MIKE LIGHTWOOD
EL FUEGO
EN EL QUE
ARDO
Primera edición en esta colección: enero de 2016
© Mike Lightwood, 2016
© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2016
Plataforma Editorial
c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona
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Depósito legal: B. 28749-2015
ISBN: 978-84-16620-20-3
Diseño de cubierta: Lola Rodríguez
Ilustraciones de Hugo Díaz González
Composición: Grafime
Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).
índice
-
- Nota del autor
- Prólogo
-
- Primera parte. Animal City
- Capítulo 1
- Capítulo 2
- Capítulo 3
- Capítulo 4
- Capítulo 5
- Capítulo 6
- Capítulo 7
- Capítulo 8
- Capítulo 9
- Capítulo 10
- Capítulo 11
- Capítulo 12
- Segunda parte. Ghosttown
- Capítulo 13
- Capítulo 14
- Capítulo 15
- Capítulo 16
- Capítulo 17
- Capítulo 18
- Capítulo 19
- Capítulo 20
- Capítulo 21
- Capítulo 22
- Capítulo 23
- Capítulo 24
- Capítulo 25
- Capítulo 26
- Capítulo 27
- Capítulo 28
- Capítulo 29
- Capítulo 30
- Tercera parte. Lionheart
- Capítulo 31
- Capítulo 32
- Capítulo 33
- Capítulo 34
- Capítulo 35
- Capítulo 36
- Capítulo 37
- Capítulo 38
- Capítulo 39
- Capítulo 40
- Capítulo 41
- Capítulo 42
- Capítulo 43
- Capítulo 44
- Capítulo 45
- Capítulo 46
- Capítulo 47
- Capítulo 48
-
- Agradecimientos
Para Ana, porque prometí
que la primera sería tuya.
Para María Villalón, por haberme prestado tu fuego.
Y para todos los que alguna vez se han sentido
como el protagonista de esta historia.
Nota del autor
No es fácil crecer teniendo una orientación sexual distinta a la de la mayoría, a la que la sociedad te impone como «normal». Yo, por suerte, lo tuve relativamente fácil, y siempre pude contar con el apoyo incondicional de mi familia y mis amigos. Pero sé que lo mío fue solo eso: suerte. Durante los últimos seis o siete años he conocido a muchos adolescentes LGBT+ en situaciones mucho más difíciles que la mía, adolescentes que a menudo se sentían perdidos o se odiaban a sí mismos, y mi objetivo siempre ha sido el mismo: tratar de ayudarlos. Aunque con algunos he perdido el contacto, con muchos sigo hablando, y me llena de orgullo ver lo mucho que han mejorado con el tiempo, cómo han aprendido a quererse y a luchar por su propia felicidad.
El problema es que yo soy solo una persona, y los que sufren a causa de su orientación sexual son demasiados. La idea para esta novela surgió en mi mente con un propósito claro: ojalá pudiera escribir un libro que consiguiera llegar y ayudar más fácilmente a alguno de los miles de adolescentes que viven atormentados por su orientación sexual. De inmediato, mi primer impulso fue descartar la idea, pues me veía incapaz de escribirla; y una vez empezada después de numerosas dudas, fueron muchos los baches y las pausas que me hicieron estar a punto de abandonarla más de una vez.
Sin embargo, continuamente había algo, ya fuera alguna noticia o alguna conversación, que me convencía de que era necesario continuar, de que tenía que hacerlo. Esta novela no se basa en una historia real, pero la mayoría de las situaciones que tienen lugar en ella sí que están basadas en casos reales, a menudo de personas que conozco. Todos los adolescentes de los que hablaba antes son una parte del protagonista de esta historia.
Lejos de lo que pueda parecer, la homofobia no es algo del pasado: sigue estando muy presente en nuestra sociedad, y millones de personas sufren cada día a causa de ello. Por mucho que parezca que hemos avanzado, la triste realidad es que son muchas las personas que mueren a consecuencia de la homofobia, ya sea por algún ataque o por suicidio. Mi intención con esta novela es tratar de contribuir un poco, aunque sea mínimamente, a dos cosas: por un lado, a normalizar algo tan estigmatizado como es tener una orientación sexual diferente a lo que se considera normal; y por otro, a que las personas que sufren el bullying homofóbico en sus carnes sepan que hay algo más allá, que después de la tormenta siempre sale el sol, aunque a veces sea imposible verlo a través de las nubes.
El proceso de escritura y publicación de esta historia ha sido un largo viaje de más de tres años, pero el camino que nos queda por recorrer como sociedad es aún más largo. Casi todas las semanas leo alguna noticia de personas, especialmente adolescentes, a las que insultan, apedrean e incluso pegan palizas por no ser heterosexuales; por no hablar de los asesinatos que suceden todavía en muchas partes del mundo. Son sucesos como estos los que me convencen cada día de que haber escrito esta novela era necesario: las personas con orientación sexual distinta a la habitual también tienen derecho a verse representados en la literatura, a ser protagonistas de las historias y no simples secundarios, a saber que siempre hay una luz al final del túnel, por muy oscuro que este sea.
Todavía nos queda un camino muy largo por recorrer, pero espero que esta novela contribuya a ello aunque sea un poco.
Hoy sé que todo arde
Se quema el amor
Se abrasan los huesos
Se inventa el dolor
Se pierde el deseo
Todo arde, La Vieja Morla con María Villalón
Prólogo
I sat alone in bed ‘til the morning
I’m crying, «they’re coming for me»
And I tried to hold these secrets inside me
My mind’s like a deadly disease
Control, Halsey
La luz se refleja en la hoja de la cuchilla y emite un resplandor burlón que parece invitarme a que siga adelante, a que lo haga, a que me atreva a ponerle fin de una vez a todo esto. Trago saliva. Sé que no debo hacerlo, que no puedo permitir que me venzan, que no puedo hacerles algo así
(a nadie, no tengo a nadie)
a mi madre y a Fer, pero no tengo otra salida.
Sujeto bien la maquinilla y recorro con ella mi brazo, deteniéndome brevemente en las cicatrices, hasta llegar a la muñeca. Soy consciente de que no puedo pensarlo más, de que si sigo retrasándolo no me atreveré, así que cierro los ojos, respiro hondo y me obligo a hacer lo que sé que tengo que hacer.
Y corto.
El dolor es intenso y amargo, más de lo que estoy acostumbrado, y no puedo evitar soltar un gruñido y abrir los ojos de golpe en contra de mi voluntad. La sangre comienza a manar de inmediato y se extiende por el agua como la luz del sol que se derrama por el cielo al atardecer. Me siento mareado al verla. No sé si lo he hecho bien, si será suficiente, pero lo que sí sé es que si no sigo adelante acabaré echándome atrás, así que aprieto los dientes y me corto también la otra muñeca.
El agua es cada vez más roja, y la sensación de mareo se incrementa más y más. Me tumbo en la bañera y cierro los ojos otra vez, ahora con la intención de no volver a abrirlos, de dejar que llegue la noche después del atardecer. El agua me cubre la boca, y cuando unas gotas se cuelan en su interior noto un sabor extraño y metálico. Me doy cuenta de que es el sabor de mi propia sangre.
Lenta, muy lentamente, voy sumiéndome en la oscuridad, y todas las estrellas se van apagando poco a poco.
Y entonces despierto.
El corazón me palpita con fuerza, como si hubiera estado corriendo en lugar de dormido. Enciendo la luz, sobresaltado, y compruebo que me encuentro en mi habitación, solo. Únicamente ha sido un sueño más. Una pesadilla más.
Hay unas gotas de sangre seca en la cama, y me doy cuenta de que la herida del antebrazo se ha abierto mientras dormía. Contemplo mis piernas y mis brazos, y recorro con los dedos las cicatrices blanquecinas y los cortes que todavía no han sanado. Son muchos, pero no tengo ninguno en la muñeca.
Al menos, no todavía.
PRIMERA PARTE
ANIMAL CITY
Cause it’s an animal city
It’s a cannibal world
So be obedient, don’t argue
Some are ready to bite you
Animal City, Shakira
SER GAY ES UNA MIERDA
En serio. Una puta mierda.
¿Todas esas películas y series que te cuentan lo maravilloso que es ser gay, vivir rodeado de compañeros heteros modernos en el instituto que te aceptan como eres y padres que te quieren incondicionalmente?
Todo mentira.
La realidad no es esa.
Al menos, no es mi realidad.
Mi realidad es sangrar cada día a escondidas.
Mi realidad consiste en morir lentamente mientras nadie
se da cuenta.
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SEGUNDA PARTE
GHOSTTOWN
Maybe it was all too much
Too much for a man to take
Everything’s bound to break
Sooner or later, sooner or later
Ghosttown, Madonna
TERCERA PARTE
LIONHEART
And we walk together into the light
And my love will be your armor tonight
We are lionhearts
And we stand together facing a war
And our love is gonna conquer it all
We are lionhearts
Lionheart, Demi Lovato
Capítulo 1
I am tired of this place, I hope people change
I need time to replace what I gave away
And my hopes, they are high, I must keep them small
Though I try to resist I still want it all
Fools, Troye Sivan
–¡Marica! –grita uno, lo suficientemente alto como para que pueda oírlo a pesar de los auriculares del iPod.
–¿Se puede saber adónde vas con tanta prisa? –pregunta otro entre risotadas–. ¿Te espera alguien en el baño de los tíos?
Reconozco su voz como la de Carlos, que va conmigo a clase desde hace años. Nunca falla: si hay alguien dispuesto a insultarme o hacerme pasar un mal rato, él aparece allí para hacérmelo pasar aún peor. Lo ha convertido en su deporte particular, con el que pretende enmascarar que realmente es a él a quien le gustaría que alguien lo esperara en el baño de los tíos. Puede que los demás no se den cuenta, pero yo sí.
Alguien, quizás uno de ellos dos, me golpea con fuerza en la parte posterior de la cabeza cuando paso de largo. Me vuelvo con rapidez, pero hay tantos alumnos a mi alrededor que no sé quién ha sido el culpable. Lo único que veo son los rostros de personas que se limitan a reír o a señalarme con el dedo, satisfechas de contemplar mi humillación diaria. Aprieto los puños y noto cómo la cólera comienza a hervir en mi sangre, silenciosa pero furiosa. Ojalá pudiera darles una paliza a todos, vengarme por todo esto. Me ensañaría con ellos
(y además lo disfrutaría)
pero sé que no soy capaz de hacerlo.
En su lugar, intento que los insultos no me afecten, que me resulten indiferentes. Intento que sus golpes no me duelan, que sus palabras se las lleve el viento, que me resbalen. Pero es difícil. Es casi imposible convivir día tras día con gente cuyo único objetivo es convertir tu vida en un auténtico infierno. Quiero creer a Fer, creer que esta situación es tan solo temporal. Quiero creer que la cosa cambiará, que pronto dejaré de soportar todo esto.
El problema es que a veces con creer no es suficiente.
No.
Puedo.
Más.
Aborrezco los lunes, posiblemente incluso más que cualquier otra persona de mi edad, que ya es decir. Después de todo, durante los fines de semana no tengo que aguantar nada de esto. Puede que la mayoría de las veces no salga de casa, pero al menos allí me dejan en paz si me mantengo alejado de mi padre, y los fines de semana lo veo poco. Sin embargo, el resto del tiempo la tortura es constante, y el lunes siempre es peor que cualquier otro día. Parece que llegan con las fuerzas cargadas, listos para atormentarme una semana más.
Pero yo no tengo fuerza alguna. Además, los lunes suponen el inicio de cinco días consecutivos de sufrimiento, cinco días de aguantar los mismos insultos una y otra vez, las mismas humillaciones constantes por ser lo que soy. Lo único que puedo hacer es contar las horas que faltan hasta que llegue el fin
(el fin, sí, ojalá llegue pronto el fin)
de semana.
Quedan exactamente ciento dos horas. Pasaré treinta de ellas en el instituto. Treinta horas aguantando la misma mierda una y otra vez. Treinta horas de angustia, de miedo, de dolor.
Treinta horas en las que no podré recurrir a mis cuchillas.
Cuando entro en clase, los ojos castaños de Darío se cruzan con los míos, pero enseguida aparta la mirada, como si no hubiera estado esperando a que llegara. Sin embargo, por mucho que las cosas hayan cambiado entre nosotros, sigo sabiendo leer la expresión de su rostro, que conozco tanto como a mí mismo. Quizás incluso más. Probablemente yo sea la única persona que lo ha visto en sus momentos más vulnerables.
Sé lo que sus ojos dicen claramente y su boca no se atreve a formular: está avergonzado.
Puede que yo tenga buena parte de la culpa, si es que puede llamársele así, pero la realidad es que, de no ser por él, nada de esto habría pasado. De no ser por él, mi vida seguiría como siempre. Quizás no sería feliz, pero al menos estaría tranquilo. Y ahora, inevitablemente, cada vez que alguien recuerde la anécdota, su nombre quedará irremediablemente atado al mío. Tal vez a él no lo humillen como a mí, pero por cada diez dedos que me señalan por el pasillo, uno lo señala a él. No puedo decir que me dé lástima: lo cierto es que se lo merece.
Pero también es evidente que le avergüenza todo el circo que se ha desencadenado por su culpa. Está avergonzado por no haberse callado, por permitir esta situación y, sobre todo, por haberle fallado a su mejor amigo. O, más bien, al que era su mejor amigo. En el fondo, por mucho que se ría con los demás, sé que una parte de él se siente culpable.
Al menos, eso quiero creer. La alternativa sería demasiado dolorosa, más de lo que podría soportar.
Cuando llego hasta mi pupitre, situado al fondo de la clase, me aseguro de comprobar la silla antes de tomar asiento: no sería la primera vez que me encuentro un chicle recién masticado pegado en ella, esperándome amablemente. Por suerte, hoy no es uno de esos días, así que me siento y abro la mochila, repleta de libros. Ya nunca dejo mis cosas bajo el pupitre, aunque no tenga deberes que hacer en casa ni nada que estudiar. La última vez que lo hice, alguien escribió con rotulador permanente «SOY UN MARICÓN» en la portada del libro de Matemáticas, con letras mayúsculas bien grandes.
Como era imposible borrar el rotulador, acabé arrancando la cubierta del libro para que mis padres no la vieran. Me llevé dos buenos tortazos de mi padre por ello y estuve castigado durante una semana por destrozarlo, pero mejor eso que dejar que viera lo que habían escrito en él. Conociendo a mi padre, habría recibido mucho más que solamente dos tortazos.
Miro por la ventana, tratando de alejar mi mente del bullicio del aula, un bullicio que antes había sido familiar y casi agradable dependiendo del día, pero que ahora resulta cruel y detestable. Es una fría mañana de finales de noviembre. Faltan unas pocas semanas para que comience el invierno, y el sol está oculto tras la gruesa capa de nubes de un cielo teñido de un profundo color gris.
Tan gris como mi alma.
El timbre que señala el comienzo de las clases suena apenas cinco segundos después de sacar el libro de Historia. Siempre llego con el tiempo justo por las mañanas: así, la mayoría de los alumnos ya están en clase y hay menos gente en los pasillos dispuesta a hacérmelo pasar mal. El problema es que muchos, como Carlos, prefieren llegar tarde a sus clases para
(seguir matándome poco a poco)
poder darme mi ración diaria de insultos.
–¿Cómo estás? –susurra Fer, mi compañero de pupitre y mi otro mejor amigo… o, más bien, el único que tengo ahora mismo. Me encojo de hombros antes de contestar.
–Ya sabes, lo mismo de siempre.
Me mira con una expresión en sus ojos oscuros que solo podría definir como lástima. Odio que sienta lástima por mí: me hace sentir como un perro apaleado. Sin embargo, al mismo tiempo me alegra que al menos haya una persona que se preocupe por mí. Me hace sentir un poco menos solo.
–Tranquilo, tío. Recuerda que todo esto no es más que algo pasajero, ¿vale? –Suelto un gruñido, pero él lo ignora–. Acabarán cansándose tarde o temprano, ya lo verás.
Las palabras de siempre. Los argumentos de siempre.
No contesto. Sé que lo dice con buena intención, y sí, también sé que seguramente acabarán cansándose. Pero la cuestión no es esa, sino quién se cansará antes: si ellos o yo. Y, más importante aún: ¿qué haré yo cuando me canse? Porque presiento que el día está cada vez más cerca, y eso no me gusta. Una parte de mí desea que llegue ese día, anhela que llegue… pero la otra está aterrorizada.
Echo de menos las cuchillas.
Me toco el muslo casi sin darme cuenta: ya falta menos. Debo tener paciencia.
* * *
No puedo evitar sentirme más abatido todavía cuando, tras una mañana milagrosamente libre de incidentes, llega la hora del recreo. Veinticinco minutos que antes suponían un pequeño oasis de libertad durante la jornada escolar. Unos minutos que antes esperaba con ansia, al igual que el resto de mis compañeros. Unos minutos que ahora no son más que una tortura continua.
Los veinticinco minutos más difíciles de cada día.
Poco antes de que acabe la clase ya he recogido todas mis cosas, tal como he aprendido a hacer durante estas últimas semanas: de este modo puedo desaparecer por la puerta antes de que nadie tenga tiempo de molestarme demasiado. Cuando suena el timbre y el profesor da por finalizada la clase, me apresuro a colgarme la mochila al hombro y me dirijo a toda prisa hacia el baño de los chicos que se encuentra al final del pasillo. Cierro la puerta apenas unos pocos segundos antes de que nadie haya tenido tiempo de salir de su aula, lo suficiente como para que nadie sepa adónde he ido.
Sé que podría quedarme con Fer, y él mismo me dice casi todos los días que lo haga. Sin embargo, sé que si lo hiciera él también se convertiría en el blanco de los ataques, y no estoy dispuesto a permitir eso. Algunos de clase ya se meten con él por pasar tiempo conmigo y, aunque nadie se atreve a decirle nada abiertamente, bastante me duele cuando los veo murmurar entre dientes, mirando en su dirección. Lo último que quiero es que el resto del instituto me vea con él.
No quiero que Fer también tenga que pasar por esto.
Una vez dentro del cuarto de baño, compruebo que no haya nadie y me apresuro a encerrarme en el cubículo más alejado de la puerta. El interior está sucio y resulta bastante deprimente, pero es el único refugio que tengo y, para ser sincero, ya estoy lo bastante acostumbrado como para que no me afecte. Tras asegurarme de que el pestillo se encuentra bien cerrado, bajo la tapa del retrete, me siento y enciendo el iPod, regalo de mi hermana por mi último cumpleaños. Era de segunda mano porque no podía permitirse nada mejor, y la música no suena demasiado alta por los auriculares, pero es una de mis posesiones más preciadas. A continuación saco de la mochila el libro que estoy leyendo: La historia interminable. Esto es lo único que me queda ahora, aparte de Fer: la música y los libros. Junto a él, son mis únicos amigos. Lo único que tengo… aparte de ellas, claro.
Lo único que impide que haga una locura.
La historia interminable es mi libro favorito, tanto que he perdido la cuenta de todas las veces que lo he releído. Tal vez seamos muy distintos en muchos aspectos, sobre todo en el físico, pero no puedo evitar sentirme muy identificado con Bastian, el protagonista. En especial al principio: prácticamente me veo a mí en él. Ojalá yo también pudiera huir a Fantasia para olvidarme de todo esto, pero por desgracia La historia interminable es solo eso: una historia.
El problema es que, lejos de ser interminable, se encuentra confinada entre las páginas de un libro, y, como todos los libros, siempre llega un momento en que inevitablemente se acaba.
Por suerte, hay otros caminos para huir de la realidad, caminos mucho más fáciles que viajar a otro mundo. Y uno de ellos está aquí, al alcance de mi mano, en mi propio bolsillo. Puedo notarla contra mi muslo, separada de mí únicamente por la tela de mis vaqueros. Meto la mano en el bolsillo, rebusco un poco, y extraigo cuidadosamente
(a mi fiel amiga)
la cuchilla que siempre llevo conmigo, vaya adonde vaya.
Nunca sé cuándo puedo necesitarla.
La afilada hoja emite un resplandor mortecino bajo la tenue luz del fluorescente, y casi parece sonreírme de forma socarrona desde mi mano. Le devuelvo la sonrisa, que se refleja distorsionada en su superficie, y barajo durante unos segundos la posibilidad de cortarme aquí mismo.
Sí, ¿por qué no?
Siempre ayuda.
Cuando todo falla, cuando todos fallan… Ella siempre está ahí. Ella también es mi amiga. Tal vez la mejor de todas.
La acerco lentamente a mi brazo, conteniendo la respiración y sintiendo el familiar subidón de adrenalina que recorre mis venas.
No.
No puedo hacerlo. Mi mejor amigo es Fer, no un trozo de metal. Él es quien de verdad es capaz de ayudarme en todo, pase lo que pase. Sé que tengo que acabar con los cortes, que no debo seguir así, que debería echarle valor y decírselo. Pero tengo miedo. Si se lo digo, a lo mejor se da cuenta al fin de lo que soy: un puto loco que se automutila. A lo mejor decide que está mejor sin mí, que no merezco la pena, ni yo ni todos los problemas que le causo. Al fin y al cabo, a él lo señalan como al amigo del maricón, y sé que no debe de hacerle ninguna gracia.
Después de todo lo que ha pasado, no podría soportar perderlo también a él. Soy así de egoísta.
Una parte de mí es consciente de que debería volver a guardar la cuchilla, o tal vez incluso tirarla, abandonarla en algún sitio. Dejar de depender de ella de una vez por todas. Podría hacerlo ahora mismo. Si la dejara a la vista y alguien descubriera que es mía, podría meterme en problemas, pero siempre puedo tirarla a una papelera. O meterla en la cisterna, donde probablemente nadie la encontraría. Y entonces sería libre al fin.
Pero no soy capaz de encontrar la fuerza de voluntad necesaria para deshacerme de ella, así que vuelvo a metérmela en el bolsillo.
Decido concentrarme en el libro para tratar de distraerme. Me queda tan solo el último capítulo para terminarlo, apenas quince páginas. Podía haberlas leído ayer, pero preferí reservarlas para ahora: sabía que iba a necesitarlas. Así que me sumerjo de nuevo en el mundo de Fantasia hasta que el timbre que indica el fin del recreo me devuelve bruscamente a la realidad, una realidad de la que no quiero seguir formando parte.
Cuando alguien me señala y se ríe de camino a clase, soy plenamente consciente del suave roce de la cuchilla contra mi muslo a través del tejido del pantalón. Me pregunto si no habría sido mejor haberla utilizado, pero ya es demasiado tarde para arrepentirme. Tendré que esperar hasta llegar a casa, donde Fer estará lo suficientemente lejos como para no impedirme hacer lo que necesito.
Me siento frente a mi pupitre y miro por la ventana, y compruebo con un suspiro que está lloviendo.
No veo la hora de llegar a casa.
(Antes)
Never felt so lonely
I wish that you could show me love
Show Me Love, t.A.T.u.
–Tú dirás.
Me retorcí las manos con nerviosismo, incapaz de mirarlo a los ojos. Sabía que lo que estaba a punto de hacer lo cambiaría todo, y muy posiblemente para peor, pero ya no había marcha atrás. Tenía que hacerlo, aunque era consciente de que lo más probable era que me arrepintiese.
Tragué saliva antes de hablar.
–En primer lugar, quiero que sepas que esto no tiene que cambiar nada entre nosotros –dije, tratando de preparar el terreno–. Si tú quieres, las cosas pueden seguir igual que antes, no me importa…
No. Estaba mintiendo. En realidad, no quería que las cosas siguieran igual que antes. Quería más. Necesitaba más. Sin embargo, prefería tenerlo a medias que no tenerlo en absoluto.
–Mira, si esto es lo que creo que es…
–Por favor, Darío. Necesito decírtelo. Sé que ya debes de imaginártelo, pero en fin… tengo que decírtelo.
Puso los ojos en blanco, y supe que era ahora o nunca.
–Suéltalo ya.
–Estoy enamorado de ti –confesé de un tirón–. Sé que para ti es complicado, que no quieres que la cosa cambie, pero… no puedo evitarlo. No puedo conformarme con que solo seamos amigos. Te quiero, y… tenía que decírtelo.
Me quedé sin palabras, incapaz de continuar, pero al instante noté una sensación de liberación, como si la garra que me oprimía el corazón hubiera desaparecido. Ya está. Por fin lo había hecho. Pero, me di cuenta demasiado tarde de que había sido un error. Darío abrió la boca, pero no dijo nada. Tampoco hacía falta: lo conocía lo suficiente como para interpretar su mirada.
Después de todo, era mi mejor amigo.
Y lo que había en su mirada era repulsión. Deseaba equivocarme, pero sabía que ese no era el caso. Tan solo veía repulsión y desprecio en sus ojos, unos ojos que nunca antes me habían mirado de ese modo.
–Vete a la mierda –dijo finalmente, y dio media vuelta con brusquedad para marcharse.
–Darío, por favor… –Lo agarré de un brazo para detenerlo, pero él me lo apartó de un manotazo.
–No me toques, joder. Déjate de «por favor». Paso de estas mariconadas, tío.Ya sabes que no van conmigo.
–No te vayas –supliqué al borde de las lágrimas mientras él se dirigía hacia la puerta. Milagrosamente, se detuvo antes de abrirla.
–¿Qué más quieres?
–Dime algo –susurré–. Por favor, dime algo.
Él se quedó mirándome durante casi un minuto antes de responder, como si estuviera eligiendo muy bien sus palabras. Durante unos segundos sentí una tenue esperanza. El corazón me martilleaba el pecho con fuerza mientras esperaba a que hablara.
–Me das asco –dijo por fin.
Y se fue.
Pero cuando me quedé solo, sus palabras no eran lo que más me dolía. Era su mirada. Esa mirada de desprecio que se me había quedado grabada en la retina y en el corazón y que permanecería allí hasta mucho después de que Darío se hubiera ido. Algo se había roto entre nosotros, probablemente para siempre, y la culpa era toda mía.
Nada volvería a ser igual.
Capítulo 2
When everything is life and death
You may feel like there’s nothing left
Instead of love and trust and laughter
What you get is happy never after
Homewrecker, Marina and the Diamonds
Al llegar a casa, la comida ya está servida.
–Hola –saludo al entrar en la cocina, quitándome los auriculares. Jamás comemos en el comedor, que solo utilizamos cuando viene algún amigo importante de mi padre. Así es mi familia: todo farsa, todo mentiras por todas partes. Humo y espejos, una ilusión que no existe. Al igual que mi vida.
–Hola, hijo –dice mi madre con una sonrisa cansada que me hace suponer que ya ha discutido con mi padre al menos una vez ese día–. Lávate las manos y siéntate, que vamos a comer ya.
–Llegas tarde, niño –gruñe mi padre a modo de saludo, con esa amabilidad especial que reserva solo para mí–. Llevábamos un buen rato esperándote.
Pongo los ojos en blanco, pero no le contesto. Nunca es buena idea contestar a mi padre cuando está enfadado.
–Vamos, hombre, no exageres, que acabas de sentarte. No seas tan duro con él –lo reprende mi madre, y yo se lo agradezco con una tímida sonrisa. Sin embargo, la cuchilla que llevo en el bolsillo parece hacerse más pesada.
Pronto.
–Tú no me toques los cojones, que me tienes contento –replica mi padre–. Bastante tengo con tener que comerme otra vez la puta sopa. ¿Es que no podías haber hecho otra cosa?
–Era lo que tocaba hoy –responde mi madre con un hilo de voz.
–Lo que tocaba, lo que tocaba –repite él con retintín–. Unas buenas hostias son lo que viene tocando ya en esta casa. Y tú, niño, ¿es que no vas a decir nada? ¿Por qué coño llegas tarde?
–Lo siento –me disculpo a regañadientes, tras lo cual me descuelgo la mochila y la dejo en la silla que solía ocupar María mientras trato de buscar una excusa apropiada–. Salimos tarde de la última clase.
–Siempre llegas muy tarde los lunes –continúa quejándose, incansable–. ¿Qué asignatura tienes a última hora?
–Lengua.
Él frunce el ceño, poniendo en evidencia su desprecio hacia cualquier cosa que tenga que ver con libros.
–Pues no entiendo por qué tiene que alargarse tanto la clase.
Me esfuerzo por no poner los ojos en blanco otra vez, y reprimo nuevamente la tentación de contestar. Mi padre es de esas personas que consideran que asignaturas como Lengua y Literatura son innecesarias, y le molesta mucho que tenga la habitación llena de libros y dibujos, pero es lo que hay. Al menos, tengo el apoyo de mi madre en eso. Gracias a ella, puedo tener un libro nuevo siempre que quiera. Bueno, siempre que no sean más de tres al mes. Ese es el límite.
Odio que mi padre se comporte así conmigo. Supongo que, en cierto modo, siempre he sido una decepción para él. Conociéndolo, no quiero ni pensar lo que pasaría si llegara a enterarse de que soy gay. Probablemente me echaría de casa: en ese sentido, es exactamente igual que mis compañeros de clase: un
(gilipollas)
cavernícola de mente cerrada más en un pueblo lleno de
(gilipollas)
cavernícolas de mentes cerradas. No sería capaz de soportar la vergüenza y la humillación pública de que a su hijo le gusten los chicos, y menos con el trato que ya me da sin saberlo.
La comida transcurre con normalidad o, lo que es lo mismo, entre las mentiras y medias verdades que ya se han vuelto tan habituales en mi día a día, aderezadas con las quejas de mi padre.
–¿Qué tal el día? –me pregunta mi madre con sincero interés, mirando de reojo a mi padre con sus grandes ojos castaños.
–Bien –respondo sin entrar en detalles.
–¿Te han dado alguna nota?
–Un ocho en Mates.
–¡Felicidades, hijo! Estarás contento, ¿no?
Fuerzo una sonrisa que duele más que mis cuchillas, más que todos los golpes e insultos.
–Sí, mucho.
Pero es mi madre, y no soy capaz de engañarla.
–¿Y a qué viene esa cara tan larga? –pregunta con sincera preocupación–. Últimamente pareces tristón.
Mi padre resopla y sacude la cabeza de un lado a otro. Sé lo que está pensando: que soy un debilucho. Que no soy un hombre.
–Ya empezamos… –murmura.
–Qué va –miento, ignorándolo y tratando de parecer sincero–, es que dormí poco anoche.
Fuerzo una nueva sonrisa, más convincente que la anterior, y esta vez ella parece creérselo.
–Por cierto, ¿qué hay de Darío? –pregunta un par de minutos después–. Hace mucho que no viene por casa. ¿Es que habéis discutido?
Su nombre me sienta como una patada en el estómago, como un puñal al rojo vivo que se clavara en mi corazón para después arrancármelo de cuajo. La cocina queda iluminada por un relámpago, y un segundo después oigo el ruido retumbante de un trueno. Casi parece como si el tiempo estuviera sincronizado con mi estado de ánimo.
–No, es que está muy ocupado últimamente…
De nuevo, una mentira tras otra, aderezadas con alguna verdad a medias para sonar creíble. Es extraño: cada día se me hace más difícil seguir mintiendo, pero al mismo tiempo cada vez me sale con mayor naturalidad. Me pregunto si algún día acabaré por resignarme, por acostumbrarme a toda esta situación. A fingir que llevo una vida que no es la mía.
Una vez en mi habitación después de comer, pongo una silla bajo el picaporte de la puerta y, tras dejar la mochila en el suelo, respiro hondo, consciente de que he sobrevivido a otro día. Voy hacia la cama, me tumbo y cierro los ojos. Me siento agotado mentalmente, pero enseguida vuelven a mí los recuerdos de los insultos que he tenido que soportar por la mañana. Las palabras de mis compañeros suenan más altas que mis propios pensamientos, más altas que la lluvia que golpea el tejado de forma incesante.
«Marica.»
«¿Adónde vas con tanta prisa? ¿Te espera alguien en el baño de los tíos?»
Trato en vano de contener las lágrimas que se acumulan en mis ojos, pues no sé qué he hecho para merecer esto. Realmente no lo sé, porque yo no tengo ninguna culpa de ser como soy. No es algo que haya elegido, no ha sido una decisión consciente que nadie me haya permitido tomar. Nací así, simplemente. ¿Por qué tengo que soportar tanta humillación por algo que no es culpa mía?
Por suerte, hay una solución para ello. Siempre la hay.
Normalmente no me ducho hasta las ocho de la tarde o así, pero hoy no puedo esperar tanto tiempo. Mis padres están durmiendo la siesta, él delante de la tele y ella en su habitación, así que no hay peligro. Y, aunque se despertaran, no creo que suponga ningún problema que esté duchándome, así que me pongo en pie, abro la puerta con cuidado y me escabullo de la habitación sigilosamente para encerrarme en el cuarto de baño. Una vez allí, cierro el pestillo y conecto el iPod al altavoz cutre que me compré en el bazar de mi calle. La música suena enlatada, pero será suficiente para enmascarar el sonido si se me escapa algún grito. Una vez que he elegido el disco, me apresuro a desvestirme y contemplo mi cuerpo desnudo en el espejo.
Lo odio.
Esa piel blanca, esos brazos enclenques y delgaduchos, esas piernas que casi parecen de niño pequeño, como si tuviera seis años en lugar de dieciséis. Esos ojos de un castaño apagado, unos ojos de cachorrillo apaleado, con unas profundas ojeras permanentes debajo. Las cicatrices en mis brazos y piernas, de un blanco más intenso que el de mi piel. Los cortes recientes, todavía rojos. Me
(doy asco)
gustaría ser distinto, tener el cuerpo atlético de algunos de mis compañeros, pero no. Soy del montón.
Lo único que me gusta de mí es la cara. O, más bien, no es tanto que me guste como que es lo que menos odio, si es que eso tiene algún sentido. Antes de que todo esto pasara, la gente solía decir que era guapo. Yo no me veo así: tengo unos ojos castaños normaluchos, un pelo castaño normalucho, unos rasgos normaluchos. Nada del otro mundo, la verdad, pero antes de que todo pasara tenía cierto éxito entre las chicas del instituto. Nunca llegué a comprenderlo, pero, en fin, tampoco resultaban una molestia. Lo que pasa es que a mí simplemente no me interesaban.
Ese era el problema.
Evidentemente, cuando todo pasó y la noticia corrió como la pólvora, la situación quedó clara para todos. Aunque muchas me apoyaron, algunas de esas chicas que antes iban detrás de mí fueron las primeras en insultarme, las primeras en dar coba a los que me humillaban. Con esa facilidad se puede pasar de desear algo a aborrecerlo. Comprendo por qué dicen que del amor al odio hay solo un paso.
Supongo que es parte de la condición humana. Pero yo ya estoy harto. No puedo más.
No.
Puedo.
Más.
Me meto en la bañera, asqueado de seguir observando mi cuerpo, y giro el grifo de la ducha. Me sitúo bajo el chorro disfrutando de la sensación, dejando que la constante presión relaje mis músculos y mis emociones. Hace frío, y aunque el agua casi hirviendo calienta mi cuerpo, no hace lo mismo con mi corazón. Tras unos minutos, cojo la cuchilla que he dejado en el borde del bidé, junto a la bañera. Dudo durante un instante; nunca sé por dónde empezar. Hay demasiadas opciones.
En realidad, antes me equivocaba. Sí que hay algo que me gusta de mi cuerpo, tan solo una cosa, y es el amplio abanico de posibilidades que ofrece para esta clase de momentos.
Decido empezar por el brazo, tal como suele ser habitual. Pero no me corto en la muñeca: no estoy tan loco. Puede que me dañe, pero en realidad no quiero suicidarme de verdad, aunque raro es el día que no
(quiera hacerlo, desee hacerlo, necesite hacerlo)
me lo plantee al menos una vez. Me corto en el brazo, pero por arriba, en la parte más cercana al hombro. Aunque todavía estamos a finales de otoño y da igual dónde me corte porque no se verá, no quiero que me queden demasiadas cicatrices que se vean cuando llegue la primavera y comience a llevar camisetas de manga corta.
Coloco la hoja de la cuchilla contra mi piel, cierro los ojos y respiro hondo durante unos segundos. A continuación presiono con cuidado, ejerciendo la fuerza necesaria. Cuando por fin mana la sangre, el dolor agudo me ayuda a olvidarme del día. Olvido los golpes. Los insultos. Los comentarios a mis espaldas, las notas debajo de la mesa, las risas a mi costa. Cuando por fin mana la sangre, en gruesas gotas oscuras como pétalos de una rosa marchita, casi olvido todas las ocasiones en las que desearía no existir.
Pero solo casi.
Abro los ojos y observo el líquido rojo que se desliza con lentitud por mi brazo. A veces me asusto: en la bañera, mezclada con el agua, siempre parece mucha más sangre de la que hay realmente. La primera vez me aterroricé: pensé que me había hecho una herida grave, que me había pasado. Que aquel era el fin. Una parte de mí se sintió aliviada, pero supongo que, después de todo, en realidad lo que quiero no es morir. Lo único que quiero es simplemente que me dejen vivir en paz.
Me siento en la bañera, en el agua rosácea. Me aprieto el hombro con la mano para que fluya más sangre, y esta me mancha los dedos. Quizás sí que me haya cortado más de lo que pensaba. Los observo, tintados de rojo, y los utilizo para escribir dos palabras en el blanco lateral de la bañera:
¿POR QUÉ?
En realidad, apenas sale suficiente sangre para escribirlas, pero ahí están, desafiándome a encontrar una respuesta que no existe. Pero por más que pienso no la encuentro, y las palabras no tardan en desaparecer, mezcladas con el agua que salpica de la ducha.
Necesito un corte más. Me decido por la parte alta del muslo: es un lugar que no verá nadie, sea invierno o verano, así que hacerlo ahí me evita muchos problemas. Tengo los muslos llenos de cicatrices, y sé que muchas de ellas jamás desaparecerán. Pero no me importa. En el derecho todavía tengo una herida reciente, de modo que me corto en el izquierdo. Duele. Más que en los brazos, pues allí la carne es más blanda y me cuesta un poco más hacerme el corte.
Pero lo consigo, y la sangre fluye. Al final, siempre fluye.
Observo el líquido rojo descender por mi pierna, mezclándose con el agua y volviéndose rosado al diluirse para después desaparecer por el desagüe. Me reclino en la bañera y cierro los ojos, notando el agua que cae sobre mí y la sangre que corre por mi pierna. Comienzo a sentirme mejor. El dolor palpitante del muslo y el del brazo, algo más débil, me hacen sentir bien. Es una catarsis, algo que me libera del sufrimiento que soporto durante el día. Los cortes me hacen sentir bien.
Me hacen sentir vivo.
Así, mis problemas se van por el sumidero, mezclados con el agua de la ducha y con mi propia sangre.
Capítulo 3
Am I crazy?
Maybe we could happen
Will you still be with me
When the magic’s all run out?
If Only, Dove Cameron (Descendants)
Necesito comprar otro cuaderno de bocetos urgentemente. Compré el que uso hace ya un tiempo, poco después de que pasara lo de Darío, y se me está acabando. No soy ningún experto dibujando, pero me relaja, que es lo importante. A veces, cuando no consigo concentrarme en ningún libro y no me siento tan mal como para cortarme, dibujo. Cualquier cosa, según cómo esté de ánimos en ese momento. Si los cortes son el método que utilizo para olvidarme del dolor, los dibujos me ayudan a recordar las cosas por las que merece la pena
(¿lo merece realmente?)
seguir viviendo.
Hoy decido dibujar a mi novio. Supongo que lo mío es un caso bastante extremo de masoquismo.
En realidad, todavía no lo conozco, así que no tengo forma de saber cómo será. Antes casi siempre dibujaba a Darío: la gran mayoría de mi cuaderno está compuesto de imágenes suyas, página tras página; a veces solo, y otras muchas conmigo. Darío sonriendo. Darío serio. A veces solo su cara, a veces de cuerpo entero. Darío desnudo. Darío abrazándome. Darío besándome. Darío haciéndome el amor, aunque él nunca me ha hecho el amor.
Pero he decidido que ya no voy a volver a dibujarlo.
Nunca más.
Es demasiado doloroso.
Me sorprende darme cuenta de que realmente me apetece dibujar a mi novio, por ridículo que parezca, y es así como me siento: ridículo. Sin embargo, intento no pensar en él como una posibilidad poco probable, sino como un hecho, algo que sucederá de verdad, porque si no me hundiría. Necesito saber que hay una luz al final del túnel después de todo.
Pienso durante unos segundos. ¿Cómo será el chico que me quiera? ¿Cuándo lo conoceré? Tengo curiosidad. ¿Faltará mucho?
Decido empezar dibujándome a mí. No me detengo mucho en los detalles; yo no soy el que importa, sino él. Me dibujo de lado, en posición casi fetal, y después comienzo a dibujarlo a él. Empiezo por el torso, ancho, pero no demasiado musculoso. Nunca me han gustado mucho los chicos demasiado musculosos. No necesito alguien de quien presumir, simplemente alguien que me quiera. El chico sin rostro está boca arriba, así que me dibujo abrazado a él. Cierro los ojos e imagino la escena. Ojalá estuviera con él ahora.
Necesito que alguien me abrace.
Dibujo el contorno de uno de sus brazos con un trazo rápido y firme, y a continuación hago una mueca; he estirado demasiado el brazo y el corte que me he hecho nada más llegar a casa todavía me duele. Después continúo dibujando los brazos: uno por debajo de su cabeza, y el otro por debajo de mi cuerpo, rodeándome en ademán protector. Los dos estamos desnudos, aunque no me recreo en los detalles, como sí solía hacer con Darío. No estoy de humor para eso.
Finalmente llego hasta su cara, que aún no me he atrevido a dibujar. O, mejor dicho, su no cara, pues todavía no tengo claro cómo será. Cierro los ojos y trato de imaginármelo. ¿Será moreno? ¿De piel clara? ¿De qué color tendrá los ojos? ¿Y el pelo? ¿A qué sabrán sus labios cuando me bese? Ante mí se abre todo un mundo de infinitas posibilidades y me decido a explorarlas, entusiasmado, dejando que el lápiz se deslice sobre el papel sin detenerme demasiado a pensar, simplemente dibujando lo que me acude a la mente.
Comienzo a dibujar un rostro ovalado, sin marcar demasiado los rasgos. Es un rostro bastante genérico, no se basa en nadie concreto que conozca. Mejor así. Prefiero no ponerle una cara muy concreta a mis fantasías: si me emociono demasiado, el golpe será aún mayor.
Sus labios parecen suaves, o al menos así es como imagino que serán al besarlos. Cierro los ojos y fantaseo sobre cómo será su sabor. El olor de su cuerpo. El tacto de su piel al acariciarlo, y el tacto de sus manos cuando él me acaricie a mí. Suelto un suspiro. ¿Cómo será sentirme querido? ¿Saber que hay alguien que piensa en mí cada día antes de irse a dormir, al levantarse cada mañana? Tiene que ser una sensación maravillosa.
Lástima que el chico de mi dibujo no exista.
Pero aparto esos pensamientos de mi cabeza y sigo dibujando, creando con mis trazos a alguien que no existe, alguien a quien jamás conoceré. Tras unos minutos deslizando el lápiz por el cuaderno, contemplo el dibujo. No ha quedado mal, pero no me gusta. No es más que un recordatorio de todas las cosas que anhelo y que jamás tendré. Decido romperlo, así que arranco la página del cuaderno y me dispongo a hacerla pedazos.
Pero, en el último segundo, me detengo.
En realidad, prefiero no romper el dibujo. Me doy cuenta de que hacerlo equivaldría a romper mis sueños, y ellos son lo único
(además de las cuchillas)
que me da esperanzas y me ayuda a seguir adelante.
Escondo el cuaderno bajo el colchón, junto a mis cuchillas, y me tumbo sobre la cama con la página arrancada. Me coloco en posición fetal y me abrazo a la almohada, como mi yo del dibujo junto a mi novio inexistente. De pronto, me acuerdo de un día en que Fer y yo fuimos a pasar la tarde a casa de Darío. Habíamos visto por internet unas almohadas que tenían una especie de brazo para abrazarte mientras duermes. Entonces me había reído, pero lo cierto es que ahora me gustaría tener una. Así, al menos no me sentiría tan solo.
Soy patético.
Observo la página del cuaderno, los trazos inseguros y delicados, y la abrazo contra mi pecho. Se arruga un poco, aunque no me importa. Ojalá ese chico fuera real. Ojalá supiera lo que es sentirse querido. Ojalá alguien me abrazara como a mi yo del dibujo. Se me escapa una lágrima traicionera que cae sobre la almohada.
Soy gilipollas. Solo yo podría enamorarme de alguien que no existe.
Para distraerme, enciendo el portátil. Compruebo mi correo electrónico, pero los únicos mensajes que tengo son publicitarios. Después, entro en Twitter y tecleo lo primero que se me pasa por la cabeza:
Compruebo mis interacciones, pero no tengo ninguna desde ayer. Es normal: Twitter es para mí una especie de vertedero, un lugar anónimo donde soltar toda la mierda que se me pasa por la cabeza. Una forma más de desahogarme, y aun así nunca son suficientes.
Comienzo a bajar con el ratón para leer los tuits de la gente a la que sigo, pero no hay nada interesante: ninguna película a la vista, ningún single de alguno de mis cantantes favoritos, ningún vídeo nuevo de los booktubers a los que sigo… nada de nada. Menudo coñazo. Aburrido, me meto en mi perfil para echar un vistazo a los seguidores, y compruebo que la cifra ha bajado desde la última vez que la comprobé. No me extraña que la gente deje de seguirme: lo único que debo de hacer es amargarles la vida a todos.
Enseguida me quedo sin cosas que hacer en el ordenador. No tengo Facebook, porque cuando todo pasó la gente comenzó a llenarme el muro de insultos, así que tuve que cerrar la cuenta. Por suerte, nadie de mi entorno conocía mi Twitter, así que sigue siendo un lugar seguro.
Decido entrar en mi blog.