
La vida ante sí
Traducción de Ana María de la Fuente
Título original: La vie devant soi
Primera edición en esta colección: octubre de 2007
Cuarta edición: enero de 2016
© Éditions Mercure de France, 1975
© de la traducción: Ana María de la Fuente, 1989-2007
© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2007
Plataforma Editorial
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ISBN: 978-84-16620-46-3
Diseño de cubierta: Rubén Verdú y peeping monster
Composición: Grafime
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Ellos dijeron:
«Te has vuelto loco por causa de
Aquel a quien amas».
Yo dije:
«El sabor de la vida es sólo para los locos».
YÂFI’Î
Raud al rayâhîn
Lo primero que puedo decirles es que vivíamos en un sexto sin ascensor y que para la señora Rosa, con los kilos que llevaba encima y sólo dos piernas, aquello era toda una fuente de vida cotidiana, con todas las penas y los sinsabores. Así nos lo recordaba ella cuando no se quejaba de otra cosa, porque, además, era judía. Tampoco tenía buena salud, y otra cosa que puedo decirles es que era una mujer que merecía un ascensor.
La primera vez que vi a la señora Rosa tendría yo tres años. Antes de esa edad no se tiene memoria y se vive en la ignorancia. Yo dejé de ignorar a la edad de tres o cuatro años y a veces lo echo de menos.
Había en Belleville otros muchos judíos, árabes y negros, pero la señora Rosa tenía que subir los seis pisos ella sola. Decía que el día menos pensado se moriría en la escalera y todos los chiquillos se echaban a llorar, que es lo que se hace cuando se muere alguien. Unas veces allí éramos seis o siete y otras veces más.
Al principio, yo no sabía que la señora Rosa me cuidaba por un giro que recibía a final de mes. Cuando me enteré, tenía ya seis o siete años, y para mí saber que era de pago fue un golpe. Creía que la señora Rosa me quería desinteresadamente y que éramos algo el uno para el otro. Estuve llorando toda una noche. Fue mi primer desengaño.
Al verme tan triste, la señora Rosa me explicó que la familia no significa nada y que hasta los hay que se van de vacaciones dejando al perro atado a un árbol y que cada año mueren tres mil perros privados del cariño de los suyos. Me sentó en su regazo y me juró que yo era para ella lo más valioso del mundo. Pero entonces me acordé del giro que llegaba todos los meses y me fui llorando.
Bajé al café del señor Driss y me senté delante del señor Hamil, que era vendedor ambulante de alfombras en Francia y había visto de todo. El señor Hamil tiene unos ojos muy bonitos que da gusto verlos. Cuando lo conocí, era ya muy viejo y después no ha hecho más que envejecer.
—¿Por qué sonríe siempre, señor Hamil?
—Para dar gracias a Dios todos los días por mi buena memoria, mi pequeño Momo.
Yo me llamo Mohamed, pero todos me llaman Momo, que es más de niño.
—Hace sesenta años, cuando era joven, conocí a una muchacha que me quería y a la que yo quería también. Aquello duró ocho meses, hasta que ella se mudó de casa y ahora, al cabo de sesenta años, todavía me acuerdo. Yo le decía: «No te olvidaré nunca». Pasaban los años y no la olvidaba. A veces tenía miedo, porque aún me quedaba mucha vida por delante y ¿qué palabra podía darme a mí mismo yo, un pobre hombre, cuando es Dios quien tiene la goma de borrar? Pero ahora ya estoy tranquilo. No voy a olvidar a Djamila. Ya me queda poco tiempo, me moriré antes.
Pensé en la señora Rosa, dudé un momento y le pregunté:
—Señor Hamil, ¿se puede vivir sin amor?
Él no contestó y bebió un poco de té de menta, que es bueno para la salud. Desde hacía una temporada, el señor Hamil llevaba siempre una chilaba gris para que, si le llegaba la hora, no le pillara en americana. Me miró y guardó silencio. Seguramente pensaba que yo todavía no era apto para menores y había cosas que no debía saber. Entonces tendría siete o tal vez ocho años, no puedo decírselo con exactitud, porque resulta que no tengo fecha, como verán cuando nos conozcamos mejor, si les parece a ustedes que vale la pena.
—Señor Hamil, ¿por qué no contesta?
—Eres muy joven y cuando se es tan joven es mejor no saber ciertas cosas.
—Señor Hamil, ¿se puede vivir sin amor?
—Sí —dijo él, bajando la cabeza como si le diera vergüenza.
Yo me eché a llorar.
Durante mucho tiempo, no supe que era árabe porque nadie me había insultado todavía. No me enteré hasta que fui a la escuela. Pero no me peleaba nunca con nadie porque cuando se pega a alguien se hace daño.
La señora Rosa había nacido en Polonia, como judía que era, pero se había buscado la vida muchos años en Marruecos y en Argelia y hablaba el árabe como usted y como yo. Por lo mismo, sabía también judío y muchas veces nos hablábamos en esa lengua. La mayoría de los vecinos de la casa eran negros. Hay tres casas de negros en la calle Bisson y otras dos en las que viven por tribus, como hacen en África. Los que más abundan son los sarakollés y luego vienen los toucouleurs, que no son pocos. Hay otras muchas tribus en la calle Bisson, pero no tengo tiempo de nombrarlas a todas. El resto de la calle y del bulevar de Belleville es principalmente árabe y judío. Y así hasta la Goutte d’Or, donde empiezan los barrios franceses.
Al principio, yo no sabía que no tenía madre ni sabía que hiciera falta tener una. La señora Rosa evitaba hablarme de ello para no hacerme cavilar. No sé por qué nací ni qué pasó exactamente. Mi amigo el Mahoute, que tiene unos años más, me dijo que eso es por las condiciones de higiene. Él nació en la Alcazaba de Argel y no vino a Francia hasta después. En la Alcazaba no había higiene y él nació porque no tenían bidé, ni agua potable, ni nada. El Mahoute lo supo después, cuando su padre trató de justificarse y le juró que no había habido mala voluntad por parte de nadie. El Mahoute dice que ahora las mujeres que se buscan la vida tienen una píldora para la higiene, pero que él había nacido demasiado pronto.
A casa iban muchas madres una o dos veces a la semana, pero siempre era para ver a los otros. En casa de la señora Rosa casi todos éramos hijos de putas y cada vez que alguna se iba a provincias para buscarse la vida durante unos meses, pasaba a ver al crío antes y después. Y por eso empecé yo a andar a vueltas con mi madre. Me parecía que todos tenían madre menos yo. Y empecé a tener calambres de estómago y convulsiones para hacerla venir. En la acera de enfrente había un chico que tenía un balón, que me había dicho que cada vez que le dolía el vientre iba su madre a verlo. Yo tuve dolor de vientre, pero nada. Luego, tuve convulsiones y tampoco. Hasta empecé a cagar por todo el piso para llamar la atención. Nada. Mi madre no vino y la señora Rosa me llamó moro de mierda por primera vez, porque ella no era francesa. Yo le grité que quería ver a mi madre y seguí cagando por toda la casa durante unas semanas para vengarme. La señora Rosa acabó por decirme que si no paraba me llevaría a la Asistencia Pública y ahí tuve miedo, porque la Asistencia Pública es lo primero que se enseña a los niños. Seguí cagando por principio, pero no era vida. Entonces éramos siete los hijos de putas pensionistas en casa de la señora Rosa, y todos se pusieron a cagar a cuál mejor, porque no hay nadie más conformista que un crío, y pronto hubo tanta caca por todas partes que la mía no se notaba.
La señora Rosa estaba ya muy vieja y cansada aun sin esto y lo tomaba muy a mal, porque ya había sido perseguida por judía. Todos los días tenía que subir varias veces los seis pisos, con sus noventa y cinco kilos y sus dos pobres piernas, y cuando entraba en casa y olía la caca se dejaba caer en una butaca con todos los paquetes y se echaba a llorar. Y hay que comprenderla. Los franceses son cincuenta millones de habitantes y decía ella que si todos hubieran hecho como nosotros, ni los alemanes lo habrían resistido y se habrían largado. La señora Rosa conoció bien Alemania durante la guerra, pero había vuelto. Entraba, olía la caca y se ponía a gritar: «¡Esto es Auschwitz! ¡Esto es Auschwitz!», porque la habían deportado a Auschwitz, por lo de los judíos. De todos modos, en lo del racismo era siempre muy correcta. Con nosotros vivía un tal Moisés al que ella llamaba a veces moro sucio, pero a mí nunca. Todavía no me había dado cuenta de que, a pesar de su peso, aquella mujer tenía delicadeza. Al fin lo dejé, porque tampoco conseguía nada ni venía mi madre. Pero seguí teniendo calambres y convulsiones durante mucho tiempo y aún ahora me duele el vientre a veces. Después traté de llamar la atención de otro modo. Empecé a mangar del aparador de las tiendas, aquí un tomate y allí un melón. Siempre esperaba a que alguien mirase. Cuando salía el dueño y me daba un cachete, me ponía a berrear, pero, por lo menos, alguien se fijaba en mí.
Un día robé un huevo en una tienda. La dueña me vio. Yo prefería robar donde hubiera una mujer, pues lo único de lo que podía estar seguro era que mi madre era una mujer, ya que no puede ser de otro modo. Cogí el huevo y me lo metí en el bolsillo. La dueña de la tienda se me acercó. Yo estaba esperando el cachete para hacerme notar. Pero ella se agachó y me acarició la cabeza. Y hasta me dijo:
—¡Qué chico más guapo!
Al principio, pensé que quería recuperar el huevo por la vía sentimental y yo lo apretaba con la mano en el fondo del bolsillo. No tenía más que darme un cachete, que es lo que hacen las madres cuando se ocupan de uno. Pero ella se levantó, se fue al mostrador y me dio otro huevo. Después me besó. Tuve un momento de esperanza que no puedo explicarles porque no es posible. Me quedé toda la mañana delante de la tienda, esperando. No sé lo que esperaba. De vez en cuando, la mujer me sonreía y yo seguía allí con el huevo en la mano. Tendría entonces unos seis años y me figuraba que aquello era para toda la vida, cuando en realidad no era más que un huevo. Volví a casa y estuve todo el día con dolor de vientre. La señora Rosa había ido a la comisaría para dar un falso testimonio que le había pedido la señora Lola. La señora Lola era un travesti del cuarto piso, ex campeón de boxeo del Senegal antes de pasarse al otro bando; que ahora trabajaba en el Bois de Boulogne y había noqueado a un cliente sádico que no podía figurarse con quién había dado. La señora Rosa tenía que declarar que aquella noche había estado en el cine con la señora Lola y que después las dos habían estado viendo la televisión. Más adelante hablaré de la señora Lola, que, desde luego, era una persona distinta de las demás, porque también las hay. Por eso la quería yo.
Eso de los niños es muy contagioso. Donde hay uno, en seguida vienen más. En casa de la señora Rosa éramos entonces siete, dos sólo de día, que el señor Moussa, el basurero, traía a la hora de la basura, las seis de la mañana, porque le faltaba la mujer, que se le había muerto de no sé qué, y los recogía por la tarde para ocuparse de ellos. Estaban Moisés, más pequeño que yo; Banania, que siempre se reía porque había nacido de buen humor, y Michel, hijo de vietnamitas, al que la señora Rosa no iba a aguantar ni un día porque hacía más de un año que no le pagaban. La judía era buena persona, pero tenía sus límites. Lo que ocurría es que las mujeres que se buscan la vida tenían que ir lejos, a sitios donde pagaban bien y había más demanda, y dejaban al niño con la señora Rosa para no volver jamás. Se largaban y ahí queda eso. Son historias de chiquillos que no habían podido abortarse a tiempo y que no eran necesarios. La señora Rosa colocaba algunos en familias que se sentían solas y tenían necesidad de ellos, pero era difícil porque hay leyes. Cuando una mujer se ve obligada a buscarse la vida, no tiene derecho a la patria potestad, así lo exige la prostitución. Entonces tiene miedo de ser despojada y esconde al niño para que no se lo quite la Asistencia Pública y lo da a una persona conocida, de discreción asegurada. No podría decirles la cantidad de hijos de putas que vi pasar por casa de la señora Rosa, pero eran pocos los que estaban allí fijos, como yo. Los que se quedaron más tiempo, después de mí, fueron Moisés, Banania y el vietnamita, que finalmente fue recogido por el dueño de un restaurante de la calle de Monsieur le Prince y al que yo no reconocería si volviera a verle, del tiempo que hace.
Cuando empecé a reclamar a mi madre, la señora Rosa me llamó abusón y dijo que todos los árabes eran así, que les das la mano y quieren el brazo. Pero la señora Rosa tampoco era así, lo decía solamente a causa de los prejuicios, y yo sabía muy bien que era su preferido. Cuando yo empezaba a berrear, todos los demás berreaban conmigo y la señora Rosa se encontraba con siete críos que llamaban a gritos a su madre. Entonces le daban ataques de histeria, se arrancaba los pocos pelos que le quedaban y lloraba por nuestra ingratitud. Lloraba con la cara entre las manos, pero a nuestra edad no se tiene compasión. Hasta el yeso se caía de la pared, pero no porque la señora Rosa llorase. Eran sólo desperfectos materiales.
La señora Rosa tenía el pelo gris, que también se caía, seguramente de cansancio. Le daba mucho miedo quedarse calva, es algo terrible para una mujer que no tiene ya casi nada más. Tenía, eso sí, más nalgas y más pecho que nadie, y cuando se miraba al espejo se sonreía como si tratara de gustarse. El domingo se vestía de pies a cabeza, se ponía su peluca roja e iba a sentarse en la plaza Beaulieu, donde se pasaba unas horas con elegancia. Se maquillaba varias veces al día, pero qué se le va a hacer. Con la peluca y el maquillaje se notaba menos y siempre tenía flores en casa, para alegrar un poco.
Cuando se hubo calmado, la señora Rosa me llevó al retrete y me llamó cabecilla y me dijo que a los cabecillas los llevaban a la cárcel. Me explicó que mi madre veía todo lo que yo hacía y que si quería reunirme con ella algún día debía llevar una vida limpia y honrada, nada de delincuencia juvenil. El retrete era muy pequeño y la señora Rosa no cabía toda allí dentro a causa de su gordura y hasta parecía raro que hubiera sitio para una persona sola. Creo que allí dentro tenía que sentirse más sola todavía.
Cuando los giros dejaban de llegar para uno de nosotros, la señora Rosa no ponía en la calle al culpable. Éste era el caso del pequeño Banania. Su padre era desconocido y no podía reprochársele nada; la madre mandaba un poco de dinero cada seis meses y aún. La señora Rosa ponía como un trapo a Banania, pero él se quedaba tan fresco porque no tenía más que tres años y una sonrisa. Creo que de no ser por su sonrisa, la señora Rosa lo hubiera dado a la Asistencia, pero como no se podía dar lo uno sin lo otro, tenía que quedarse con los dos. Yo era el encargado de llevar a Banania a los hogares africanos de la calle Bisson para que viera negros. La señora Rosa insistía en ello.
—Es preciso que vea negros. De lo contrario, después no podrá relacionarse.
Yo cogía a Banania y lo llevaba a la casa de al lado. Allí era muy bien recibido, porque todos eran personas que tenían a la familia en África y un niño siempre hace pensar en otros niños. La señora Rosa no sabía si Banania, que se llamaba Turé, era maliano, senegalés, guineano o qué. Su madre trabajaba en la calle Saint Denis antes de marcharse a una casa de Abidjan. En el oficio no hay manera de saber esas cosas.
Moisés era también muy mal pagador, pero aquí la señora Rosa no tenía por dónde salir, porque entre judíos no se puede amenazar con la Asistencia Pública. Mi giro de trescientos francos llegaba puntualmente cada primero de mes y yo era inatacable. A mí me parece que Moisés tenía madre, pero a ella le daba vergüenza porque sus padres no sabían nada y eran de buena familia y además Moisés era rubio, de ojos azules y sin la típica nariz, y eso eran signos inequívocos, no había más que mirarle para darse cuenta.
Mis trescientos francos mensuales a tocateja hacían que la señora Rosa me tuviera respeto. Yo iba a cumplir diez años y hasta empezaba a dar señales de precocidad, pues ya se sabe que los árabes son los primeros en soltarse. Sabía que representaba para ella algo sólido y que lo pensaría dos veces antes de coger al lobo por las orejas. Es lo que ocurrió en el retrete cuando tenía seis años. Me dirán que estoy mezclando las fechas, pero no es cierto, y cuando venga a cuento les explicaré cómo tuve de pronto una salida de viejo.
—Mira, Momo, tú eres el mayor y tienes que dar ejemplo. Deja ya de jorobar con tu mamá. Es una suerte que no conozcáis a vuestras mamás porque a vuestra edad todavía hay sensibilidad y ellas son unas putas de tomo y lomo. A veces le parece a una estar soñando. ¿Tú sabes lo que es una puta?
—Una persona que se busca la vida con el culo.
—Me pregunto de dónde sacas esas atrocidades, pero hay algo de verdad en eso.
—Señora Rosa, ¿usted también se buscaba la vida con el culo cuando era joven y bonita?
Ella sonrió. Le gustaba oír que había sido joven y bonita.
—Eres un buen chico, Momo, pero no enredes. Ayúdame. Yo estoy ya muy vieja y enferma. Desde que salí de Auschwitz no he tenido más que penas.
Estaba tan triste que ni siquiera se daba uno cuenta de lo fea que era. Le eché los brazos al cuello y la besé. En la calle decían que era una mujer sin corazón, pero es que no había nadie que se ocupara de ella. Había resistido sin corazón durante sesenta y cinco años y era preciso perdonarle ciertas cosas.
Lloraba tanto que me dieron ganas de mear.
—Perdone, señora Rosa, tengo ganas de mear.
Después le dije:
—Señora Rosa, eso de mi madre ya sé que no puede ser, pero ¿no podría tener un perro en su lugar?
—¿Cómo? ¿Cómo? ¿Tú te has creído que aquí dentro hay sitio para un perro? ¿Y cómo iba a darle de comer? ¿Quién me mandaría giros?
Pero el día que llevé a casa un pequeño caniche gris todo rizado que había robado en la tienda de perros de la calle Calefeutre, no dijo nada. Entré en la tienda y pedí permiso para acariciar al caniche. La dueña, cuando la miré como yo sé, me puso el perro en los brazos. Yo lo cogí, lo acaricié y salí disparado como una flecha. Si hay algo que sé hacer es correr. Y es que sin esto no se puede nada en la vida.
Aquel perro fue una verdadera desgracia para mí. Me puse a quererlo a más no poder. Y los demás también, menos Banania, al que tenía sin cuidado pues siempre estaba contento sin más ni más. Nunca he visto un negro contento con motivo. Yo iba siempre con el perro a cuestas y no acertaba a encontrarle un nombre. Cuando pensaba llamarle Tarzán o Zorro me parecía que tenía que haber algún otro nombre mejor esperando, un nombre que no tuviese nadie. Por fin me decidí por Super, pero con todas las reservas para cambiarlo si se me ocurría otro nombre mejor. Yo tenía grandes excedentes acumulados y se lo di todo a Super. No sé lo que hubiera hecho sin él, era verdaderamente urgente y puede que hubiera acabado en chirona. Cuando lo sacaba a la calle me sentía alguien, pues yo era todo lo que él tenía en el mundo. Tanto lo quería que lo di. Tenía unos nueve años y a esa edad ya se piensa, salvo quizá cuando uno es feliz. Hay que decir también, sin ánimo de ofender, que vivir en casa de la señora Rosa era triste, incluso estando acostumbrado. Así pues, cuando Super empezó a crecer para mí en el aspecto sentimental, quise darle una buena vida, que es lo que hubiera hecho para mí, de haber podido. Hay que tener presente que no era un cualquiera, sino un caniche. Aquella señora dijo que era un perrito muy mono y me preguntó si era mío y si se lo vendería. Yo andaba mal vestido, mi cara no es de por aquí, del país, y ella veía que el perro era otra cosa.
Le vendí a Super por quinientos francos y para él era realmente un cambio ventajoso. Le pedí quinientos francos a la buena mujer porque quería estar seguro de que contaba con medios. Acerté porque tenía hasta coche con chófer y en seguida metió dentro a Super, por si yo tenía padres que pudieran protestar. Y ahora, aunque no me crean, les diré que cogí los quinientos francos y los tiré a una alcantarilla. Después me senté en la acera y me puse a llorar como un borrego desesperado, apretándome los ojos con los puños, pero feliz. En casa de la señora Rosa no había seguridad, todos vivíamos pendientes de un hilo, con la vieja enferma, sin dinero y con la amenaza de la Asistencia Pública. No era vida para un perro.
Cuando volví a casa y le dije a la señora Rosa que había vendido a Super por quinientos francos y había tirado el dinero por la alcantarilla, se puso morada, me miró con horror y corrió a encerrarse en su cuarto dando dos vueltas de llave. Desde entonces, siempre se encerraba para dormir, por miedo a que yo le cortara el cuello. Los otros chiquillos armaron la gorda cuando lo supieron, y es que ellos no querían de verdad a Super, sino sólo para jugar.
Éramos un montón de chicos. Siete u ocho. Estaba Salima, a la que su madre consiguió salvar cuando los vecinos la denunciaron por puta callejera y le cayó una inspección de la Asistencia Social por indignidad. Tuvo que interrumpir al cliente y cogió a Salima, que estaba en la cocina, y la sacó por la ventana al patio. La chiquilla estuvo toda la noche escondida en un cubo de la basura. Llegó a casa de la señora Rosa por la mañana, histérica y con la niña oliendo a diablos. Estaba también Antoine, de paso, que era un francés de verdad, el único, y todos le mirábamos mucho para ver cómo era. Pero no tenía más que dos años y no había mucho que ver. Y no me acuerdo quién más, pues siempre estaban cambiando, con las madres que venían a buscar a sus críos. La señora Rosa decía que las mujeres que se buscan la vida no tienen suficiente apoyo moral porque los proxenetas ya no saben ejercer su oficio como es debido y ellas necesitan a sus hijos para tener una buena razón para vivir. Volvían cuando tenían un momento o cuando habían cogido una enfermedad y se iban al campo con el crío para aprovechar.
Nunca he comprendido por qué no se permite a las putas catalogadas educar a sus hijos; las otras no se molestarían. La señora Rosa pensaba que es por la importancia que en Francia se da al culo, más que en otros sitios. Aquí tiene unas proporciones que quien no lo haya visto no se lo puede imaginar. La señora Rosa decía que el culo es lo más importante que tienen en Francia, después de Luis XIV, y que por eso las prostitutas, como se las llama, son perseguidas, pues las mujeres decentes lo quieren todo para ellas solas. He visto llorar en casa a madres que habían sido denunciadas a la policía por tener un crío con aquel oficio y estaban muertas de miedo. La señora Rosa las tranquilizaba, les explicaba que tenía a un comisario de policía que también era hijo de una puta que la protegía y que conocía a un judío que le hacía unos papeles falsos que nadie lo diría, de lo auténticos que eran. Al judío nunca lo vi, porque la señora Rosa lo tenía escondido. Se habían conocido en un horno judío en Alemania en el que no fueron exterminados por equivocación y habían jurado que nunca más volverían a dejarse coger. El judío vivía en alguna parte, en uno de los barrios franceses, haciéndose papeles falsos como un loco. Gracias a él, la señora Rosa tenía unos documentos que decían que ella era otra persona, como todo el mundo. Decía que con aquello ni los israelíes hubieran podido probar nada contra ella. Desde luego, tranquila del todo no estaba, porque para eso hay que estar muerto. En la vida siempre se tiene pánico.
Como les decía, los chicos estuvieron berreando durante horas cuando yo di a Super para asegurar su porvenir porque en casa no tenía ninguno. Lloraron todos menos Banania, que, como siempre, estaba tan campante. Cuando les digo que aquel granuja no era de este mundo… Tenía ya cuatro años y todavía estaba contento. Lo primero que la señora Rosa hizo al día siguiente fue llevarme a casa del doctor Katz para ver si tenía algo malo.
Quería que me sacaran sangre por si estaba sifilítico, como árabe que era. Pero el doctor Katz se puso hecho una fiera y hasta le temblaba la barba, porque olvidaba decirles que tenía barba. Le gritó a la señora Rosa que era una no sé qué de una casa y que aquello eran cuentos de la China. Por lo visto, eso de los cuentos de la China viene de cuando los judíos del ramo de la confección no drogaban a las mujeres blancas para enviarlas a los burdeles y todo el mundo la tenía tomada con ellos. Siempre dan que hablar por nada.
Pero la señora Rosa seguía intranquila.
—¿Qué ha pasado exactamente?
—Que esta criatura ha cogido quinientos francos y los ha tirado a una alcantarilla.
—¿Es su primera crisis de violencia?
La señora Rosa me miraba sin contestar y yo estaba muy triste. Nunca me gustó hacer sufrir a la gente porque soy un filósofo. Detrás del doctor Katz, encima de una chimenea, había un barco de vela y, como me sentía muy desgraciado y quería irme lejos, muy lejos de allí y lejos de mí, subí a bordo, me puse a hacerlo volar y crucé océanos con mano firme. Creo que fue entonces, a bordo del velero del doctor Katz, la primera vez que me fui lejos. En realidad, no puedo decir que antes de aquello yo fuera un niño. Y aun ahora, cuando quiero, puedo embarcarme en el velero del doctor Katz y marcharme solo muy lejos. Nunca se lo he dicho a nadie y siempre hago como que sigo aquí.
—Doctor, hágame el favor de mirar bien a esta criatura. Usted me ha prohibido las emociones fuertes por mi corazón y él va y vende lo que más quería en el mundo y tira quinientos francos a una alcantarilla. Esto no lo hacían ni en Auschwitz.
El doctor Katz era bien conocido de todos los judíos y árabes de la calle Bisson por su caridad cristiana y visitaba a todo el mundo de la mañana a la noche y hasta más tarde. Guardo de él muy buen recuerdo. Su casa era el único lugar en el que oía hablar de mí y en el que se me miraba como si fuera algo importante. Iba muchas veces yo solo, no porque estuviera enfermo, sino para sentarme en la sala de espera. Allí me pasaba un buen rato. Él veía que no había ido para nada y que estaba ocupando una silla, cuando había tanta miseria en el mundo, pero siempre me sonreía muy cariñoso y no se enfadaba. Mirándolo, muchas veces pensé que si yo hubiera tenido un padre sería el doctor Katz el que habría escogido.
—Quería a ese perro a rabiar, dormía abrazado a él, ¿y qué es lo que hace? Va y lo vende y tira el dinero. Esta criatura no es como todo el mundo, doctor. Me da miedo que pueda haber casos de locura repentina en su familia.
—Puedo asegurarle que no pasará nada, absolutamente nada, señora Rosa.
Yo me eché a llorar. Sabía muy bien que no pasaría nada, pero era la primera vez que oía decirlo claramente.
—No hay motivo para llorar, Mohamed. Pero puedes llorar si eso te hace bien. ¿Llora mucho?
—Nunca. No llora nunca. Y, a pesar de todo, Dios sabe lo que me hace sufrir.
—Pues ya ve que esto va mejor —dijo el doctor—. Está llorando. Se desarrolla normalmente. Ha hecho usted muy bien en traérmelo, señora Rosa. Voy a recetarle un tranquilizante. A usted lo único que le pasa es que padece ansiedad.
—Para ocuparse de los niños hace falta mucha ansiedad, doctor. Si no, se convierten en unos granujas.
Al salir, íbamos cogidos de la mano. A la señora Rosa le gusta que la vean acompañada. Cuando tiene que salir, pasa mucho rato arreglándose. Y es que como ha sido mujer todavía le queda algo. Se maquilla mucho, pero a su edad ya no sirve de nada querer disimular. Tiene cara de rana vieja y judía, con gafas y asma. Cuando sube la escalera con la compra, se para a cada momento y dice que cualquier día caerá muerta a mitad del camino, como si fuera tan importante acabar de subir los seis pisos.