¿Reformar o abolir el sistema penal?
BIBLIOTECA JOSÉ MARTÍ
Justicia & Conflicto
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Arias Holguín, Diana Patricia
¿Reformar o abolir el sistema penal? / Diana Patricia Arias Holguín, Gloría María Gallego, Diana María Restrepo, et. al. – Bogotá: Siglo del Hombre Editores, Universidad EAFIT, Universidad de Antioquia, 2015.
256 páginas; 21 cm.
1. Administración de justicia penal 2. Procedimiento penal 3. Sistema penitenciario 4. Delitos 5. Castigos corporales 6. Penas I. Gallego, Gloria María II. Restrepo, Diana María III. Tít.
345.05 cd 21 ed.
A1483036
CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango
© Diana Patricia Arias Holguín, Diana María Restrepo Rodríguez, Gloria María Gallego García, Juan Felipe Arboleda Álvarez, Julio González Zapata, Paz Francés Lecumberry, William Fredy Pérez Toro
La presente edición, 2015
© Siglo del Hombre Editores
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Diseño de carátula
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Diseño y diagramación
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Conversión a libro electrónico
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e-ISBN: 978-958-665-350-3
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ÍNDICE
Consideraciones editoriales
Diana Patricia Arias Holguín
Introducción. Indignación, reflexión y resistencia
Diana Patricia Arias Holguín
Primera parte
ALGUNAS PREGUNTAS CENTRALES DEL ABOLICIONISMO PENAL: POR QUÉ, CÓMO Y CUÁNDO ABOLIR EL SISTEMA PENAL
Reformar o abolir el sistema penal: ¿cómo?
Julio González Zapata
Humanidad e inhumanidad. La ignominia de la cárcel
Gloría María Gallego García
Segunda parte
DE LAS CIFRAS Y LAS VERGÜENZAS. RAZONES DE MÁS PARA LA ABOLICIÓN DE LA MÁQUINA DEL DOLOR
¿Más prisiones?
William Fredy Pérez Toro
¿Módulos de respeto o módulos de la vergüenza? El experimento terapéutico y de control en las cárceles del Estado español
Paz Francés Lecumberri
Tercera parte
¿HAY VÍAS DE ESCAPE AL DERECHO PENAL HOY? REFLEXIONES URGENTES
¿Es posible que la gramática del derecho penal le preste servicios a proyectos de descriminalización?
Juan Felipe Álvarez Arboleda
¿Puede ser la mediación una vía de escape? El peligro del “parasitismo” y la necesidad de enfrentarlo
Diana María Restrepo Rodríguez
CONSIDERACIONES EDITORIALES
Diana Patricia Arias Holguín*
He considerado importante para la comprensión de lo que significa el libro, realizar algunas precisiones acerca de los hechos que desencadenaron que todos los investigadores se unieran en esta empresa editorial. Asimismo, justificar algunas decisiones de estilo quizás no ortodoxas pero completamente pertinentes.
La pretensión de construir esta obra se fraguó a la vera de las Jornadas de Derecho Penitenciario convocadas por el Semillero de Investigación Interuniversitario de Abolicionismo Penal (Universidad de Antioquia, Universidad Autónoma Latinoamericana y Universidad EAFIT), realizadas en noviembre de 2012. Allí se invitó a diferentes colegas para que de acuerdo con la pregunta ¿Reformar o abolir el sistema penal? presentaran las reflexiones que venían desarrollando en el marco de sus proyectos de investigación, algunos de los cuales, como es el caso del profesor Julio González Zapata, han sido elaborados durante gran parte de su vida académica.
En ese espacio se fijó una hoja de ruta para el trabajo y un cronograma que fue provisorio en el sentido de que no se trataba de reproducir ponencias, sino de abordar los distintos problemas allí planteados en el marco de procesos investigativos rigurosos. A la convocatoria para la construcción del libro no llegaron todos los que participaron en aquellas jornadas y algunos otros, como la profesora Gloria María Gallego García, arribaron bajo la convicción de que este texto era una urgencia en el sentido ético y político.
El Semillero de Investigación Interuniversitario de Abolicionismo Penal congrega a profesoras y a estudiantes de pregrado de tres universidades: Universidad de Antioquia, Universidad EAFIT y Universidad Autónoma Latinoamericana. Este colectivo se funda alrededor de un manifiesto abolicionista construido por Diana María Restrepo Rodríguez que contiene algunos de los presupuestos de un proyecto político de largo aliento, que busca, entre otras cosas, la crítica y puesta en crisis de la cultura del castigo, íntimamente ligada a la civilización occidental.
En el marco de estos ambiciosos objetivos se ha entendido que la investigación y la difusión de las ideas abolicionistas son prácticas que auspician el logro de tal fin, aunque ciertamente lo hagan de un modo imperceptible. Las jornadas de derecho penitenciario de noviembre de 2012 y este libro responden a esa convicción y se enmarcan en una concepción de la universidad pública y privada como espacios para la construcción de proyectos de emancipación social, pese a las diferencias que cabe encontrar entre ellas.
Por otra parte, como se podrá observar, no se impuso a los autores el límite de la uniformidad en el uso de uno de los pronombres personales cuando plasmaran los resultados de sus investigaciones. Algunos emplean la primera persona del singular, otros la del plural, otros la tercera persona del singular, etc. Tal renuncia a la unificación quizás puede valorarse como un sacrificio estético; la decisión de asumir ese costo, en todo caso, garantizó a los investigadores la libertad de expresar las ideas abolicionistas o minimalistas del castigo penal, de un modo íntimo o de un modo impersonal. Esta decisión, por lo demás, se enmarca en la sospecha de que la demanda de homogenización, incluso en el uso del idioma, está inserta en la proclividad cultural a construir prisiones y fronteras.
Finalmente, en la labor editorial se contó con el apoyo de muchas personas a las que es debido agradecer y reconocer. Adriana Sanín Vélez, Juan Felipe Álvarez Arboleda, Gonzalo Galindo Delgado, Hernán Alonso Lopera Morales, Diana María Restrepo Rodríguez y Gloria María Gallego García.
Medellín, 21 de noviembre de 2013
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* Profesora de derecho penal e investigadora del grupo Derecho y Sociedad de la Universidad de Antioquia; también integrante del Semillero de Investigación Interuniversitario de Abolicionismo Penal.
HUMANIDAD E INHUMANIDAD
La ignominia de la cárcel*
Gloría María Gallego García**
De la gente encerrada en nuestro nombre, se nos habla muy poco…
Hulsman y Bernat de Celis (1984)
INTRODUCCIÓN
El castigo es siempre un mal que se impone con la intención declarada o implícita de infligir sufrimiento en respuesta a la infracción cometida; es un acto coactivo que priva mediante la fuerza de bienes fundamentales, como la salud, la libertad, la vida, la propiedad, la intimidad o el trabajo. Supone una relación de desaprobación entre la instancia que aplica el castigo y el castigado y, además de causar aflicción, tiene un contenido simbólico dirigido a expresar la pretensión de autoridad del poder en la sociedad y remarcar la validez de ciertas reglas sociales o legales frente al infractor y frente a la colectividad.
Con la práctica del castigo legal, la violencia es elevada a la categoría de respuesta legítima al delito: pena de muerte, mutilaciones, cadena perpetua, internamiento forzado en instituciones psiquiátricas, pena de prisión. El derecho se muestra ahora no solo como una técnica de control social de tipo coactivo, sino como una forma más cruenta de control violento de las acciones y relaciones sociales que los actos de violencia individuales, porque es la comunidad la que, de manera consciente y programada, se enfila contra uno solo, con las prerrogativas del poder público, la oficialidad de las formas jurídicas y el rito judicial que proclaman esta segunda violencia como “buena”, “justa” y “legítima”.
El ordenamiento jurídico deja subsistir zonas de violencia autorizada y se arroga para sí un derecho a la violencia, en el cual el ejercicio del castigo es el punto más álgido, pues revela la gravedad de las exigencias de conducta que este formula a los individuos y la potencia y fuerza de un sistema de poder y gobierno. Aunque el derecho institucionaliza importantes mecanismos de resolución de conflictos y de protección contra la violencia, jamás renuncia a ella porque, a partir de cierto umbral de intervención, sus respuestas son violentas. Parece que el derecho no puede inmunizar de la violencia a la comunidad sin dejarse engullir por ella a la vez.
El castigo es una institución social muy vetusta y compleja que refleja emociones y tendencias reactivas de la colectividad, actos y definiciones de poder, sensibilidades y valoraciones morales de la comunidad sobre lo que es aceptable y correcto, sistemas discursivos de autoridad y condena, procedimientos rituales para dictar y ejecutar sentencias, una clasificación de penas, instituciones encargadas de su administración y un discurso persuasivo hecho de imágenes y símbolos, con el cual se representa el proceso ante varios destinatarios (el condenado, la víctima, la colectividad, los agentes estatales y el personal de las instituciones encargadas de castigar).
En este trabajo analizamos el papel trascendental de las ideas y creencias morales sobre lo bueno, lo correcto o lo justo en la práctica del castigo, para mostrar que no solo las relaciones de poder y las relaciones de producción inciden en el castigo, sino que los sentimientos humanos y los marcos de referencia culturales que albergan ciertas sensibilidades e ideas de decencia y civilidad son reales y toman parte en la configuración de las instituciones penales, imprimiéndoles cierta orientación, límites, parámetros para juzgar lo inaceptable, lo inhumano, lo incivilizado.
Dado que el castigo es una práctica humana y es fruto de la actividad humana creadora, también está hecho de tiempo y sujeto al cambio, la variación y la alteración. La temporalidad es ley en las cosas humanas: el pensamiento y la forma de entender el mundo, la mentalidad y las formas de vida, el tipo de relaciones que se establecen, las sensibilidades, los sentimientos, las ideas sobre lo bueno, lo correcto o lo justo. La temporalidad de las cosas humanas nos lleva a tener un sentido de la importancia fundamental de la historia y a contemplar la práctica del castigo atendiendo a las diferencias históricas y su significación moral, social, ética y política.
En la configuración de las prácticas punitivas, las formas legales de la averiguación de los hechos y de la imposición del castigo y las instituciones penales, cumplen un papel determinante las sensibilidades de la gente, sus opiniones sobre lo que es decente y admisible. En palabras de Garland (2007), “los castigos están determinados, al menos parcialmente, por la estructura específica de nuestras sensibilidades, y estas a su vez están sujetas al cambio y el desarrollo” (p. 168).
Los distintos factores que confluyen en la institución social del castigo están expuestos al cambio y la variación. Las sensibilidades, los valores morales, las concepciones que la gente tiene sobre lo que es humanamente aceptable son cambiantes a lo largo de la historia y operan como una genuina fuerza social que confiere cierta orientación valorativa a la práctica del castigo y a las instituciones penales.
Los límites morales, éticos y jurídicos del castigo son un hecho histórico, una obra humana signada por el tiempo y se expresan en cambios en la forma de castigar, como se evidencia en el largo proceso histórico que llevó de la práctica de los castigos corporales y las ejecuciones públicas espectaculares a la adopción de los castigos secretos propios de la época moderna: la pena de prisión y la pena de muerte higienizada e invisibilizada (la silla eléctrica, la inyección letal), penas supuestamente más humanas y acordes con las sensibilidades civilizadas de las sociedades occidentales modernas.
Particularmente, nos centraremos en los cambios de sensibilidad y de creencias morales que llevaron a considerar a la recién aparecida pena de prisión (pena típica de la sociedad industrial) una pena más humana y civilizada, ajena a los desmanes de crueldad y suplicio, por tanto, una pena a la altura de los tiempos, símbolo del progreso de la humanidad, en comparación con los viejos castigos corporales y ejecuciones públicas sacrificiales que se habían convertido en actos bárbaros e inhumanos en las percepciones de la mayoría de la gente.
Argumentaremos que esto no es cierto: la cárcel es violencia institucionalizada, conserva una brutalidad intrínseca, pues es una forma consciente y deliberada de aplicación de mortificación corporal y psíquica sobre los condenados y los procesados (los presos en detención preventiva) y produce daños y sufrimientos igualmente brutales en comparación con las viejas penas corporales, solo que prolongados en el tiempo. El castigo que en otros tiempos era una escenificación pública y un festejo que involucraba a toda la comunidad se desarrolla ahora tras los muros de una prisión bajo un espeso manto de bruma y silencio que oculta los detalles del sufrimiento de los hombres encerrados en nuestro nombre.
La pena de prisión expresa de manera paradigmática la selectividad de las sensibilidades modernas frente al castigo, toda vez que mantiene unos rasgos altamente aflictivos, pero atemperados y privatizados en comparación con los viejos suplicios públicos, con lo cual hace una mezcla particular de pena mortificante del cuerpo y del alma, en la que la violencia es disminuida en su intensidad y prorrogada en el tiempo.
Es menester descorrer el espeso manto que encubre la violencia y la barbarie de la cárcel, institución inhumana y deshumanizante que constituye una afrenta pública contra los seres humanos que la padecen y también una afrenta pública contra la humanidad, a la luz del estado actual de evolución de la conciencia moral que concibe y siente los valores como universalmente humanizadores.
Nos ocuparemos de abordar la realidad de la cárcel y cómo ella conculca el valor de la dignidad humana, al mostrar que la expresión cárcel humana es un oxímoron. Para ello, seguiremos esta línea de argumentación:
1) Caracterizaremos las penas antiguas aplicadas bajo la ley del talión, consistentes en una liturgia pública de la mortificación.
2) Veremos los cambios en las sensibilidades y en el sentido de lo moralmente aceptable como castigo que llevaron al rechazo de los castigos públicos.
3) Mostraremos que las mentalidades modernas no renunciaron al castigo, sino a ciertas formas de castigo y optaron por las penas amparadas por el secreto (la pena de muerte en la modalidad de la silla eléctrica e inyección letal y la pena de prisión).
4) Nos ocuparemos de la operatividad real de la cárcel, de cómo ella causa aflicción psíquica y física a los presos.
5) De cómo usa como amenaza la imposición de un encierro dentro del encierro, un lugar peor que la cárcel misma, y cómo una sociedad profundamente injusta siempre alberga cárceles aún más infernales para disuadir a su principal clientela que son los miembros de las clases subalternas.
6) Daremos cuenta de los mecanismos del estigma y la infamia, las huellas negativas imborrables que deja la cárcel sobre la identidad personal y social de los exconvictos, envileciéndolos y rompiendo sus lazos con su mundo social anterior.
7) Haremos un balance entre la institución carcelaria y el valor de la dignidad humana, sosteniendo que esta institución amparada en la invisibilidad constituye una afrenta pública permanente contra la humanidad, cuyo secreto debe ser levantado para acelerar su muerte y demolición.
8) Concluiremos con un epílogo.
LA LEY DEL TALIÓN Y LAS PENAS ANTIGUAS: LA LITURGIA PÚBLICA DE LA MORTIFICACIÓN
En las demandas de castigo se manifiestan, ante todo, creencias y pasiones humanas, particularmente ideas muy primitivas sobre la justicia (justicia retributiva) y ciertas pasiones negativas o de aversión que experimentan muchas personas, como la repugnancia, la ira, la indignación y la venganza. Ello se cristaliza en la idea de retribución: es justo devolver mal con mal y es deber cobrar el daño a su autor, que el que cometió la ofensa padezca en carne propia el mal del castigo. A esto se le llama justicia retributiva: el mal reclama el mal, el bien, el bien, el delito pide una pena similar, la buena acción el premio correspondiente, la violencia clama violencia.1
La retribución, devolver mal por mal, es la reivindicación que está en la base de la práctica del castigo, pero esta va a tomar concreciones de acuerdo con la época, pues, al igual que toda creencia y práctica humana, está marcada por el tiempo. Tratándose de la penalidad en las sociedades antiguas, la retribución tomará la forma de la ley del talión, según la cual el castigo debe reflejar la correspondencia natural entre pena y delito, “ojo por ojo y diente por diente”. El ius talionis se expresa de manera paradigmática en la tradición religiosa del Antiguo Testamento, común al judaísmo y al cristianismo: “El que derrame sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada; porque a imagen de Dios es hecho el hombre” (Gn).2 “Ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe” (Ex).3 “Y no le compadecerás; vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie” (Dt).4 “El vengador de la sangre matará por sí mismo al homicida; cuando le encuentre, le matará” (Nm).5
Según la ley del talión, se devuelve lo mismo por lo mismo, con lo cual la pena debe igualar al delito y consistir en un mal de la misma naturaleza e intensidad, por lo que cada pena dimana de la naturaleza particular del delito: homicidio, pena de muerte, lesiones corporales, penas corporales, amputación de la lengua si se cometió blasfemia, amputación de la mano si se cometió hurto, etc. La pena deviene ritual público de dolor; y el tormento físico, ceremonia espectacular.
La ley del talión se materializa en sistemas penales draconianos, en los cuales el rigor del castigo conlleva una crueldad indecible contra los condenados expresada en la pena de muerte en todas las variables de barbarie y en la cual aquella o las lesiones corporales, en sí mismas, no constituyen un castigo suficientemente duro y es necesario irrogar una muerte con la máxima concentración de dolor y humillación ante la multitud. De ahí que la pena de muerte haya sido ejecutada no ya solo como un asesinato, sino con todas las variantes de la crueldad: el ahogamiento, la hoguera, el descuartizamiento, la decapitación, la horca, la rueda, el despeñamiento, la asfixia en el fango, el empalamiento, la muerte por hambre, el emparedamiento, la lapidación, el enterramiento en vida, la caldera, la parrilla, el garrote, el fusilamiento.6
El ingenio humano ha sido pródigo en inventar mecanismos brutales de aflicción para castigar a los congéneres, incluso por transgresiones leves. Señala Ferrajoli (1995) que “no ha habido aflicción, desde los sufrimientos más refinados hasta las violencias más brutales, que no se haya experimentado como pena en el transcurso de la historia” (p. 386).
En Europa y en América (en las colonias de las metrópolis europeas) eran de uso común las formas más brutales de castigo sobre los declarados culpables. En Francia la mayoría de las sentencias penales todavía en la segunda mitad del siglo XVIII incluían alguna forma de castigo corporal público, como el marcaje a hierro, los azotes o el collar de hierro (que se sujetaba a un poste o a la picota). La pena de muerte tenía cinco modalidades: la decapitación para los nobles; el descuartizamiento en los casos de delito contra el soberano (crimen de lesa majestad); la horca para los delincuentes comunes; la hoguera en los casos de herejía, magia, envenenamiento, sodomía, bestialidad e incendio provocado, y el descoyuntamiento en la rueda en casos de asesinato y salteamiento.
En Inglaterra, todavía en el siglo XVIII, aunque la Declaración de Derechos británica de 1689 prohibía expresamente los castigos crueles, unas 315 conductas podían llevar a las personas a ser castigadas con pena de muerte y los jueces seguían condenando a los criminales al poste de los azotes, a las zambullidas, el cepo, la picota, el marcaje a hierro y la ejecución por descuartizamiento (la desmembración de cuerpo tirado por cuatro caballos), y en el caso de las mujeres al descuartizamiento y la quema en la hoguera (cf. Hunt, 2009, p. 71 y ss.; Pratt, 2006, p. 33 y ss.).
El día de las ejecuciones era un día de novedad y ceremonia que suspendía la cotidianidad tanto en el trabajo como en la escuela, y reunía a las familias en la plaza pública y en los atrios de las iglesias ante los cadalsos para presenciar el castigo y celebrar que la comunidad iba a recuperarse de la herida causada por el crimen. El castigo era una liturgia de mortificación y humillación, una exhibición pública del poder de la colectividad, un vigoroso y sangriento ejercicio de autoridad y una prueba de obediencia de la comunidad al Estado.
Los condenados eran paseados con ropas especiales y llamativas, con antorchas encendidas camino del patíbulo adonde tenían que llegar después de haber cumplido varios actos de penitencia a las puertas de las iglesias; en su marcha eran marcados con fuego y vapuleados por la multitud y luego azotados, descoyuntados o quemados para ejemplarizar y restaurar de este modo el orden moral, político y religioso, lo que hacía de ellos “una especie de víctima sacrificial cuyo sufrimiento devolvería la compleción a la comunidad y el orden al Estado” (Hunt, 2009, p. 95). Esto era así porque el cuerpo era visto como un mero receptáculo físico que no pertenecía propiamente al individuo, sino a Dios, a la comunidad o al Estado, los cuales podían agredirlo, romperlo o destruirlo cuando aquel que lo habitaba hubiese cometido una transgresión de las normas sociales y fuese necesario hacerlo sufrir para expiar sus culpas y remarcar la gravedad de la ofensa ante la colectividad.
Sin embargo, un cambio se fue gestando lenta y calladamente, un cambio por el cual tanto para las personas más doctas e ilustradas como para las personas del común las ejecuciones sanguinarias producían indignación y rechazo en vez de júbilo y exaltación. El castigo cruel aplicado en una liturgia pública de mortificación no constituía una reafirmación de la sociedad y de la autoridad, sino una agresión, un atentado que vilipendiaba la humanidad del condenado y embrutecía a los espectadores.
Empezaron a tachar de inhumanos el tormento judicial como mecanismo de averiguación de los hechos (para arrancar la confesión y obtener delaciones) y la pena de muerte con su profusión de dolor: ya no eran moralmente aceptables los suplicios supervisados judicialmente, ni las liturgias públicas de castigo bajo el retoque de las campanas de las iglesias, ni la cera encendida rodando por el cuerpo de los condenados, ni el atenazamiento de tetillas, brazos, muslos y pantorrillas, ni las quemaduras con fuego de azufre, ni el desmembramiento por cuatro caballos, ni los cuerpos reducidos a ceniza en la hoguera.
Ya no solo para ilustrados, sino para las opiniones de hombres comunes y corrientes la liturgia del suplicio, con su efusión de sangre, estertores de dolor y cuerpos descuartizados mostrados a la multitud es inhumana, contraría su sensibilidad y es vista como incivilizada, por repugnar a los valores del mundo civilizado. Mucho de lo que antaño producía placer a la multitud, ahora produce desagrado, en clara manifestación del “avance en los límites del pudor, de los escrúpulos, y la transformación de las pautas sociales” (Elias, 1987, p. 242).
Difícilmente nos percatamos de modo inmediato de los grandes cambios en las sensibilidades; más bien, estos son observables en arcos prolongados de tiempo y cuando han dejado una huella profunda en las pautas de comportamiento social, en las decisiones políticas, en las instituciones represivas y en las normas morales y jurídicas.
Como mostró Elias (1987, p. 11), durante siglos se produce, como parte del proceso de la civilización, un “cambio estructural de los seres humanos en dirección de una mayor consolidación y diferenciación de sus controles emotivos, y, con ello, también de sus experiencias”, que se refleja en las formas del trato social, las prácticas sociales, las normas e instituciones. Esto hace parte de las formas en que las sensibilidades occidentales han cambiado desde la Baja Edad Media a través de un número amplio de patrones de desarrollo que subyacen a la multitud de minúsculos, específicos y graduales cambios de actitud y de conducta que las fuentes históricas demuestran en las esferas de la vida privada y de la vida pública.
Dichos cambios se sintetizan en dos aspectos fundamentales: el aprendizaje de la empatía, esto es, la capacidad de comprender la subjetividad de otras personas, de verlas como iguales de algún modo fundamental y sentir y ser sensible con las circunstancias de nuestros semejantes, capacidad que depende en parte de una base biológica y en parte del aprendizaje social. La empatía se expresa en el siglo XVIII en un concepto de comunidad basado en seres humanos esencialmente semejantes que podían relacionarse más allá de sus familias, clanes, sus filiaciones religiosas o políticas, las barreras de clase y sexo e incluso más allá de sus naciones, por medio de valores universales mayores, como la dignidad humana (una humanidad común), la autonomía, la igualdad.7
La nueva preocupación por el cuerpo humano: un sentido de pudor y respeto por el cuerpo propio y por el de los demás que se expresa en las actitudes frente a las funciones corporales, el modo de sonarse y de escupir, los modales en la mesa, la higiene y cuidado personal, las manifestaciones de agresividad, las maneras de dirigirse a superiores y extraños, las relaciones entre adultos y niños, el comportamiento en el dormitorio o de los hombres en presencia de las mujeres (cf. Elias, 1987, pp. 99-253). Ahora el cuerpo no era un soporte físico que perteneciera a Dios, a la comunidad o al Estado, sino que el cuerpo —con sus goces y sus dolores— pertenecía únicamente al individuo y se le debía respeto como componente de la humanidad que alienta en cada uno, y por lo tanto “el individuo ya no podía ser sacrificado por el bien de la comunidad o por un propósito religioso superior” (Hunt, 2009, p. 98).
El aprendizaje de la empatía y la nueva preocupación por el cuerpo conduce a que no solo los hombres doctos e ilustrados, sino la multitud, ya no experimenten las emociones que antes debía provocar el espectáculo del suplicio (aversión contra el condenado, miedo a la autoridad terrenal y divina, obsecuencia ante el poder), sino que sientan compasión hacia el condenado, repulsa ante el ensañamiento del poder y las agresiones judiciales de las que el cuerpo era objeto e indignación frente a los abusos cometidos por la autoridad.
LA ÉPOCA MODERNA Y LA REPULSIÓN CONTRA LOS CASTIGOS PÚBLICOS
Los cambios de visión y de sensibilidad sobre el castigo se convirtieron en reivindicaciones públicas de reforma institucional y se unieron a los debates revolucionarios por los derechos humanos y fructificaron en cambios políticos y legislativos de largo alcance. La movilización de sectores sociales y de las élites ilustradas de creciente influencia en una fusión de las nuevas sensibilidades y la política condujo a la restricción de la pena de muerte de modo significativo en cuanto a los delitos conminados con esta pena (ya no las infracciones leves, como falsificación de moneda, robo de ganado y caballos, robo en viviendas, robo de cartas y sacrilegio) y a la abolición de los espectáculos de sufrimiento, con lo cual se puso fin a las ejecuciones públicas.
La pena de muerte es primero “suavizada”, pues se le irán restando sus rasgos de mayor ensañamiento con el cuerpo del condenado; muestra de ello es la guillotina, pena pública creada para hacer la decapitación tan indolora como fuera posible, y que empezó a ser aplicada en abril de 1792 en plena Revolución francesa en cumplimiento de una ley del 28 de septiembre de 1791, que estableció que la pena de muerte consistirá en la simple privación de la vida (cf. Barbero Santos, 1985, pp. 117-121). Luego hacia finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, la pena de muerte es ocultada a la vista del público y administrada en privado acabando con la parafernalia del espectáculo y la participación de las multitudes. Los condenados son recluidos en la cárcel mientras esperan la ejecución y son visitados por las autoridades, sacerdotes, familiares y asesores legales, pero el momento supremo del castigo capital (con la horca o el garrote, por ejemplo) queda cubierto por el secreto de una institución intramuros donde con supuesto decoro y cálculo en el procedimiento se mata al condenado, expulsando la vulgaridad y la crueldad de la fastuosidad de la ejecución pública. De tal manera, “Si ahora la vulgaridad del carnaval asociado previamente con las ejecuciones públicas estaba fuera de lugar en el mundo civilizado, la administración privada más sobria, o sombría, no lo estaba” (Pratt, 2006, p. 47).
Se matará, sí, pero sin el derramamiento de sangre a raudales y, sobre todo, sin la presencia de la turba contemplando el cadalso y la hoguera, que gritaba en algunos casos porque estaba disfrutando de un espectáculo entretenido, y en otros por rechazo a la carnicería y compasión por el condenado. Desde entonces quedó una marcada división en torno a la pena de muerte en la cultura occidental: un sector de las sociedades la rechaza per se por razones de principio, por ser un asesinato de un ser humano mediante sentencia judicial y atentar contra el valor de la vida y la dignidad humana, mientras que otro sector la considera legítima respuesta al delito reclamando el cumplimiento de unas condiciones sobre el lugar de la muerte (al resguardo de la vista pública y sin liturgia macabra) y el método (una muerte “limpia”, sin añadido de sevicia y sin mutilación de los cuerpos).
A los cambios en las penas se suma la instauración de fuertes limitaciones a la averiguación de la verdad por parte de las autoridades, tales como el rechazo del tormento judicial, de las acusaciones secretas, las preguntas capciosas, el premio a las delaciones, etc. Se va conformando un sistema de garantías procesales y materiales preordenado a la limitación del poder punitivo y a la tutela de esas libertades y derechos, frente a toda manifestación de actividad sancionadora que asegure tanto la limpieza del procedimiento como la justicia o racionalidad de la decisión. Hay una exigencia cada vez mayor por oponer barreras a la potestad de castigar encarnada en el soberano, que es vista como el más terrible poder y el más urgido de limitación, pues es una amenaza para los individuos por su tendencia a la arbitrariedad, el abuso y la violación de los bienes más elementales a los que todo ser humano tiene derecho.
Como puede verse, las sensibilidades de los modernos a ideas de justicia retributiva y reivindicaciones de venganza perviven y conllevan la demanda de punición; solo hay rechazo a ciertas formas de castigo: hay una repulsa contra los actos de encadenar, azotar o mutilar cuerpos o de exponerlos ante la multitud en las plazas, los atrios de las iglesias o en los cadalsos. Se proscriben ciertas formas de castigo que se estiman inhumanas o degradantes: mutilaciones, latigazos, lapidaciones, la horca, el emparedamiento, la hoguera, el patíbulo y, en general, toda forma de mortificación irrogada en público.
La idea de retribución, venganza y vindicta pública subsiste, solo que es moderada en sus impactos más acusados que conducirían a extremos de crueldad y barbarie. La práctica del castigo sigue siendo una constante; son las formas del castigo las que han cambiado bajo el influjo de las sensibilidades civilizadas sobre la violencia y sobre los límites aceptables del dolor deliberado: la violencia no es condenada incondicionalmente y el dolor producido como pena sigue siendo aceptado, siempre y cuando adopte una determinada modalidad: la invisibilidad de la violencia institucionalizada, el secreto de la aflicción causada a los condenados, la dosificación del dolor tanto en su intensidad como en su duración. Esto es ostensible, como veremos, en la pena de prisión y en la pena capital moderna (ejecución por inyección letal o silla eléctrica).
¿Por qué esta selectividad de las sensibilidades modernas frente a la violencia? ¿Por qué se rechaza la violencia y la aflicción irrogadas en público y se las acepta si es bajo el manto del secreto? Podríamos hallar una respuesta convincente en la obra de Elias. Aunque el autor no desarrolla una teoría sociológica del castigo, ofrece una compleja y detallada descripción de determinadas estructuras psíquicas y culturales que constituyen las sensibilidades civilizadas, peculiarmente características de las sociedades occidentales modernas que cumplen un papel determinante en la forma en que estas castigan. Dichas sensibilidades se refieren a aspectos culturales sumamente importantes que los individuos interiorizan gradualmente, afectan la estructura y manifestación de sus emociones y definen qué actitudes y comportamientos son moralmente aceptables y cuáles no, las reglas del trato social y las normas jurídicas. Son de resaltar estos dos frentes fundamentales de las sensibilidades civilizadas que inciden sobre la práctica del castigo.
1) La difusión de las tendencias culturales hacia la higienización y privatización de ciertos episodios de la vida humana que son vistos como molestos o vergonzosos por mostrar la frágil y mortal constitución humana: las funciones corporales, la actividad sexual, la enfermedad, el sufrimiento y la muerte se convierten gradualmente en causa de vergüenza y ocultamiento, y son removidos cada vez con mayor intensidad hacia espacios de invisibilización, ya sean domésticos (alcobas, baños privados),ya sean institucionales (ancianatos, hospitales, sanatorios mentales, pabellones para moribundos).
El movimiento civilizatorio se orienta a una privatización cada vez más intensa y completa de las funciones corporales, el confinamiento en enclaves determinados, “su reclusión tras la ‘puerta cerrada de la sociedad’” (Elias, 1987, p. 228), con la consiguiente diferenciación cada vez más clara entre una esfera íntima o secreta y otra visible o pública. Esta escisión acaba siendo asumida por todos y les resulta una costumbre hasta tal punto dominante que ni siquiera son conscientes de ella. Se da una transformación psíquica del ser humano, para quien las prohibiciones generadas por las sanciones sociales se inculcan como mecanismos de autorregulación.
2) Hay una expansión de la capacidad de los individuos para identificarse y sentir empatía por otros, mayor sensibilidad frente al dolor y el sufrimiento humanos y un aumento de las restricciones frente a los comportamientos violentos. Hay un control social más intenso sobre las manifestaciones de la crueldad, la afirmación de la superioridad física y también de la alegría producida por la destrucción y los sufrimientos ajenos, a diferencia de la vida en la sociedad medieval, que se orientaba en la dirección opuesta:
La rapiña, la lucha, la caza al hombre y a la bestia, pertenecían de modo inmediato a las necesidades vitales que, a menudo, se manifestaban en consonancia con la estructura de la propia sociedad. Para los poderosos y los fuertes se trataba de manifestaciones que podían contarse entre las alegrías de la vida. (Elias, 1987, p. 231)
La descarga emotiva producida por el ataque corporal se limita a ciertos enclaves temporales y espaciales:
a) Fiestas colectivas donde se permite la quema de gatos, las peleas de gallos o de perros, la lidia de toros de casta, las carreras de caballos, etc.
b) Las competencias deportivas, en las que los combates de boxeo y lucha libre permiten que la agresividad y la combatividad encuentren una manifestación socialmente aceptada.
c) La representación de la agresividad, la insensibilidad, el crimen y la guerra en el teatro, las coplas y cartillas populares y más tarde en la radio, el cine y la televisión, que alimentan la imaginación y el deleite de la violencia, pero a la que se asiste como espectador.
d) Se transfiere a los poderes centrales el monopolio de la violencia, con lo cual no toda la gente puede procurarse el placer de la agresión corporal, sino solo aquellas instituciones legitimadas por los poderes centrales; por ejemplo, el sistema judicial y la policía con el delincuente o el ejército en guerra contra enemigos externos o internos.
Elias (1987) señala que es una “curva civilizatoria típica” la tendencia de las sociedades modernas a ubicar las prácticas relacionadas con la carne y la sangre, con la muerte y la violencia tras “los bastidores de la vida social” tanto si recaen sobre animales como sobre hombres. A este respecto, es muy ilustrativo el proceso psíquico de evolución por el cual las sensibilidades civilizadas repelen la visión de la sangre y el dolor y les resulta penosa la visión del sacrificio y despedazamiento de los animales para el consumo humano, pero jamás renuncian a ello. Toda una insignia del proceso civilizatorio:
Desde aquel grado de desarrollo de la sensibilidad en el que la visión del animal muerto sobre la mesa y su despedazamiento se experimentaban como algo alegre y, en todo caso, no como algo desagradable, la evolución ha conducido a otro grado de desarrollo de la sensibilidad en el que se trata de evitar, en la medida de lo posible, toda relación entre un plato de carne y el recuerdo de un animal muerto. En una cantidad de platos de carne, la forma animal está tan disfrazada y tan cambiada merced al arte de la preparación y al descuartizamiento, que al comerlos, apenas si cabe recordar su origen animal. (Elias, 1987, p. 163)
El descuartizamiento no desaparece, puesto que es un paso necesario para que la gente pueda alimentarse, por lo cual el autor concluye:
Lo que sucede es que lo que se ha hecho desagradable de ver, se realiza ahora entre los bastidores de la vida social. Los especialistas se cuidarán de ello ahora en la tienda o en la cocina. Esta figura de la separación, de la “relegación entre bastidores” de aquello que se ha hecho desagradable es absolutamente característica para la totalidad del proceso al que llamamos “civilización” […] es una curva civilizatoria típica. (Elias, 1987, p. 164)
Los cambios en el sacrificio de los animales constituyen un arquetipo en el proceso de la civilización que resulta de primera importancia para ilustrar los cambios experimentados por las sociedades en el castigo: las penas pasan a ser ejecutadas en una trastienda que asegure la efectividad del castigo y, a la vez, su violencia escape a la visibilidad pública, esto es, en instituciones cerradas, ubicadas en los márgenes de la vida social, donde se imponen grandes aflicciones, pero estas no tienen la oportunidad de sacudir la sensibilidad de la gente. Las sensibilidades civilizadas son selectivas frente a la violencia, por cuanto ven en ella algo repulsivo, sobre todo si es una violencia pública o que hace parte de la vida diaria; de ahí la exigencia de que el Estado moderno monopolice la violencia para expulsarla del trato cotidiano entre los hombres y se radique en las instituciones públicas, virtuales monopolizadoras, que castigan e irrogan dolor de manera consciente y deliberada, pero amparadas por el secreto.
LA PRÁCTICA DEL CASTIGO EN SECRETO
Las sensibilidades modernas son altamente reactivas frente a algunos actos de violencia (por ejemplo la delincuencia callejera, el abuso de menores, la violencia doméstica, la agresión sexual, las persecuciones raciales, las bandas y organizaciones mafiosas, el terrorismo, las prácticas punitivas consistentes en azotar, mutilar o lapidar), pero, simultáneamente, tienen ciertas limitaciones para percatarse de otras violencias o, sin más, las admiten siempre y cuando sean discretas, silenciosas, ejercidas en los márgenes del mundo social. Hay una clara despreocupación o, incluso tolerancia, por ciertas formas de violencia que se consideran legítima respuesta al delito, como la pena de prisión y la pena de muerte, las cuales son declaradas legales e impuestas con los ritos jurídicos a condición de que sean higienizadas, circunscritas a espacios cerrados y confiadas a cuerpos autorizados (la policía, el ejército, el personal de prisiones) o profesionales del tratamiento (médicos, psiquiatras, psicólogos, trabajadores sociales).
Las penas modernas no se afirman como ius talionis, marcando una correspondencia natural entre pena y delito (“ojo por ojo y diente por diente”), sino que la idea del castigo equivalente y la correspondencia de la pena respecto del delito se afirma en la modalidad de privaciones de derechos: la pena de muerte que priva de la vida, la pena de prisión que priva de la libertad y las penas patrimoniales que privan de bienes y potestades económicas.
La tipificación legal de las penas modernas las configura ya no como aflicciones, sino como privaciones, con lo cual acentúa los caracteres de igualdad y abstracción y resta importancia a los caracteres de mortificación típicos de los antiguos suplicios. No se trata de ensañarse en el condenado y de hacerlo experimentar todo tipo de crueldad, sino de cuantificar la intensidad de la pena como técnica de privación de bienes: la privación de la vida, sin ningún agregado de sevicia en los métodos de ejecución en la pena capital; de la libertad, tomada en abstracto como tiempo de libertad y sustraída por la pena de prisión; de la propiedad tomada en abstracto como dinero y sustraída por las penas pecuniarias. La privación de un quantum (de un mínimo o de un máximo) de un valor dará la medida y la importancia de la pena según la gravedad de los delitos y el valor por ellos lesionado (cf. Ferrajoli, 1995, pp. 389-394).
Irá conformándose un sistema punitivo, en el que la pena de prisión —pena característicamente burguesa— llegará a convertirse en la principal de las penas en la mayoría de las sociedades occidentales, la cual desplazará progresivamente a las demás. La pena de muerte quedará en algunos países como residuo de las penas corporales, y las penas pecuniarias se usarán generalmente como penas accesorias de la gran mayoría de delitos o como principales para un número muy circunscrito de delitos. El peso del castigo en las sociedades modernas reside en la pena privativa de la libertad desde comienzos del siglo XIX. Con todo, el secreto es el hilo hirviente que une la pena de muerte moderna y la pena de prisión.
La pena capital actualmente está abolida para todos los delitos en 97 países (en 8 países solo está abolida para delitos comunes, 35 la conservan pero nunca la aplican). Sin embargo, sigue vigente en 58 países, en que no es en absoluto práctica infrecuente (por ejemplo, Belice, Bielorrusia, China, los Estados Unidos, Guyana, Japón, Afganistán, Arabia Saudita, Sudán, Yemen, Corea del Norte, Egipto, Irán, Irak, Sierra Leona) (cf. Amnistía Internacional, 2013). Son muy considerables las diferencias culturales entre estos países, la conformación y el funcionamiento de sus Estados, sus sistemas de gobierno y ordenamientos jurídicos, que se reflejan en la forma de aplicar la pena de muerte. Pero en un país como los Estados Unidos no puede dudarse en absoluto de la fuerza de las sensibilidades civilizadas, de su sistema constitucional liberal y de sus prácticas democráticas, y por eso es tan relevante para el problema que venimos discutiendo.
Allí desde hace décadas se agita un fuerte debate sobre la pena de muerte que no se ha visto seguido de su abolición para todos los Estados de la Unión. La imposición del castigo capital se mantiene en muchos Estados, aun en contra de la contestación pública que hacen relevantes sectores de la sociedad. El problema es ubicado por los defensores y aplicadores de esta pena en un terreno simplemente instrumental: cómo aplicar la pena de muerte de manera aséptica e indolora sin los aspectos escabrosos del sufrimiento prolongado y las tribulaciones visibles del momento último; cómo apartar de esta práctica la sensación de que es un acto de violencia y convertirla en un procedimiento técnico y una operación científica burocráticamente administrados, ajenos a la vista y sensibilidad del público; cómo administrar la muerte obteniendo las funciones colectivas del castigo, sin una crueldad que mueva a la gente a la piedad y a la simpatía con el delincuente.
De esta sensibilidad selectiva e higienizada son expresión la inyección letal y la silla eléctrica, procedimientos aparentemente científicos y asépticos que renuncian a las antiguas exhibiciones espectaculares y que se sustituyen por ejecuciones dentro de la cárcel, al alba, el condenado con los ojos vendados que es tratado por los médicos como si fuera un paciente, quienes conducen la ejecución según un protocolo científico; todo ello para disimular que se trata de un asesinato y para rehuir la acusación de crueldad. Este castigo muestra los rasgos más importantes del castigo moderno: aflictivo (como todo castigo), pero higienizado, bajo el secreto que tiende un manto sobre los detalles del sufrimiento y la mortificación, sujeto a minuciosas formas y con una elaborada retórica para la negación de la violencia que le es propia. La pena de muerte se convierte en “un hecho burocrático, no en una oportunidad para el carnaval” (Pratt, 2006, p. 47).
Lo que en otros tiempos era una escenificación pública y una fiesta que suspendía lo cotidiano, se desarrolla ahora en la sección de condenados a muerte o en el patio de una prisión, únicamente con la presencia del personal de la prisión, un médico, un sacerdote, algunos periodistas y, si lo quieren, familiares de la víctima. Una bandera negra izada en el exterior de la prisión señala que ese día se ejecutará a un reo para que la pena de muerte sea más sombría y memorable por el silencio que ahora la rodea. La gente puede enterarse del drama a distancia, a través de los reportes de los medios de comunicación, y escuchan y leen las informaciones sobre cómo opera la silla eléctrica o la inyección letal y sobre la denegación de la petición de gracia.