© de esta edición Metaforic Club de Lectura, 2016
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© Alfredo Gómez Cerdá, 1994
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ISBN: 9788416873036
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Mi padre vivió siempre en el lugar en que nació. Conociendo su carácter, creo que fue una suerte para él. Nunca le gustó salir del perímetro reducido del barrio. Sin embargo, la pasada primavera se marchó y a todos los que le queríamos nos dejó desconsolados. Ha sido el único y el último viaje de su vida.
A su memoria está dedicado este libro.
(Navidad, 1993)
Mi amiga Montse me llevaba en su nuevo coche hasta la estación de Sants.
—¿Sigues teniendo miedo a los aviones?
—No.
—Y entonces…, ¿por qué no regresas en avión?
—Si hay tren, siempre viajo en tren. Sólo cuando no hay más remedio tomo el avión.
—Pues eso quiere decir que sigues teniendo miedo al avión.
Veníamos de las afueras y atravesamos gran parte de la ciudad por la Diagonal, que sólo abandonamos al llegar a la plaza de Francesc Macià para girar a la izquierda. Serían las cinco de la tarde, poco más o menos. No recuerdo haber mirado el reloj entonces, pero reconstruyendo con posterioridad todo lo que hicimos aquel día fácilmente pude deducir la hora. A las cuatro y media habíamos salido de un colegio que está situado entre Badalona y Sant Adrià. Hay una calle larga: una acera es Badalona y la contraria Sant Adrià.
Habíamos hablado de libros en aquel colegio a un grupo de estudiantes que parecían interesados por todo lo que decíamos y que nos asediaron a preguntas. Creo que entre todos conseguimos llenar de magia el soporífero horario de la tarde. Era un día de invierno, claro y soleado.
Montse y yo hablamos de aquellos estudiantes.
—Desde que te leyeron por primera vez, hace ya un par de años, te siguen con fidelidad y entusiasmo.
—Es reconfortante.
Hablamos después del coche nuevo de Montse, una furgoneta amplia con unas graciosas cortinas enrollables en las ventanillas traseras.
—En el verano me gusta ir de camping —me explicaba—. Y aquí cabe todo. Incluso se puede dormir dentro.
Hablamos por último de Barcelona. De los nuevos accesos. De las nuevas avenidas. De los nuevos hoteles. De los nuevos parques. De los nuevos edificios…
—Hay tráfico, pero es fluido —comenté.
—Sí, sí… Pero te aseguro que a veces se forman atascos fenomenales. Aunque, eso sí, los Juegos Olímpicos han servido para mejorar un poco la circulación.
Por eso, estoy convencido de que cuando el coche de Montse llegó a la enorme Plaza dels Països Catalans serían, poco más o menos, las cinco de la tarde.
—No hace falta que entres en la estación —le dije entonces a Montse—. Déjame por aquí, en cualquier sitio donde puedas parar.
Detuvo el coche en doble fila, al final de una hilera de taxis que aguardaban viajeros junto a la estación. Nos bajamos un instante, abrió la portezuela de atrás y me dio la bolsa donde llevaba mi pequeño equipaje.
—¿A qué hora sale tu tren? —me preguntó.
—Tarde. A las diez y media.
—Te aburrirás.
—De ninguna manera. Ahora dejo el equipaje en consigna e inmediatamente después me voy a dar un largo paseo. Quiero ver todo esto. Lo noto muy cambiado. Pienso llegar hasta la montaña de Monjuïc y ver el estadio olímpico y…
Un autobús urbano, al que cerrábamos el paso, comenzó a dar bocinazos con estruendo. Su conductor nos lanzó una mirada furibunda. Nos despedimos a toda prisa.
—Adeu, Alfredo, bon viatge.
—Adeu, Montse.
Montse volvió a entrar en el coche y partió al momento, seguida por el autobús, cuyo conductor no dejaba de mover la cabeza de arriba abajo y de pronunciar palabras que, aunque no podía entender, sin duda alguna no serían muy amables.
Con la bolsa de viaje en la mano me dirigí hacia la entrada principal de la estación, pero antes de franquear la puerta me detuve un instante y me volví. Todo en la inmensa Plaza dels Països Catalans me parecía distinto: esos edificios modernos, algunos de ellos hoteles, que no recordaba haber visto en mi última visita a Barcelona, hacía ya unos cuantos años; la misma sensación tenía al observar los cuidados jardines del Parc de l’Espanya Industrial, que se extienden a la derecha de la estación, una mezcla perfecta de verde, agua, piedra y asfalto, con esa hilera de faros que le dan un aire entre marinero y surrealista.
Recordé entonces esos barrios tan populares, que se extienden por detrás de la estación, por los que había paseado placenteramente en otras ocasiones y que tanto me habían gustado: el barrio de La Bordeta, el barrio de Hostafrancs y, sobre todo, el barrio de Sants, del que toma nombre la estación. Creo que «Sants» es la palabra emblemática de la zona, es el nombre de un barrio, de una calle, de una plaza y de una estación de ferrocarril. ¿Qué más se puede pedir?
Pensé de pronto que este barrio, que la proximidad del edificio de la estación me impedía vislumbrar, no podía haber cambiado tan de repente. Se puede remodelar una estación, una plaza…; pero un barrio como el de Sants es otra historia. Sentí entonces una urgente necesidad de dejar el equipaje en consigna y comenzar a caminar por aquellas calles que imaginaba bulliciosas, llenas de pequeñas tiendas, animadas al máximo a media tarde. Deseaba redescubrir todas las cosas que de repente acudían a mi memoria.
Decidido, franqueé la puerta de la estación y entré. El interior también me sorprendió, todo volvía a resultarme nuevo. El aspecto era magnífico en su conjunto, con esos suelos brillantes de losetas grandes, unas marrones con vetas blancas y beiges las otras, lo mismo que las paredes y las columnas. Todo estaba muy limpio, a pesar de lo cual varias personas con uniformes azules barrían y recogían del suelo cualquier desperdicio arrojado por algún desconsiderado. Cada cosa parecía estar en su sitio, y para que nadie pudiese perderse, grandes carteles informaban con detalle: taquillas, consigna, andenes, información, teléfonos, aseos…
Al fondo del vestíbulo principal se alineaban las taquillas, bajo enormes paneles enmarcados en azul donde de manera electrónica se iban señalando los distintos horarios de llegada y salida de trenes, tanto de cercanías como de largo recorrido.
—Muy bonito —pensé en voz alta—. Y muy funcional.
Luego, traté de localizar lo que en ese momento más me interesaba: la consigna. Enseguida vi algunos carteles que me mostraban la dirección. La consigna, me informaban esos carteles, se encontraba a la izquierda del gigantesco vestíbulo. Comencé a caminar en esa dirección. Pasé junto a una gran cafetería, una tienda de souvenirs, un restaurante, una oficina bancaria, una zona de asientos metálicos pintados de azul marino… Y cuando las cabinas de consigna se hallaban ya a mi vista me detuve un momento.
De repente, caí en la cuenta de que algo raro había visto durante el breve recorrido. En realidad, no se trataba de nada extraño, pero a mí, por algún motivo, me había llamado la atención. El hecho era que tenía la sensación de haber visto a muchos viejos; no una o dos docenas, sino más. Quizá cien viejos. Quizá doscientos o trescientos. ¿Sería posible? ¿Lo habría soñado?
Me volví con curiosidad y allí estaban.
Dejé la bolsa en el suelo y me froté los ojos con cuidado, para no descolocarme las lentillas.
«¿Acaso me he confundido de sitio y en vez de entrar en la estación me he metido en un asilo de ancianos?», me pregunté.
Miré a mi alrededor para cerciorarme. No cabía ninguna duda. Aquel lugar era el vestíbulo principal de la estación. ¿Quién podía dudarlo? Además, y para confirmar lo que ya de por sí resultaba evidente, por la megafonía, en catalán y en castellano, se anunció la inmediata salida de un tren de cercanías con destino Mataró.
Y si aquello era la estación de Sants, ¿qué hacían todos aquellos viejos pululando por allí? Recogí la bolsa del suelo y, olvidándome por un instante de la consigna, me dirigí hacia la zona de asientos, que es donde se concentraba el mayor número de viejos. No sabía por qué, pero quería encontrar una explicación lógica a la presencia de aquellos viejos.
Cuando estaba ya muy cerca de los asientos, me detuve en seco y me eché a reír.
«¡Pero que tonto soy! —pensé—. Estos viejos se irán de viaje. Seguramente se trata de una de esas excursiones que se organizan para gente de la tercera edad. Irán, pues… quizá a Zaragoza, para ver la basílica del Pilar; quizá a Benidorm, a tomar el sol antes de que llegue el aluvión del verano… Eso es. Los organizadores del viaje los habrán citado a todos en este lugar.»
Pensando que ya había resuelto la incógnita, de nuevo me di la vuelta hacia la consigna; pero al instante, una nueva idea hizo que me paralizase.
«No es posible —seguí pensando—. Todos esos viejos no tienen pinta de viajar. Parece una tontería, pero en una estación se nota quién va de viaje y quién no.
Y todos esos viejos…»
Y de nuevo, media vuelta. Parecía una peonza de tanto como giraba. Volví a mirar a los viejos. Ninguno de ellos llevaba equipaje, nada, ni una mísera bolsa de mano; y además, sus ropas… no sé, pero no eran esas ropas que uno se pone cuando viaja. Iban vestidos… ¿cómo decirlo…? Sí, iban vestidos como de andar por casa, algunos incluso en zapatillas, y la mayoría llevaba en la mano un cartón rígido o un periódico. ¡Qué extraño!
Me acerqué un poco más a ellos. Ya me encontraba en la zona de asientos, hileras de asientos de metal pintados de azul marino. Me senté y comencé a observar.
Aquellos viejos, la mayoría hombres, no hacían nada de particular. Unos pasitos a la derecha. Unos pasitos a la izquierda. Unos pasitos adelante. Unos pasitos atrás… Se formaban y se deshacían pequeños grupos y se recibía con afectuosas muestras de agrado a los que llegaban.
A simple vista, y como primera impresión, pude sacar tres conclusiones: primera, todos aquellos viejos no iban de viaje y estaban en la estación por algo que todavía no había podido descubrir; segunda, se trataba de gente sencilla y humilde, trabajadores jubilados que malvivirían con una pensión escasa; y tercera, no eran catalanes, sino gentes que en algún momento de su vida emigraron a la gran ciudad industrial de Barcelona con la ilusión de que sus hijos, y los hijos de sus hijos, tuviesen una existencia menos dura que la suya.
La tercera conclusión era la más evidente; ninguno de aquellos viejos hablaba en catalán e incluso, con un poco de atención, podían descubrirse distintos acentos: andaluces, gallegos, castellanos, extremeños… Volví a pensar en el barrio de Sants, donde imaginaba que vivirían, mezclados con trabajadores catalanes, como ellos, hermanados ya después de tantos años de vivir codo con codo.
«Todo eso está muy bien, ¿pero qué demonios hacen aquí?», pensaba.
De pronto, como si obedeciesen a una señal misteriosa, todos aquellos viejos comenzaron a sentarse. Hice en aquel instante un nuevo descubrimiento, porque fue entonces cuando supe para qué llevaban aquellos cartones rígidos y aquellos periódicos. Los asientos de la estación formaban pequeñas hileras, eran fijos, clavados en el suelo, y en cada extremo tenían una gran papelera. Su superficie estaba formada por una rejilla no demasiado tupida y cuando llevabas sentado un cierto tiempo en ellos empezabas a tener la sensación de que esa rejilla se te estaba marcando indeleblemente en tu trasero —yo mismo tuve ocasión de comprobarlo—. Esos efectos, por supuesto, se evitaban fácilmente colocando un cartón o un periódico entre la rejilla y el trasero, y aquellos viejos parecían saberlo muy bien. Por tanto, no era la primera vez que se sentaban allí.
Los viejos se apoderaron de toda una zona de asientos. Creo que una joven con la maleta entre las piernas que dormitaba en una complicada postura, apoyada sobre una papelera, y yo éramos los únicos intrusos. Me resultaba sorprendente y al mismo tiempo apasionante estar allí, entre todos ellos, observándolos un poco embelesado.
Todos se mostraban muy cordiales entre sí y hablaban con animación. Se mantenían al mismo tiempo decenas de conversaciones, algunas de ellas cruzadas, pero nunca percibí una sensación de caos, sino al contrario, aquellos viejos se comunicaban a su manera, y su manera funcionaba, a pesar de las apariencias.
Yo no podía estarme quieto en mi asiento —y no sólo porque la rejilla se me clavase por todas partes—. Miraba constantemente a un lado, a otro, adelante, atrás… Los observaba a todos. Unos reían con ganas, como si acabasen de contarse un chiste. Otros mantenían gestos circunspectos, como si estuviesen hablando de un tema filosófico trascendental. Otros conversaban con calma, porque seguramente hablaban de cosas cotidianas. Otros discutían con vehemencia, tal vez porque el tema fuese de esos que te hacen perder los nervios.
Todo el misterio de aquellos viejos parecía aclararse en mi mente. Sospechaba que habían convertido el vestíbulo de la estación de Sants en un lugar de cita y de tertulia, un lugar donde pasar un rato juntos.
Al cabo de unos minutos, vi pasear a pocos metros de allí a una pareja de vigilantes, altos, atléticos, uniformados. Me levanté y corrí hacia ellos. Necesitaba confirmar mis sospechas.
—Buenas tardes —les saludé.
—Buenas tardes.
—Se trata sólo de una curiosidad —continué hablando—. Díganme, todos estos viejos que andan por aquí…, ¿qué hacen? Bueno, no es que me importe… Lo que ocurre es que me han llamado la atención… No van de viaje, ¿verdad?
—No, no —respondió uno de los vigilantes.
—Vienen todas las tardes —continuó el otro—. Comienzan a aparecer sobre las cuatro o cuatro y media y se van cuando empieza a anochecer. Nosotros no podemos decirles nada porque se comportan correctamente.
—Desde luego. Eso salta a la vista. Yo lo preguntaba sólo por curiosidad. Pues… muchas gracias.
—De nada. Buenas tardes.
¡Mis sospechas eran ciertas! Aquello me parecía sencillamente extraordinario. Todos aquellos viejos, antiguos emigrantes, castellanos, gallegos, andaluces…, habían elegido precisamente la estación de Sants para reunirse, para contarse sus males y sus alegrías, para comprobar día a día que seguían vivos en la gran ciudad. Tal vez al final de sus vidas sintiesen un poco de añoranza de la tierra que los vio nacer, y por eso, guiados por una extraña fuerza, confluían cada tarde en el enorme y remozado vestíbulo de la estación. Tal vez pensaban que algo de ellos, misteriosamente, se introducía en aquellos trenes que llegaban y que partían de los andenes de la estación, trenes cargados de recuerdos, trenes imposibles, porque todos cuando abandonaron sus tierras de origen sabían que emprendían un viaje sin retorno.
Volví a los asientos de metal pintado de azul marino. El mío ya había sido ocupado. Busqué otro libre con ánimo de sentarme, pero no lo encontré. Me quedé en medio de aquel grupo, un poco aturdido, sin saber muy bien qué hacer. Lo que más me apetecía era sentarme entre ellos y escuchar sus conversaciones, escuchar en silencio, sin hacer ningún comentario. Para conseguirlo tenía que integrarme en alguna de aquellas conversaciones, pero ¿cómo?
«Si fumase —pensaba—, podría alegar que había perdido el mechero y pedirles fuego… Podría solicitarles información sobre algo, pero la información es perfecta en la estación, nadie se perdería aquí. ¿Entonces…?»
—¡Eh! ¡Oiga! —sentí una voz a mis espaldas.
Me volví y descubrí a un viejo que me hacía señas y me mostraba un asiento libre a su lado.
—¿Es a mí? —pregunté.
—Puede sentarse aquí —me dijo.
Me acerqué y tomé asiento.
—Gracias.