Arte de contexto
JORDI CLARAMONTE ARRUFAT
N E R E A
Ilustración de cubierta: TCC by NC Área Táctica del CSA La Tabacalera, intervención sobre un cartel de Josep Renau.
Dirección de la colección: Sagrario Aznar y Javier Hernando.
© Jordi Claramonte Arrufat, 2011
© Editorial Nerea, S. A., 2011
Aldamar, 38
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E-ISBN: 978-84-15042-20-4
Maquetación: Eurosintesis.com
A currito, santi, chelo, ernesto, mercedes, david, carlos de usera, sergio, carolina, david otra vez, leo, titi, josian, cacharrito, jaime, centenera con su bebé, y por supuesto david, de nuevo y van tres
A MODO DE INTRODUCCIÓN
LO TÁCTICO
• Un Lobby Feroz en la cornisa
• Articulación social y política
• Quiebra de la representación
• La importancia de guardar las formas
• Obra comentada: acción de Ne Pas Plier
LO ESTRATÉGICO
• La acción directa como una de las Bellas Artes
• El giro estratégico: Las Agencias
• La autonomía contagiosa
• El gusto por la institución y viceversa
• La cuestión de la generatividad
• Un cierto valor antropológico: omnia sunt comunia
• Antagonismo biopolítico o, si preferís, cuando lo personal es modal, y lo modal es susceptible de articulación política
• Obra comentada: Priority for people
LO OPERACIONAL
• Lo que no es arte contextual
• Desde Rusia con amor y cierta complejidad
• Modos de organización y modos de relación
• Teoría de sistemas y estética modal
• Yomango
• Pluralismo, relatividad y valor de verdad
• Obra comentada: The Yes Men
CONCLUSIÓN: NIVELES DE EFECTIVIDAD SOCIAL Y ARTE DE CONTEXTO
BIBLIOGRAFÍA
A modo de introducción
Hacia finales del siglo XIX se hizo innegable el agotamiento de un primer ciclo de la autonomía moderna, en el que los artistas se habían esforzado en acumular negatividad y marcar distancias, en plan Lautréamont, de cualquier cosa que sonara a burgués o a persona normal. Llegado ese momento pareció imponerse la necesidad de desplegar toda esa negatividad acumulada. La necesidad de ser absolutamente moderno iba a llevar implícita la necesidad de cambiar la vida y el mundo social en el que esta se desarrollaba. De modo muy torpe aún, los artistas de Arts and Crafts, los poetas del simbolismo y las primerísimas vanguardias mostraron una creciente preocupación por calibrar el modo en que las formas innovadoras con las que trabajaban podrían desbordar los limitados ámbitos del mundo del arte para invadir y modificar la sociedad en su conjunto. Se pretendía actuar de tal manera que esas formas fueran los soportes y las avanzadillas de un nuevo espíritu, de un mundo nuevo… nada menos. Para ello era fundamental crear un nuevo papel social para el arte, un papel que haría del artista un participante significativo en la organización y construcción de la vida social. Por supuesto, nada de todo esto emergería limpiamente y sin trompicones. Más bien al contrario, esta es una historia llena de pasos en falso y de dudas. En muchos casos, apenas se decide que el arte, o la sensibilidad estética más bien, puede y debe implicarse en la conformación del mundo social, se estipula que los artistas son del todo incapaces de realizar semejante tarea. Así, por ejemplo, Saint-Simon y sus seguidores, que en su día también habían acordado un papel visionario para los artistas, tuvieron cuidado de distinguir dos tipos de actos: los discursivos, mediante los que los artistas postulaban objetivos, miras y proyectos, y los pragmáticos, mediante los que los industriales realizaban la implementación práctica de dichos planes. Esta división, que hacía de los artistas meros exponentes de sus visiones y proyectos, ha encontrado su continuidad en las teorías de Habermas que distinguen entre la acción comunicativa y la instrumental, o en el trabajo de Giddens que establece la diferencia entre conciencia discursiva y conciencia práctica. Esto no contrasta en absoluto con la tradición hegemónica que ha tendido a pensar en el arte como si de una práctica de representación se tratara y, con ello, ha construido un cinturón sanitario que ha impedido que cualquier cosa que se hiciera en términos artísticos, o se pensara en el dominio de la sensibilidad estética, pudiera tener alguna virtualidad de transformación social o política por sí misma.
Como no podría ser de otra manera, esta visión de representación, que reducía las prácticas más críticas a simulacros de sí mismas, comenzó a ser cuestionada. Poco a poco se fue haciendo evidente que no era de recibo seguir funcionando con las viejas dicotomías que habían estructurado el pensamiento y el mundo de la burguesía decimonónica. No podía seguir contraponiéndose lo real y lo simbólico, lo objetivo y lo subjetivo, como si solo hubiera caído una manzana sobre la peluca de Newton. Muchas más cosas tuvieron que caerle encima al bueno de Newton para que las prácticas científicas acabaran por asumir, ya a mediados del siglo xx, que sus verdades no eran en absoluto independientes de los modelos epistemológicos desde los que las construían. De igual modo, resultó claro que no podíamos seguir separando las prácticas artísticas del pensamiento que las articulaba y las desplegaba, ni podíamos seguir considerando el contexto como un mero aderezo o complemento de orden sociológico: había que asumir que el contexto, en un sentido amplio, era parte constitutiva de la práctica artística y la experiencia estética.
Fue en la década de los años sesenta cuando se hizo evidente la necesidad de pensar en el tránsito desde un arte de objeto hasta un arte de concepto. A ese respecto, Simón Marchán Fiz sostenía que era insuficiente una contemplación de la obra de arte que no tomara en cuenta las condiciones intelectuales de su producción, una contemplación que no enmarcara la obra en las teorías que la fundamentaban. En el recuento de Marchán, que hizo las veces de documento fundacional de toda una generación de artistas y pensadores en nuestro país, se le daba un peso muy importante a la noción de poética, toda vez que «cada obra documenta el estado de reflexión estética de su autor o de una tendencia en una concepción dinámica del arte. Tan necesario como percibir la obra concreta es actualizar los conceptos teóricos anteriores a dicha obra, sus presupuestos productivos y receptivos...». El paso del arte de objeto al de concepto implicaba incorporar el contexto poético, y hasta cierto punto social, a la consideración misma de la obra, que ya no podía ser tomada en cuenta como un objeto aislado.
En ese sentido, Marchán Fiz sostenía que las poéticas se habían vuelto susceptibles de convertirse en el núcleo del programa de la producción artística «hasta desplazar a la misma obra como objeto físico». Este desplazamiento de la obra llevaba implícitas, al menos, dos líneas de proyección política que enlazaban y prologaban los planteamientos de cambio social propios de la vanguardia.
En primer lugar se trataba, mediante el proceso por el que las poéticas tendían a sustituir la comparecencia misma de las obras en su materialidad, de intentar eludir los procesos de conversión en mercancía de toda producción de índole cultural a los que el capitalismo tardío mostraba tanta propensión. Se pensó —un tanto ingenuamente quizá— que si no había obra que comprar, no habría proceso mercantil.
En segundo lugar, esta extensión del arte hacia el concepto pretendía dar cuenta de la posibilidad de que cualquiera, sin tener que pasar por un proceso de formación técnica o material, pudiera convertirse en artista, al ser capaz de percibir y producir conceptos, es decir, poéticas generadoras de relaciones objetuales, liberadas de la violencia de la razón instrumental, relaciones objetuales tan gozosas y juguetonas como el God, de la baronesa von Freytag Loringhoven, o las composiciones Merz, de Kurt Schwitters.
El caso fue que el primer movimiento mediante el que se pretendía pensar en el concepto como dispositivo susceptible de eludir el proceso mercantil quedó cancelado, en la medida en que se hizo evidente que este podía asentarse sobre cualquier excusa: bastarían las notas, fotografías o cualquier documentación del proceso artístico, para seguir alimentando la máquina de hacer dinero que ya era el mundo del arte.
A su vez, el segundo movimiento, el que trataba de eludir las restricciones que limitaban la creatividad a los profesionales del ramo, y su uso exclusivo de los materiales y procesos reconocidamente artísticos, quedó neutralizado al imponerse una interpretación de las estrategias objetuales de la vanguardia que, lejos de ampliar a todo hijo de vecino la posibilidad de una conducta creativa, acabó por limitar definitivamente la posibilidad de una relación liberada y creativa con los objetos y situaciones solo a aquellos personajes convenientemente sancionados como artistas por las instituciones pertinentes.
En consecuencia, el tránsito del arte de objeto al de concepto no ha servido finalmente ni para cuestionar o desplazar los procesos de mercantilización del arte, ni para desterrar la restricción social de la creatividad. Más bien al contrario, diríase que ambos efectos han salido reforzados de los envites del arte de concepto. La imagen que la alta cultura moderna nos sigue proporcionando de sí misma establece que el arte es el producto resultante no tanto del oficio, cuanto del pronunciamiento, más o menos arbitrario, de una figura privilegiada en tanto que dadora de aura: el artista. Basta que el artista escoja o señale un objeto cualquiera, para que este asuma esa extraña condición según la cual deja de ser un urinario o una rueda de bicicleta para convertirse en algo mucho más valioso e imponderable: una obra de arte. La modernidad artística, especialmente en su versión anglosajona, y desde la recepción que se ha querido hacer de obras como la de Duchamp, ha evitado cuidadosamente considerar los dispositivos relacionales que el objeto, o el concepto, señalados por el artista, podían poner en funcionamiento. Ha evitado, con ello, reflexionar en profundidad sobre la experiencia estética, y ha preferido cerrar un circuito en el que a este artista, capaz de otorgar artisticidad, en función de su sola voluntad o señalamiento, se le unen el museo y la galería como lugares privilegiados para la ostentación de la artisticidad producida, así como los únicos ámbitos —pomposa y circunstancialmente denominados mundo del arte— legitimados para señalar a este o aquel sujeto e instituirlo como artista. De este modo se ha escamoteado, en definitiva, la reflexión sobre el funcionamiento concreto del arte en tanto que experiencia individual, social y antropológica, para darnos, a cambio, una seca tautología de poder, mediante la cual nos queda claro que la institución Arte escoge quién es y quién no es artista, y que el artista, así escogido, decide qué es y qué no es Arte.
A esto podría haber quedado reducido, a manos de la teoría institucional, el tránsito del arte de objeto al arte de concepto. Empero, en la última década del siglo xx, y aprovechando lo que de aprovechable hubiera en movimientos tan diversos como la Internacional Situacionista, los provos, el punk o la antiglobalización, se ha generado una red relativamente amplia de prácticas artísticas social y políticamente articuladas. Prácticas que se podrían caracterizar por el cuidado que ponen en la contextualización productiva y política de su trabajo y que, por ello mismo, suelen exceder el marco de concepción, producción y distribución acotado para el arte en la alta cultura moderna.
Estas prácticas artísticas, social y políticamente articuladas, lejos de producirse en los cráneos o los estudios privilegiados de los artistas, para luego mostrarse en museos y galerías, toman partido, decididamente, por procesos de producción social más amplios, en los que el peso que se daba al misterioso procesamiento de un concepto en la cabeza del artista se traslada ahora al trabajo mediante el cual se critica o se postula todo un contexto relacional y situacional que, sin tener que abandonar en absoluto las herramientas estrictamente artísticas, es presentado como elemento central de un nuevo orden de productividad artística y experiencia estética. Se trata, por tanto, de una extensión y una intensificación del proceso que hemos visto describir a Marchán Fiz: el proceso de contextualizar, que conllevaba considerar las poéticas no como un complemento susceptible de ser añadido a voluntad, sino como parte integral de las obras. Dicho proceso se agudiza ahora para proceder a considerar ya no solo las poéticas, sino los contextos mismos de articulación social y política como integrantes radicalmente pertinentes de las obras.
Se trata de prácticas que algunas veces se han descrito como colaborativas, en la medida en que el artista ya ha dejado de ser el artífice solitario de su propio medio homogéneo, el que muele su chocolate en soledad, para proceder a incorporar, como un momento crucial de la construcción de la práctica artística, determinados procesos de negociación y colaboración con otros actores, cuya formación artística puede ser baja o nula, pero que, en cambio, pueden aportar un alto grado de articulación social y política. Esta articulación —sobre la que reflexionaremos en detalle— contribuye, en la misma medida que la coherencia formal, a la compactibilidad y densidad de la propuesta artística contextual. No puede ser de otra manera, puesto que uno de los vectores de su definición como tal práctica artística consiste precisamente en ese arraigo y esa trabazón relacional.
Asimismo se opta por procesos de distribución en esferas públicas menos segregadas socialmente que las del mundo del arte, y que pueden oscilar entre las pequeñas comunidades vecinales y los grandes medios de comunicación y de relaciones sociales y políticas, siendo este proceso de distribución y recepción no un mero residuo de la productividad artística, sino un factor central para su comprensión y retroalimentación. El nuevo arte de contexto no solo se produce socialmente, sino que no puede entenderse sin esta distribución igualmente social: las prácticas artísticas en cuestión no se despliegan y se cumplen únicamente en la calle, en las manifestaciones o en las asambleas, sino que es allí precisamente donde cobran pleno sentido, puesto que es en estos ámbitos donde se dan cita los elementos sobre los que la práctica artística politizada debe intervenir, afectando a los modos de relación y organización social, técnica, económica y psíquica, como pedía Hannes Meyer desde la Bauhaus más roja.
Obviamente, lo suyo es que estos procesos de contextualización radical no sean fácilmente impostables. Por eso no es de extrañar que, cuando se ha tratado de hacer arte de contexto —con más, o menos, buena voluntad— entre los muros blanqueados de las instituciones museísticas, se haya producido un efecto de extrañamiento respecto de algunos de los componentes relacionales, socialmente productivos, de la práctica que se pretendía social y políticamente articulada. En semejantes contextos de distribución no es sorprendente que las posibilidades con que cuenta la obra para contagiar su estructura interna a la estructura de organización social queden desactivadas —tras un crujido frío y seco, como dirían nuestros clásicos— o que, en cualquier caso, acaben por funcionar de modo completamente diferente.
A esta dificultad que el arte de contexto experimenta para su correcta distribución, discusión y reprogramación, en el marco de las instituciones de la Alta Cultura, se debe añadir aún algún otro elemento: una de las características de la evolución social, política y artística en las últimas décadas es la que podríamos denominar como una cierta quiebra de la representación, de forma que ya no es legítimo representar los antagonismos o los conflictos —ni tan siquiera como casos de estudio— dentro de los muros de una institución que no puede sino extrañar sus términos y posibilidades. Por lo demás, esta misma quiebra de la representación hace evidente el descrédito de toda tentativa procedente de artistas socialmente privilegiados por representar o dar voz a colectivos desfavorecidos: no hay, para ninguna práctica artística que pretenda ofrecer una performatividad política, más remedio que asumir con madurez que el nivel de intervención en el que debe situarse es el del contexto de producción política y social sobre el que se pretende intervenir, por mucho que esto siga siendo menos eficiente en términos de promoción dentro del mundo del arte. Se trata con ello de sostener y destacar que el arte de contexto supone una ampliación clarísima de la base productiva de las prácticas. La autoría de las prácticas social y políticamente articuladas se desplaza definitivamente hacia un procomún constituido por miríadas de tramas relacionales, de lógicas distributivas de la percepción y la organización relacional y comunicativa, tramas de las que hablaremos enseguida.
Antes de comprometernos en una discusión teórica de mayor calado, no obstante, hay que constatar que toda reflexión sobre este tránsito del arte de concepto al arte de contexto debe dar cuenta de los peligros de pretender resolver las nuevas prácticas artísticas social y políticamente articuladas haciendo uso de un utillaje exclusivamente sociológico. Así, es preciso señalar cómo determinados discursos parecen haber leído, sin demasiado aprovechamiento, las famosas últimas líneas del ensayo de Benjamin en que este recomienda «politizar el arte». Semejante consejo se ha tendido a interpretar —en abierta discordancia, por cierto, con las tendencias que el mismo Benjamin apoyó e investigó— como una suerte de exigencia tendente a disolver lo artístico en lo meramente político, asumiendo que lo que es político se encuentra perfectamente acotado y definido por las prácticas políticas e incluso —Dios nos ampare— por los partidos políticos realmente existentes. Esta tendencia ha creído entender que había que dejar de hacer arte para dedicarse ya solamente a hacer política, como si dicho hacer política indicara ya de por sí un ámbito efectivo, saneado y puro, lejos del decadente ambiente de la producción artística; como si la producción artística, entendida en toda su dimensión relacional, no estuviera constitutivamente tramada de posibilidades de intervención política. Esta escuela parece estar dispuesta a asumir sin rubor que, cuando hablamos de arte político, no cabe aplicar otros criterios que los que cabría aplicar al valorar la efectividad de un mitin o un folleto electoral.
Aunque no fuera más que por evitar los peligros e inconsistencias de este voluntarismo político, parece de todo punto evidente que no podemos limitarnos a mostrar el tránsito del arte de concepto al arte de contexto sin pensar en cómo podría aparecer un aparato conceptual y crítico, capaz de dar cuenta a la vez de la densidad formal de toda obra de arte, así como de la dimensión esencial y constitutivamente social y relacional que caracteriza el arte de contexto que nos interesa. Para ello iremos discutiendo algunos casos concretos, que muestran las líneas de evolución que nos llevan del arte de concepto al arte de contexto.
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Clausewitz definía la táctica como la formación y conducción de combates aislados, mientras que por estrategia entendía la estructuración de conjunto de esos combates, orientada a un determinado fin de orden más general.
La táctica sería entonces, si se quiere, el arte de ganar las batallas, mientras que la estrategia sería, más bien, el arte de planificar y ganar las guerras.
La táctica funciona en la pequeña maniobra, que dispone y mueve las unidades, que distribuye los recursos disponibles, regulando y coordinando acciones en un tiempo y un espacio concretos. Esta definición encaja bien en la etimología griega de taktos.