la circunstancia aciaga.
Cuando oprime el sufrimiento, no se puede echar encima la sublimación espiritual; hay que abrazar al que sufre, cargar con su peso, acompañarlo y hasta arriesgarse en el ofrecimiento, ponerse al servicio de quien tiene necesidad con la capacidad de que se disponga. Después, si hay ocasión, vendrá la lectura de los hechos desde una perspectiva trascendente, y hasta cabe que se descubra en la prueba del dolor la providencia, porque gracias a la experiencia del límite y de la impotencia, se percibe la dimensión sobrenatural de la vida.
El “Buen Samaritano” asiste al necesitado por propia iniciativa, lo lleva adonde lo puedan cuidar, sin desentenderse; se marcha sin reivindicar protagonismo, y deja al malherido que tenga su proceso restaurador, sin la coacción de su presencia, para que no tenga el peso ni la obligación del agradecimiento por el beneficio recibido.
Solo cuando hay libertad la persona se recupera de manera progresiva, sin que tenga la presión de quedar bien con el benefactor. Los procesos espirituales y afectivos, si no se desarrollan con libertad, más pronto o más tarde se enquistan, y es difícil, en el momento de la crisis, discernir si el cambio de vida fue por convicción personal, y en obediencia a la llamada providente, o en atención al samaritano, al benefactor y como reacción agradecida y dependiente. Hasta quizá por miedo y respetos humanos.
La parábola del Evangelio no dice cómo acabó la historia del herido llevado a la posada, pero sí nos deja la enseñanza de cómo se debe ayudar al prójimo. Con una mirada más amplia, sorprende que Jesús deje que muera su amigo Lázaro (Jn 11); que a quien se presenta como “Buen Pastor” (Jn 10), se le pierda la oveja; y que en el ejemplo del “Buen Padre” (Lc 15), se narre que éste le entrega al hijo pequeño la parte de la herencia que le pide, cuando había riesgo de que la malgastara. No puede ser casual esta coincidencia. En ello descubro la pedagogía del Evangelio para con quienes sufren el proceso, más o menos traumático, de la emancipación de la fe y del retorno al Señor. De alguna manera todos debemos vivir la experiencia de la personalización de la fe y de la pertenencia creyente.
La enseñanza que intuyo es que solo después de haber experimentado la oscuridad, la esclavitud de los propios instintos, el enredo en todos los zarzales, la persona comprueba, gracias a la misericordia, el beneficio del retorno a casa, el privilegio del abrazo entrañable, que se convierten en la experiencia insoslayable de la que nace el deseo de pertenencia en libertad y amor al “Buen Amigo”, al “Buen Padre”, al “Buen Samaritano”, al “Buen Pastor”, con la posibilidad de que el curado se convierta en prolongador de las entrañas de misericordia.
Hay momentos en los que de un modo mucho más intenso estamos llamados a tener la mirada fija en la misericordia para poder ser también nosotros mismos signo eficaz del obrar del Padre (Francisco, MV 3).
En este jubileo, la Iglesia será llamada a curar aún más estas heridas, a aliviarlas con el óleo de la consolación, a vendarlas con la misericordia y a curarlas con la solidaridad y la debida atención (Francisco, MV 15).
Elías se deseó la muerte y dijo: “¡Basta ya, Señor! ¡Toma mi vida, porque no soy mejor que mis padres!”. Se acostó y se durmió bajo una retama, pero un ángel le tocó y le dijo: “Levántate y come”. Miró y vio a su cabecera una torta cocida sobre piedras calientes y un jarro de agua. Comió y bebió y se volvió a acostar. Volvió segunda vez el ángel del Señor, le tocó y le dijo: “Levántate y come, porque el camino es demasiado largo para ti”.
(1Re 19,3-7)
No sé si sufres desesperanza. ¡Ojalá no la pruebes! Pienso que si no es la herida mayor, es la que más embarga porque, sin duda, es la que más paraliza. Siempre viene bien estar advertidos, al menos del riesgo, pues en estos tiempos es frecuente la experiencia del sinsentido, sobre todo entre los jóvenes. El papa Francisco llega a señalar:
Los jóvenes, en las estructuras habituales, no suelen encontrar respuestas a sus inquietudes, necesidades, problemáticas y heridas. A los adultos nos cuesta escucharlos con paciencia, comprender sus inquietudes o sus reclamos, y aprender a hablarles en el lenguaje que ellos comprenden (EG 105).
Es posible que sientas, por muchas razones, una ráfaga de desespero, de tristeza, por creer que tu situación no tiene remedio por la propia gravedad de la dolencia o porque es algo crónico. La experiencia del profeta Elías se convierte en profecía para saber afrontar la crisis de desesperanza, el tedio, la angustia y la actitud depresiva.
Quizá no interpreto bien tus posibles sentimientos, expresados en lo más profundo de ti mismo, y elevados en lo secreto de tu oración como gemidos. Quizá has llegado a experimentar un desconcierto terrible por sensaciones encontradas en tu propia conciencia, hasta el extremo de preguntarte:
Desde el ejemplo del profeta, una enseñanza es evidente: nos conviene aceptar el acompañamiento espiritual y acoger la ayuda que en circunstancias límite se nos ofrece, como son las mediaciones humanas y sacramentales, el agua de la regeneración purificadora y el pan confortador de la Palabra y de la Eucaristía. Sin ellos es una temeridad adentrarse en las latitudes yermas de la mitad de la vida o de otros momentos recios.
Ante la experiencia de fracaso personal o profesional y la sugerencia íntima que muestra la salida de la evasión o de la huida, la reacción adecuada es dejarse acompañar y matar los fantasmas perseguidores pronunciándolos ante quien puede acoger, sin descrédito propio, nuestras pobrezas.
La aparente o real paradoja de sentirse llamado por Jesús a seguirlo, y al mismo tiempo percibir la infidelidad a su amistad, responde a veces a la necesidad de purificar las motivaciones del seguimiento que nunca debería ser por afán pretencioso ni egoísta, como denuncia el Maestro a los que le siguen por el pan que han comido, ni por afán de poder.
Acepta el consejo de beber agua y de tomar pan, levántate de nuevo, avanza, y llegarás al lugar don de Dios te deje sentir el paso de su brisa suave, el Espíritu Santo. Y no mires atrás. Y cabe que después te conviertas tú mismo en acompañante espiritual de muchos.
Desde que salieron vuestros padres de Egipto hasta hoy les envié a mis siervos, los profetas, un día y otro día;pero no me escucharon ni prestaron oído.
(Jr 7,25)
Somos, en general, olvidadizos y absolutizamos el momento presente como si fuera lo único que nos ha sucedido. Todo el mal nos viene, en cada momento, de no escuchar la voz del Señor. La causa de la infidelidad se encuentra en desviar la atención del oído del alma, y ponerla, en cambio, en los halagos del Tentador. Como reacción justificativa se reduce la sensibilidad que percibe lo que es bueno, agradable, mejor, y se convive con la mediocridad, si no es con la idolatría.
Es difícil demostrar que algo es de Dios si no modifica el comportamiento. Quien se presenta como testigo de una relación con Él debe traslucirlo en obras, como dice la maestra espiritual, santa Teresa de Jesús, en las más altas moradas:
Para esto es la oración, hijas mías; de esto sirve este matrimonio espiritual: de que nazcan siempre obras, obras (Moradas VII, 4, 6).
De ahí que una actitud constante sea permanecer a la escucha de lo que nos pide Dios, y dirigirnos a Él: “Señor, escucha mi oración, que mi grito llegue hasta ti”.
El mal puede venir no solo por no oír, sino por no dejar de hablar y no escuchar, como avisa la Santa:
Mas hay personas tan amigas de hablar y de decir muchas oraciones vocales muy aprisa, como quien quiere acabar su tarea, como tienen ya por sí de decirlas cada día, que aunque –como digo– les ponga el Señor su reino en las manos, no lo admiten; sino que ellos con su rezar piensan que hacen mejor, y se divierten (Camino de perfección 31,12).
Resulta paradójico que nos podamos sentir abandonados, sin pautas para el camino, cuando lo que nos sucede es que permanecemos encerrados en nosotros mismos, un tanto sordos a las insinuaciones que a través de la Palabra, de los acontecimientos o en el propio interior, nos hablan del querer de Dios.
Un acompañamiento cierto es el que Dios se ha comprometido a darnos, cuando nos asegura que estará con nosotros hasta el final de los siglos, y que no tendremos que mirar a la derecha ni a la izquierda para encontrar al maestro, porque lo sentiremos a la espalda, dentro de nosotros.
La actitud adecuada es prestar oído. “No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto” (Sal 94). El salmista –y la Iglesia escoge este texto muchos días para comenzar la jornada– , expresa el deseo de lo que es más conveniente para que no nos suceda como a los que señala Jeremías: “¡Ojalá escuchéis hoy su voz!” (Sal 94).
Hay un demonio que es sordo y mudo, y que impide oír la Palabra del Señor y seguirla. Tener el oído cerrado es vivir sin relación, introvertido, ensimismado, haciendo del pequeño mundo propio el universo, idolatrando de alguna forma las pequeñas cosas que nos rodean. Se puede llegar a convertir en imagen semejante a las estatuas que tienen orejas y no oyen, boca y no hablan.
Jesús ha venido a rehabilitar al ser humano, y esta acción salvadora se manifiesta devolviendo a las personas la vista, el oído o la facultad de hablar y de moverse. Imágenes con las que la Revelación desea expresar lo que significa el encuentro con el hombre perfecto, la humanidad sacratísima, que diría santa Teresa de Jesús.
El Evangelio narra uno de los hechos emblemáticos con los que Jesús devuelve a los discapacitados, en este caso, la facultad de oír y de hablar:
Jesús estaba echando un demonio que era mudo y, apenas salió el demonio, habló el mudo. La multitud se quedó admirada, pero algunos de ellos dijeron: “Si echa los demonios es por arte de Belcebú, el príncipe de los demonios” (Lc 11,15).