es historiadora, crítica de arte y comisaria de exposiciones. Ha realizado su tesis doctoral sobre el accionismo vienés, y es autora de numerosos artículos y ensayos sobre teoría del arte, problemática del cuerpo y virtualidad, y construcción del imaginario, como Mitologías posmodernas, Lo sublime tecnológico o Cosmologías de la ciudad.
Premio Carmen de Burgos por la Universidad de Málaga, ha sido becada por la Stiftung Starke de Berlín para ultimar su libro Un mundo imaginario.
Directora de cursos, seminarios y ciclos de conferencias de estética, psicoanálisis y arquitectura, destaca su labor de comisaria de las exposiciones dedicadas a arquitectos y artistas como Eva Lootz, Paloma Novares, Rafael Moneo, Marina Abramovic, Tadashi Kawamata, Georges Rousse, James Casebere o Magdalena Jetelová.
Títulos de la colección Arte Hoy
1. Tonia Raquejo, Land art.
2. Feo. Javier San Martín, Fiero Manzoni.
3. Aurora Fernández Polanco, Arte Povera.
4. Carmen Bernárdez, Joseph Beuys.
5. Piedad Soláns, Accionismo vienés.
6. María del Mar Lozano, Wolf Vostell.
7. Sagrario Aznar Almazán, El arte de acción.
8. Javier Arnaldo, Wes Klein.
9. Javier Hernando, Emilio Vedova.
10. Josu Larrañaga, Instalaciones.
11. Lourdes Cirlot, Andy Warhol.
12. M.º Ángeles Layuno, Richard Serra.
13. María Ruido, Ana Mendieta.
14. Javier Chavarría, Artistas de lo inmaterial.
15. Patricia Mayayo, Louise Bourgeois.
16. Juan Vicente Aliaga, Arte y cuestiones de género.
17. M.º José de los Santos, Neoexpresionismo alemán.
18. José Gómez Isla, Fotografía de creación.
19. Pedro A. Cruz Sánchez, Daniel Burén.
20. Eva Fernández del Campo, Anish Kapoor.
El artista accionista transfiere a su propio cuerpo todo el poder plástico, metafórico, simbólico y semiótico que detenta el objeto artístico. El cuerpo se convierte en el territorio donde tiene lugar la creación y la destrucción, en la topografía del análisis de los límites y en la zona de resistencia de una subjetividad que, a través de la vulnerabilidad de la carne, se enfrenta violentamente al poder político, social y tecnológico.
Günter Brus, Otto Mühl, Hermann Nitsch, Rudolf Schwarzkogler... como un latigazo intermitente explotando en la faz del cuerpo social, las acciones de estos artistas se suceden durante los años sesenta, evidenciando la desgarradura de un sujeto que encuentra sus marcas, sus signos y su potencia de libertad en el cuerpo. Herido, alterado, agredido y empujado más allá del dolor, el cuerpo del artista abre en su piel, en su carne, en sus órganos y en su sangre las preguntas sobre su identidad.
NEREA
Ilustración de cubierta: Rudolf Schwarzkogler, Acción 4. Viena, 1965
Dirección de la colección: SAGRARIO AZNAR Y JAVIER HERNANDO
Primera edición: 2000
Segunda edición: 2007
© Piedad Soláns, 2000
© Editorial Nerea, S. A., 2000
Aldamar, n.o 38
20003 Donostia-San Sebastián
Teléfono: 943 432 227
nerea@nerea.net
www.nerea.net
© De las ilustraciones: los autores
Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro pueden reproducirse o transmitirse utilizando medios electrónicos o mecánicos, por fotocopia, grabación, información,anulado u otro sistema sin permiso por escrito del editor.
ISBN: 978-84-15042-08-2
EL CUERPO COMO LÍMITE
Límite y libertad
Cuerpo y grafía
Zock y revolución
Identidad y metáfora
Obra comentada: Acción Prueba de resistencia, de Günter Brus
LAS METAMORFOSIS DEL CUERPO
Cuerpo, metamorfosis, pintura
Forma, naturaleza, historia
Cuerpo y alquimia clínica
Cuerpo y tecnología
Obra comentada: Acción 6, de Rudolf Schwarzkogler
EL CUERPO COMO DRAMATURGIA DEL EXCESO
Erotismo, sexualidad, obscenidad
La liturgia sacrificial
Cuerpo sacrificado, cuerpo redimido
El cuerpo blasfemo
Obra comentada: Acción 31. La concepción de María, de Hermann Nitsch
MITOS Y DELITOS DEL ACCIONISMO VIENÉS
Palabra, cámara, acción
Lugar, espacio y temporalidad
“Yo” voluntad, “yo” poder, “yo” fracaso
Máscara, teatro, espejo
Obra comentada: Acción Poseo vienés, de Günter Brus
APÉNDICE
Textos teóricos
Textos de artistas
Acciones
BIBLIOGRAFÍA
Al lector
Agradecimientos:
A Sagrario Aznar por su incondicional apoyo y a Marta Ribas por su generosa ayuda. A los artistas vieneses; y al valioso trabajo de Hubert Klocker y la colaboración del Museum für Moderner Kunst Stiftung Ludwig, de Viena. Sin todos ellos, no se habría escrito esta obra.
Acercarse al accionismo vienés es difícil. No por el carácter cruento, violento y destructor de sus acciones, ni por sus contradicciones entre la acción y el objeto artístico, ni siquiera por las convulsiones agónicas que, como un electroshock interior, lo atraviesan y recorren. Acercarse al accionismo vienés es difícil y peligroso porque la palabra y la mirada constantemente chocan y se estrellan con un cuerpo que se lanza hacia su destrucción desde el flujo de las sustancias, los desechos y la sangre, desde las metamorfosis de la piel y de la carne, desde el furor, el arrebato y la violencia, desde una dramaturgia del exceso regulada por mecanismos analíticos de control. Y, ¿cómo hablar de esta destaicción con la palabra?, ¿cómo abordar la acción por el lenguaje?
Sumergirse en el accionismo vienés requiere el lenguaje de las acciones: un lenguaje que, con el propio tiempo de la acción, con la propia physis del cuerpo, se rompa, explote, se hiera, se coagule, fluya, se paralice o se precipite como una metralla. Un lenguaje que se inserte en ésta, que sea la acción, pero que, finalmente, se la sacuda y descubra su carácter conceptual. Pues a pesar del furor de la acción, ésta se inserta en un programa meditado de números y palabras. Y a pesar de su negación del arte, el accionismo sustenta en la violencia de la imagen toda su provocación y, al fin, la imagen deviene lo artístico a través de los medios de reproducción: fotografía, dibujos, bocetos, vídeo-films. Por eso lenguaje, acción e imagen, a pesar del intento por ser unidos, constantemente se separan, dejando intersticios vacíos por los que se escapa el texto.
He entramado el texto en un fenómeno que, a mi parecer, atraviesa gran parte de la estética negativa y la creación artística moderna: la lucha convulsiva del artista moderno por romper esa identidad construida en el espejo de una realidad que aprisiona lo subjetivo, buscando nuevas zonas de libertad en la destrucción de los límites. Quizás haya una cierta perversión al acercarse al accionismo en quienes, como nosotros, sabemos hoy el final de la historia: que la anhelada libertad del arte de acción en los años sesenta fue la última utopía que acabó por estrellarse, no contra el poder contra el que luchaba, sino contra su propio nihilismo. No cabe duda de que lo que encontró el accionismo al destruir la superficie del espejo fue el hallazgo de este rostro.
Junto con gran parte de las performances que tuvieron lugar en los años sesenta y setenta en el ámbito artístico europeo y americano, el accionismo vienés aparece como un fenómeno de límites. Y más aún, de traspasar, transgredir, desbordar los límites. Pero, ¿qué límites? Los límites de la obra, del soporte, del propio cuerpo, de la mente, del arte. Los límites del instinto, de la razón, del dolor, de la sexualidad; de la cultura, la sociedad y la historia. Y más allá del límite: asaltar, invadir, sumergirse en las zonas excéntricas de lo prohibido para hacerlas propias. El movimiento artístico que tuvo lugar en Viena entre los años 1965 y 1970, formado por un grupo de artistas austríacos como Günter Brus, Otto Mühl, Rudolf Schwarzkogler y Hermann Nitsch, junto con los escritores Gerhard Rühm y Oswald Wiener, tomó el nombre de accionismo vienés, accionismo, Aktionismus, acción como brutal oposición al verbo, al lenguaje, a la palabra, al pensamiento, ruptura con el arte como contemplación, arte como reflexión, arte como conocimiento. Total rotura del espejo y del mirar, del carácter especular del arte, de su condición de superficie especular, de su constante necesidad de transferencia a una materia externa, a un objeto externo, a un espacio externo, para situarse, colocarse, fundirse en el magma, en el núcleo germinal del fenómeno artístico: la propia psique, el propio cuerpo, o como diría Brus, “el ser vivo”. Pura acción abordando la matriz cosmogónica del fenómeno artístico como creación: caos, anarquía, revolución, revuelta, energía motriz, raíz generadora. Accionismo como acción del, o en el, origen: volver al (mítico) carácter ritual, colectivo y catártico del arte. Volver al caos, al (mítico) origen a través... de la destrucción. “Debemos esforzarnos en destruir la humanidad, en destruir el arte”, dice Otto Mühl. ¿Entonces? Volver al origen a través de la destrucción de los límites: de los límites construidos. Y ¿qué es lo construido, sino el mundo, el lenguaje, la propia concepción del “hombre”? Creación, destrucción, límite: éste es el triángulo, la zona de posibilidad en cuyos vértices, en cuyas lindes, los artistas del accionismo vienés se situaron mirando, tocando, rasgando, acuchillando, desde los bordes, la piel del abismo.
Los planteamientos artísticos del accionismo se enmarcaban en la corriente de movimientos corporales que, como fluxus, happenings, body art y las “ceremonias” de artistas como Klein o Manzoni, se extendieron desde los años sesenta por EE UU y países europeos como Alemania, Italia y Francia. Todos estos movimientos tenían como campo de acción artística el cuerpo, eliminando la obra como objeto y soporte, y traspasando la acción a una participación colectiva del espectador, renunciando a los circuitos comerciales y la mercantilización de la obra de arte por museos y galerías. Sin embargo, el accionismo vienés desde sus inicios se distinguió por su carácter violento y agresivo, el uso cruento del cuerpo, la violencia sobre la carne y la organicidad, la alteración de los modos de conciencia y la importancia de la sexualidad, planteando tanto una exploración en las zonas desconocidas, prohibidas, del cuerpo y de la mente, como una provocación a la moral, la religión, las leyes y las costumbres. El accionismo supuso un feroz ataque a la sociedad burguesa y especialmente a la Viena de posguerra, con todas sus secuelas monárquicas y militares, desde planteamientos psicológicos –el arte como terapia y liberación de las represiones sexuales, fanáticas y agresivas– y revolucionarios –el arte como política, es decir, como transformación del mundo, dentro del contexto ideológico de las revoluciones de mayo del 68, que conmocionaron Europa y Norteamérica. Pero, como condición de ser, los accionistas vieneses planteaban la negación absoluta del arte, de la estética y del artista, adoptando un papel transgresor, mesiánico y redentor en sus actuaciones frente al público. El proceso creador está, ha de estar, empapado de una violencia que, en palabras de Otto Mühl en Das Intrem (1964), se arroja a la cara del público: “Rajo la piel de la superficie y me revuelco sobre el ‘intrem’. Cuando estoy caliente agarro todas las válvulas abiertas y las arrojo con toda la fuerza de mi alma a las caras del público. De esta manera realizo la redención de mis contemporáneos y de las generaciones futuras”. Redimir, liberar, ¿qué, de qué y hacia dónde? Más que un programa intelectual o teórico, el motor de la libertad, la potencia de la acción, es la rabia, la furia, el pathos, el absurdo, la agresividad. El odio: “Odio a la gente y sus instituciones”, dirá Mühl. “Estoy lleno de un gran odio hacia todo lo que lleva cara humana”. Cara humana: una cara construida durante siglos como una máscara, como miles de máscaras que van conformando un rostro: “amo el animal”, afirma Mühl, frente al rostro artificial, enmascarado, producto y cirugía lentísima de la cultura y de los siglos. El artista vienés agrede esta cara, la acuchilla, la raja y ensucia, la destroza, hasta hacerla una masa que ya no es el rostro social, esa cara articulada, construida, una masa que elimine los trazos de la memoria, de la historia, las huellas de la cultura y de la vida social: “Me golpeo, doy patadas, abofeteo la cara, me azoto, muerdo, mojo el cuerpo”. Nitsch, en Acción 3 (1963), como Mühl, sacrifica su cuerpo al exceso, viola sus propios límites. Se trata de destruir, de violentar, de atravesar las superficies, de revolcarse en las materias y las sustancias execradas del asco, de la repugnancia: la sangre, la víscera, las heces, la carne. Sólo las sustancias conservan, frente al rostro humano, humanizado, frente al rostro lentísimo construido por la acción cultural de los siglos, su materia primaria, básica, elemental; su belleza terrorífica, animal, cósmica. Se trata de provocar el terror como reconocimiento de una forma primordial anterior al rostro; de nuevo, el magma abismal, el agujero negro, abierto y absorbente, de la creación.
Para crear, pues, hay que destruir el cuerpo. Conducir la acción al borde, más allá del límite. Empujar el cuerpo a la abyección, a la mutilación, a la metamorfosis, a la distorsión, a la aniquilación, hasta hacerlo irreconocible como producto de la técnica, de la civilización, sentirlo en la no conciencia humana, en lo animal: “Porque vivo en un mundo técnicamente civilizado a veces siento la necesidad de revolearme como un cerdo”, afirma Mühl en Das Intrem. Solamente desde aquí el artista –el contra-artista– puede acceder a una zona nueva, de libertad, de supuesta libertad: es la grieta abierta por Sade en Los ciento veinte días de Sodoma, por Kafka en el Gregorio Samsa de La metamorfosis, por Beckett en El innombrable, por Artaud, por Baudelaire, por Rimbaud, por Genet y Bataille. La grieta nunca cerrada. Pero esta libertad, esta grieta asomándose, avalanzándose, precipitándose hacia la libertad no abre, en realidad, una zona nueva, sino una zona “otra”, pues de lo que se trata es de oponerse, resistir, revolverse, atacar, escupir a la cultura, escapar, huir del mundo, ultrajar la zona habitada, perforar el pensamiento. Vaciar la máscara. “Cuando se está en el interior de la máscara”, dice el performer Paul McCarthy, “se tiene una conciencia aguda de los agujeros a través de los que se mira”. Los agujeros del rostro-máscara son los vacíos por donde fluyen y refluyen espacios de una identidad por explorar. Mirar por los agujeros: des-cubrir. En el borde de los agujeros el artista elige: saltar o morir. Y salta. Pero no cae en la libertad –última utopía, u-topos, lugar de nadie, ningún-lugar, no-lugar– sino en la zona de la abyección, de la no-identidad, de la animalidad, de la conciencia del dolor, de la belleza, del terror, del exceso, de la sustancia. Es la zona no hollada por la cultura, la zona en que sólo se adentra el ritual (verter sangre, hender vísceras, cortar miembros) en un viaje y circuito por el cosmos. De aquí el (supuesto) carácter ritual del accionismo vienés: no podría ser de otra forma: crear, como ya anticipó Pollock en sus danzas action-painting alrededor del cuadro, es un trazado cultual, un baile de grafías, pasos, marcas, huellas y gestos sin significación por el cosmos. Pero ahora, en el accionismo vienés, sin los circuitos, los viajes, las circunvalaciones cósmicas. Fin de parada: el hombre. Ahora el universo se pliega en el límite de sí mismo, y en el codo interno de este pliegue aparece lo humano como la resonancia de un espejo devuelta hacia su rostro. Ahora solamente está lo humano, o mejor: lo que, de lo humano, ha de ser abolido, derrumbado, transgredido, llevado a su propio pliegue, a su límite, desbordado más allá del límite para hallar el otro ser, el alter ego, lo negado, lo mosntruoso, lo prohibido, para reconciliarse con la vida, encontrar de nuevo la sustancia original de una creación a la que constantemente antecede la muerte, o mejor: creación que es, a la vez, muerte.
El accionismo vienés lleva al límite la conciencia de escisión romántica, el drama de existir arrojado fuera del paraíso –la naturaleza, la matriz-cosmos materna–, del propio ser y del denso espesor de la animalidad. El drama de existir para la muerte, para el movimiento efímero con que la cuchilla en la mano de Brus rasga la carne. El conflicto es irresoluble: Brus, Nitsch, Schwarzkogler y Mühl se precipitan al existencialismo como posición última, como pura expresión litúrgica del drama que tiene su topos y su caligrafía en el propio cuerpo. El cuerpo se convierte en la pintura, en la escultura, en la expresión plástica. Es la superficie material, pictórica; es la materia, la sustancia que permite surgir, a través de la acción, el nuevo ser. “La acción material”, dice Mühl en La degradación de Vemus, su primera acción en 1963, “es pintura yendo más allá de la superficie pictórica; el cuerpo humano, una mesa, una habitación se convierte en la superficie pictórica, y el tiempo se añade a la dimensión del cuerpo, del espacio. El hombre no aparece como hombre, como persona, como entidad sexual, sino más bien como cuerpo con ciertas propiedades. En la acción material se rompe como un huevo y revela la yema”. Lo que se llama humano, es pues, la cáscara, la envoltura que oculta un ser latente, germinal –la yema– del que nacerá ese otro ser ahora oscuro, subterráneo, rechazado, al que no le es permitido latir, respirar, jadear, vivir por la sociedad, la religión, la cultura. El artista, la acción material, el cuerpo son horizonte de libertad, horizonte de posibilidad, germen, masa fermentada, carne fecundada por la violencia de la mano que hiere, que raja, que extirpa. El cuerpo es el campo, la zona donde transcurre la liturgia dramática, el psicodrama que hará posible la revelación. Según Mühl “sólo cuando esta basura sea eliminada será posible existir como hombre libre”. En El talento necesario, en 1968, Schwarzkogler escribió, poco antes de suicidarse arrojándose por una ventana, “la determinación de ser libre”.
El accionismo vienés se revela al fin como una argamasa –pura energeia– de romanticismo, de expresionismo, de existencialismo y como motor de todo ello, una fuerza de transformación dionisíaca en cuanto a que se afirma en la creencia de una redención a través del paso por lo abyecto, por lo desechado, por ese carácter demoníaco de la violencia, la sangre y la sexualidad. La intención ética del artista es acceder a esta redención creativa a través de lo que Otto Mühl llama su “apparatus”, como escribe en un texto titulado M-Apparatus, en 1962: “La libre admisión de las verdaderas corrientes creativas es la intención ética de mi “aparato": sadismo, agresión, perversión, deseo de dominio, avaricia monetaria. Las estéticas del charlatán, de la obscenidad y el pozo negro son los medios morales contra la conformidad, el materialismo y la ignorancia”. Hay además una alquimia en la acción material, un proceso sustancial y elemental del propio cuerpo a través de la sangre, la carne, las vísceras, los desechos, que transforma al hombre: de la oscuridad a la luz, de la materia al espíritu, de la cáscara a la yema, de las heces al oro, de la basura, como dice Mühl, al hombre libre. Una alquimia dramática: “a lo oscuro por lo oscuro, a lo ignoto por lo ignoto” de la tradición alquímica medieval y mística; a la libertad por la inmolación, el sacrificio, la tortura. O simplemente, una alquimia anti-médica, anti-quirúrgica, anti-clínica. La acción artística es una forma, como diría Mühl, de “evitar úlceras. Hay dos actitudes que hacen justicia a nuestro tiempo: la del esquizofrénico o la de M. M. es una cadena de escándalos y blasfemias. Tan pronto como lo austríaco aparece en mí, me vuelvo hacia M-Apparatus para evitar úlceras”. Ese jugo político, moral, social que corroe las membranas, las mucosas, los tejidos es combatido por el M-Apparatus: las estéticas del pozo negro, de la obscenidad, del escándalo.
Para la mirada actual, esa mirada anestesiada, aséptica y virtual con que la posmodernidad extiende por las pantallas de un mundo inaprensible sus visiones, la acción de los artistas vieneses aparece como una fiebre excéntrica, un febril paroxismo. Sin duda la lectura de autores como Sigmund Freud, Carl G. Jung, Wilhelm Reich o Herbert Marcuse, que tanto influyó a Hermann Nitsch, Günter Brus y Otto Mühl, adquiere para la óptica posmoderna una dimensión diferente, más ligada al lenguaje y a la memoria del diván del psicoanalista –esa otra “ciénaga”, como la llamaba Deleuze– que a la liberación del instinto por la acción desenfrenada, como ocurrió en los años sesenta. Y la acción de los accionistas vieneses se presenta como incomprensible, misteriosa, fuera de lugar, desaforada. Es indudable que Sigmund Fred no secundaría las cuchilladas y torturas de los artistas vieneses, como tampoco apoyó las búsquedas surrealistas en pintura y literatura en los años veinte, tal como intentó Breton, mirándolas desde su posición científica a través de una prudente y fría distancia. Y es evidente que la interpretación que pueda hacer el artista de la obra freudiana a menudo tiene poco que ver con una lectura de la teoría psicoanalítica. Sin embargo, en Thoughts on Viennese Actionism (1989), Konrad Oberhuber arroja cierta luz sobre la proyección de la obra de Freud y las terapias psicoanalíticas en el accionismo. Para Oberhuber, y como he venido señalando, “El problema en todo esto es el de la libertad. Lo que quiere decir ser libre. Freud proporcionó a los accionistas la respuesta de que ser libre quiere decir seguir las corrientes reprimidas, liberar las fuerzas inconscientes”. Así, Nitsch afirmaría en Die Eroberung von Jerusolem, publicado en Berlín en 1974: “Cuando todavía creía en el sentido, la estabilidad y el orden de la sociedad humana, pensé que con mi obra podía ofrecer una especie de salida, a través de la cual todo lo suprimido e inhibido podía ser reaccionado y eliminado. Acepté las huellas humanas del psicoanálisis de Freud, que me enseñó a mirar en el abismo del éxtasis y la agresión”. El “abismo del éxtasis y la agresión” no parecieron ser, sin embargo, los objetivos de la cura psicoanalítica freudiana. Sin duda, el accionismo vienés se apropia de una dimensión terapéutica y psicoanalítica que legitima su destrucción como fin último de libertad.
Para comprender las pretensiones del movimiento, la estética de “la libertad por la destrucción” no puede ser descontextualizada de la Europa emergente en los años sesenta y de las revoluciones libertarias del 68, con su actitud de crítica y ataque al Estado como aparato represor de la libertad del individuo. Las acciones más radicales de los artistas vieneses se producen en los años de la guerra fría, de las guerras de Vietnam y Corea, de la reorganización de las estructuras políticas de los gobiernos y la economía del bienestar tras la destrucción de la Segunda Guerra Mundial, de la definición de territorios en el Tercer Mundo, de la expansión económica de las multinacionales, de la nueva conformación y control de la sociedad a través de las redes mediáticas e informáticas y de la tecnología. En todo ello confluyen para el movimiento vienés, como para gran parte de las luchas revolucionarias y los intentos de una sociedad alternativa por numerosos grupos artísticos e intelectuales durante estos años, esas corrientes románticas, existencialistas, expresionistas, místicas, psicoanalíticas y revolucionarias que impulsarán la acción al límite, a la transgresión del límite, a la libertad por el exceso... como última utopía.
“Mi cuerpo es la intención, mi cuerpo es el proceso, mi cuerpo es el resultado”. Con estas palabras Günter Brus definía en la Viena de 1965 lo que era el lema –y el dilema– del accionismo vienés y de gran parte de la performance y el body art: el cuerpo como zona artística, territorio de la acción, de los fenómenos, de los procesos y de la propia obra. Abandonado el lienzo, el soporte, la materia escultórica, el cuerpo se convierte en el topos de la creación, el lugar donde las fuerzas psíquicas del artista se concentran, la topografía del análisis, la búsqueda, la experimentación... y la destrucción: toda la carga anímica se desplaza al cuerpo. La carne, la piel, las vísceras, los órganos, las venas, los desechos son los materiales con que el artista trabaja y articula, frente al público, su acción. Pero también el espacio, el tiempo, el suelo, el animal, cualquier objeto forman parte de la acción, y no como mera escenificación, sino traspasándoles unos contenidos psíquicos que se vierten, interpenetran y relacionan con el propio cuerpo. Como señala Catherine Perret en Quand les limites s'exposent, “el cuerpo, parafraseando una fórmula romántica, es un estado de alma, una representación del espacio psíquico”.