Los días verdes
Primera edición en esta colección: mayo de 2014
© Yasmín C. Moreno, 2014
© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2014
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ISBN: 978-84-16096-37-4
Realización de cubierta: Laura Sánchez
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A César. Cómo no.
Hubo un tiempo en que todo iba bien. Mi mente se sumerge en esa nebulosa como al caer inerte en brazos del sueño. Pero sé que era feliz entonces; sé que antes paseábamos por Madrid en verano, y no me molestaba el sol de julio en los ojos, ni quemaba mi piel, porque no era tan pálida. Sé que hubo un tiempo en que las cosas iban bien, e incluso recuerdo vagamente algo, ahora, cuando escucho las ramas de los árboles chocar contra las ventanas, esas ramas cargadas de brotes. El olor de la primavera es inevitablemente reminiscente. Huele a tantas cosas, pero es siempre el mismo. Huele a las primeras flores, a las semillas pequeñas volando en remolinos con el viento, al polvo que solamente vemos a la luz anaranjada de los rayos. Huele a la humedad pegajosa y dulce de la tierra después de la tormenta, a la sangre caliente de los animales naciendo.
Puede que por todo esto, o quizá por alguna sustancia química que flota en el aire, en los meses que preceden a la primavera, parece estar a punto de ocurrir algo, algo muy importante: la gente contiene la respiración ante el incipiente polen y espera que las plantas salgan de sus brotes, como polluelos crujiendo sus propias cáscaras. Todos guardan silencio, creyendo sentir el preciso instante en que todo renace y cambia; la luz es otra, y el cielo parece más grande.
Pero para mí es algo terrible lo que acontece. De hecho, para mí la primavera casi no existía: todos los años pensaba que acabaría en un hospital antes de la primavera. Durante años no hice planes para después del mes de febrero.
¿Por qué me ocurría esto? Supongo que era un miedo irracional a que avanzara el tiempo. Me aferraba con uñas y dientes a mi vida tal y como era, a mi cama caliente, a mis mantas. Y es que en primavera una no puede estar cubierta de abrigos y mantas. El fin de curso y, por consiguiente, el verano, se me hacían áridos e inconmensurables espacios que no podía llenar con actividades y horarios; y también me asustaba el ciclo cerrado en que se iban convirtiendo los años.
¿Qué fue lo que intenté para huir, para frenar la velocidad de una vida que no entendía ni me gustaba? ¿Qué llegué a hacer para conseguirlo? Absolutamente todo lo que estaba en mis manos. Lo primero fue dejar de comer durante un otoño y unas navidades, pero me aburrí, porque en el fondo yo no quería morir; amaba el placer, amaba la vida. Se me desató un hambre incontrolable la primavera siguiente y, como un animal que despierta después de haber estado hibernando mucho tiempo, el sol y el aire fresco me devolvieron las ganas de vida. ¡Pero qué ganas! Empecé a comer como si no lo hubiera hecho en toda mi vida, los sabores me hacían cosquillas en la lengua, lloraba de felicidad, y todas las noches soñaba con pasillos enteros llenos de comida.
Ese año no acabé en el hospital, por supuesto, porque mi aspecto era saludable y todos volvían a estar contentos de que hubiera recuperado el apetito. De hecho, no lo conseguí hasta que, tres años más tarde, mis heridas se hicieron mucho más visibles.
Ahora contemplo desde mi cama de hospital la calle y la ciudad rugiendo de vida, y solo quiero salir afuera y probar mi capacidad para hacer cosas, cosas sencillas que me proporcionen placer, simplemente eso.
Me pregunto cómo pudo haber un tiempo en que soñé con el olor a muerte de los hospitales y sus blancos pasillos que se alargan. Imaginé las batas, también blancas, que olerían a lejía. Deseé la quietud y el silencio que provoca la sombra triste de la enfermedad que llega y te lleva, y busqué el sabor amargo del hambre y de la soledad más absoluta. Quería desaparecer como por casualidad, enterrarme sin quererlo entre las mantas.
Pero eso fue mucho más tarde. Eso fue después del verano.
Mayo-principios de verano
Tras mucho recapacitar, mucho insomnio y muchas dudas, conseguí armarme del valor suficiente para decirle a Mateo que me marchaba. Llovía y yo estaba absorta contemplando la lluvia desde casa (en Madrid siempre es todo un acontecimiento cuando llueve). Recuerdo pensar que, a lo mejor, después de todo, el frío se prolongaba un poco más de tiempo.
Él me agitaba, me tenía agarrada del brazo y yo no le entendía. Solo veía llover, yo miraba la lluvia, no le veía…
—Entonces, ¿eso significa que ya no me quieres? —dijo Mateo.
¿Qué podía responder? Yo solo quería irme.
Así que me fui. Así que le dejé solo, llorando. Casi parecía una mujer; por eso casi quise darme la vuelta y consolarle. Pero ahí brillaba la promesa de alejarme de todo aquello porque, ¿recuerdas?, aquello me aterraba.
La excusa para todo era esta: te estás poniendo enferma. Entonces quise creer que lo que me había enfermado había sido la ciudad, el cielo gris sobre nuestras cabezas, la monotonía y la vida frenética que me empujaba. Me moría de pena al viajar en el metro, a primera hora de la mañana: las caras largas y ojerosas, mortalmente pálidas. Como criaturas recién paridas al mundo, escupidas al vacío negro de la calle, con el sueño roto y encogidas de frío.
Yo solo buscaba un lugar verde muy hermoso, algún sitio donde pudiera escapar del mundo y donde nadie nunca me molestara.
Y hacia allí iba. Me vi arrastrada por una fuerza superior a mí misma, una mano que me empujaba y me guiaba más y más lejos. Fui caminando desde casa hasta la estación de tren, y allí compré un billete al azar, el más barato, sin preguntar siquiera adónde iba. Estaba nerviosa y preocupada por haber dejado así a Mateo, pero al mismo tiempo unas cosquillas me recorrían el vientre, de excitación; casi, pensé, como la primera vez que me tocaron ahí abajo. Más bien era algo como la masturbación: yo excitándome con mis propias ideas acerca de mí misma. No pude disimular la sonrisa: me sentía fuerte y decidida, como abocada a hacer grandes cosas. Todavía queda mucho para que acabe, me repetía. De hecho, ni siquiera ha empezado.
El tren estaba ahora cerrando sus puertas y la gente se acababa de acomodar en los asientos. Cuando el tren silbó y se cerraron las puertas, por un momento, por una milésima de segundo, me arrepentí y pensé en bajar incluso. Luego pensé en la promesa de libertad que me había hecho… Me desplomé en el asiento y coloqué los pies en el de enfrente, intentando relajarme. Me parecía ser más joven que nunca, en el sentido de que fui plenamente consciente de tener toda la vida por delante y un futuro espléndido a mis pies. Era como si despertara por primera vez después de mucho tiempo. Me sentía viva.
El tren empezó a moverse, fue aumentando la velocidad poco a poco. Aunque no había nadie, me despedí con la mano desde la ventana. Entre aquella nebulosa de júbilo había una pequeña punzada de dolor que se me escapó y que apenas percibí en ese instante. Era la sensación de estar dejando algo importante atrás, la pena irremediable cuando sentimos que un ciclo se acaba. Mientras me movía más y más rápido, abandonaba algo allí. Algo que, una vez que me marchara, estaba segura de no volver a recuperar jamás.
Al rato, conseguí dormir un poco, más o menos hasta la mitad del trayecto. De repente, alguien me despertó.
—Perdona, creo que estás ocupando mi asiento —oí decir desde el otro lado del sueño.
No había abierto aún los ojos, pero era la voz de un hombre. Un hombre joven porque tenía la voz clara, imaginé. Charlé con Manuel el resto del viaje y antes de bajarse me apuntó sus señas en la primera hoja del libro que yo venía leyendo, y que llevaba apoyado en mis piernas.
—Ven a visitarme cuando quieras —dijo.
Me bajé en la siguiente parada y caminé hasta que desaparecieron las casas y comercios y empecé a ver solo montañas y bosque.
Elegí, de entre toda la amplitud del campo, un rincón pequeño, sin apenas espacio entre los árboles y con un arroyo cerca para poder lavarme. Ahí, entre la masa tupida de las ramas, no podría colarse tanto la lluvia de las tormentas de verano. Para construir una cabaña, nada más llegar recorrí los alrededores en busca de ramitas, hojas y troncos grandes. Así podría resguardarme del frío y sentirme más segura por las noches, a salvo de los animales salvajes que seguramente había allí.
El agua del arroyo corría con fuerza. Introduje el dorso de la mano en él. Aunque era verano, estaba muy fría. De lejos parecía mucho más sucia de lo que en realidad era: las algas y las piedras que transportaba, la tierra entre verde y marrón del fondo, hacían que el agua pareciera de este color. Las algas que el riachuelo iba arrancando a su paso, salían y flotaban en la superficie, y eran arrastradas con fuerza hacia la orilla, donde se fundían con las piedras, también verdes de musgo.
Había una agradable humedad en el ambiente, que lo cubría todo y hacía brotar líquenes por todas partes, y que permitía que crecieran fuertes y esplendorosos los árboles a lo largo de los siglos. El final no alcanzaba a la vista. Los bordes de sus hojas eran difuminados por una bruma muy espesa cuanto más alto crecían.