Llegó al edificio de la emisora de radio jadeante y con la lengua afuera.
Iba a ser su cuarta entrevista aquella mañana y se había quedado sin saliva de tanto repetir lo mismo.
Siguió la indicación de la placa metálica de “Pase sin llamar” y empujó la puerta, para encontrarse de inmediato con una chica pálida y ojerosa, sin duda a causa del calor húmedo y aplastante.
- Tengo una cita con Jacinto. Llego tarde. Debía haber estado aquí hace diez minutos, pero no me dio tiempo…
La chica le indicó con un gesto que la siguiera.
Caminó tras ella por un ancho pasillo, al que daban diversos cuartos sin puerta, con gente sentada ante sus mesas de trabajo, tecleando en sus ordenadores, y tuvo la impresión de que la chica arrastraba los pies con cansancio, como si cargara a la espalda un pesado fardo. A lo mejor lo llevaba por dentro… Una pena por la enfermedad de su madre, por la traición de una amiga o de su…
Venga, venga, no te ruques el cerebro y deja de fantasear- se dijo mentalmente-. Céntrate en lo que vas a hacer y procura no soltar inconveniencias. Eso de decirle a una periodista que su trabajo te parecía deprimente fue una coz dada en los dientes o en plena barriga… Un golpe bajo y sucio. Así que, sensatez y serenidad.
Jacinto era un cuarentón jovial.
Le dio un par de besos, asegurándole, tras oír sus disculpas por el retraso, que no tenía importancia, porque iban a hacer una grabación que se emitiría en un espacio de la programación de la tarde.
Luego la hizo sentarse, y él se instaló al otro lado de la mesa.
-Bueno, no sé qué me da tener aquí a un genio ¿o prefieres que te llame genia? No se tiene todos los días al alcance de la mano a alguien que tuvo siempre, desde primaria, un diez en todas las asignaturas, incluidas las de las pruebas de la PAU. Ah, nos indican que empezamos a grabar…
En efecto, al otro lado de una cristalera apareció un bigotudo sudoroso que enseñó el sobaco mojado de la camisa al levantar un brazo y agitar un índice de su mano llamativamente peluda.
-Acércate al micro…-le pidió Jacinto-. No, no tanto. Así está bien. Ahora di lo que se te ocurra… Es para hacerte una prueba de voz. Adelante.
Se quedó en blanco, pero consiguió salir del aturdimiento.
-No me gusta que me laven la cabeza ni por dentro ni por fuera. Prefiero lavármela yo. Tengo miedo de que, en un meneo demasiado brusco, me rompan una carótida contra el borde del lavabo, como le ocurrió a una parienta de mi abuela, que se llamaba Ameliasiña porque era portuguesa, de Aveiro, exactamente, y tenía…
El bigotudo les hizo un gesto de asentimiento con un pulgar, muy sonriente y complacido.
-Basta, basta…-le pidió Jacinto que parecía, de pronto, lánguido y mucho menos entusiasmado-. Empezamos.
Se dio cuenta de que, en efecto, al contrario de su compañero, daba la impresión de haber perdido su alegría y de encontrarse un poco molesto. No quiso que aquella idea la inquietara, y se dijo que quizá sólo fueran figuraciones suyas y que el cambio de actitud del hombre no tenía nada que ver con ella.
-Muy buenas tardes…
La voz de Jacinto le sonó muy distinta: engolada, solemne, con un tono impertinente y nada amistoso ni cálido.
Calma, calma- se dijo-. No pierdas el aplomo ni te arrugues. Quizá a él todavía le impresione ponerse ante un micrófono.
-… Hoy tenemos la suerte-prosiguió Jacinto de la misma forma altisonante- de tener con nosotros a Clío, a la que muchos de ustedes ya conocen, porque no para de salir en la televisión, en los periódicos, y que hoy tenemos aquí, debido no a que haya ganado un concurso de belleza, que muy bien podría, ya que es guapa, guapa de verdad, sino a que ha obtenido un 10 de nota media en la selectividad, y en la rama de ciencias, lo que no es el pan nuestro que comemos todos los días en forma de noticia. Además, por lo que sé, le gusta leer, nadar, tejerse jerseys de colores, y, amigas y amigos, por favor, escuchen atentos: ¡bailar! Sí, sí, he dicho bien. Porque Clío baila break-dance y pertenece al grupo local de chicas breakers llamado X. Y yo ahora le pregunto a ella, que me escucha muy seria y atenta, con sus ojazos oscuros de pestañas increíbles y naturales, no postizas, lo siguiente:
-¿Por qué sólo mujeres?
-¿Por qué no? Hay muchos grupos sólo de chicos. Surgió así y así fue creciendo. Empezamos cuatro y ahora somos veintidós.
-Ya la oyen, queridas amigas y amigos de nuestras tardes: resuelta, directa, sencilla. Y bien, Clío, cuéntales a nuestros oyentes cosas tuyas, pero, si me lo permites, yo voy a ayudarte, así, por ejemplo, quiero que, en primer lugar, respondas a esto que mucha gente que te escuche en este instante se estará preguntando:
-¿Eres una empollona?
-Soy una curranta. Estudio con conciencia de ser una privilegiada, porque hay mucha peña de mi edad que tiene el mismo derecho que yo a ir a un colegio o a un instituto y debe estar sentada o de pie en una fábrica, ante una máquina de producir tuercas, por ejemplo. Yo, entre las horas de clase y las que dedico a estudiar en casa, hago una jornada laboral normal, porque considero que es justo. Tengo una amiga camarera que trabaja doce horas, dos más que yo, y, encima, seguidas, sin tiempo para detenerse a dar un sorbo de agua ni para ir al baño a… a lo que sea.
Observó que a Jacinto no le gustaba demasiado lo que decía, pero no le importó: era lo que pensaba y sentía, y no iba a mentir por agradarlo, al tiempo que se dio cuenta de que, en cambio, el bigotudo sudoroso y peludo parecía estar pasándoselo en grande, sobre todo, al ver a su compañero disgustado y molesto.
-¿Tienes novio?
Aquélla fue una pregunta inesperada, que le sonó a venganza. Trataba de desequilibrarla, en castigo por no ser ingenua, despistada, manejable y dulce, una sabia en las nubes, en definitiva, que era lo que sin duda esperaba de una empollona. Pues muy bien, iba a saber quién era ella.
-Tengo-soltó una risa cantarina-muchos, tantos como maridos la samaritana del evangelio.
-¿Oyen lo mismo que yo, señores y señoras que nos siguen? ¡Tiene más de un novio! Desde luego, como pueden comprobar, Clío no es la típica empollona. Será sin duda una médica o una ingeniera informática, que un día gane el Premio Nobel por sus descubrimientos en el campo de su profesión y seguirá bailando, tejiendo y desconcertándonos, ¿verdad que sí?
-No-le contestó ella con sequedad y acidez-. No voy a estudiar medicina ni ninguna ingeniería, sino historia…-mintió a medias-.
El rostro de Jacinto sufrió una notable transformación.
Su semblante se hizo adusto y el color de su piel se volvió de un tono gris ceniza…
Se está convirtiendo en un lobo, para devorarme por mala- pensó divertida, antes de continuar-.
-… Quiero estudiar historia por muchas razones.
-Deben ser muy poderosas- le replicó él- pudiendo, con tu nota, entrar por la puerta grande y pisando la alfombra roja de cualquier facultad y de aquellas, en donde sólo admiten a gente de tu perfil académico.
-Lo son. La primera razón es mi nombre. Clío era la musa de la historia. La segunda, que siempre me gustó saber cosas del pasado para entender el presente y conocer el futuro. La tercera, soy muy maruja, pero no me interesan los cotilleos y las intimidades de cualquiera, sino de la gente que movió y mueve el mundo. Y quiero saber también qué comían los esclavos, cómo eran sus vestidos, sus habitaciones, sus castigos… Cómo eran las ciudades en el neolítico. O a qué olían las heces de Napoleón o la orina de Jovellanos. Lo del primero lo cuenta su médico. Lo del segundo lo dice él mismo en sus diarios. Esas son mis razones para estudiar una carrera que hoy día se considera light, menor y para ratones de armario.
-Bien, señoras y señores, queridos oyentes de cada tarde, con gran pesar por mi parte y, sin duda, también por la de todos ustedes, aquí se acaba nuestra entrevista con esta joven historiadora, que tiene siete novios para ella sola.
Jacinto se quitó los cascos, le dio las gracias gélidamente y salió sin apenas mirarla, con la excusa de que lo aguardaba una tarea muy urgente. En la puerta se cruzó con el de los bigotes que entraba para felicitarla.
-Le has dado una buena repasada a ese sabelotodo. Se merecía, desde hacía tiempo, algo así. Enhorabuena por todo.
La acompañó hasta la salida y al darle un beso de adiós, Clío pensó que expelía un exagerado y fuerte aroma a perfume. Pobre, seguro que temía apestar por su sudoración copiosa… Estuvo a punto de decirle que no hacía falta que se diera un baño salvaje de colonia para no oler, porque el sudor del cuerpo limpio de quien se ducha a diario y se cambia de ropa es inodoro, pero se calló. Seguro que hubiera metido la pata y el bigotudo se pasaría al bando de Jacinto y convendría con él en que era una borde inaguantable.
Bajó las escaleras despacio, pensativa, porque el corazón le estaba doliendo. Lo de afirmar que iba a hacer historia había sido media verdad, porque quería estudiarla, pero su meta era ser médica. Había sido para desequilibrar la seguridad y jactancia del insufrible Sabelotodo. Y lo de los siete novios había sido una gilipollez, una gasa para su herida. Tenía que haber sido valiente y sincera y decirle que su chico, su querido amor, con quien se había reído mucho, con el que había hecho planes y soñado con el tiempo futuro, en que los dos serían profesionales de la medicina y se irían a darles todo lo que sabían a quienes no tenían nada, a África, a Asia, a Hispanoamérica, al fin del mundo, a los confines del planeta, donde pudieran cumplir la plegaria del gran Maimónides, que, con todo fervor, le pedía a su dios cada día que le concediera no fama ni dinero, sino el don de hacer bien a sus criaturas, hacía tres días, setenta y dos eternas horas, que no la llamaba y no sabía nada de él, porque ni siquiera le contestaba a sus mensajes, pues tenía siempre el móvil apagado y debía haber dicho que respondieran que no estaba, cuando lo llamaba al teléfono de su casa. No podía explicarse, por muchas vueltas que le daba, a qué podía deberse su conducta. Quizá a que ella hubiera sacado un diez de media en el examen de la PAU y él un punto menos… Acaso le molestara que saliera sin parar en los medios de comunicación y, en cambio, a él, dueño de un brillante 9, no le hubieran hecho ninguna entrevista… No, no era posible. Le resultaba impensable que fuera tan terriblemente mezquino y machista. Tenía que haber otra razón. Pero ¿cuál?
Entonces el corazón dejó de dolerle, porque se le había convertido en un pedazo de hielo.
La causa era otra.
Era Maud.
Al fin se había atrevido a decirse a sí misma la verdad.
Finalmente, había decidido aceptar aquel hecho terrible que hasta aquel momento había rechazado con toda desesperación.
En la acera la deslumbró el sol de la tarde de verano, pero en su interior había un paisaje oscuro y frío de invierno.
Echó a correr lejos de la alegría de la luz, del canto de los pájaros, de la gente risueña que pasaba a su lado, porque el cielo era azul y era bueno pasear y sentir en la piel el calor del recién nacido estío, y ella, en cambio, sólo tenía la sensación penosa de encontrarse sola y herida en un mundo oscuro y sin calor, como una inmensa nevera.
Llegó a casa y se encerró a llorar. Pero no vertió ni una sola lágrima. Se dijo que se había transformado en estatua de hielo, y las estatuas de hielo no lloraban, se descongelaban, se convertían en agua.
-No me convertiré en agua de llanto. Permaneceré fría, sin alterarme.
Sin embargo, a continuación no pudo más y sollozó y comenzó a llorar con desesperación.
-Por favor, por favor, Dios, ayúdame a no hundirme, a no desearles ningún mal, ni siquiera que a ella se le caiga todo su pelo rojizo que le envidio tanto, aunque no quiera, y se quede calva, ni a él que no pueda olvidarme y que vea mi cara cada vez que vaya a besarla y a decirle lo mucho que la ama… Y no permitas que esto tan horrible que me está pasando haga que me dé por beber, para consolarme, como le pasó a Quique cuando Eva lo dejó, ni que me entre la venada de fumar porros y porros, igual que Ana, porque no soporta que su madre se haya muerto de cáncer y su padre se haya casado con una chica de veintitantos que le usa sus jerseys, sus vaqueros, sus pulseras de marfil que adora, y hasta sus tangas…
Se miró al espejo y se deprimió más: tenía ojos de rana y cara inflada de sapo de tanto llorar.
-Perfecto- se dijo con amargo sarcasmo-. Seguro que rompo a las demás de envidia cuando me vean, de lo estupenda que estoy para ir de fiesta.
Mientras se preparaba para ir a la fiesta de fin de curso, Clío estuvo a punto varias veces de desistir y quedarse en casa debido a su cara de fantasma.
Pero- se dijo- aunque me apetezca tanto ir como comerme el peine sin dejar ni una sola púa, no debo quedarme aquí encerrada. Seguro que es lo que esperan tanto ella como él. Así que, llegaré pisando fuerte, con una sonrisa de oreja a oreja, y bailaré más alegre que una peonza con cascabeles…
El sonido del móvil interrumpió sus pensamientos.
Era él.
No podía creerlo.
Su voz le sonaba rara, pastosa… Aquel cacharro estaba ya cascado el pobre… Era uno viejo de su madre. No había querido uno nuevo: total, para lo que lo usaba, aquel cascajo le servía de sobra…
Le decía que la aguardaba a la puerta de la discoteca, que tenían que hablar, que… Un ruido parecido al de alguien rascando una superficie metálica con unas uñas largas y duras cortó la conversación, antes de que ella hubiera podido abrir la boca…
Trató de volver a hablar con él, pero su cacharro estaba apagado.
Luego telefoneó a Ángela y escuetamente le indicó que no fuera a buscarla, que se verían dentro del local.
Llegó serena y calmada. No había querido apresurarse. Pero él no estaba a la puerta. Quizá fuera demasiado pronto, aunque la gente ya entraba en grupos numerosos.
Resopló con contrariedad, cuando debió responder a la tercera pregunta de qué hacía allí sola.
Después empezó a impacientarse a causa de las explicaciones y excusas que debía ir inventando sin parar, para taparles la boca a cuantos querían saber por qué no entraba y se quedaba fuera igual que una estatua, o si era que le habían dado plantón. Sin embargo, logró sonreír con despreocupación y soltarles, con apariencia de estar muy divertida, lo que se le ocurría, sin morderse ni la punta de la lengua, incluso cosas tan peregrinas e increíbles como lo que, cariacontecida, le espetó al pobre Nacho, que era, a su juicio, más bueno que el pan con tomate y queso:
-Es que están a punto de traerme unas pastillas que necesito tomar a cada repiquete y que se me olvidaron… Son para el… Bueno, para el corazón. Lo tengo chungo…
Oyó risitas de burla y descubrió ojos brillantes de alegre malignidad. Gozaban con su sufrimiento, el mal de la sabelotodo. Y en muchas mentes leyó pensamientos igual de maliciosos acerca de que acaso lo que había dicho no fuera una broma, pues no sería raro que una empollona tuviera el corazón cascado de tanto chapar y que, de ser cierto, le estaría bien empleado por ser tan sabia, y que eso le sucedería no sólo por comerse los apuntes y los libros de texto, sino por tragarse también novelas y más novelas y poesías, sobre todo de escritores muertos.
Estuvo a punto de gritarles:
-Sois gente mala e injusta. Estudio, leo, pero también vivo y sangro y lloro y me duele que gocéis porque lo esté pasando fatal.
Después, dudó, luchó consigo misma, pero al final tiró de sí, como si arrastrara a una niña rebelde que se niega a subir al autobús del colegio o a marcharse del parque, o a salir de la bañera, cuando está tratando de llenar de agua por el agujerito de su tripa el pez de plástico, compañero de las risas nocturnas y juegos de cada noche a la hora del baño, como le pasaba a ella de pequeña.
Y entró en la discoteca.
El profesor de biología le hizo un gesto con la mano para que se uniera a su grupo.
-Qué guapa estás, Clío, pareces… No sé…
-Parece a Berenice a punto de cortarse su hermosa trenza por amor -añadió con viveza su tutora-.
Clío se sintió invadida por un sentimiento de fortaleza, como si aquellas palabras le hubieran puesto un escudo que la amparase de cualquier agresión.
-Yo no soy reina ni lo quiero ser, ni tengo un amor que se haya ido a la guerra hace mucho tiempo, sin que se sepa si está vivo o muerto, ni tampoco uno que merezca ni siquiera un pelo de mi- iba a decir pubis, pero se echó atrás- sobaco.
Pero, en aquel instante, todo el anterior coraje por mantenerse segura, todo su esfuerzo por levantar entre ella y su inmensa pena un muro salvador se derrumbaron como una torre de arena construida por las manos de un niño, al primer embate de las olas, debido a la llegada de Dioni en compañía de Maud.
La había telefoneado para asegurarse de su presencia y poder lastimarla.
Su llamada sólo tenía el fin de conducirla al centro del circo para despedazarla a la vista de todos.
Quería verla sufrir.
Deseaba divertirse con su llanto.
Allí, ante ella, estaba la encarnación de sus sospechas, de sus temores, de lo que en realidad sabía desde hacía tiempo.
Allí estaba lo que no ignoraba, pero se había negado a admitir.
Lo tenía palpable, al alcance de las manos.
Podía alargar los brazos y tocarlos, abofetearlos, escupirles en la cara, no porque se quisieran, sino porque los dos pretendían causarle daño, romperle el corazón.
Él podía haberle dicho lo que les pasaba: que se gustaban, que se querían. Y ella lo hubiera aceptado, porque no era su dueña ni quería serlo. Pero era duro descubrir que era un cobarde y un retorcido, y que Maud, que siempre le decía, la muy falsa, lo buena pareja que hacían Dioni y ella, fuera tan indecente.
Ya verían los muy cabritos.
Se llevarían un buen chasco.
Así que, sin mirar, tropezando ciegamente con cuantos encontraba a su paso, sin atender a la llamada de su tutora, llegó a los servicios y se encerró en uno de ellos.
Tengo que salir de aquí calmada, sin una sola marca ni señal ni mínima huella de todo lo que estoy pasando. Tengo que…
Rompió a llorar.
Lloró como si estuviera ahogándose y no le importara, tapándose la boca con las manos para no oír sus sollozos.
Escuchó, contrariada, unos golpes en la puerta.
-¿Te falta mucho? Venga, arranca. Necesito entrar. No es broma. Todos los otros váteres están ocupados y estoy que me lo hago.
-Salgo en seguida- consiguió decir, procurando que su voz no delatase que estaba llorando-.
Se secó los ojos y la cara delicadamente con un klínex, para que el papel del pañuelo no le irritase más la piel de las mejillas que sentía rojas y quemantes.
A continuación, abrió la puerta con la cabeza gacha, para que quienquiera que fuese no viera su rostro.
Pero se trataba de Ángela.
Debía haber supuesto que andaría buscándola y que era ella quien, usando sus dotes de excelente actriz, había conseguido disimular la voz y que le sonase a la de una desconocida.