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© de esta edición Metaforic Club de Lectura, 2016
www.metaforic.es

© Fina Casalderrey, 1998

ISBN: 9788416873104

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A Marcos y a Vanessa Sánchez Saiáns,
que me prestaron sus podencos.
A Natalia y a Malós, primeras lectoras de primera.

Prólogo

EL sol, que se halla en el cenit, hiere vengativo la piel de los transeúntes en las primeras horas de la tarde. Una escena se repite por enésima vez en la cafetería del instituto. A pesar de su frecuencia, sigue sorprendiendo a los habituales clientes del bar. Francisco Sánchez no ha dejado de intrigarlos desde la primera ocasión en que la megafonía extendió en un eco de ondas su nombre completo, Francisco Sánchez Loiro, dejándolo resonar en el interior del local.

Su reiterada mala conducta, sus extrañas amistades, su obsesión por la caza, el resentimiento oculto y las absurdas reacciones del joven, unidos a la inquietante vivacidad de sus enormes ojos, no han dejado de sorprender a profesores y compañeros. Es una permanente mancha negra que se resiste a desaparecer.

No resulta fácil descubrir las verdaderas raíces de su aparente agresividad, de su carácter inexplicablemente desabrido, rebelde; de ese raro estado de apatía y descontento en el que ni siquiera el miedo puede penetrar, ese estado que mezcla el estupor con la curiosidad y le impide encontrar respuestas. Es la suya una mirada náufraga que trata de orientarse en el intrincado bosque de sus ideas, y que refleja una angustia sorda y callada, disfrazada de valentía.

¿Qué circunstancias inciden en su mente para que se muestre tan dolido, tan ofensivo, siempre en guardia, cuando, tiempo atrás, su gran sensibilidad le permitía otro tipo de rebeldías? ¿Por qué esa flecha de fuego, ese dardo en su mirada oscura? ¿Qué fantasmas han invadido su infancia? ¿Por qué esas reacciones contradictorias? ¿Cómo se puede disfrutar con la violencia y al mismo tiempo desear devolver las flores prisioneras en los jarrones a su jardín? ¿Cómo se puede sentir tristeza por las frutas caídas de los árboles sin haber madurado y experimentar a la vez deseos de matar?

Francisco necesita pactar con su alma, no llevarla apresada con cadenas. Debe escapar del peligro que lo cerca y del que él mismo no es consciente. Está necesitando algo que lo obligue a reaccionar, que lo aleje del borde de ese precipicio por el que se pasea constantemente sin darse cuenta de que está demasiado cerca. Su vida es tan agitada y dispersa que se parece a un enjambre de abejas que hubieran sido importunadas en el interior de su colmena.

El director del instituto, que ya está al tanto de la última provocación, decide una vez más cargar un cartucho, el último cartucho, e indagar en las razones que impulsan a Francisco a comportarse de ese modo, aunque tenga que concertar una alianza para forzar un giro copernicano. La suerte está echada.

Primera parte

1

Creo que desde mi llegada a este instituto me las he apañado bien para resultar intrigante. ¿Por qué soy así? La verdad es que no lo sé. Si pudiera sería como todos, pero no puedo. A estas alturas ya es imposible que no me consideren un alumno especial. En el fondo, eso es lo que quiero: destacar, ser diferente. Como yo no hay dos. No soy mejor ni peor, soy como soy y punto. Soy... soy sólido como la espada Excalibur. Todos somos lo que queremos ser, y yo deseo ser un ave fuerte que domina las alturas y anida donde le da la gana.

Demasiado bien sé lo que se me viene encima ahora, y deseo que suceda cuanto antes. Ya podían llamar de una puñetera vez. En cuanto la megafonía empieza a sonar zumbando en los oídos como un abejón amenazante y la cafetería enmudece, las conversaciones automáticamente se detienen en los labios y todo se queda en silencio; ese es el momento más emocionante. Justo entonces, cuando por todos los rincones resuena una voz de anuncio de vuelo en plan cabreo: «Francisco Sánchez Loiro, de 2° B, pase urgentemente por dirección; el director quiere hablar con usted». En ese preciso momento yo me inflo de orgullo, me levanto lentamente y camino erguido con andares de pavo real, procurando que quede bien claro que el aviso va por mí en exclusiva y, ¡tío!, qué bien me sientan todas esas miradas interrogadoras a mi alrededor, esas miradas que me excitan y me fortalecen, esas miradas que ahora todavía se muestran indiferentes ante mí. De repente las atraigo formando un campo magnético del que ya no se puede escapar, y camino lentamente para que nadie se pierda detalle y aquellos que todavía no me conocen, los que aún no saben mi nombre, lo retengan en su memoria para siempre: Francisco Sánchez Loiro, alias Moni, como me llaman mis amigos, que no son pocos. Tengo muchos amigos, aunque a veces dudo de que todos me quieran. Eso sería muy grave; para mí la amistad es lo primero y el trabajo lo último. ¿Amigas? También tengo amigas, aunque... bueno, ese es otro tema. Con las amigas la cosa tiene más peligro: si todo se queda en el sexo no pasa nada; si entra en juego el amor, el asunto se complica. El amor puede ser algo muy bueno o muy jodido. Hay quien se suicida por amor, y eso ya no me mola.

2

Me sé de memoria lo que me dirá el director en cuanto llegue a su despacho. En más de dos años no se ha actualizado nada.

—Bueno, Fran; siéntate, por favor, y dime lo que tengas que decirme. Tú tienes algún problema...

Qué problema ni qué carajo, que yo no tengo el sida, ni me falta dinero, no soy drogadicto, mi padre no está en el paro (al contrario, tiene dos empleos y cuando llega el mes de junio, con lo de la declaración de la renta, se pone eléctrico), no paso hambre, tengo montones de amigos, ¿qué problemas voy a tener? Ninguno, no tengo ningún problema. Y venga a insistir, dale que te pego: que si eres distinto de la mayoría, por narices tiene que pasarte algo. Pues no, no me pasa nada.

Soy mal hablado, la verdad, pero es porque quiero, porque me gusta y me da la gana, porque me sale de los pinreles. A mí decir animaladas una detrás de la otra me produce el mismo efecto que si me tomara una pastilla para los nervios, me relaja. Que no me pasa nada, ¡joder! Y si quiero digo «mierda» cien veces seguidas, como le hice a la tía de Lengua con el diálogo de marras.

—Vais a escribir un diálogo entre una gallina y un zorro.

¡Qué solemne estupidez! Entonces yo voy y le lleno dos folios con come gallina, no quiero, come gallina, no quiero, hasta que al final el zorro le ofrece canicas y la gallina come, claudica.

Cuando me tocó leerlo, toda la clase estalló en una carcajada colectiva, que eso era lo que yo quería, y va la mamona esa y me pone a parir diciendo que mi diálogo es absurdo. ¿Acaso no era absurda la propuesta? ¿Es que hablan las gallinas? ¿Hablan los zorros? ¡Pues entonces!

A esa tía es que no la trago. Habría que aplicarle el método ese del carbono 14 para averiguar los años que tiene; es un fósil del carajo. Me pone enfermo cada vez que se coloca los tirantes del sujetador. Me entran ganas de ir allí y colgárselos de las orejas para que se esté quieta de una puñetera vez y pierda el miedo de que se le caigan al suelo. No soporto que la gente se toque ciertas cosas en público. Esta además se barniza la cara, se echa una capa de pintura permanente, o varias capas, una sobre otra, que le dan aspecto de droguería ambulante o de mujer de anuncio «antes de». Para lo de «después de» esta no sirve, es un adefesio. Tiene la boca tan grande que parece que se la hubiesen estirado artificialmente con un molde. Me encantaría machacarla, pero este año la jodí bien jodida. Desde que entré en este instituto la tipa no paró de provocarme, y todo porque me dejé el pelo largo. Desde el principio me propuse destacar en medio de esta pandilla de heavies, quería hacerme notar, ser raro. ¿Por qué? Sería difícil de explicar, ni yo mismo lo sé muy bien. ¿Por qué le toca la loto a un tío solo si todos han podido elegir esos mismos números? Quizá es que me gusta marcar mi manera de ser a través de mi físico. Mi padre no me dice nada y la amargada esa venga a meterse conmigo, igual que un mosquito en una noche de verano.

—Sánchez Loiro, tiene que cortarse el pelo. Esa melena es antihigiénica.

¡Menuda gilipollez! ¿Y las chavalas que llevan el pelo largo, con lo buenas que están algunas? ¿Son todas unas puercas?

Estuvo machacándome así durante dos años, pero yo también la machacaba a ella por el procedimiento de no hacerle ni puto caso. Al fin se rindió. Claudicó como la gallina. Entonces me corté el pelo. Al principio éramos varios los que nos lo habíamos dejado crecer, pero poco a poco todos fueron haciéndole caso. Solo quedamos dos. Cuando me vio con el pelo corto se hizo la tonta. Soltó una risita de oreja a oreja. Pero yo sé que se quedó fastidiada. Se vio bien claro que no lo había hecho por ella sino porque me salió de las pelotas.

¡Y qué mala letra tiene, tío! Cuando escribe en el encerado no hay dios que la entienda. Si le preguntas qué pone no te hace ni puñetero caso. Yo creo que ni ella lo sabe y que escribe así para que no nos demos cuenta de sus faltas de ortografía. Algunas veces dice: «¡Está clarísimo!». Pues será para ella.

A esa he de acabar domándola como hice con el de Diseño. Otro que también se ponía chulo, pero ahora... ¡Incluso me aprobó en septiembre! ¡Y sin haberle presentado ni una lámina! Sé dibujar cien veces mejor que él.

Yo hacía los dibujos en folios sueltos. ¡Pero qué dibujos, tío!

—Francisco, estos dibujos están bien, pero pésimamente presentados. Los tienes que pasar a láminas decentes si quieres que te apruebe.

Y los pasé. Casi me quedo sin dormir una noche entera, pero los hice todos de nuevo. Cuando me entraba el sueño me frotaba los ojos, les echaba un poco de agua, y venga, a terminar las láminas. Me quedaron de puta madre. Por la mañana me levanté con una pájara que ni la de Induráin en el sexto Tour y me olvidé los dibujos en casa. Al llegar a clase se lo dije y le pedí que me dejara entregarlos al día siguiente. No me creyó. Me suspendió aquel primer trimestre. En venganza, los otros dos no rasqué bola. Él me conocía, sabía que en primero le había hecho unos dibujos flipantes.

Como después del día de marras yo no pegaba golpe, el tío siempre estaba preguntando a ver quién era capaz de hacer de varias maneras una de aquellas gilipolleces que ponía en el encerado. Si por ejemplo él tenía anotadas tres soluciones, iba yo y lo hacía de cinco maneras diferentes.

—Y sé más, pero ya estoy cansado —fardaba yo.

También nos pedía que trazáramos planos de edificios, como si estuviéramos estudiando arquitectura. Él había estudiado esas cosas y lo hacía para presumir de lo mucho que sabía. A nosotros, que íbamos para cocineros, maldita la falta que nos hacía todo eso. No es por presumir, pero tanto en lineal como en artístico, yo era el mejor de la clase, aunque tengo que reconocer que soy un poco chapuzas. Él sabe que yo dibujo bien, pero llegó la hora de dar las notas y me suspendió. Puso en el boletín por comportamiento no sé qué. Cuando vi aquel suspenso en junio, lo reté como si fuera un duelo entre caballeros medievales:

—Cuando quiera quedamos usted y yo y hacemos una competición a ver quién dibuja mejor —me puse tan chulo que le dije más de cuatro cosas—lo que pasa es que usted es un acomplejado, que no sabe dibujar ni poner orden en la clase. No tiene ni zorra idea de enseñar dibujo y aprueba a quien le da la gana.

¡Yo qué sé lo que le dije!

Él, nada, agarró un cabreo, se puso de los nervios y tuvo que ir al médico, al psicólogo, creo; a uno de esos me quería mandar a mí la de Lengua, cuando en realidad la loca es ella, que tenía manía persecutoria contra mi melena.

En clase había otro tío que también las hacía finas; ese no sabe dibujar. Luis, el otro melenas. En el tercer trimestre, como ya nos había dicho que estábamos suspensos, nosotros pasábamos de todo, con los pies encima de la mesa, lanzando tizas, tirando papeles, haciendo caricaturas del profe y enseñándoselas a los demás... Nos echaba de clase a uno tras otro. Cuando el último en salir llegaba a la cafetería, se armaba un buen pitorreo.

—¿Tú también? —y nos descojonábamos de risa.

Yo pensaba: «Me suspendes injustamente, pero te vas a enterar». Y vaya si se enteró; aunque yo creo que el tío en el fondo me tenía cariño. A veces me decía:

—Francisco, ya sabes que yo te aprecio, sé que eres buen dibujante. ¿Por qué no trabajas en mis clases? ¿Te caigo mal?

—No es que me caiga mal, es que no me sale de dentro trabajar —le soltaba yo.

Estaba muy dolido con él por el suspenso de la primera evaluación. Por cierto que una de aquellas láminas me había dado mucho trabajo; era un comedor a escala y me había quedado perfecto. Estaba jodidísimo. Después de eso fue cuando me dediqué a no hacer nada. Me convertí en el hada madrina de los otros delante de sus propias narices, pero mis trabajos, ni tocarlos.

Me decían: «Fran, ayúdame a hacer esto», y yo los ayudaba.

A veces también me lo pedía él:

—Ya que no haces nada, por lo menos ten un poco de compañerismo y échales una mano a estos. Explícales algo.

Yo les iba explicando, y algunos aprobaron.

Llegó septiembre y yo no había hecho nada en todo el verano. Sabía que iba a repetir segundo y ya no me importaba suspender una más. Me aprobó.

—Francisco, tú sabes por qué te he aprobado, ¿verdad?

—Dígalo usted por qué me ha aprobado.

Yo es que alucinaba.

—Porque me consta que sabes dibujar.

—¡Bastante mejor que usted!

Y él se rió con ganas. Y esta vez ni siquiera le había entregado láminas ni nada.

3

¡Hostia! Han pasado cinco minutos desde que sonó el timbre y todavía no ha salido mi nombre por el chisme ese, y ya se me está calentando la sangre. A ver si me empiezan a fallar los cálculos. Yo soy Francisco Sánchez Loiro y mi nombre se tiene que extender como un perfume entre los institutos de la zona. Se creen que me asustan y van de culo. Que me llamen por megafonía no me hace temblar ni me da taquicardia. A mí como si me amenazan con que me voy a condenar en el infierno, como no creo en nada de eso... Yo soy ateo, o agnóstico, algo así. Tito también. Pero él no se atreve a decirlo por ahí, tiene miedo de que se entere su madre. Yo a mi padre ya le he dicho que no creo en Dios, y no dijo ni pío. A la que le pareció mal fue a mi abuela, pero que se aguante. Yo no creo en nada, en nada, pero en nada. Me tuve que hacer fuerte y me hice fuerte. Ahora creo que no hay nada que me pueda quitar el sueño o que haga que me tiemblen las piernas. Bueno, lo de esta mañana me acojonó un poco, pero ya ves, al final seguro que solo me llaman a mí. Claro, en lo único que se fijaron fue en que yo salía a toda velocidad del aseo de las chicas y que ellas gritaban histéricas. ¡Me cago en la leche! Lo que más me jode es que me quedé como un gilipollas y, además, ahora no me saco de la cabeza que puede haber sido una tomadura de pelo que nos quisieron hacer.

¡Venga, que me llamen de una puta vez! Yo no le tengo miedo a nada, ¡a nada! A mí me da igual vivir o morir. Creo que ya he visto todo lo que hay que ver. He vivido muy deprisa. ¿Sabes lo que no me gustaría? No me gustaría morir lentamente; pero si es así, ¡zas!, de repente, como aquel pájaro que chocó contra el parabrisas del coche de mi padre, de esa manera no me importaría. Primero fue libre y anduvo por donde quiso y después ¡zas!, en un soplo se fue, sin darle tiempo a llorar. ¡Llorar! Esas son mariconadas de los débiles. ¡Hace años que no suelto una lágrima! Seguro que ya ni las fabrico. No lloro desde... ¡Yo qué sé! No lloro desde que era un niño pequeño. Ahora, con diecisiete años, ya me dirás, sería patético. Yo siempre he tenido algo de pájaro, me gustaría lanzarme desde el pico más alto del planeta y volar.

4

Que conste que, a pesar de mi fama, yo nunca he hecho daño a nadie que no hubiera empezado el primero. Bueno, solo lo de las trampas para cazar zorros y en las que únicamente caían los gatos de los vecinos. Ni siquiera fui yo el responsable directo de hacer desaparecer los pollos para dárselos de comer a mis perros, y eso que mis perros son lo único realmente importante de mi vida. Incluso cuando el Pecas estuvo a punto de palmarla, yo lo que hice fue sin mala intención. Entonces sí que fue puro acojone. ¡A cualquiera que le pasara, tío!

Habíamos ido a robar cerezas a la huerta de los de la Taberna de Arriba, allá en el Souto, una de esas aldeas de mierda cerca de mi pueblo de mierda, que ni siquiera tiene instituto ni discotecas ni nada, pero que es el sitio donde más me gusta estar. Allí están mis amigos. Si juntásemos unas cuantas mierdas como esta, con todo el espacio libre respiraríamos mejor. Aquel día fui con los gemelos, los hermanos de Tito: el Pecas y el Lengua Ligera, que es el mayor; le lleva cinco minutos al Pecas. Nos gusta ponernos motes: el Pecas tiene la cara a lunares, y al Lengua Ligera le llamamos así porque le cuentas algo y en dos minutos ya lo sabe todo el pueblo. Parece una lata con agujeros...

El caso es que nos subimos a unos cerezos que están junto a una fuente que los de la taberna tienen en su finca. Aparecían tan cargados de cerezas que, solo con mirarlas, aquel color te abría el apetito. Trepamos por el tronco central y pudimos comprobar que las cerezas no solo eran hermosas, ¡estaban buenísimas! Aunque me sujetaba a las ramas bajas, confieso que sentí un poco de vértigo. El Pecas se había subido a unas más altas, en medio del cerezo.

—Pecas, no subas por ahí. Las ramas están podridas. Mira que si se rompe alguna nos pueden pillar.

—¡Madre mía! Esto está a tope, tío —fue la respuesta que me dio.

Se entusiasmó de tal manera comiendo cerezas y metiéndolas en una bolsa, que no se dio cuenta de que entre comer y cargar iba aumentando de peso. ¡La leche! Se cayó. Yo quise echarle una mano, incluso le rocé un poco la ropa, pero nada. Se cayó de espaldas encima de un cepo de partir leña. Y allí se quedó, tieso como un muerto. Bajé a trompicones. Por poco me caigo yo también. Me acerqué y allí estaba tirado, con los ojos en blanco. Echaba espuma por la boca y se retorcía en convulsiones. Llamé a Lengua Ligera, que se había subido a otro árbol.

—¡Date prisa, que tu hermano está muy mal!

Y el tío se echó a reír. El muy imbécil no se lo creía. Pensaba que estábamos burlándonos de él y tomándole el pelo. Y yo tuve que decirle:

—¡Cacho cabrón! Ven aquí que te voy a calzar una hostia, que tu hermano está mal.