Cubierta

KATJA MILLAY

El
mar
de la
Tranquilidad

Traducción de Miguel Trujillo

Plataforma Editorial neo

Índice

    1. Prólogo
    2. Capítulo 1
    3. Capítulo 2
    4. Capítulo 3
    5. Capítulo 4
    6. Capítulo 5
    7. Capítulo 6
    8. Capítulo 7
    9. Capítulo 8
    10. Capítulo 9
    11. Capítulo 10
    12. Capítulo 11
    13. Capítulo 12
    14. Capítulo 13
    15. Capítulo 14
    16. Capítulo 15
    17. Capítulo 16
    18. Capítulo 17
    19. Capítulo 18
    20. Capítulo 19
    21. Capítulo 20
    22. Capítulo 21
    23. Capítulo 22
    24. Capítulo 23
    25. Capítulo 24
    26. Capítulo 25
    27. Capítulo 26
    28. Capítulo 27
    29. Capítulo 28
    30. Capítulo 29
    31. Capítulo 30
    32. Capítulo 31
    33. Capítulo 32
    34. Capítulo 33
    35. Capítulo 34
    36. Capítulo 35
    37. Capítulo 36
    38. Capítulo 37
    39. Capítulo 38
    40. Capítulo 39
    41. Capítulo 40
    42. Capítulo 41
    43. Capítulo 42
    44. Capítulo 43
    45. Capítulo 44
    46. Capítulo 45
    47. Capítulo 46
    48. Capítulo 47
    49. Capítulo 48
    50. Capítulo 49
    51. Capítulo 50
    52. Capítulo 51
    53. Capítulo 52
    54. Capítulo 53
    55. Capítulo 54
    56. Capítulo 55
    57. Capítulo 56
    58. Capítulo 57
    59. Capítulo 58
    1. Agradecimientos

En recuerdo de mi padre,
porque él lo dijo.

Prólogo

Odio mi mano izquierda. Odio mirarla. Odio cuando se estremece y tiembla y me recuerda que mi identidad ha desaparecido. Pero la miro de todos modos, porque también me recuerda que voy a encontrar al chico que me lo arrebató todo. Voy a matar al chico que me mató, y cuando lo haga, voy a hacerlo con mi mano izquierda.

Capítulo 1

Nastya

En realidad, morir no está tan mal cuando ya lo has hecho una vez.

Y yo lo he hecho.

Ya no tengo miedo de la muerte.

Tengo miedo de todo lo demás.

* * *

El agosto en Florida significa tres cosas: el calor, una humedad opresiva y las clases. Las clases. No he ido a clase desde hace más de dos años, a menos que cuente sentarse a la mesa de la cocina mientras tu madre te enseña la lección, y yo no lo cuento. Es viernes. Mi último curso en el instituto comienza el lunes, pero aún no me he matriculado. Si no voy hoy, el lunes por la mañana no tendré mi horario, y me tocará esperar en secretaría a que me lo den. Creo que sería mejor saltarme la escena de película mala de los ochenta en la que llego a clase el primer día y todo el mundo tiene que dejar lo que está haciendo para mirarme, porque, aunque eso no sería lo peor que me ha pasado, sería un asco igualmente.

Mi tía entra en el aparcamiento del instituto de Mill Creek conmigo en el coche. Parece que hayan hecho el instituto con un molde de galletas. A excepción del color pútrido de las paredes y el nombre del cartel, es una réplica exacta del último al que asistí. Margot (me obliga a no llamarla «tía», porque la hace sentir vieja) apaga la radio que ha estado atronando durante todo el camino hasta aquí. Afortunadamente se trata de un viaje corto, pues los sonidos altos me ponen nerviosa. No es el sonido en sí mismo lo que me molesta, tan solo el hecho de que sea alto. Los sonidos altos hacen que sea imposible escuchar los suaves, y son los sonidos suaves aquellos de los que hay que tener miedo. Puedo soportarlo porque nos encontramos en un coche, y normalmente me siento segura dentro de los coches. Fuera, la cosa cambia. Nunca me siento segura en el exterior.

–Tu madre espera que la llames por teléfono cuando acabemos aquí –dice Margot. Mi madre espera muchas cosas que nunca va a conseguir. En el esquema de las cosas, una llamada telefónica no es pedir demasiado, pero eso no significa que vaya a recibir ninguna–. Al menos podrías mandarle un mensaje. Cuatro palabras. «Matriculada. Todo va bien.» Si te sientes muy generosa, podrías incluso poner una de esas caritas felices al final.

La miré de reojo desde el asiento del copiloto. Margot es la hermana pequeña de mi madre, tiene unos diez años menos que ella y es lo opuesto a ella en prácticamente todos los sentidos. Ni siquiera se parece a ella, lo cual significa que tampoco se parece a mí, porque mi madre y yo somos como dos gotas de agua. Margot tiene el pelo rubio oscuro, con ojos azules y un bronceado perpetuo que mantiene fácilmente trabajando por la noche y durmiendo junto a la piscina durante el día, a pesar de que es enfermera y debería tener más cabeza. Yo tengo la piel pálida, los ojos de un marrón oscuro, y un pelo largo, ondulado y prácticamente negro. Parece que Margot se haya escapado de un anuncio de crema bronceadora. En mi caso, parece que me haya escapado de un ataúd. La gente tendría que ser estúpida para creer que somos parientes, incluso aunque esa es una de las pocas cosas sobre mí que son ciertas.

Todavía tiene esa sonrisa arrogante en el rostro, sabiendo que, incluso aunque no me haya convencido para aplacar a mi madre, al menos habrá plantado una semilla de culpabilidad. Es imposible que Margot te caiga mal, aunque lo intentes con todas tus fuerzas, lo cual me hace odiarla un poquito, ya que yo nunca seré una de esas personas. Se hizo cargo de mí, no porque no tuviera otro lugar adonde ir, sino porque no tengo ningún otro lugar donde soporte estar. Por suerte para ella, en realidad solo tiene que verme de pasada, porque en cuanto comiencen las clases rara vez estaremos en casa al mismo tiempo.

Aun así, dudo que hacerse cargo de una adolescente huraña y amargada sea precisamente el objetivo vital de una mujer soltera de treinta y pocos años. Yo no lo haría, pero, claro, yo no soy muy buena persona. A lo mejor es por eso por lo que huyo como si no hubiera mañana de las personas que más me quieren. Si pudiera estar sola, lo estaría encantada. Preferiría estar sola a tener que fingir que estoy bien. Pero no me dan esa opción, así que me conformo con estar con alguien que al menos no me quiere tanto. Me siento agradecida por Margot, aunque no se lo digo. No le digo nada. No lo hago.

Cuando entro, la secretaría está sumida en la conmoción. Los teléfonos suenan, las fotocopiadoras están en marcha, hay voces por todas partes. Hay tres colas que conducen al mostrador delantero. No sé en cuál de ellas debo esperar, así que escojo la más cercana a la puerta y espero tener suerte. Margot entra detrás de mí e inmediatamente me pasa el brazo por el costado y me hace alejarme de todas las colas, hasta llegar a la recepcionista. Tiene suerte de que la haya visto moverse, pues, de lo contrario, un segundo después de que su mano me tocara el brazo se habría encontrado en el suelo boca abajo, con mi rodilla sobre su espalda.

–Tenemos una cita con el señor Armour, el director –dice con voz autoritaria. Margot, la adulta responsable. Está haciendo el papel de mi madre hoy. Es un lado de ella que normalmente no veo, pues prefiere el papel de la tía guay. No tiene hijos, así que la situación le queda un poquito grande. Ni siquiera me había dado cuenta de que tuviéramos una cita, pero ahora veo que tiene sentido. La recepcionista, una mujer de unos cincuenta y pico años y aspecto desagradable, nos hace un gesto en dirección a un par de sillas junto a una puerta cerrada de madera oscura.

Tan solo tenemos que esperar unos pocos minutos, y nadie se fija en mí ni da muestras de reconocerme. El anonimato está bien, pero me pregunto cuánto tiempo durará. Me echo un vistazo. No me he arreglado para la visita de hoy: esperaba venir, rellenar algunos papeles, entregar los registros de vacunas y terminar con el tema. No me esperaba la multitud de estudiantes abarrotando la secretaría. Llevo unos vaqueros y una camiseta negra con cuello de pico, los dos un poco (bueno, bastante) más ajustados de lo que tendrían que ser, pero por lo demás bastante insulsos. En los zapatos me he esforzado. Son unos tacones negros, once centímetros de locura. No los uso tanto por la altura, a pesar de que la necesito de verdad, como por el efecto. No me hubiera molestado en ponérmelos hoy de no ser porque necesito practicar. Mi equilibrio sobre ellos ha mejorado, pero suponía que un ensayo no me haría daño. Preferiría evitar caerme de culo el primer día de clase.

Miro el reloj de la pared. La segunda manecilla está moviéndose una y otra vez dentro de mi cabeza, a pesar de que sé que es imposible que oiga el tictac por encima de todo lo que está sucediendo. Ojalá pudiera apagar el ruido de la habitación. Resulta desconcertante. Hay demasiados sonidos a la vez, y mi cerebro está tratando de separarlos, de organizarlos en montoncitos pequeños y ordenados, pero es casi imposible con todas las máquinas y voces que se unen en un solo sonido. Abro y cierro la mano sobre mi regazo y espero que nos llamen pronto.

Tras unos pocos minutos que parecen una hora, la pesada puerta de madera se abre, y un hombre de cuarenta y pico años con corbata y una camisa que no es de su talla nos invita a entrar. Sonríe con calidez antes de volver a situarse tras su escritorio, sobre una silla de cuero demasiado grande. El escritorio es imponente, demasiado grande para ese despacho. Es obvio que los muebles están pensados para intimidar porque el hombre no lo hace. Incluso antes de que diga demasiado, lo identifico como una persona blanda. Espero tener razón. Voy a necesitarlo en esto.

Me siento sobre una de las dos sillas de cuero color borgoña a juego que hay frente al escritorio del señor Armour. Margot se hunde en la silla junto a la mía y comienza con su perorata. Escucho durante unos pocos minutos mientras le explica mi «situación excepcional». Situación excepcional, desde luego. Mientras entra en detalles, veo que el director me echa un vistazo. Sus ojos se ensanchan ligeramente mientras me examina con más atención, y capto el destello de reconocimiento en ellos. Sí, esa soy yo. Me recuerda. Si me hubiera alejado más, esto ni siquiera sería necesario. El nombre no significaría gran cosa. La cara significaría aún menos. Pero estoy a dos horas de la zona cero, y si tan solo una persona se da cuenta, volveré a estar justo donde me encontraba allí. No puedo correr ese riesgo, así que aquí estamos, sentadas en el despacho del señor Armour, tres días antes del comienzo de mi último curso. No hay nada como hacerlo todo en el último momento. Aunque esto, al menos, no es culpa mía. Mis padres no se enfrentaron a la mudanza hasta el final, pero finalmente acabaron cediendo. Puede que en parte tuviera que darle las gracias a Margot por eso, aunque pienso que el hecho de haberle roto el corazón a mi padre ayudó un poco a la causa. Y, probablemente, todos estuvieran simplemente cansados.

Ya me he evadido por completo de la conversación, y estoy ocupada inspeccionando el despacho de Armour. No hay demasiadas cosas para distraerme; un par de plantas de interior que parecen necesitar agua, y unas cuantas fotos familiares. El diploma de la pared es de la Universidad de Michigan. Su nombre de pila es Alvis. Vaya. ¿Qué clase de nombre de mierda es Alvis? Ni siquiera creo que signifique nada, pero sin duda voy a comprobarlo luego. Estoy dando vueltas a posibles orígenes en mi cabeza cuando veo que Margot saca una carpeta y se la entrega.

Notas de médicos. Muchas.

Mientras el director examina los papeles, mis ojos caen en un afilador de lápices de mano hecho de metal, de la vieja escuela. Me resulta extraño. El escritorio es lujoso y majestuoso, nada que ver con esa mierda de escritorios industriales que tienen los profesores. Por qué alguien pondría encima un afilador de lápices tan antiguo es algo que se me escapa. Es una completa contradicción, y me gustaría poder preguntar al respecto. En lugar de ello, me concentro en el anillo de agujeros ajustables para los lápices, y me pregunto ociosamente si el meñique me cabría en alguno de ellos. Estoy pensando cuánto me dolería afilármelo y cuánta sangre podría haber, cuando noto que el tono del señor Armour cambia.

–¿Nada en absoluto? –Suena nervioso.

–Nada en absoluto –confirma Margot. Su tono de voz resulta tajante.

–Ya veo. Bueno, pues haremos lo que podamos. Me aseguraré de que informen a sus profesores antes del lunes. ¿Ha rellenado ya el formulario de petición de clases? –Y así, como si todo siguiera un horario marcado, hemos llegado a la parte de la conversación en la que comienza a hablar como si yo no estuviera en el despacho. Margot le entrega el formulario y él lo examina con rapidez–. Se lo daré al departamento de Orientación para que puedan tener su horario para el lunes por la mañana. No puedo asegurar que entre en estas optativas. La mayoría de las clases ya están llenas.

–Lo comprendemos. También estoy segura de que hará todo lo que pueda. Apreciamos su cooperación y, por supuesto, su discreción –añade Margot. Es una advertencia. Adelante, Margot. Sin embargo, creo que con él la ha desperdiciado un poco. Tengo la sensación de que realmente quiere ayudarnos. Además, creo que lo pongo incómodo, lo cual significa que probablemente esperará verme lo menos posible.

El señor Armour nos acompaña hasta la puerta, le da la mano a Margot y me dirige un asentimiento de cabeza casi imperceptible, con una sonrisa cansada que creo que puede ser de lástima, o tal vez de desdén. Entonces, con la misma rapidez, aparta la mirada. Nos sigue de vuelta al caos de la secretaría, y nos pide que esperemos un momento mientras él baja por el pasillo hasta la oficina de orientación con mis papeles.

Miro a mi alrededor y veo que varias de las mismas personas que había visto antes todavía siguen esperando en la cola. Doy las gracias a cualquier dios que todavía crea en mí por las citas. Preferiría limpiar el interior de un lavabo portátil con la lengua antes que pasar otro minuto más en esta cacofonía. Nos quedamos contra la pared, tan alejadas del barullo como podemos. Ya no quedan sillas vacías.

Echo un vistazo a la parte delantera de la cola, donde un muñeco Ken con el pelo de un rubio oscuro está mostrando su sonrisa más desarmante en dirección a la señorita Desagradable, al otro lado del mostrador. La señorita Desagradable está ahora reluciendo en el aura de flirteo del chico. No puedo culparla. Tiene la clase de belleza que transforma a mujeres que una vez se habían respetado a sí mismas en inútiles montañas de chorradas. Me esfuerzo por escuchar su conversación. Algo acerca de un puesto de auxiliar en el despacho. Aaah, capullo perezoso. Inclina la cabeza hacia un lado y dice algo que hace que la señorita Desagradable se ría y sacuda la cabeza, resignada. Ha logrado lo que quiera que estuviera tratando de conseguir. Observo cómo su mirada cambia ligeramente. Él también lo sabe. Casi estoy impresionada. Mientras espera, la puerta se abre y una chica de aspecto psicóticamente mono entra y examina la habitación, hasta que sus ojos caen sobre él.

–¡Drew! –grita por encima de la conmoción, y todo el mundo se gira. Ella parece inconsciente de la atención–. ¡No voy a quedarme sentada en el coche todo el día! ¡Venga ya!

La observo mientras ella lo mira, furiosa. Es rubia, como él, aunque no del mismo tono; su pelo es más claro, como si se hubiera pasado todo el verano bajo el sol. Es atractiva de la manera más obvia posible, y lleva un top rosa bien lleno y un bolso Coach de un rosa obsesivamente a juego. El chico parece un tanto divertido por su disgusto. Debe de ser su novia, y pienso que encajan. El Ken rompecorazones viene con una princesa Barbie a juego: ¡medidas inalcanzables, bolso de diseño y cara de enfado incluidos!

Él levanta un dedo en su dirección para indicarle que solo tardará un minuto. Si yo fuera él, escogería un dedo diferente. Sonrío con suficiencia al pensarlo, y al levantar la mirada veo que él imita mi sonrisa, con los ojos traviesos e iluminados.

Tras él, la señorita Desagradable garabatea algo en su formulario y firma la parte inferior. Se lo devuelve, pero él sigue mirándome. Yo señalo a la mujer y levanto las cejas. ¿No vas a tomar lo que has venido a buscar? Se gira y agarra el formulario de las manos de la mujer, le da las gracias y guiña un ojo. Le guiña un ojo a la señora menopáusica de la secretaría. Es tan descaradamente obvio que casi resulta inspirador. Casi. Ella vuelve a negar con la cabeza y le hace un gesto para que salga por la puerta. Bien jugado, Ken. Bien jugado.

Mientras yo me he estado divirtiendo con el drama de la secretaría, Margot ha estado hablando con una mujer que supongo que es la asesora académica. Drew, a quien desesperadamente quería seguir llamando Ken, sigue todavía cerca de la puerta, hablando con otros dos chicos que están esperando en la parte posterior de la cola. Me pregunto si estará tratando de cabrear a Barbie a propósito. No parece que sea muy difícil.

–Vamos. –Margot reaparece y me conduce hasta las puertas principales.

–¡Disculpe! –grita una mujer de voz estridente antes de que lleguemos a la salida. Todo el mundo en las colas se gira al unísono, observando a la mujer que levanta una carpeta en mi dirección–. ¿Cómo se pronuncia este nombre?

–Nás-tia –pronuncia Margot, y yo me encojo internamente, consciente del público a nuestro alrededor–. Nastya Kashnikov. Es ruso.

Lanza las dos últimas palabras por encima del hombro, evidentemente complacida consigo misma por alguna razón, antes de que salgamos por la puerta con los ojos de todo el mundo clavados en nuestras espaldas.

Cuando llegamos hasta el coche, suelta un suspiro y su comportamiento cambia de forma visible para volver a ser la Margot que conozco.

–Bueno, pues ya hemos resuelto este asunto. Por ahora –añade. A continuación, me muestra su deslumbrante sonrisa de chica norteamericana–. ¿Un helado? –pregunta, y suena como si lo necesitara más que yo. Le devuelvo la sonrisa, pues, aunque sean solo las diez y media de la mañana, hay una única respuesta a esa pregunta.

Capítulo 2

Josh

Lunes, 7:02 de la mañana. Inútil. Así es como va a ser el día de hoy, al igual que los 179 días escolares que vendrán después. Reflexionaría acerca del desperdicio que supone todo eso si tuviera tiempo, pero no lo tengo. Ya llego tarde. Me dirijo hacia la habitación de la colada y saco algo de ropa de la secadora, todavía en marcha. Se me olvidó encenderla anoche, pero no tengo tiempo que perder, así que me veo obligado a ponerme unos vaqueros húmedos mientras camino tratando de no tropezar y caer al suelo. Qué más da. Ni que me sorprendiera.

Saco una taza de café del armario e intento llenarla sin derramarlo todo sobre la encimera y quemarme en el proceso. La dejo sobre la mesa de la cocina, junto a una caja de zapatos llena de medicamentos, justo a tiempo para ver a mi abuelo saliendo de su habitación. Su pelo blanco está tan despeinado que por un momento me recuerda a un científico chiflado. Camina de una forma alarmantemente lenta, pero lo conozco lo suficiente como para no ofrecerle mi ayuda. Odia que lo hagan. Antes era un tío genial, y ahora no lo es, y siente hasta el último gramo de esa pérdida.

–El café está en la mesa –digo, agarrando las llaves y dirigiéndome hacia la puerta–. Ya he puesto allí las pastillas y las he anotado. Bill vendrá dentro de una hora, ¿seguro que estarás bien hasta entonces?

–No soy un inválido, Josh –replica, prácticamente gruñendo. Intento no sonreír. Está enfadado, y que esté enfadado es bueno. Hace que las cosas parezcan un poco normales.

En cuestión de segundos ya estoy en mi camioneta bajando por el camino de entrada, pero no estoy seguro de que vaya a ser suficiente. No vivo muy lejos del instituto, pero la cola para entrar en el aparcamiento el primer día siempre es un coñazo. La mayoría de los profesores harán la vista gorda hoy, pero yo no tendría que preocuparme de todos modos: nadie va a castigarme, llegue tarde o no. Piso a fondo y un par de minutos después ya estoy esperando para entrar en el aparcamiento. La hilera de coches serpentea hasta la carretera, pero al menos se mueve de forma periódica.

Únicamente tengo la energía de cuatro horas de sueño y una sola taza de café. Me gustaría haber tenido tiempo para servirme otra, pero no lo hice, y de todos modos lo más probable es que se me hubiera volcado encima para cuando llegara al instituto.

Saco mi horario mientras aguardo y vuelvo a comprobarlo. La clase de Carpintería no es hasta la cuarta hora, pero al menos no tengo que esperar hasta el final del día. El resto de las clases me importan una mierda.

Cuando finalmente llego al campus, Drew se encuentra en la parte delantera con sus seguidores habituales, contándoles todo tipo de trolas acerca de su verano. Sé que son todas trolas porque se ha pasado la mayor parte del verano conmigo, y sé a ciencia cierta que no ha hecho una mierda. Aparte del tiempo que se pasaba desapareciendo con cualquier chica con la que se estuviera enrollando, ha estado en mi sofá.

Al mirarlo ahora, no creo que nadie esté más feliz de volver al instituto. Pondría los ojos en blanco si no me pareciera algo tan de chicas, así que en lugar de ello me limito a mirar hacia delante sin expresión alguna en la cara y sigo caminando. Asiente con la cabeza en mi dirección cuando paso a su lado, y yo le devuelvo el gesto. Hablaré con él más tarde. Sabe que no me acercaré a él mientras siga rodeado de gente. Nadie más da muestras de haberme visto, y atravieso el resto de la multitud hasta llegar al patio principal justo cuando suena la campana de la primera hora.

Mis primeras tres clases bien podrían ser la misma. Lo único que hago es escuchar las normas, recoger los programas y tratar de permanecer despierto. Mi abuelo se despertó cinco veces anoche, lo que significa que yo también me desperté cinco veces anoche. Realmente tendría que empezar a dormir un poco más. «En una semana, lo harás», me digo con amargura, pero no me detengo a pensar en ello ahora.

10:45 de la mañana. Hora del primer almuerzo. Preferiría ir directamente a la clase de Carpintería: es un asco comer tan temprano. Me dirijo hasta el patio y me siento sobre el respaldo del banco más alejado del centro, el mismo donde me he sentado los dos últimos años. Nadie me molesta, porque es más fácil fingir que no existo. Preferiría pasarme la media hora barriendo serrín que sentarme aquí, pero todavía no hay ningún serrín que barrer. Al menos, es lo bastante temprano como para que los bancos de metal no resulten abrasadores bajo el sol. Ahora tan solo tengo que esperar durante los próximos treinta minutos, que probablemente serán los más largos de todo el día.

Nastya

Sobrevivir. Eso es lo que estoy haciendo ahora, y no ha sido tan horrible como esperaba. Me dirigen muchas miradas de reojo, probablemente por cómo me visto, pero, aparte de eso, lo cierto es que nadie me habla. A excepción de Drew, el muñeco Ken. Me encontré con él esta mañana, pero fue prácticamente como si no lo hubiera hecho. Él habló. Yo caminé. Él se rindió. He logrado llegar hasta la hora del almuerzo, y esta es la verdadera prueba. En realidad, nadie ha tenido muchas oportunidades para socializar todavía, así que he podido pasar desapercibida, pero la hora del almuerzo es una dimensión infernal sin supervisión alguna. Evitar a todo el mundo parece mi mejor opción al principio, pero tengo que enfrentarme a las miradas y a los comentarios en algún momento. Personalmente, preferiría meterme un cactus por el culo, pero al parecer esa opción no está disponible, así que bien podría simplemente quitarme la tirita y acabar con todo. Tras eso, encontraré un lavabo vacío para retocarme el pelo y volver a pintarme los labios o, como nos gusta llamarlo a los cobardes, esconderme.

Trato de examinar mi ropa con disimulo para asegurarme de que nada esté donde no deba estar, y de no llamar la atención más de lo que había planeado originalmente. Llevo puestos los mismos zapatos de tacón del viernes, pero esta vez voy con un top corto de color negro y una falda prácticamente inexistente que hace que mi culo no esté nada mal. Me he dejado el pelo suelto, para que caiga hasta por debajo de mis hombros y me cubra la cicatriz de la frente. Tengo los ojos pintados con un grueso delineador negro. Sé que parezco una zorra, y probablemente solo resulte atractiva a las criaturas humanas más básicas. Drew. Sonrío para mí misma mientras recuerdo cómo me miró de arriba abajo en el pasillo esta mañana. Barbie se iba a enfadar.

No me visto así porque me encante, ni porque quiera que la gente se quede mirándome. Pero la gente va a quedarse mirándome por las razones equivocadas de todos modos, y si van a hacerlo por las razones equivocadas, entonces al menos yo debería elegir cuáles son. Además, unas cuantas miradas molestas es un pequeño precio que pagar a cambio de asustar a todo el mundo. No creo que haya ninguna chica en este instituto que quiera hablar conmigo, y cualquier chico que esté interesado probablemente no se preocupará mucho por la conversación. ¿Qué más da? Si voy a obtener atención indeseada, será mejor que sea por mi culo y no por mi psicosis y mi mano jodida.

Margot no había vuelto a casa todavía cuando me marché al colegio por la mañana, o de lo contrario tal vez hubiera tratado de convencerme para que me cambiara de ropa. No la habría culpado. Creo que el profesor de la primera hora quería castigarme por violar el código de vestimenta cuando entré, pero, en cuanto comprobó mi nombre en la lista, me acompañó hasta un asiento y no volvió a mirarme durante el resto de la clase.

Tres años antes, a mi madre le habría dado un ataque, habría llorado o se habría lamentado por sus limitaciones como madre, o a lo mejor me habría encerrado en mi habitación si me hubiera visto ir así al instituto. Hoy, me miraría decepcionada, pero me preguntaría si eso me hacía feliz, y yo asentiría con la cabeza y mentiría para que pudiéramos fingir que no era un problema. Probablemente la ropa no fuera siquiera el mayor problema, pues no creo que le importara el uniforme de buscona tanto como el maquillaje.

A mi madre le encanta su rostro. No es por arrogancia ni por soberbia, sino por respeto. Se siente agradecida por aquello con lo que ha nacido, y debería estarlo. Es una cara genial, una cara perfecta, una cara etérea. La clase de cara sobre la que la gente escribe canciones, poemas y notas de suicidio. Es esa clase de belleza exótica por la que se obsesionan los hombres en las novelas románticas, incluso aunque no tengan ni idea de quién eres, porque «deben tenerte». Esa clase de belleza. Así es mi madre. Crecí deseando parecerme a ella. Algunas personas me dicen que me parezco, y quizás sea cierto, en algún lugar debajo de todo esto. Si me quitaras el maquillaje y me vistieras como una chica normal, en lugar de lo que parezco ahora: una golfa malhablada a la que han sacado de un fumadero de crack en Cops.

Me imagino a mi madre negando con la cabeza y dirigiéndome su mirada de decepción, pero estos días escoge bien sus batallas y no creo que esta pasara el corte. Mamá está comenzando a creer que tal vez sea una causa perdida, y eso es bueno porque sí lo soy, y me fui de su casa para que pudiera aceptarlo. Era una causa perdida hace mucho tiempo. La idea me pone triste por mi madre, porque sé que ella no ha pedido nada de esto. Pensaba que había obtenido su milagro, y yo era la única que sabía que no había sido así, sin importar lo mucho que hubiera querido dárselo. A lo mejor fui yo quien se lo arrebató.

Lo cual me lleva de vuelta al patio, donde sigo esperando en la periferia como si fuera una invitada de Evitación extrema: edición de instituto. Planeaba llegar lo bastante temprano como para atravesarlo antes de que el recreo estuviera en pleno auge, pero el profesor de Historia me entretuvo, y esos tres minutos significaron la diferencia entre un patio medio vacío y el patio abarrotado de estudiantes que estoy mirando ahora mismo. Me concentro en los bloques de ladrillo que cubren el patio por completo, cuestionándome seriamente el sentido común de haberme puesto unos tacones de once centímetros. Estoy calibrando las posibilidades de lograr atravesarlo con mis tobillos y mi dignidad intactos, cuando oigo una voz que me llama a mi derecha.

Me giro instintivamente, pero de inmediato sé que no debería haberlo hecho. Sentado en un banco, a un par de metros de distancia, se encuentra el propietario de esa voz, y me está mirando directamente. Está reclinado de forma indiferente, con las piernas más separadas de lo que deberían estar, en una descarada muestra de estar haciéndose ilusiones. Sonríe, y no puedo negar que sabe que es guapo. Si el amor propio fuera perfume, sería el chico junto al que no podrías soportar estar sin ahogarte. Pelo oscuro. Ojos oscuros. Como yo. Podríamos ser hermanos, o una de esas parejas tan escalofriantes que parece que pudieran ser hermanos.

Estoy enfadada conmigo misma por mirar. Ahora, cuando me giro y lo ignoro para atravesar el campo de batalla, puedo estar segura de que sus ojos (al igual que el resto de los ojos que hay en el banco) van a estar clavados en mi espalda. Y cuando digo mi espalda, me refiero a mi culo.

Vuelvo a examinar la inestable superficie de bloques. Sin presiones ni nada. Desvío los ojos a la tarea que tengo entre manos a tiempo para escuchar que el chico dice:

–Si estás buscando un lugar donde sentarte, mis piernas están libres.

Ahí está. Ni siquiera es inteligente ni original, pero sus amigos, tan descerebrados como él, se ríen de todos modos. Al traste mis esperanzas sobre nuestra floreciente afinidad fraternal. Bajo del saliente y comienzo a caminar, manteniendo los ojos fijos delante de mí, como si tuviera algún objetivo que no fuera simplemente sobrevivir al paseo.

Ni siquiera ha pasado aún la mitad del día. Todavía me quedan cuatro de las siete clases de este horario de mierda que tengo.

* * *

Llegué al instituto lo bastante temprano por la mañana como para pasarme por la secretaría para que me dieran mi horario. Por supuesto, si hubiera sabido en ese momento lo que encontraría allí, tal vez habría retrasado lo inevitable. Dentro era una locura, pero la señorita Marsh, la asesora académica, había dado instrucciones para que fuera a su despacho y me diera el horario personalmente… una más de las muchas ventajas de ser yo.

–Buenos días, Nastya… Nastya –dijo, repitiendo mi nombre con dos pronunciaciones distintas y mirándome de forma distraída en busca de confirmación, que yo no le di. Estaba demasiado alegre para ser el primer día de clase, o para ser las siete de la mañana de un día cualquiera. Definitivamente, no era natural. Probablemente hubiera una clase solo para asesores académicos: cómo emanar alegría inapropiada en la cara de un adolescente aterrorizado. Estoy bastante segura de que los profesores no asisten a ella, porque ni siquiera se molestan en fingir. La mitad de ellos están tan amargados como yo.

Me hizo un gesto para que me sentara, pero yo no lo hice, pues mi falda era demasiado corta para sentarme en una silla que no tuviera un pupitre delante. Me entregó un mapa del campus y mi horario. Lo examiné, básicamente para buscar las optativas, pues sabía cuáles iban a ser todas las asignaturas obligatorias. Tiene que ser una broma. Por un minuto estuve convencida de que debía de haberme dado el horario equivocado, así que comprobé la parte superior del papel. No, esa soy yo. No estaba segura de cuál era la reacción apropiada en esa situación. Ya sabes a qué me refiero, cuando el universo decide darte una vez más una patada en el culo con sus botas de punta metálica. Llorar quedaba descartado, así como gritar mientras intercalaba risas maníacas e insultos, lo cual me dejaba con mi única otra opción: un silencio aturdido.

La señorita Marsh debió de ver la cara que tenía, y apuesto a que tuvo que ser muy expresiva, porque de inmediato comenzó con una explicación detallada sobre los requisitos para la graduación y las optativas llenas. Casi sonaba como si estuviera disculpándose conmigo, y a lo mejor eso era lo que debería haber hecho, porque era un verdadero asco, pero deseaba poder haberle dicho que no pasaba nada para que dejara de sentirse mal. Sobreviviría. Haría falta algo más que unas cuantas clases de mierda para quebrarme. Tomé mi horario, mi mapa y mi terror desdichado y fui hacia el aula, leyéndolo una y otra vez mientras caminaba. Por desgracia, todas las veces seguía igual que antes.

* * *

Ya casi he llegado hasta la mitad. No ha sido tan malo, hablando relativamente, y todo en mi vida es relativo. Mis profesores no son horribles. Mi profesora de Inglés, la señorita McAllister, me mira de verdad a los ojos, como si estuviera retándome a que esperara que me tratara de forma diferente. Me cae bien. Pero lo peor todavía está por venir, así que aún no voy a empezar a sacar el champán.

Además, todavía tengo que superar el camino de lágrimas que es el patio. Si hay algo que soy, es cobarde, y no puedo seguir manteniendo el tipo mucho más tiempo. Llevo alrededor de dos metros, y no lo estoy haciendo demasiado mal. Estoy concentrada en mi objetivo, la meta, que es la entrada de puertas dobles al ala de Inglés, en el extremo opuesto de mi némesis cuadrado lleno de bloques.

Asimilo todo lo que puedo con mi visión periférica. El patio está abarrotado y hay mucho ruido. Un ruido insoportable. Intento dejar que todas las conversaciones separadas y las voces se fundan en lo que imagino que es un zumbido continuo.

Hay grupos pequeños alrededor de los bancos, sobre ellos y de pie a su alrededor. Algunos de los alumnos se sientan en los bordes exteriores de los parterres que hay diseminados por todo el patio. También están los listos, que se sientan en el suelo a la sombra del camino que recorre el perímetro. No hay suficientes lugares donde sentarse, apenas hay ningún sitio donde resguardarse del sol, y aquí fuera hace más calor que en el infierno aquí fuera. No puedo ni imaginarme la cafetería de mierda que debe de haber en este instituto para que tanta gente prefiera sudar el culo en el exterior a estar allí. Mi antiguo instituto era también así, pero nunca había tenido que enfrentarme a la locura de la hora de comer ni a ninguna de las decisiones que ello implicaba, como dónde sentarme y con quién. Me pasaba toda la hora de la comida practicando en la sala de música, y aquel era el único lugar donde quería estar.

Ya casi he llegado al otro extremo. Por el momento, tan solo he visto unas pocas caras que reconozco: un chico que estaba en mi clase de Historia, sentado solo mientras leía un libro, y un par de chicas de Matemáticas, que estaban riéndose con la furiosa Barbie que había soltado una diatriba en la secretaría. Puedo notar algunas de las miradas que me dirige la gente, pero, aparte del gilipollas ególatra con las piernas libres que estaba en el banco, nadie más me ha hablado.

Hay otros dos bancos por los que tengo que pasar para llegar hasta la puerta, y es el de la izquierda el que me llama la atención. Se encuentra vacío, a excepción de un chico, sentado justo en el medio. No me hubiera parecido extraño de no ser por el hecho de que cualquier otro banco de este lugar (en realidad, cualquier otro lugar donde alguien pudiera poner el culo de forma justificada) está lleno. Sin embargo, no hay nadie más sentado en el banco aparte de él. Cuando lo examino más atentamente, me doy cuenta de que ni siquiera hay nadie pasando el rato cerca de allí. Es como si hubiera un campo de fuerza invisible rodeando ese espacio, y él fuera el único en su interior.

La curiosidad me puede, y olvido mi propósito momentáneamente. No puedo evitar mirar al chico. Está sentado encima del respaldo, con sus botas de trabajo gastadas de color marrón firmemente plantadas sobre el asiento. Está inclinado hacia delante, con los codos descansando sobre las rodillas, cubiertas por unos vaqueros desteñidos. No puedo ver bien su cara. Tiene el pelo de un castaño claro que cae despeinado sobre su frente, y se mira las manos. No está comiendo, no está leyendo, no está mirando a nadie. Hasta que lo hace. Y de pronto me está mirando a mí. Mierda.

Aparto la mirada de inmediato, pero ya es demasiado tarde. No era como si tan solo le hubiera echado un vistazo. Estaba completamente quieta, en medio del patio, mirándolo fijamente. Tan solo estoy a unos pocos pasos del refugio más allá de esas puertas dobles, y me arriesgo a acelerar el paso tanto como puedo sin llamar la atención. Llego hasta la relativa oscuridad del saliente del edificio, llevo una mano hasta el picaporte de la puerta y tiro de él. Nada. No cede. Así que repito: mierda. Está cerrada, pero estamos a mitad del día. ¿Por qué iban a cerrar las puertas desde fuera?

–Está cerrada –dice una voz desde debajo de mí. No jodas.

Miro hacia abajo. Ni siquiera me había fijado en el chico con el cuaderno de dibujo sentado en el suelo junto a las puertas. Se encuentra oculto por un parterre grande, invisible desde el patio. Un chico listo. Su ropa es un desastre, y su pelo parece no haber visto un peine en una semana. Está sentado hombro con hombro con una chica de pelo castaño que lleva gafas de sol a la sombra y tiene una cámara en las manos. Levanta la mirada hasta mí brevemente antes de volver a dirigir su atención a la cámara. Aparte de las gafas de sol, es totalmente anodina. Me pregunto si debería haber seguido por ese camino, pero ya es demasiado tarde para pensármelo mejor.

–No quieren que nadie se cuele dentro para fumar en los baños durante el recreo –explica el chico del cuaderno de dibujo y la camiseta de un concierto con agujeros.

Ah. Me pregunto qué pasará si llegas tarde a clase. Supongo que simplemente te habrás quedado sin suerte. Echo un vistazo hacia el patio, a la manada de chicas revoloteando cerca de la puerta del lavabo. No, gracias. Estoy tratando de hallar alguna otra vía de escape cuando me doy cuenta de que el chico sigue estirando el cuello y mirándome. Me alegra no estar unos cuantos pasos más cerca, o estoy segura de que podría verme por debajo de mi falda casi imaginaria. Al menos llevo ropa interior mona; es lo único que llevo que no es negro.

Echo un vistazo a su cuaderno de dibujo, pero ha puesto el brazo por encima para que no pueda ver lo que está dibujando. Me pregunto si será bueno. Yo no soy capaz de dibujar una mierda. Asiento con la cabeza en señal de agradecimiento y me doy la vuelta para ver si encuentro algún otro lugar adonde ir. Antes de que pueda alejarme, dos chicas salen por la puerta disparadas, y están a punto de derribarme de mis increíbles zapatos. Están hablando a toda velocidad y ni siquiera se dan cuenta de que estoy ahí, lo cual está bien, porque logro colarme entre las puertas pasando junto a ellas. Entro en el fresco y vacío refugio del edificio de Inglés y recuerdo cómo respirar.

Capítulo 3

Josh

La cuarta hora está tardando demasiado en llegar. Estoy sudando por haber estado sentado al sol durante el recreo, y en el taller no hay aire acondicionado. Cuando entro, me siento en casa de inmediato, a pesar de que el lugar parece completamente distinto a como era en junio. No hay herramientas ni trozos de madera sobre cada superficie. No hay una capa de serrín cubriendo el suelo. No hay ninguna máquina en marcha. Es el silencio lo que me resulta enervante al principio. Se supone que aquí no debería haber silencio, y este es el único momento del año en que lo hay.

Las dos primeras semanas son un refrito de las normas para el uso del equipamiento y las medidas de seguridad que podría recitar al pie de la letra si alguien me lo preguntara. Nadie lo hace. Todo el mundo sabe que ya me las sé. Yo mismo podría dar esta clase si quisiera. Suelto los libros en la mesa de trabajo de la esquina más alejada, ante la que me siento cada curso, al menos durante el tiempo que se supone que debemos estar sentados. Antes de que pueda sacar el taburete de debajo de la mesa, el señor Turner me llama.

Me cae bien el profesor, pero a él no le importa que le caiga bien o no. Quiere mi respeto, y eso también lo tiene. Cuando me dice que haga algo, lo hago. Es una de las pocas personas a quienes no les importa esperar cosas de mí. Llegados a este punto, creo que he aprendido tanto del señor Turner como de mi padre.

Este profesor lleva dando la asignatura desde hace tanto tiempo que nadie lo recuerda ya, años antes de que yo llegara aquí, cuando no era más que una optativa que la gente usaba como asignatura facilona. Ahora, es una de las mejores clases del estado. La dirige como si fuera un negocio consistente en una lección magistral de artesanía. En las clases avanzadas, nuestro trabajo es lo que consigue el dinero para los materiales y el equipamiento. Aceptamos pedidos y los cumplimos, y el dinero vuelve después a la asignatura.

No llegas a las clases avanzadas sin pasar primero por los niveles introductorios, y ni siquiera eso es una garantía. El señor Turner solo acepta a aquellos estudiantes que cumplen sus expectativas en cuanto a ética laboral y habilidades. Así es como consigue que las clases de los niveles superiores sean tan pequeñas. Necesitas su aprobación para entrar, y en un instituto con todas las optativas siempre llenas logra salirse con la suya porque es así de bueno.

Cuando llego hasta su escritorio, me pregunta qué tal me ha ido el verano. Está tratando de ser educado, pero me conoce lo bastante bien como para no tener que molestarse. He estado en una de sus clases cada año desde noveno. Sabe cómo soy, y me conoce bien. Lo único que realmente quiero hacer es construir cosas y que me dejen en paz, y él me permite hacerlo. Respondo con el menor número de palabras posible y él asiente con la cabeza, sabiendo que ya hemos acabado con la farsa.

–El departamento de Teatro quiere que construyan unas estanterías en su sala de almacenamiento de atrezo. ¿Podrías ir allí, tomar las medidas, planearlo y hacer una lista de lo que necesitamos? No tienes que quedarte aquí para todo esto. –Coge un puñado de papeles, que supongo que serán los impresos acerca de las normas y los procedimientos, con una cantidad bien medida de aburrimiento y resignación. Lo único que él quiere también es construir, pero no quiere que nadie pierda un dedo–. Trae lo que se te ocurra al final de la clase y te buscaré los materiales que necesites. Probablemente lo tendrás terminado en una semana o así.

–No hay problema.

Reprimo una sonrisa. Estas mierdas preliminares son la única parte de la clase que no me gusta, y acaba de liberarme de ella. Podré construir, aunque solo sean estanterías. Y podré hacerlo lejos de todos los demás.

Garabateo mi firma en la parte inferior del permiso de exención y se lo devuelvo. A continuación, recojo mis libros justo a tiempo para ver a otros alumnos que entran. No debería haber demasiados estudiantes en esta asignatura, probablemente solo una docena o así. Conozco a todos los que han llegado hasta el momento, a excepción de una persona; la chica del patio, la que me estaba mirando. Es imposible que esté en esta clase. Ella debe de estar de acuerdo, a juzgar por la expresión de su cara mientras examina la habitación y lo observa todo, desde los altos techos hasta las herramientas eléctricas industriales. Estrecha los ojos ligeramente con curiosidad, pero eso es lo único que veo, porque esta vez es ella quien se gira y me pilla mirándola.

Miro mucho a la gente. Normalmente no es un problema, porque nadie me mira de verdad y, si lo hacen, soy bastante bueno a la hora de apartar la mirada con rapidez. Con mucha rapidez. Pero, maldita sea, esa chica es más rápida. Sé que es nueva aquí. Si no lo es, ha sufrido una transformación drástica y desafortunada durante el verano, porque conozco perfectamente a la mayoría de la gente del campus, y aunque no fuera así, recordaría a una chica que va a clase con el aspecto de una puta no muerta. En cualquier caso, salgo por la puerta unos diez segundos después, y estoy bastante seguro de que le habrán arreglado el horario antes de que regrese.


Me escondo en la sala del atrezo del teatro durante toda la cuarta hora, midiendo y elaborando planes y listas de materiales para las estanterías que necesitan. No hay reloj, de modo que no estoy preparado cuando suena la campana. Meto el bloc de notas con lo que he escrito en la mochila y me dirijo hacia el ala de Inglés. Llego hasta el aula de la señorita McAllister y paso de largo junto a toda la gente que sigue deambulando por el pasillo, arañando hasta el último segundo para socializar antes de que suene la campana. La puerta se abre de golpe, y la señorita McAllister levanta la mirada cuando entro.

–Aaah, señor Bennett. Volvemos a encontrarnos.

Me dio clase el año pasado. Debían de haberla cambiado de dar las clases de Inglés del penúltimo curso al último.

–Sí, señora.

–Educado, como siempre. ¿Qué tal el verano?

–Es usted la tercera persona que me lo pregunta.

–Eso no es una respuesta. Vuelva a intentarlo.

–Caluroso.

–Sigues siendo muy hablador. –Sonríe.

–Sigue siendo irónica.

–Supongo que si algo somos es constantes.

Se pone en pie y se gira para recoger el listado y tres pilas de papeles de la parte superior del archivo que tiene tras ella.