Unos días con Satanás.
1
Aquella noche, antes de acostarse, Silos miró con atención la cama, la misma que ocupaba desde que había dejado la cuna. En ella había llorado en ocasiones por amarguras, desilusiones y desencantos, y también había soñado despierta imaginándose un futuro emocionante de arqueóloga que descubría ciudades imperiales y milenarias, o ricos pecios y tesoros sumergidos en embarcaciones hundidas por el huracán o por navíos enemigos.
-Hola, cama, camita mía-musitó excitada al meterse en ella-. Mañana no dormiré aquí, en ti, contigo. Espero que al volver pueda recordar entre tus sábanas lo que me haya pasado durante los días en que estaré fuera, sintiéndome tan bien y tan contenta como ahora, ya casi a punto de que empiece mi aventura.
Muchas veces se había dormido, como le sucedía entonces, con el deseo de que la noche durase un suspiro y entrara en el cuarto la luz del amanecer de un día especial y distinto. Esa misma ansiedad porque el tiempo galopara hizo que tardase una eternidad en conciliar el sueño, pues nada más que se colocaba la almohada en la cara para sentir en las mejillas y en los párpados el frescor de la tela de la funda, como hacía siempre que algo la desvelaba, volvía a espabilarse, pensando en el día siguiente.
- Eres una boba de baba- se dijo a sí misma en tono de fastidio y reproche-. Ahora deberías estar feliz y relajada, roncando como una osa sin preocupaciones y durmiendo a pata suelta, pues el peor trago que tanto te preocupaba ya pasó y además, después de todo, no fue tan horrible ni parecido a beberte una taza de veneno, tal como temías. Tu madre te dijo que perfecto, que le parecía de rechupete que emplearas las vacaciones de Semana Santa trabajando en una casa como chica para todo, que, si ése era tu deseo, adelante, ya que ella no era nadie para ponerse de morros ni tenía por qué disgustarse por tu decisión ni veía tampoco motivo alguno para estropear un klínex simulando secarse unas lágrimas falsas, teniendo en cuenta además que, siendo como eres desde hace unos meses mayor de edad, debes ser responsable de tus decisiones. En resumen, estuvo, como siempre, perfecta en su papel de cínica que destilara ironía más que cianuro en cada palabra que te iba lanzando a la cara, a la vez que fingía con pericia de gran actriz la frialdad que no sentía.
Su madre era una mujer extraordinaria, tan fuerte, tan resuelta, tan vital, tan enamorada de su trabajo de profesora de música, tan llena de facetas como el brillante más hermoso… Su padre también había sido un ejemplar humano poco común. Se había muerto dos años antes de un cáncer de cerebro, tan rápido y avasallador, que aún le daba la impresión de que aquello no había sido en realidad una enfermedad, sino un accidente, algo así como que le hubiera caído un trozo de cornisa en la cabeza o que le hubiese reventado en plena autopista una rueda del coche, o que lo hubiese raptado un ser maligno surgido de las tinieblas. Y al poco tiempo de aquella desdicha habían tenido que llorar por la abuela Hertha que no pudo soportar el dolor que le había causado la tragedia inesperada de su hijo y había bajado a la tumba tan silenciosamente como había vivido. La habían encontrado muerta en su cama, con el semblante sereno, aunque mantuviera el rictus de aflicción que tenía su tierna boca a raíz de que empezaran el síndrome de duelo, el luto y el padecimiento que habían terminado con ella.
Era una alemana muy poco germánica. Pues, aun siendo muy alta, no tenía nada de fornida, y, aunque de tez clara y ojos azules, su pelo brillaba con una oscuridad muy hermosa. Le costaba trabajo hablar de Alemania y de la guerra. Pero, a ella, su única nieta, le narraba antiguas leyendas de su patria, de los tiempos en que los romanos la habían conquistado, de los días en que el hijo de Tiberio, apodado Germánico por sus campañas en esas tierras centroeuropeas era bendecido y respetado por los jefes de todas las tribus, y a su hijo, el pequeño Cayo que lo acompañaba vestido de legionario, los soldados llamaban cariñosamente Calígula, porque les hacía gracia ver a aquel pequeño de tres años caminar con la caliga, la sandalia que era el calzado reglamentario de quienes servían en el ejército de Roma. Su abuela era extraña y desconcertante. Tras sus largos silencios, se ocultaba una mujer cálida y llena de secretos que se callaba sin duda, porque hablar le dolía. Había conocido a su abuelo en Francia. El había ido a París por motivos profesionales relacionados con su negocio de compraventa de grabados, mapas y libros antiguos. Allí, durante una cena de colegas frente al muelle de la Tournelle, en un animado bistrot, se sentó entre un jovial librero bordelés entrado en carnes y años, y ella, que era por entonces una joven seria que, al ver su torpeza para comer caracoles, le indicó con amabilidad, pero sin un esbozo de sonrisa, la manera de coger con las pinzas la concha, para sacar con facilidad la carne del animalito del caparazón, sin pringarse con la salsa a la borgoñona. El le dio las gracias y, como una ametralladora, le preguntó si pertenecía al gremio de los libreros o si estaba allí por otra razón, y también el motivo de que hablara tan bien español. Su abuela, sin dejar de comer y sin sonreír, le respondió que era licenciada en historia, trabajaba en una biblioteca pública, estaba a punto de terminar su tesis sobre las primeras imprentas en los virreinatos españoles, y conocía su lengua por haberla aprendido de pequeña, ya que su madre había querido que la estudiara, porque era una enamorada de España y de todo lo español. Su abuelo no agregó ningún comentario y a continuación se puso a charlar con el librero de Burdeos, hasta los postres. Pero al final, cuando todos se disponían a subir a Montmartre, a tomar la última copa y a ver el París nocturno desde lo alto de esa colina, ella le dio la mano en señal de despedida y les pidió a los demás que la disculparan, que estaba cansada y que, por ello, prefería retirarse. El la miró de forma severa, amenazándola con un índice, y asegurándole que no le permitiría en modo alguno y bajo ningún pretexto tal deserción. Era la única mujer del grupo y tenía que demostrar que era más fuerte y resistente que ellos. Su abuela le había sonreído por primera vez, pero con burla, para indicarle que no se sentía obligada a demostrar nada y mucho menos a competir con aquellos compañeros, quienes, en la mayoría de los casos, le doblaban la edad. El entonces, muy resuelto y con la cara iluminada de pronto, la había tomado por un brazo, anunciando a los demás que también se iba para acompañar a… Titubeó, porque de pronto caía, sorprendido, en la cuenta de que nadie los había presentado y que desconocían sus nombres respectivos, puesto que no se los habían intercambiado en ningún momento de la charla que habían mantenido. Hertha, Hertha Ruhnken…, le había apuntado ella. Él entonces, con un asentimiento de la cabeza y sin soltarla, la había llevado hasta la puerta. Los demás les dieron un ruidoso adiós acompañado de sonoros aplausos.
Era una noche de principios de septiembre. Del Sena llegaba una brisa fresca y la luna tenía la palidez dorada que hace tan bellas sus caras del otoño. En París, aunque la gente trataba de olvidar la ocupación nazi y la tragedia cruenta que había enlutado a Europa y convertido sus tierras en un sangriento cementerio, aún estaban abiertas las heridas de la última gran guerra. Por eso él, con cierta precaución, le había preguntado casi en un susurro si la vida allí de una alemana transcurría sin complicaciones. Mis padres-le había respondido ella-no eran hitlerianos, sino todo lo contrario. Mi madre y yo huimos a Suiza. Mi padre… Bien, mi padre se quedó. Era médico y sabía que sería necesario en su patria. Su sentido del honor le prohibía colaborar con aquel gobierno asesino, pero no ayudar a sus compatriotas, tan desdichados como él. Se murió en Grecia, durante la campaña. Al final, mi madre y yo nos instalamos aquí, donde ella había vivido una temporada de niña. Adoraba París y en esta ciudad está enterrada. Falleció a principios del verano… Después, delante del portal, él la había besado dulcemente y ella le había devuelto aquella muestra de amor, acariciándole las mejillas con ternura. Luego había abierto la puerta. Pero de pronto, a punto ya de cerrarla y de desaparecer, le había gritado casi que le dijera cómo se llamaba, porque aún no le había dicho su nombre y quería pronunciarlo antes de dormirse, para encontrarlo en sus sueños. Ramón, le había contestado él. Entonces su abuelo oyó la primera risa de ella, comentando que debería haberse temido algo así, un nombre con una erre tan española y difícil para los extranjeros. Sin embargo, lo pronunció con tal absoluta corrección, que él le aseguró que merecía un beso como premio, pero ella con un gesto pícaro le replicó que ya había sido suficiente uno por aquella noche. Lo que ocurrió a continuación había sido tan rápido como un sueño. Se habían casado en cuestión de un par de semanas, y como esposa y marido habían llegado a España. Su abuela había continuado trabajando en su tesis sobre los primeros tiempos de la imprenta en los virreinatos españoles, pero no había llegado a terminarla, porque se enamoró de la librería, dedicada con toda pasión a aquel mundo de incunables, de grabados de las antiguas ciudades europeas, de cartas marítimas y de mapas fabulosos de tierras soñadas por geógrafos y marinos que eran también novelistas y poetas, como todos los aventureros, aunque no tuvieran conciencia de ello.
Silos suspiró.
Después de la muerte de su padre, ya muy cercana la suya propia, su abuela había vendido aquella tienda que había sido uno de los amores de su vida, a pesar de que tanto su madre como ella le habían aconsejado que no lo hiciera. Pero las dos sabían que ya no hallaría consuelo en su trabajo, como le había ocurrido tras el fallecimiento de su marido, el abuelo a quien Silos recordaba como alguien muy jovial y alegre, a quien en la memoria asociaba al sabor de las primeras chocolatinas de su vida.
Se dio cuenta de que aquellos recuerdos la estaban entristeciendo y de que, de pronto, añoraba de forma dolorosa a su abuela, a quien había logrado aprender a recordar en paz e incluso con alegría, por haber tenido la suerte de haber llegado al mundo y encontrarse con que era nieta de alguien tan especial como ella
-Bueno, no te faltaba más que eso, que la nostalgia te haga soltar ahora la lagrimita. Hale, ya, ya- la reprendió su voz autoritaria y regañona-. Venga, anímate. Piensa en la señora que te contrató: una vieja encantadora, un poco nerviosa y atolondrada quizá, pero, al fin y al cabo, un cielo de ancianita, regordeta, sonrosada, mullida, confortable, dulce como un cojín forrado de seda, en fin, una especie de hada madrina de cualquier huérfana de míster Disney. Así que, venga, pelmaza, duérmete de una puñetera vez, porque, de lo contrario, ya verás, ya, la cara que te quedará, un auténtico cromo: ojerosa, paliducha, con una expresión de zombi nada presentable, y no sabrás si la escoba es para barrer o para abanicar a la dueña de la casa, como hacen con sus amas las esclavas de película, moviendo esos enormes plumeros que se llaman ¿flabelos?. Sí, sí, flabelos. Ya ves que tu afición a resolver crucigramas te sirve para algo más que para pasar el rato… Bien, ahora, sin más historias, ponte a contar ovejas. Venga, empieza de una vez.
-Sí, sí, de acuerdo- se respondió a sí misma sumisa- comenzaré a contar. Una, dos, tres, cuatro, cinco… Con qué cara de pena me miran las pobres ovejitas. Eh, chicas, no seáis tontas, que no vais al matadero, sólo os hago desfilar por el interior de mi cabeza para que me deis sueño. Huy, pero ¿qué hace ahí esa cabra tan horrible? Vaya forma tan atravesada que tiene de mirarme… Lárgate. No quiero verte. Hale, vete, vete. Ay, qué bien, qué gracia, ahora las ovejas son bolas de nieve que bajan rodando por una montaña. No, parecen más bien de algodón y de lana. Huy, creo que me he transformado en una de ellas y también me deslizo por la pendiente. Qué gusto me da. Voy cayendo, cayendo… ¿Será que al fin me duermo?.
2
El despertador sonó y sonó, hasta que su madre muy airadamente entró en su dormitorio y lo apagó con brusquedad, al tiempo que le preguntaba con ácido sarcasmo si ése era el modo que tenía de empezar su primer día de trabajo.
Se tiró de la cama y corrió a encerrarse en el baño, tratando de olvidarse de aquella sensación de vacío en la cabeza que sentía sobre los hombros, al modo de un globo de gas que estuviera a punto de elevarse e irse volando, dejándola sola y descerebrada. Se metió en la bañera medio sonámbula, pero en seguida reaccionó bajo el potente chorro del agua de la ducha, a la vez que empezaba a realizar el recuento de lo que ya estaba listo y de lo que aún le quedaba por hacer: la maleta ya se encontraba cerrada y con todo dentro, en la mochila sólo le faltaba meter algunas cosas; nada más vestirse desayunaría, aunque no tuviera gana, no fuera a ser que en aquella casa, de cuyas costumbres y horarios todo lo desconocía, se comiera a las tantas y empezara a dolerle el estómago vacío y entonces las tripas le armasen un escándalo, reclamando pitanza; bien, luego llamaría por teléfono a Gelu, tal como le había prometido, y a continuación al radio-taxi, para que la llevaran a la estación de autobuses que quedaba en el quinto Cono Sur; posteriormente le daría unos cuantos besos a su madre, y echaría a correr libre como un pájaro, como el viento, a lomos de la aventura.
Se secó frotándose a lo bruto, hasta levantarse ronchas coloradas, porque no soportaba la mínima sensación de humedad en la piel. Se vistió y salió del baño para cumplir con minuciosidad cada uno de los pasos del plan. Únicamente tuvo tropiezos al llegar al de Gelu, que seguía igual de borde que la víspera, volviendo a darle la vara acerca de que no entendía por qué diablos debía largarse a cien kilómetros, a fregar y a barrer, en plan Cenicienta caprichosa, para sacar el dinero suficiente con que ir a Atenas por el verano con toda la peña, cuando ya él le había dicho y repetido, hasta quedarse con la lengua seca y sin una gota de saliva dentro de la boca, que tenía suficiente para los dos y que ya se lo iría devolviendo poco a poco; pero sobre todo se puso de nuevo muy pesado y llorón, con la matraca de que no se creía aquello de que no supiera con exactitud adónde iba en realidad, hasta que llegase a la última parada del autobús, en la que estarían esperándola para trasladarla a la casa en cuestión, y que todo eso le sonaba más que raro, y que estaba seguro de que le ocultaba algo, y que si esto y lo otro y lo de más allá. No quiso seguir aguantándolo, así que lo llamó macho cabrío, le lanzó un bufido y lo dejó con la palabra en la boca.