Con rumbo propio
Responder a situaciones de crisis
Andrés Martín Asuero
Título original: Con rumbo propio.
Responder a situaciones de crisis
Primera edición en esta colección: febrero de 2008
© Andrés Martín Asuero, 2008
© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2008
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Rubén Verdú y Peeping Monster
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Depósito Legal: B. 24817-2012
ISBN EPUB: 978-84-15577-25-6
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A mis padres, que me han dado tantas oportunidades.
A mis hijos, Ander y Toya, que me enseñan
lo que es importante en la vida.
Sólo tienes derecho al acto y no a sus frutos.
Nunca consideres que eres la causa
de los frutos de tu acción, ni caigas en la inacción.
BHAGAVAD GITA,
cap. 2, verso 47
Agradecimientos
Mi vida ahora no sería la misma si no fuera por un montón de personas que me han estimulado, apoyado, enseñado y ayudado. Por ello es para mí un honor poder darles aquí las gracias de corazón y ofrecer el mucho o poco mérito que reúnan estas páginas. De todas ellas quiero resaltar aquellas que han tenido que ver más directamente con lo que aquí se cuenta, como a Pilar del Barrio, por su enorme apoyo y cariño en una etapa crucial de mi vida; a Gloria García de la Banda, por su consejo, que me llevó al lugar correcto, y su dedicación por mi desarrollo científico; Jon Kabat-Zinn y al equipo del Center for Mindfulness, por sus enseñanzas y generosidad, y a Enric Benito, por darme la primera oportunidad y por sus estimulantes conversaciones en piragua. No olvidaré a la Fundación Kovacs (Santi), a Jenny Moix y a José Luis Aguilar por su apoyo decidido a un biólogo que quería probarse en el mundo de la salud. A Vicente Baeza por creer en mis nuevos talentos y a Josema Odriozola por llevar la «conciencia» a las olas. A mi querida María Fernández Ostolaza y al equipo de Training Lab (Pepo y Juan Mateo), por darme la posibilidad de compartir mis experiencias y trabajar en equipo de forma divertida. A Adela Tejada por su confianza. Mi reconocimiento hacia Agustín Zulueta e Íñigo Losada por su pasión y tesón en el Desafío y por ayudarme a hacer realidad un sueño. A Jordi Nadal por ilusionarme con la idea de escribir un libro. Finalmente, a aquellos que realmente han alimentado esta pasión, las más de ochocientas personas que en estos últimos cuatro años han participado en cursos o seminarios de conciencia plena y reducción de estrés, permitiéndome aprender con ellos.
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Cita
Agradecimientos
Presentación
Capítulo 1. La extraordinaria decisión de sir Gawain
Capítulo 2. El estrés y el sufrimiento humano
Capítulo 3. La conciencia plena y la reducción del estrés
Capítulo 4. Las respuestas y la realidad
Capítulo 5. Emociones en acción
Capítulo 6. Reaccionar o responder al estrés
Capítulo 7. Previniendo daños colaterales I. La alimentación y el consumo
Capítulo 8. Previniendo daños colaterales II. La comunicación consciente
Capítulo 9. La gestión del tiempo y los objetivos en la vida
Capítulo 10. Plan de acción: del síndrome de sacrificio al ciclo de renovación
Apéndice 1. Las siete bases para cultivar la conciencia plena
Apéndice 2. Exploración del cuerpo
Apéndice 3. Atención en la respiración
Apéndice 4. Meditación de pie, caminando, yoga y otros ejercicios
Apéndice 5. Meditación guiada. 45 minutos al día
Apéndice 6. Programa de entrenamiento en ocho semanas
Apéndice 7. Recursos para inspirarse y seguir aprendiendo
Apéndice 8. Entrevista con el autor
La opinión del lector
Presentación
Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente,
enfrentarme solo a los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que la vida tenía que enseñar, para no descubrir, cuando tuviera que morir, que no había vivido. No quería vivir lo que no fuera la vida, pues vivir es caro, ni quería practicar la resignación a menos que fuera completamente necesario.
Henry D. Thoreau (1817-1862)[1]
Hay momentos en los que te das cuenta de que tu vida está dando un vuelco y que se desvía irreversiblemente del plan previsto. Notas como una fuerza arrolladora, como un remolino que te arrastra sin saber hacia dónde te llevará. A mí me ocurrió en una tarde de noviembre en Madrid. No se me olvidará fácilmente porque me acababan de despedir de la empresa que dirigía. Salí del prestigioso despacho de abogados completamente solo, esta vez nadie me acompañó a la puerta. Bajé a la calle y la soledad se empapó de la lluvia que caía. Hacía frío y no había gente en la calle. Estaba un poco aturdido y no tenía adónde ir a esa hora. Me refugié en una cafetería, donde tampoco había nadie. Todo tenía un aire irreal, como de un sueño, las cosas poseían una presencia diferente. El tiempo fluía con dificultad, no pasaba nada fuera mientras en mi cabeza todo bullía. Era como si estuviera metido en una película, donde yo representaba mi papel, pero queriendo creer que lo que estaba ocurriendo no era cierto. Mi mente volvía a rebobinar y proyectaba una y otra vez toda la historia hasta pararse bruscamente en ese momento. Luchaba en vano por encontrar el lugar donde estaba el error, cuándo se perdió todo, e intentaba pensar cómo reparar el daño. Mi mente, tan habituada a proyectar escenarios futuros con beneficios, se veía ahora incapaz de imaginar el futuro, no había ningún beneficio, sólo era una pérdida.
Mi carrera había sido rápida. Mientras estudiaba biología, busqué mejorar mis posibilidades de empleo trabajando en verano y sin sueldo en una piscifactoría. Resultó que las truchas que allí criaban tenían una epidemia y querían probar una vacuna importada para acabar con la mortandad, algo innovador en España. Me encargaron supervisar el proyecto y fui testigo de cómo, a las pocas semanas, los peces se curaron. Me pareció una experiencia fascinante, la ciencia demostraba allí todo su valor. De vuelta a la universidad compartí mi vivencia con uno de mis profesores más admirados, quien me animó a intentar desarrollar una vacuna similar. Siguiendo sus instrucciones mejoramos la versión comercial estadounidense, patentando la nueva fórmula. Era la primera vacuna de peces producida en España y podía competir en precio y servicio con las importaciones. No era un gran negocio, claro, el mercado era minúsculo, pero para un joven emprendedor era un sueño. Empecé a fabricar vacuna en el laboratorio con la ayuda de un buen amigo. Esta innovación atrajo el interés de una multinacional fabricante de alimentos para peces que me ofreció un contrato antes de que me dieran las notas del último curso. Dejé la producción de vacunas a mi amigo y me centré en la nutrición de peces.
Mi nueva empresa era pequeña, pero con potencial de crecimiento. Entré a cargo de la parte técnica, que a los dos años se amplió con la dirección comercial. Después, mi jefe sueco decidió que quería volver a casa para jubilarse, me matriculó en un MBA y me preparó para dejarme a cargo de la empresa sin haber cumplido veintiocho años. La empresa marchaban bien y con una renovación en la central, en Estocolmo, me premiaron con un puesto en el comité ejecutivo de la multinacional, que compaginé con mis responsabilidades en España. En los ocho años siguientes la ilusión y el cariño que pusimos en el proyecto nos permitió un gran crecimiento y hacer una fábrica nueva. Ello nos dio muchas satisfacciones y dos veces la medalla de oro de la cámara de comercio local. No todo era de color rosa, claro. Alternamos años muy rentables con otros no tanto, pues al fin y al cabo nuestro negocio era cíclico. Sin embargo, por un cambio de estrategia, la empresa se vendió y yo pasé a depender de un grupo holandés. No me encontré tan a gusto con los nuevos dueños, así que después de cumplir con mi compromiso de asegurar la transición, decidí moverme. Buscando un cambio de vida radical, pasé a dirigir la más prestigiosa empresa de cultivos marinos de España, filial de otra multinacional, esta vez noruega. Les conocía bien porque eran uno de nuestros mejores clientes, tenían una organización poco clara pero solidez financiera, tecnología puntera y muy buen ambiente. Mi misión consistía en organizar una expansión rápida en España, para consolidar cinco filiales. Yo llevaba casi tres años trabajando con ellos cuando me rescindieron el contrato, a pesar de que los resultados habían sido mejores de lo previsto. La razón fue una crisis en una de las filiales donde no seguí las órdenes de mi jefe, que iban contra mis principios, lo que se sumó a algunas resistencias internas a mi estilo de trabajo, fraguando el fin de mi carrera.
Mi trabajo me encantaba pero sufría estrés, aunque entonces no lo sabía y probablemente lo hubiera negado, claro. Cómo iba a reconocer esa debilidad, cuando todo parecía ir tan bien. Es como si uno no fuera capaz de soportar la presión; una presión, por cierto, que muchas veces yo mismo generaba, como descubrí más tarde. Pero había otras razones, viajaba mucho, pasaba una semana de viaje de cada dos y tenía que gestionar multitud de problemas, muchos de ellos crónicos que nunca se resolvían del todo. Pero, así y todo, no era nada extraordinario para un puesto de responsabilidad como el mío. No obstante, a pesar de tener el trabajo que todo biólogo desea tener, mi cuerpo acusaba la tensión. Dormía mal cuando estaba de viaje, estaba muy delgado, mis digestiones eran difíciles y mis intestinos protestaban a menudo. Tenía un dolor frecuente en la zona lumbar que no se curaba con gimnasia y necesitaba algunos masajes. Mi colesterol era alto a pesar de no tomar muchas grasas y mis esfuerzos para corregirlo con la dieta no funcionaban. Mentalmente estaba siempre enganchado al trabajo, no desconectaba fácilmente y enseguida aprovechaba ratos de espera en aeropuertos o en mi tiempo libre para trabajar. Mi mente se deslizaba constantemente en territorios del futuro planificando, presupuestando, ideando, proyectando. La verdad es que mi trabajo me gustaba pero ahora sé que resultaba demasiado absorbente y que me perdía muchos momentos dulces de la vida.
Pero mientras bebía una tónica en la soledad de la cafetería en esa tarde oscura, sin trabajo por primera vez en mi carrera, no pensaba en nada de esto. Estaba en estado de shock. ¿Qué puedes hacer cuando la vida vuelca de repente? Llamé a mi pareja, que me consoló. Yo le había anticipado mis sospechas de esa cita en Madrid. Llamé a mi mejor amigo en la empresa, que me dio su apoyo, pero naturalmente se alarmó mucho. Decidí no llamar a nadie más. Mis padres se preocuparían —tenía dos hijos que mantener—; se lo diría en su presencia. Me sentía injustamente tratado y, a la vez, avergonzado. Creía que mis decisiones habían sido adecuadas, aunque quizá no las había explicado bien. ¿Pero mis éxitos no superaban con creces mis errores? La respuesta del presidente era desproporcionada, pensaba, pero había sido amable y estaba en su derecho. Afortunadamente tenía un contrato que me indemnizaba por no trabajar en el sector en dos años. Era un consuelo y una oportunidad, una lucecita que marcaba una dirección hacia donde orientar mis energías.
Desde el punto de vista de reducción de estrés, esa noche tomé algunas decisiones acertadas. No fui a un hotel, sino a casa de un primo buscando calor humano. No le dije nada para evitar hablar más del problema y aumentar mi ansiedad. Me centré en sus asuntos y hablamos de la familia. No dormí casi nada esa noche, pero al día siguiente conseguí empezar a ver la oportunidad que se me presentaba. Decidí firmemente que utilizaría esos dos años para explorar una nueva profesión donde pudiera integrar mejor mis intereses personales. Hacer algo donde poner todo mi corazón y dejar que la remuneración fuera un resultado natural de mi contribución. Tenía que encontrar una ocupación mejor de lo que había perdido: ése era el desafío. No tenía cuarenta años aún, podía reinventarme, podía volver a empezar. Así empecé a sentirme mejor.
Tres meses después, cuando acabé con mis obligaciones laborales y cobré el cheque, fui a la India como ritual de paso a una nueva vida. Marché solo e ilusionado con la idea de hacer un curso de meditación de diez días con un famoso maestro en régimen de retiro. Era una técnica que practicaba desde hacía años y se había vuelto un pilar fundamental para dar equilibrio a mi vida. Sin embargo, el viaje no resultó un paso hacia la paz mental ni un baño de santidad como hubiera querido, sino que se pareció más bien a un paseo por el infierno. Al comenzar el curso, noté unas manchas rojas e hinchazón en los genitales, que atribuí a algún tipo de picadura de insecto. Pero poco a poco se fue extendiendo por el cuerpo y la cara, con abundantes picores. Yo pensaba que quizás era alguna reacción psicosomática donde mi piel estaba acusando el estrés de los meses anteriores. No obstante, como la situación empeoraba, al cuarto día pedí ayuda al médico del centro y me recetó una pomada contra la alergia. El sistema inmune está relacionado con el estrés y hay ciertas enfermedades en la piel de tipo alérgico con esta causa; pensé que tenía que tranquilizarme. Sin embargo, la pomada aumentó la hinchazón y dos días después tenía la cara deformada y casi no podía dormir. Me cambiaron la medicación. Empezaba a tener mal aspecto, comía poco y me encontraba abatido, triste y solo. Estar en silencio no ayudaba nada. No conocía a nadie en el retiro y no me atrevía a salir del centro porque estaba muy débil. Empecé a preocuparme: quizá tenía una enfermedad rara; consideré la posibilidad de que mi vida podía acabarse allí. Me arrepentí de muchas cosas que había hecho y en concreto pensé que tenía que mejorar la relación con mis hijos preadolescentes, darles más cariño y exigirles menos. Pedir perdón y perdonarme me tranquilizó bastante, pero mi cuerpo seguía sin reaccionar. Como me sentía cada vez mejor conmigo mismo, a pesar del empeoramiento de mi salud, empecé a pensar que no podía ser un problema psicosomático. El noveno día pedí la consulta de otro médico, que indicó que quizá fuera sarna, pero que era poco probable, y me dio antibióticos por si tenía una infección de la piel. Ya había probado cinco tratamientos.
Lo de la sarna me sonó a Edad Media, cuando se sufría de esos parásitos que excavan galerías por la piel, pero no tenía referencias de nadie que los tuviera. No obstante, esa noche, en un momento de sueño entre ratos de intensos picores, se me apareció una ilustración de uno de mis libros de biología con la sarna. Me desperté convencido de que ésa era la respuesta. Me ilusionó saber que un bicho, y no una enfermedad extraña, era la causa de mis males. A la mañana siguiente concentré mis pocas energías en curarme la sarna con un tratamiento local y en hervir la ropa que necesitaba para volver. Después inicié el viaje de vuelta, con tantas ganas como con las que había partido.
De vuelta a casa, después de recuperarme, tomé contacto con la realidad de un parado. No me llamaba nadie, no había mensajes electrónicos; en realidad no tenía ninguna función en la sociedad, no era productivo y no sabía muy bien cómo iba a volver a serlo. Mi principal sustento emocional era mi pareja, que me escuchaba y animaba en todas mis cavilaciones, a pesar de que mi comportamiento no siempre era estimulante. Discutíamos y ella también sufrió el proceso desde su lado, aunque su apoyo y cariño fueron fundamentales para mí en esa época. Otra lección de cómo el estrés producido por la incertidumbre afecta a tus relaciones personales.
Me preocupaba mi futuro. Sabía lo que no quería hacer pero no tenía claro en qué podía trabajar de forma remunerada. Buscando inspiración, asistía a conferencias sobre asuntos sociales y espirituales. En una charla oí a una profesora de la universidad que me impresionó, le pedí una cita y le expuse mis intenciones. Ella me propuso ir a Massachusetts para estudiar reducción de estrés con Jon Kabat-Zinn. Ir a estudiar a Estados Unidos había sido uno de mis sueños, era un país que conocía y que apreciaba. Kabat-Zinn era biólogo y enseñaba con una técnica de meditación que yo conocía bien de mi reciente e intenso viaje a la India, donde trabajé a fondo esa misma técnica. Pensé que estaba hecho a mi medida, sólo tenía que ir y probarlo.
Antes de partir tuve que superar otra prueba. Fruto del estrés, que no me abandonaba, mi cuerpo seguía renqueando. No engordaba a pesar de mis esfuerzos y los problemas digestivos e intestinales incomprensiblemente se mantenían. Entonces apareció un bulto en un testículo. ¡Horror! Una de mis actividades en esos meses era acompañar, como voluntario, a enfermos terminales y el cáncer era algo común en el hospital donde asistía. También sabía que el estrés de un divorcio o una separación facilitaban la aparición de esta enfermedad, y yo había tenido ambas experiencias en los últimos cuatro años. Aunque el médico que lo vio me tranquilizó bastante, propuso operar para quitar lo que parecía una bola de grasa y analizarlo después. Pero yo ya tenía los billetes comprados para ir a Estados Unidos y quedaban unas semanas. ¿Cómo iba a abandonar ahora por una operación? Mi pareja y mi madre me propusieron que consultara medicinas alternativas y de tres diagnósticos no médicos, todos coincidieron en que era una bola de grasa fruto de mis intentos de engordar. Me dijeron que desaparecería solo. Tomé unas sesiones de acupuntura, cambié mi dieta y dejé a los médicos plantados, que no entendían mi renuncia al quirófano.
Mi pareja pidió una excedencia y se vino a Massachusetts, un detalle que no valoré suficientemente, porque otro de los problemas de la gente estresada es que nos preocupamos demasiado de nosotros mismos y perdemos visión de lo que hacen los demás. La clínica de reducción de estrés resultó ser un lugar excepcional por el tipo de gente que allí trabajaba, mostrando simpatía y cariño a las personas. Volví con material y método como para empezar, además de la bendición de mis profesores, que me animaron a tomar esta carrera profesional. Ya tenía una herramienta y una gran ilusión, pero había que ver si esa técnica funcionaba en Mallorca, donde vivía.
Sin tener que peregrinar por muchos despachos, un médico me dio una oportunidad de hacer un curso con su equipo, lo que nos permitió replicar los resultados de Estados Unidos. Con estos datos presentamos un póster en un congreso de medicina y en otro de riesgos laborales. La técnica funcionaba. Ahora quedaba por ver si podía ganarme la vida con ello.
Vender consultoría empezando de cero no es fácil. El mundo de la salud donde intentaba introducirme está muy protegido y como biólogo autónomo es casi inaccesible. Intenté en muchos sitios y el asunto se movía muy despacio. Un año después de volver de Estados Unidos, a pesar de poner mis mejores esfuerzos, no veía una estabilidad laboral y mi subsidio del paro se estaba acabando. En esos momentos me ofrecieron la posibilidad de tomar el relevo a mi padre, que quería jubilarse de la empresa familiar que dirigía. La decisión suponía mudarme de ciudad o volver al régimen de viajes una semana de cada dos. ¿Volvería a tener estrés? Si tenía despacho, coche de empresa, sería alguien en una organización. Sin embargo, el precio personal era muy caro. Mi pareja dijo que no se mudaría, y mi proyecto de hacer un trabajo con corazón de desvanecería. Rechacé la oferta y me di seis meses más. Quería intentarlo hasta el final.
Poco después las cosas empezaron a cambiar. Un equipo de surf profesional me contrató y la experiencia salió en una revista con preciosas fotos; luego, un curso en San Sebastián con buena cobertura mediática se llenó. Más tarde una consultora en Madrid me propuso asociarme a ellos. Después me contrataron para entrenar al Desafío Español para la Copa América de vela, lo que me dio cierta fama. Así, poco a poco, se llenó mi agenda y mis ingresos se estabilizaron. Mi cuerpo también respondió. Mis descansos mejoraron, el dolor lumbar se desvaneció, las digestiones cambiaron, el intestino funcionaba como un reloj, las manchas blancas de las uñas desaparecieron y sin darme cuenta gané diez quilos y el colesterol bajó. Estaba encantado con mi nueva ocupación y mi cuerpo rebosaba de salud. Disfrutaba más de la vida porque no pensaba siempre en el trabajo, ni en proyectos. Ahora valoraba cosas sencillas: el sol, el monte, el mar, el sabor de estar donde quieres estar, el momento presente. Me di cuenta de que mi vida había cambiado.
Me he tomado la licencia de contar aquí mi historia para presentarme; no soy gurú ni erudito, sólo pretendo aportar algo desde mi experiencia personal. También sirve de ejemplo para ilustrar cómo actúa el estrés en momentos de crisis y cómo el cambio es posible. Cuando la vida da un vuelco, puede estar indicándote el camino hacia algo mejor, como ha sido en mi caso. Es mi aventura en la gran catástrofe de la vida, como dice Kabat-Zinn en su libro.2[2] Cierto es que estos cambios no son fáciles ni agradables, pero al final del recorrido, cuando puedes conectar los puntos, te das cuenta de que ese camino te estaba esperando y que ha merecido la pena.
Aclarado este punto, no hablaré mucho más de mi vida. Las siguientes páginas son sobre la técnica de reducción de estrés basada en la conciencia plena y cómo se puede aplicar a la vida cotidiana. Para entrar mejor en materia, les propongo empezar con un cuento del rey Arturo.
1 Henry D. Thoreau, Walden, Cátedra, Madrid, 2005, p. 138.
2 Jon Kabat-Zinn, Full Catastrophe Living, Bantam Doubleday. Ed. en castellano: Vivir con plenitud las crisis, Kairós, Barcelona, 2003.