Ilustraciones
de
Judit Morales
Mi abuelo se llamaba Lauro y vivía en una casa solitaria situada en lo alto de una colina, muy cerca del mar. La casa tenía un porche con unas vistas preciosas. El pueblo quedaba a la izquierda; las colinas rematadas con pequeños bosquecillos, enfrente, y el mar, con su eterno vaivén, quedaba a la derecha.
Como el abuelo era muy activo, siempre estaba haciendo cosas en la cocina, en la huerta, en la cuadra o practicando saltos de longitud con Mirlo entre dos empalizadas que iba distanciando poco a poco, aunque él, en realidad, decía que le estaba enseñando a volar.
Yo le seguía a todas partes como si fuera su sombra. La de enseñar a volar al caballo fue una de sus obsesiones. Cuando el sol iba ya de retirada, para descansar de los trajines del día, se sentaba en el sillón de mimbre que había en el porche. El abuelo parecía satisfecho contemplando la caída del sol como si se tratara de un gran espectáculo. Me gusta recordarlo allí, en ese momento plácido de la tarde.
—Cada atardecer es como una función de teatro –solía decir.
Por eso, cuando llovía o cuando el cielo se entoldaba con nubes, el abuelo comentaba resignado:
—Esta tarde se nos ha fastidiado la función.
Como el abuelo tenía buen conformar, si llovía, también le gustaba ver llover apacible y mansamente sobre las colinas, sobre los bosques, sobre los tejados del pueblo, sobre los caminos y sobre el mar con el vaivén incansable de las olas. Aunque si la lluvia persistía un día y otro día, acabara refunfuñando:
—¡Maldito cielo meón! Claro que –se corregía– la lluvia también es una bendición, porque empapa la tierra y luego la hierba crece con este verdor tan primoroso.
Aunque estábamos en verano, rara era la semana que no llovía. Al menos un día. Cuando lo hacía durante dos o tres días seguidos, el abuelo, un poco harto por tanta lluvia, se volvía reflexivo y, para combatir el aburrimiento, trataba de explicarme:
—El clima es el clima y contra el clima no se puede luchar –comentaba resignado–. Esta tierra atrae a las nubes como otras atraen al sol, otras a la nieve y otras al frío. Cada tierra tiene una sintonía especial con los fenómenos atmosféricos. Qué le vamos a hacer. Lo cierto es que este manto de hierba verde que cubre la tierra no existiría sin la lluvia. Así que bienvenida sea.
—O sea, abuelo, que si nos gusta el verde, nos tiene que gustar la lluvia.
—Por supuesto; aunque, por otro lado, las regiones en donde llueve mucho, como la nuestra, hacen que el carácter de la gente sea un poco taciturno.
—¿Qué es taciturno, abuelo?
—Taciturno es callado y melancólico.
—¿Qué es melancólico?
—Melancólico es triste.
—O sea, abuelo, que la lluvia hace que nosotros seamos un poco callados y tristes.
—Más o menos.
—Pero tú no eres triste.
—No soy muy triste, es verdad, Escarola. Sobre todo si tú me acompañas. ¿Y sabes por qué no soy muy triste?
—No.
—Pues te lo diré: no soy muy triste porque tengo sueños y porque tengo ilusiones. La gente, cuando deja de tener ilusiones, ya está perdida y cae en un pozo amargo. En la vida hay que tener siempre un sueño y una ilusión en la cabeza. Es la mejor manera de luchar contra la rutina.
—Pero tu vida, abuelo, es rutinaria. Haces cada día lo mismo.
—Sí, pero persiguiendo una ilusión.
—Ya lo sé. Pero tu única ilusión es que Mirlo vuele y eso, más que una ilusión, es una locura.
—Tengo otras ilusiones, Escarola.
—¿Cuáles?
—Pintar a Mirlo de verde y vestirme con una capa verde, totalmente verde, para cruzar los caminos que rodean al pueblo sin que nadie se percate, camuflado con el paisaje, como los camaleones que se camuflan con la vegetación. ¿Te imaginas?
—Pobre Mirlo, espero que no lo cumplas. En realidad, abuelo, eso de pintar a Mirlo de verde es otra de tus locuras.
Lo mejor de la casa del abuelo eran las vistas.
En días soleados o en días lluviosos.
No me cansaba nunca de mirar desde el porche.
La casa parecía un castillo en lo alto de un acantilado, y el abuelo, un pirata viejo con el pelo blanco algo alborotado que hubiera participado en mil batallas; un pirata con la cabeza llena de historias, aunque sus historias tuvieran poco que ver con asaltos y emboscadas en alta mar.
Pasé todo el verano con él. En años anteriores, durante las vacaciones, había ido a la casa de los otros abuelos, donde nos juntábamos los primos; pero aquel verano, tras la muerte de la abuela Belinda, mis padres decidieron que pasara las vacaciones a su lado para que la soledad no se le hiciera tan cruda.
Detrás de la casa se extendía un trecho grande de tierra plana en la que tenía plantada una huerta donde crecían patatas, berzas, ajos, lechugas, judías, tomates, pimientos, calabacines, berenjenas, acelgas, nabos, cebollas, puerros y zanahorias. Creo que no me olvido de nada. Aquello era un verdadero vergel. Es fácil distinguir una patata de una berenjena. Pero no todo el mundo sabe distinguir una mata de patata de una mata de berenjena. Yo, al principio, tampoco; pero después de pasar el verano con el abuelo me he hecho una experta. A veces le ayudaba a recolectar tomates, acelgas o zanahorias. Otras veces le dejaba allí, agachado con la azadilla en la mano, mientras me entretenía jugando con Ruperta o con Atilano. En ocasiones espantaba a los cuervos, tan descarados que, delante de nosotros, sin temor alguno, picoteaban los calabacines y los tomates.
Más allá de la huerta había una pradera con algunos manzanos pequeños repartidos aquí y allá. Y, entre los manzanos, había un nogal con una copa enorme que tenía el tronco ligeramente inclinado.
Al fondo de la finca, delimitada con una tapia de piedra, estaba la cuadra en la que vivían Clo y Clocló, Ruperta y Mirlo. A veces también andaba por allí Atilano. Pero con Atilano no se podían hacer muchas cuentas porque vivía a su aire y lo mismo estaba en la cuadra, en la casa o en la copa del nogal. Otras veces desaparecía por un tiempo de la finca sin que diera señales de vida.
Una tarde que estábamos descansando en el porche, viendo a lo lejos el oleaje plateado rompiendo mansamente contra la arena, y el trajín de los bañistas en la playa, le dije al abuelo que estaba preocupada porque llevaba unos días sin ver a Atilano. El abuelo me dijo: