UNO DE LOS NUESTROS
Ignacio Sanz
© de esta edición Metaforic Club de Lectura, 2016
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© Ignacio Sanz
ISBN: 9788416873500
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Otra de las cosas de las que siempre habla mi madre es de la transformación que supuso para ella la llegada del tío Germán al mundo. La trastocó por completo. Primero la rara sensación de ver a tu madre embarazada, esa tripa que, poco a poco va creciendo y tú, con dieciocho años, sabes que ése que está ahí, en el vientre de tu madre, es un hermano tuyo que, además de destronarte en las preferencias y los afectos que ahora acaparas tú sola como hija única, pues además de destronarte, te va a obligar a ser mucho más responsable, a madurar de repente y a ayudar a tu propia madre como si fuera una hermana, aliviándola de aquellas tareas más pesadas e ingratas.
Mi madre dice que, a partir de los dieciocho años una mujer está más preparada para ser madre que para ser hermana. Eso de ser hermana de repente descoloca mucho. De modo que, por culpa del tío Germán (bueno lo de "culpa" es un decir, pobrecillo, qué culpa iba a tener él), digamos que por el embarazo de la abuela, mi madre sufrió una crisis. Ahora, cuando lo recuerda, se ríe, pero no debió de pasarlo bien, estaba llena de sentimientos confusos y contradictorios; por un lado le daba vergüenza y, por otro, le hacía ilusión. Pero como todo lo que se madura y lo que es inevitable, al final se impuso el sentido común y terminó aceptando al hermano que seguía creciendo allí, en la tripa de la abuela Mica. Y no sólo terminó aceptándolo, sino que se encaprichó con él, como los chicos nos encaprichamos a veces de un juguete. Yo creo que a mí me pasaría lo mismo si, en vez de tener una hermana tan caprichosa y contestona, tuviera una hermanilla de dos o tres años; con ella me volcaría y hasta me la comería a besos. Con Andrea es que ni se me ocurre, porque siempre anda poniendo trabas y zancadillas. Pero, en fin, voy a olvidarme de mi hermana y a seguir con mi madre. Porque otra de las cosas que mi madre descubrió con la llegada del tío Germán al mundo fue la ternura del abuelo Arturo.
Dice que venía el abuelo de las viñas, aterido de frío en los días de invierno, que es cuando se podan y que entraba en casa preguntando por el príncipe, por el rey, por el emperador de la casa. Y que nada más llegar le hacía unas fiestas si estaba en la cuna; luego se lavaba las manos y volvía a por él, le levantaba y continuaba con las fiestas y los arrumacos. Y mi madre, que creía que el abuelo era un hombre seco, algo distante y hasta severo en ocasiones, se quedaba perpleja contemplando aquellas actitudes, aquellos juegos que le hacía al tío Germán. Y cuando el abuelo se marchaba, le preguntaba a la abuela, extrañada:
—¿Y cuando yo era pequeña, también me hacía estas cosas?
—Claro, hija, tu padre siempre ha sido muy cariñoso contigo.
—Es que ahora le veo distante.
—A lo mejor eres tú la que te has distanciado de él. Tu padre siempre ha sido así. Contigo, si cabe, era hasta más cariñosa. No olvides que fuiste la primera.
Por la noche al abuelo le gustaba darle la cena el tío Germán y luego bañarle. Y mi madre, algún día le dijo:
—Ten mucho cuidado, que tienes las manos llenas de callos y a lo mejor le haces daño sin querer.
—¿Estás tú dañada? —preguntaba sorprendido el abuelo?
—No.
—Pues con estas mismas manos, llenas de callos te bañé cuando eras pequeña.
—¿Y me hacías las mismas fiestas y las mismas carantoñas?
—¡Pues claro! ¡Y cómo te reías!
Y mi madre entonces, enternecida, no pudo evitar el impulso de acercarse al abuelo y darle un beso muy fuerte.
De modo que mi madre tuvo que rendirse y descubrir a través del tío Germán toda la ternura que el abuelo había volcado con ella cuando era una niña. Así que la llegada del tío Germán al mundo supuso para mi madre, no sólo un descubrimiento de la responsabilidad de criar un hermano, sino el acercamiento al abuelo Arturo.
De modo que el tío Germán había llegado al mundo con un poco de retraso. La abuela Mica dice que era como la nieve de mayo que cae cada muchos años; una nieve a destiempo, cuando ya está todo el campo florido, cuando las viñas comienzan a echar los primeros brotes; entonces llega la nieve de mayo con sus fríos y lo arrasa todo y ese año las viñas van a rendir menos. Bueno, no sé si está bien puesto el ejemplo, eso de comparar a mi tío con las nieves de mayo en realidad es de la abuela Micaela. Lo de las consecuencias de la nieve de Mayo es mío y no sé si está bien traído como ejemplo, porque parece como si la llegada de mi tío al mundo hubiera sido una catástrofe familiar. Y la cosa no fue así; el tío no vino al mundo como una catástrofe, aunque sí, como un susto morrocotudo. Lo cierto es que mi madre tenía 18 años cuando la abuela Mica le dijo un día mientras estaba preparando un guiso de cocina:
—Espérate, que tengo que hablar contigo.
—¿Conmigo?
—Sí, contigo, contigo.
—Bueno, pues suelta lo que tengas que decir.
—¡Maleducada! ¿A quién te crees que estás hablando?
—Pues a mi madre.
—¿Y a una madre se le habla así?
—Ya me dirás cómo tengo que hablarte.
—Con corrección, sin insolencias. Esto lo haces porque estás muy consentida. Eso de ser hija única te ha perturbado.
—¡Pues haberme traído un hermano! ¡A ver si es que también voy a ser yo la culpable de ser hija única. ¡Estaría bueno!
La abuela Mica se la quedó mirando muy seriamente.
—¡Pues lo vas a tener!
Mi madre puso los ojos en blanco como si, en verdad, estuviera viendo pasar una manada de elefantes por debajo de la alfombra. Luego, cuando se repuso de la impresión, con un tono de voz más conciliador, preguntó a la abuela:
—Bueno, ¿de qué querías hablarme?
—De la buena nueva —repuso ella.
—¿Qué es eso de la buena nueva?
—Pues lo del niño. Tú ya eres mayor para saber de estas cosas.
Y mi madre, todavía incrédula y estupefacta:
—¿Pero de qué niño me estás hablando?
—¡Pues de tu hermano!
—¡Madre, que yo ya no me chupo el dedo! ¿Qué broma tan pesada es ésta?
—No es ninguna broma, hija; estuvimos esperando durante años y años y no vino nunca y ahora, cuando ya habíamos perdido la esperanza, cuando pensábamos que no podía ser, pues ya lo ves, aquí lo tengo —dijo señalando a la tripa—. Verás, trae la mano.
Y mi madre le dio la mano a la abuela y la abuela se la puso sobre el vientre
—No se nota mucho porque está de tres meses, pero si te fijas, ya empieza a abultar.
Y mi madre que ya era una moza hecha y derecha, una moza que andaba de novia con mi padre, se tuvo que sentar en una silla de la cocina porque no podía creerse que a esa edad, más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, la abuela fuera a darle un hermanito.
Por primera vez en mi vida las vacaciones de Navidad han perdido el encanto que anuncia tras los turrones, los juguetes, los villancicos y todo lo demás. Me siento triste, como si hubiera crecido de repente y con los años, todas esas ilusiones hubieran caído por los suelos. Posiblemente se trate de un estado de ánimo pasajero; desde luego nunca hasta ahora se me había ocurrido ponerme a escribir una historia; todo lo contrario, cada vez que la profesora nos pone una redacción, me veo mal para rellenar el folio. A veces tengo que acudir al truco de hacer la letra grande. Y sin embargo, hoy, por primera vez en mi vida y sin que nadie me lo imponga, me apetece ponerme a escribir. Acaso todo se deba a esta melancolía que me invade.
La historia que yo quiero contar es mi propia historia, la historia de mi familia, mi padre, mi madre, mis abuelos, que viven en el pueblo, mi hermana Andrea y, sobre todo, la historia del tío Germán que acaba de morir y que nos ha dejado a todos hundidos y desconcertados, en especial a Andrea y a mí. Bueno, qué cosas digo, y a mis padres y a los abuelos, naturalmente. A todos nos ha dejado desorientados, como si estuviéramos navegando por un río de niebla. Sin embargo, creo que traicionaría su recuerdo si, al escribir sobre él, me pusiera tristón. El tío Germán era un chico alegre porque tenía motivos para serlo. Pero empezaré por el principio, empezaré por decir que el tío Germán era hermano de mi madre, el hermano pequeño; en realidad vino al mundo con cierto retraso, unos años tan sólo delante de nosotros, cuando mis abuelos eran ya un poco mayores para tener hijos. Por eso el tío Germán no era propiamente ese tío con bigotes o con barba que se parece a tu padre o a tu madre y que de vez en cuando te da consejos y más de vez en cuando todavía te suelta la propina. El tío Germán era para nosotros, para Andrea y para mi, como un hermano mayor, un hermano mayor que, si te descuidas un poco, te la prepara.
—¡Andá! —exclamaba de pronto— ¡ha pasado un perro volando!
Y , claro, mi hermana y yo, volvíamos la cabeza enseguida y nos encontrábamos detrás de la ventana con los bloques de casas que están enfrente de nuestro bloque, es decir, con nada.
Luego él, con la boca llena, se justificaba
—Es que ha pasado muy deprisa. No le habéis visto porque ha pasado muy deprisa. ¡Menuda velocidad llevaba!
Mi padre y mi madre se reían por lo bajo y cuando volvíamos decepcionados la vista al plato, advertíamos que habían desaparecido la última aceituna que, como nos gustan mucho, dejábamos para el final. La aceitunas o las guindas del postre o las berenjenas en conserva que prepara la abuela. Lo que fuera.
El tío Germán siempre veía perros volando o sombras de rinocerontes atravesando la pared o manadas de elefantes debajo de la alfombra. Y, ¡lo más curioso!, todas esas apariciones las veía siempre a la misma hora. Pero lo más sorprendente es que mi hermana y yo siempre picábamos en el anzuelo que nos tendía. Lo de mi hermana, bueno, no tiene nada de particular porque es un poco simple, pero yo...
Claro que el tío Germán tenía una magia especial para decir las cosas más disparatadas y resultaba poco menos que imposible no tomarle en serio.
Bueno, yo no estaba allí para verlo, pero estas cosas y otras muchas que iré contando las sé porque se lo he oído contar muchas veces a mi madre.