Irene es una joven poco adaptada al mundo que la rodea. Se siente especial y en ella habitan sentimientos encontrados que no comulgan con las lecciones religiosas que le enseñan en la escuela. Ella no cree en Dios, cree que todos tenemos una parte buena y otra mala, y que esta dualidad debe convivir en armonía dentro de cada uno.
Su único punto de apoyo real en el mundo era su abuelo hasta que apareció Federico, un joven de su edad, introspectivo como ella y con unos valores y formas de entender el mundo y la vida ajenas a las de los demás, pero tan afines a las suyas. Pronto se enamoran perdidamente e inician una relación. Sin embargo, esa aparente felicidad se verá empañada por motivos inesperados. A partir de entonces, Irene comienza una nueva vida.
Abraxas
© 2016, Romina Robles
© 2016, Ediciones Oblicuas
EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª
08870 Sitges (Barcelona)
info@edicionesoblicuas.com
ISBN edición ebook: 978-84-16627-12-7
ISBN edición papel: 978-84-16627-11-0
Primera edición: julio de 2016
Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales
Ilustración de cubierta: Héctor Gomila
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A quien me enseñó que lo importante
no es escribir bien sobre cualquier tema,
sino narrar como se pueda aquello
que amenaza con carcomer el alma.
El alivio que sentí hace apenas unos minutos, cuando tomé la decisión, acaba de desaparecer. En su lugar aumenta paulatinamente una excitación extraña. Mis manos comienzan a transpirar. Mi corazón acelera su ritmo, tanto que siento la necesidad de presionar mi mano con fuerza contra mi pecho. Tuve la esperanza de volver a sentirme así algún día, pero después de tantos años de indiferencia absoluta había empezado a creer que era imposible.
Tendido al lado de la bañera se encuentra el cuerpo de Federico. Tiene la boca y los ojos abiertos, lo que le facilita una cierta expresión de sorpresa. Pienso que es bastante interesante que algo inerte muestre tal desconcierto y expectativa. Quizás sea la perpetuidad de la última sensación vivida.
Su piel posee una extraña coloración azulada, aunque no estoy segura de si pertenece realmente al cuerpo o es producto de la iluminación del baño. La sangre es mucha pero ya está seca, y el piso color marfil muestra numerosas impresiones de mis pies en un rojo amarronado. Hay algo escrito al lado del cuerpo. ¿Lo habré escrito yo? No recuerdo haberlo hecho, pero parece mi caligrafía:
«Iri, te amo. Fede».
Las letras fueron escritas limpiando con el dedo la sangre de una gran mancha. Esto me trae a la memoria una noche, cuando él volvió de las vacaciones que había tomado con sus padres. Era la primera vez que nos separábamos, y cuando lo vi tras mi puerta tuve la sensación de haber estado muerta tres semanas, y que finalmente la sangre retomaba su recorrido en mis venas. Me regaló una pulsera hecha de caracoles y un sobre con cinco fotografías tomadas desde diferentes puntos de algo que había escrito en la playa:
«Iri te amo. Fede».
Entonces, quizás lo ha escrito él.
El pecho de Federico está repleto de cortes, algunos más profundos y otros más superficiales. Me siento a su lado cruzando las piernas como un indio y los cuento, recorriéndolos con la yema de mi dedo mayor. Cierro los ojos e intento concentrarme para disfrutar en plenitud de la experiencia táctil. Me detengo en una herida particularmente profunda en el lado izquierdo de su pecho. Al acariciarla siento que hay una gran separación en la piel, no solo en la piel. Presiono primero suavemente y luego con fuerza, introduciendo mi dedo. Quiero poder recordar siempre la reacción de mi mano a medida que avanza en la carne.
Comienzo a sentir mucho frío, y al abrir los ojos caigo en la cuenta de que estoy completamente desnuda. Me pongo de pie, camino hacia la bañera y abro el pico para comenzar a llenarla. Algunas gotas de agua caliente salpican mi brazo. Giro la mano para que una de ellas juegue en mi piel. ¡Se siente tan suave!
Mientras el agua sube, mi rostro se refleja en ella. Casi no me reconozco, son mis rasgos pero no soy yo. Son mis ojos, pero más profundos, más brillantes. Es mi frente, pero mi ceño no tiene preocupaciones. Yo solía ser esta persona, o al menos eso había creído.
Muchos años atrás, el conocimiento y el entendimiento me habían hecho sentir segura, y hasta superior al resto de las personas. Creía que comprendía el mundo, o por lo menos mi mundo interior. Sentía que podía encontrar la felicidad en la aceptación de mi complejidad y mis contracciones. Parece que fue hace siglos.
Repaso los acontecimientos y no puedo creer que todo se precipitó con tanta prisa, como si una extraña fuerza hubiera acelerado el tiempo y deformado el espacio. No recuerdo todo, pero recuerdo lo importante.
Siempre pensé que era extraño no tener recuerdos vívidos de mi infancia temprana. No recuerdo lugares ni acontecimientos borrosos, ni juguetes, ni olores. Absolutamente nada. La primera imagen que tengo de mi niñez es en segundo grado de la escuela primaria. Estoy segura de que era un lunes.
El colegio al que asistía era el mismo en el que mi madre había estudiado trece años, desde el jardín de infantes hasta el último año de la secundaria, por lo que se auguraba el mismo destino para mí y mis hermanas. El edificio tenía dos pisos, y las aulas estaban distribuidas de manera que, a medida que las alumnas crecían, iban subiendo de piso. Así, las más mayores estaban en las aulas del segundo piso; tercer y cuarto grado en el primero; y jardín, primer y segundo grado en la planta baja. Las aulas rodeaban el patio donde todas las alumnas formábamos filas antes de comenzar el día escolar, y donde pasábamos los recreos.
Era la clase de Religión, y frente a treinta niñas de guardapolvos impecablemente blancos y pelo recogido, Madre Asunción (nunca supe si de verdad era su nombre o si había una rebautización en el momento de la consagración) nos explicaba cómo se había producido el Génesis, la creación del Universo. Al parecer, todo lo conocido y aún más había sido creado en un ajustado plan de una semana, dejando lo mejor, el hombre, para el último día de trabajo.
—El próximo viernes tendremos un examen sobre esta clase, así que tienen que saber todo de memoria —dijo la monja—. Tenéis que recordar perfectamente qué se creó el lunes, el martes y todos los días de la semana… Para que os sea más fácil de recordar, vamos a hacer un cuadro —continuó.
Sentada en la primera fila, por mi temprano problema de vista, observaba cómo la religiosa robusta y de rasgos aborígenes dividía el pizarrón en siete columnas, encabezando cada una de ellas con un día de la semana. El primer día (lunes, decía la columna) se hizo la luz, y entonces se creó el día y la noche (dos ítems en la columna: ‘día’ arriba / ’noche’ abajo); el segundo día, el firmamento (‘cielo ); el tercer día se creó el mar y la tierra fue cubierta de vegetación (‘agua’ / ‘tierra’); el cuarto día, el sol, la luna y los demás astros (‘astros’); el quinto día Dios creó las aves y los peces; el sexto día, las bestias y al hombre. El séptimo día, Dios descansó y contempló su obra.
Mientras mi compañera de banco repetía en voz baja tratando de memorizar lo aprendido, yo no podía concentrarme en la lección. Simplemente veía un gigantesco hábito gris bailando de un lado al otro del pizarrón. En mi cabeza daba vueltas algo que había escuchado unos días antes.
Cuando comenzó a sonar la música que indicaba el recreo, Madre Asunción recogió su Biblia y su cuaderno, y se dirigió a la puerta del aula.
—Podéis salir al recreo, y recordad estudiar el cuadro sintético para el viernes. La semana que viene vamos a aprender los siete dones del Espíritu Santo.
La monja caminaba muy despacio hacia la puerta, y las niñas comenzaron a buscar en sus mochilas la merienda, la pelota de trapo, el elástico o las figuritas, esperando ansiosas en una fila cada vez más larga detrás de Madre Asunción, que lentamente iba saliendo al patio.
Yo me quedé un rato más sentada, pensando. Unos minutos antes de que terminase el recreo saqué de mi cartuchera unas monedas que me había dado mi abuelo y me dirigí a la pequeña cantina que había en el patio, a cargo de la misma Madre Asunción.
—¿Qué quieres?
—Cincuenta centavos de caramelos de goma, Madre.
Mientras los contaba, muy concentrada para no darme ni uno de más, yo me preguntaba si ella sabía que todo lo que enseñaba era mentira, o si creía realmente lo que predicaba. Me sentía inteligente, perspicaz, y recordaba con un poco de desdén a la compañera de banco que repetía la lección en voz baja durante la clase.
Es que, el sábado anterior a la clase del Génesis, había ido junto con mis hermanas a la casa de mi abuelo porque no nos apetecía dormir a la hora de la siesta como mi madre nos ordenaba, y mis abuelos a las tres de la tarde ya estaban despiertos. Cuando abrimos la puerta, que siempre estaba sin llave, escuchamos el sonido de la máquina de escribir de mi abuelo que provenía de la cocina. Nos encantaba jugar con ella, así que corrimos para ver quién llegaba primero.
Mi abuela estaba sentada junto a la estufa tejiendo una manga del último suéter de lana blanca que mis hermanas y yo íbamos a usar en el cumpleaños de Florencia, la mayor, que sería dentro diez días. Cumpliría nueve años, yo tenía siete y la más chica, Malena, cinco. Siempre nos vestían iguales para ocasiones especiales, ya fuera cumpleaños, Navidad o Año nuevo. Mi abuela normalmente hacía algunas o todas las piezas que componían el vestuario. Nunca supe si a mi madre le parecía tierno la escalerita de nenas vestidas iguales o simplemente no tenía ganas de pensar en tres atuendos diferentes (lo que es perfectamente comprensible). A veces pienso que fue el hecho de haber sido uniformadas durante tantos años lo que hizo que seamos tan diferentes la una de la otra, como si no quisiéramos que se nos reconozca como bloque, sino como individuos.
Mi hermana mayor llegó primero a la silla que estaba vacía al lado de mi abuelo y se sentó.
—¿Qué haces, Nono? —le preguntó sabiendo exactamente cuál sería su respuesta.
—Escribo.
—¿Puedo escribir yo ahora?
Yo estaba de pie detrás de su silla, y mi hermana pequeña se apresuró a sentarse en su falda.
—No —ya había dejado de escribir y la miraba—, porque siempre pasa lo mismo, vosotras peleáis por la máquina, empezáis a gritar, tu abuela se enoja y alguna de vosotras siempre termina llorando.
—Esta vez no —le dije yo desde atrás—. Podemos escribir cinco minutos cada una.
—No, ya sé cómo son vuestros cinco minutos. Vamos a jugar al jardín, si queréis.
—Bueno —dijimos las tres a coro.
Aunque era invierno el sol brillaba con fuerza y no hacía frío afuera. Hicimos comida con las flores, jugamos al elástico mientras mi abuelo descansaba en la verja, y le dimos comida a su vieja perra que había rescatado de la calle antes de que hubiésemos nacido. Habíamos estado una hora fuera cuando escuchamos a mi abuela gritarnos desde la ventana de la cocina que daba al jardín.
—¡Es hora de merendar! Teófilo, ¿usted va a hacer los criollos?
—Sí, ya voy.
Mi abuelo hacía los mejores criollos tostados del mundo. Estoy segura de que el secreto era poner la hornalla a fuego lento y permanecer todo el tiempo al lado de la tostadora. No distraerse ni un segundo, no intentar hacer otras cosas al mismo tiempo. Hay que concentrarse e ir contemplando cómo el pan se va dorando hasta llegar al punto exacto.
Después de merendar mis hermanas volvieron a la casa de mi madre, que quedaba exactamente al lado, y yo me quedé a ver un poco de televisión, porque en mi casa vivíamos cinco personas y siempre se generaban conflictos por el único televisor que había.
Mientras mi abuela lavaba las tazas de la merienda y mi abuelo hacía el crucigrama que venía en la última página de la revista del periódico, yo coloqué una silla a poco más de un metro del televisor y lo encendí.
—Iri, estás muy cerca del televisor, ve a buscar tus anteojos —dijo mi abuela, que seguía lavando.
—Nomás voy a quedarme un ratito.
Eran aproximadamente las seis de la tarde cuando en canal doce comenzó un capítulo de «Cosmos, un viaje personal», la serie documental sobre el universo escrita y conducida por Carl Sagan. Recuerdo que me llamó mucho la atención la música espectacular con la que comenzaba y las imágenes hermosas de planetas y estrellas. Nunca había visto algo así. Era mágico.
El capítulo explicaba la evolución de la vida en el planeta, desde las bacterias al hombre. Al parecer existía lo que el autor llamaba una «selección natural», donde, a partir de mutaciones genéticas al azar, los organismos vivos fueron evolucionando y prevaleciendo en la tierra de acuerdo a su capacidad de adaptación al ambiente. Había incluso una entretenida animación donde los animales iban transformándose en otros más evolucionados a medida que pasaban más tiempo en la tierra (esto destruía el futuro cuadro de Madre Asunción).
El astrónomo se mostraba muy seguro de su discurso, y todo lo que decía tenía un fundamento desarrollado en el programa. Aunque no comprendí completamente el documental, me sentí atraída desde el primer momento.
—¿Te interesa la astronomía, las estrellas, los planetas? —me preguntó mi abuelo en una pausa publicitaria.
—Sí, claro.
—Cuando termine el programa tengo una sorpresa para ti.
—No quiero esperar, ¡mejor ahora!
—No, cuando termine.
Dos horas después, cuando concluyó el documental, mi abuelo apagó el televisor y se dirigió a su habitación; al rato regresó con una llave.
—¿Has traído abrigo? —me preguntó mientras volvía.
—No.
—Bueno, ponte mi chaqueta que está en una silla en la cocina.
—¿Vamos al jardín?
—Sí, al galpón.
El galpón era una precaria habitación en el jardín que servía para guardar todo tipo de cosas, pero principalmente los libros que no cabían en los estantes de la casa. Mi abuelo abrió el candado que cerraba la puerta y encendió la luz. Yo permanecí de pie en la entrada, porque entrar a ese lugar de noche no me gustaba nada. Había muchas arañas y otros insectos entre los libros. Mi abuelo buscó entre los numerosos estantes y después de unos minutos me trajo un libro gigante, protegido con papel araña azul (siempre forraba sus libros, por lo que era necesario abrirlos para saber de qué título se trataba).
Leí: Cosmos por Carl Sagan: Tomo I. Estaba muy sorprendida, no podía creer la coincidencia. Cerramos la puerta, volvimos a la cocina para pasarle un trapo húmedo a las tapas del libro y lo llevé a mi casa.
Ya en mi habitación, después de haber cenado y haberme lavado los dientes, me vestí con el pijama y me dispuse a comenzar a leer el libro. La lectura era muy complicada y el texto estaba lleno de palabras que yo desconocía, por eso decidí solo mirar las fotografías en blanco y negro de los astros. Todas estaban bastante borrosas, sin embargo recuerdo perfectamente lo mágica que me pareció la luna. Sus cráteres me atraían con una fuerza hipnótica. Me imaginaba los misteriosos seres que podrían habitar allí. ¡Quería conocer todos los secretos del universo!
Habrían sido las doce de la noche cuando Florencia entró en la habitación. Se vistió con su camisón rosa y comenzó a cepillarse el cabello sentada en la cama. Cuando hubo terminado, se peinó con una trenza, apagó la luz de la habitación y se acostó.
—¿Qué haces? Estoy leyendo —le recriminé.
—No me importa, yo quiero dormir.
—Pero yo estaba antes aquí —le respondí mientras me ponía de pie para encender nuevamente la luz.
Florencia se levantó deprisa y corrió hasta detenerse delante del interruptor. Con la mano lo tapó impidiéndome acceder a él.
—Tú puedes leer en cualquier lugar y yo únicamente puedo dormir aquí, así que busca otro sitio.
—Eres una estúpida —le dije mientras volvía a mi cama.
Cuando ella se recostó nuevamente, me senté, cogí el velador que estaba en la mesa de luz, le quité la pantalla para que la luz saliese más dura y fuerte (con objeto de molestar lo más posible a Florencia) y lo encendí para seguir viendo las fotografías del universo.
—¡Irene! ¡Apaga el velador! Te he dicho que quiero dormir.
—No me interesa, Florencia —le dije sin mostrar emoción alguna.
—Se lo voy a decir a mamá —me amenazó.
—Dile. Yo voy a decirle que a la tarde te escapaste con la vecina del lado y que has ido a la plaza del Barrio Nuevo sin su permiso.
—¡Pero eso no es verdad! —Ya había salido de la cama y se acercaba gritando.
—Pero siempre lo haces, así que me va a creer —le dije tomando el velador en mis manos para que no me lo quitase.
Florencia se cubrió la cabeza con el cubrecama y se dispuso a intentar dormir.
Cuando regresé del colegio ese lunes, después de la clase del Génesis, entré corriendo a mi casa, dejé la mochila en el piso del living y le dije a mi madre que iba a merendar a la casa de mi abuela. Salí, y mientras me iba a sacando el guardapolvo, vi a mi abuelo sentado en su verja. Descansando, pensando, mirando la plaza que estaba al frente de nuestras casas. Me sorprendió no haberlo visto desde el transporte escolar, ya que por su expresión hacía ya un tiempo que estaba allí. Usaba un pantalón celeste de una tela fina, como un pijama, y una musculosa malla blanca por dentro del pantalón. Hacía frío pero él siempre tenía calor, le encantaba el invierno. También llevaba sandalias de plástico azules, de esas que tienen una franja gruesa delante, con medias blancas.
Dejé el guardapolvo arrugado en la verja, me puse nuevamente el pullover que anteriormente tenía encima y me senté a su lado, aunque por un rato no hablé. A veces mi abuelo se ponía de mal humor si alguien lo interrumpía cuando pensaba. El cielo estaba hermoso, era el atardecer. Esperé a que me preguntara qué había aprendido en el colegio, como siempre hacía, y entonces le relaté toda la clase de Religión. No dijo nada. Pensando que no había comprendido la contradicción, le recordé el documental que habíamos visto juntos.
—Dios es una mentira, ¿no? —le pregunté finalmente.
—Cada persona debe formar su propia opinión, Iri. Tienes mucho tiempo para hacerlo.
Yo ya lo había hecho.
El sueño del asesinato
Estoy en el jardín de mi casa, lo sé porque puedo oler el perfume de las margaritas. El sol me pega en el rostro. No sé cuánto tiempo llevo aquí, pero asumo que un largo rato, porque me siento somnolienta. Me encuentro sentada en el césped, con las piernas cruzadas. Abro lentamente los ojos. Me miro las manos y están rojas, parece sangre. Trato de limpiarla en mi remera blanca del uniforme, entonces veo que también tiene sangre, muchísima sangre. Observo todo a mi alrededor tratando de entender qué es lo que está pasando. A mi lado hay algo que me hace temblar. Parece ser el torso de una persona, pero solamente un torso.
Con mi mano toco algo detrás de mi espalda que parece un palo de madera, lo traigo hacia mí y confirmo que es un hacha, y que está cubierta de sangre, al igual que el cuchillo encima del torso. Mi corazón comienza a latir muy fuerte. Levanto la vista y veo que todo el jardín está sembrado de montículos de tierra. Algunos más pequeños, otros más grandes. Trato de recordar qué hice pero no puedo.
Vuelvo a mirar mi mano. Una gota de sangre se precipita hacia la punta de mi dedo. Siento la necesidad incontrolable de saborearla, así que la busco con mi lengua. Tiene un sabor extraño, metálico, mas no desagradable.
Tomo el cuchillo, lo levanto y hago un nuevo corte en el torso mutilado que ya no sangra. Estando el cuchillo aún adentro comienzo a girarlo tratando de abrir un poco más la herida. Luego lo dejo en el suelo e introduzco mi dedo para saber qué se siente. Me pongo de pie, busco la pala que está apoyada en la pared y cavo hasta hacer un gran pozo. Cuando me dirijo a buscar el torso veo mi imagen reflejada en la ventana de mi habitación. Tengo el rostro manchado de sangre y de tierra. Estoy un poco despeinada y transpirada. Me acercó a la ventana mientras explotan en mi cabeza imágenes caóticas.
Soy yo acuchillando una y otra vez. Desmembrando. Jugando con los miembros, mordiendo la carne. Cavando. ¿De quién ese torso? ¿Realmente importa? Sonrío.
Cuando escuché que mi madre se levantaba, me apresuré a salir de la cama, y aún con el pijama, me senté a la mesa con mis cuadernos del colegio. Ella estaba desayunando.
—¿Qué haces levantada tan temprano? ¡Son las siete! —se sorprendió.
—Tengo tarea —mentí.
—Aun así puedes volver a la cama por unas horas, tienes mucho tiempo.
—Quiero quedarme despierta —dije tratando de controlar mi respiración.
—Bueno, recojo la ropa que puse a secar ayer en el patio y os hago el desayuno.
Yo estaba muy nerviosa. La veía tomar su café y pensaba que con cada sorbo estaba más cerca de descubrir al hombre que yo había matado y enterrado. Se lo contaría a mi padre, a mis hermanas, a mi abuelo. Todos iban a saberlo. Cuando ella llevó su taza al lavabo y se dirigió al jardín no pude soportarlo. Corrí a encerrarme en el baño y empecé a llorar. No sé cuánto tiempo estuve ahí, quizás me quedé dormida, hasta que el golpe en la puerta me hizo volver a la realidad.
—Irene, el desayuno está listo —escuché a mi madre.
Llegué a la conclusión de que no había descubierto nada y me dirigí a la cocina para confirmarlo. Cuando aparecí allí, ella me sonrió y me señaló la taza sobre la mesa. Al verme se acercó a paso rápido y me tocó la frente.
—¿Qué pasa, mamá? —le dije asustada.
—¿Estás transpirada? Quizás tienes fiebre…
—No. Recién me lavé la cara —mentí.
Después de desayunar me decidí a hacer cualquier cosa que me mantuviera cerca de la puerta del jardín. Si bien no iba a animarme a detener a alguien que quisiera dirigirse allí (¿con qué excusa lo haría?), al menos no quería imaginarme peligros cuando no los había. Quería estar lo más tranquila que se pudiese estar en esas circunstancias.
Cuando el conductor del transporte escolar tocó la bocina frente a mi casa, estaba debatiendo la posibilidad de cerrar la puerta del jardín y llevarme la llave al colegio. Probablemente nadie se daría cuenta, ya que al vivir tantas personas en la casa era normal que las cosas se perdieran, pero no me animé. Dejé la llave en su lugar, terminé de prenderme el guardapolvo y cogí mi mochila.
No recuerdo nada del viaje hacia el colegio. Tampoco pude prestar atención a ninguna clase. Mi corazón latía muy rápido, mis manos sudaban, por momentos mi vista se nublaba. Estaba muy asustada. Pensaba que cuando llegase a mi casa todo iba a haber terminado, todos sabrían lo que había hecho, y seguramente tendría un castigo terrible. El peor de los castigos era que todos supiesen lo que yo era. ¿Qué era yo?
Me sentía contrariada. Por un lado experimentaba culpa por haber matado a ese hombre. No sabía quién era ni por qué lo había hecho. No obstante no podía negar que en cierta forma me hizo sentir muy bien hacerlo, y más aún contemplar mi obra.
El regreso a mi casa se hizo eterno, pero cuando llegué y vi que mi madre actuaba normal, supuse que no había descubierto mi secreto. Me quité el guardapolvo, tiré la mochila y fui corriendo a la casa de mi abuelo. Estaba en el jardín regando las calas, flor cuya simpleza y elegancia siempre me cautivó. Me senté bajo el árbol y le dije que tenía que contarle un secreto. Él se acercó, y con dificultad se sentó a mi lado. Le confesé que había matado a un hombre y lo había enterrado en el jardín de mi casa. Con lágrimas en los ojos le dije que no sabía cómo solucionarlo y que tenía miedo de que mis padres lo descubrieran. Extrañamente él no se escandalizó.
—¿Cuándo, cuándo supuestamente mataste a este hombre? —me preguntó con calma.
—Creo que ayer.
—¿Cómo creo? Concéntrate, ¿cuándo?
—Sí, ayer.
—Ayer fue domingo, Iri, estuvimos todo el día en la Villa Alpina, ¿te acuerdas? Hasta llevamos a mi perra.
Yo estaba muy confundida. Era cierto lo que decía. El día anterior habíamos estado en las sierras porque mi padre quería pescar. ¿Entonces cuándo fue? No pude hablar por un rato, trataba de ordenar los acontecimientos en mi cabeza. No podía ordenar el tiempo y el espacio, pero sabía que había sucedido. Mi abuelo me dijo que no debía preocuparme, que había sido solo un sueño.
—Vuelve a tu casa, ve al jardín, y vas a ver que no hay sangre, ni montículos de tierra. Nada.
—¿Quieres decir que nada de eso pasó?
—No, cariño.
—¿Estás seguro? —quise creerle.
—Sí, ve a comprobarlo —me dijo y se puso de pie para luego dirigirse a la casa.
Me sentí aliviada, aunque no le había dicho todo.
—¿Nono? —le grité antes de que llegase a la puerta, y corrí hacia él
—¿Qué?
—Hay algo más. El hombre al que maté…, me gustó hacerlo. —Él no dijo nada.
Ya estaba oscureciendo y soplaba un viento fresco; mi abuelo me dijo que ya era tarde, que buscaría una chaqueta para acompañarme a mi casa. Lo seguí a su habitación y reparé en un cuadro que había estado sobre su cama durante toda mi vida, pero al que nunca había prestado atención. Era un hombre muy parecido a mi abuelo.
—¿Nono, ese es tu abuelo?
—¿Quién? —me preguntó poniéndose la chaqueta.
—El señor de anteojos de ese cuadro —le dije señalando con el dedo.
—No, Iri. ¿Cómo va a ser mi abuelo? —dijo riendo.
—Se parece a ti.
—¿En qué se parece a mí?
—No tiene pelo, y tiene nariz y orejas grandes.
—Es verdad —rio nuevamente—. Nunca lo había pensado. Lo que pasa es que hay lugares donde la gente se parece mucho. Todos tienen nariz similar, mismo color de ojos…, ¿entiendes?
—¿Como los chinos?
—Claro. Él es de la India y mis padres eran de Siria, que son lugares que están relativamente cerca, y todos a simple vista se parecen.
—¿Y quién es entonces? —le dije sentándome en la cama.
—Le dicen Mahatma Gandhi. Mahatma significa alma grande.