© de esta edición Metaforic Club de Lectura, 2016
www.metaforic.es
© Fina Casalderrey, 1998
© Ilustraciones de Manuel Uhía
ISBN: 9788416873111
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A Mariano, por las 25 hormigas
que ya hemos conseguido.
¿A ti te dan miedo las hormigas? ¿No? ¿Y asco? ¿Tampoco? ¡Genial! Creo que seremos muy buenos amigos. ¿Quieres?
A mí las hormigas me gustan muchísimo. Soy capaz de estar horas mirando cómo se mueven y no me canso nada. Ahora mismo llevo una en el bolsillo del chándal dentro de una caja con agujeros. Pero no quiero que nadie de este autobús lo sepa, ni siquiera el profe.
En mi habitación había tantas, que parecían un río negro con agua negra que corría hasta meterse debajo de mi litera. Allí estaba el mar negro. Un mar que yo ayudé a formar. Puse un plato con un trozo de pera escarchada y llamé a mis amigas para que supieran que aquélla era su despensa, su súper.
Como soy mayor, duermo en la cama de arriba. En la otra duerme a veces algún amigo o alguna amiga, cuando vienen.
Yo no tengo hermanas ni hermanos, así que esta noche, cuando regresemos de la excursión a la granja, volveré a estar solo. Mi habitación estará vacía, sin el río. No lloraré, porque no habrá ninguna hormiga que venga a beber en mis lágrimas ni a hacerme cosquillas en la cara. A Fara, mi hormiga, la que llevo en el bolsillo, la dejaré bien contenta en su nueva casa. Si pienso en eso, me entran ganas de reír.
Empecé a dormir en la litera de arriba el día que cumplí los ocho años. Y fue porque yo lo exigí.
No sabía qué regalo pedir, no había visto nada en la tele, y eso que en mi casa tenemos muchas. No necesitamos comprarlas. Papá las encuentra en el monte y las hace funcionar. Sabe mucho. Un día encontró una y la trajo a casa.
—¡Estás como una cabra! —le dijo mamá.
Pero las cabras no arreglan teles y mi padre fue capaz de hacerla funcionar.
¿Me estás prestando atención? ¡Estupendo! Verás…
El día que cumplí los ocho años, mamá compró una tarta de chocolate que no tenía las ocho velas.
—¿Y las velas? —pregunté.
—¡Ay, las velas! —dijo mamá tocándose con una mano la frente—. Mira, Chencho, como ya eres mayor, vamos a poner una vela muy grande que tengo aquí guardada.
Del cajón donde se guardan las cosas que no sabes dónde están, cogió aquella vela enorme, le puso papel de plata por debajo y la clavó en medio de la tarta como si fuese una espada.
A mí no me gustaba nada. Me parecía que mamá se había olvidado de las velas de mi cumpleaños.
—¡Así no son ocho años! —protesté—. Parece un año sólo, aunque sea muy largo.
—Tienes toda la razón del mundo —me ayudó papá levantándose del sofá.
Desapareció corriendo y volvió con un papel blanco que tenía dibujado un ocho muy grande de color rojo, y lo clavó con un alfiler en aquella vela fea, de misa.
—¡Al fin tenemos un cumpleaños de mayores! —insistió.
—¿Ya soy mayor? —pregunté para estar seguro.
—Claro. Eres casi un hombre.
—Entonces quiero dormir en la cama de arriba. Ya no me caeré.
Y me concedieron el deseo. Si fuese posible, les pediría a los Reyes unos polvos mágicos. Así conseguiría todo lo que quisiera. Haría que volvieran las hormigas a mi habitación y hoy no tendría que dejar a Fara en la granja. Pero como falta tanto para que vengan los Reyes, tengo miedo de que se muera de aburrimiento.
Cuando vienen los Reyes se llama Navidad. No hay colegio, llueve y hace mucho frío, pero no nieva. Eso es mentira. Sólo nieva en las películas y en las postales que papá y mamá les mandan a los amigos. Raúl Rato dice que él vio la nieve de verdad en un sitio que se llama Cebreiro. Fue allí con su padre, que, como es taxista, conoce el mundo entero.
Mi padre trabaja en un sitio que se llama imprenta. Allí hacen mapas, así que, si le da la gana, él también conoce todo el mundo.
Desde el día de mi cumpleaños duermo siempre en la cama de arriba.
Hace unos días mi habitación se convirtió en un país estupendo en el que yo gobernaba sin que nadie me molestase.
Todo empezó cuando me acerqué a la ventana y vi un cuerpecito negro, brillante y pequeño que se movía. Se asomó por una grieta de la madera y miró a un lado y a otro moviendo las antenas. Era una hormiga negra. Una hormiga golosa, de ésas que vuelven loca a mamá cuando las encuentra en el azucarero.
A ésa le siguió otra, y otra, y muchas más que iban bajando por la pared decididas a inspeccionar mi habitación.
Fueron llegando poco a poco hasta el suelo dando un salto, un salto mortal. Y vi cómo un río negro bajaba de la montaña y recorría silencioso el valle de madera, el suelo.
Me convertí en un piloto muy experto, con una misión especial. Desde mi avión debería vigilar el recorrido de las aguas hasta llegar al mar.
Sólo en una ocasión bajé de mi avión y me eché en la cama que está más cerca del suelo. Entonces ya no era un río negro. Era un regimiento de soldados que iban a apagar un incendio enorme que salía del agujero de un volcán de pera. Yo era el capitán.
—¡Más deprisa, más deprisa! ¡Rápido, antes de que el fuego llegue a las casas!
Y los soldados, con sus mangueras de galleta, corrían y corrían adelantándose unos a otros hasta apagar el incendio.
Sentí un peso tremendo en los párpados. Mis rodillas comenzaron a encogerse como un puente de ésos que se levantan cuando el dueño del castillo no quiere que pasen sus enemigos. Y dejé solos a mis soldados. Me quedé dormido boca abajo.