© de esta edición Metaforic Club de Lectura, 2016
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© Texto de Iñaki Zubeldia y Luis Arizaleta
© Ilustraciones de Cristina Barcala
ISBN: 9788416873517
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Era una apacible tarde de verano del año 1969. Una brisa fresca mecía las olas del mar y la gente disfrutaba de la inmensa playa de Zarauz, un pueblecito a la orilla del Cantábrico. Hombres y mujeres paseaban a lo largo del arenal que, con la bajamar, se alargaba y alargaba casi interminable. Había quienes tomaban el sol y quienes se sentaban en las terrazas de los bares a pedir su café, una copita o un refresco, y a conversar. La singular hazaña ocurrida tan sólo unos días antes corría aún de boca en boca: ¡los americanos acababan de enviar astronautas a la Luna! ¡Y los habían traído de vuelta a casa, vivos y sanos! Tripulando la nave espacial Apolo 11, Armstrong, Aldrin y Collins alunizaron –sí, sí, alunizaron, no alucinaron– y pasearon por nuestro satélite. Se vio en la televisión, bueno, en los escasos televisores que, de noche, iluminaban las ventanas de unas cuantas casas, esos que vecinos y parientes acudíamos a contemplar con embeleso. Podrá parecer mentira pero, por aquel entonces, funcionaba una única cadena de televisión que, además, emitía en blanco y negro.
Los más ancianos, sobre todo, no se creían nada de lo del periplo lunar, y se mostraban escépticos e incrédulos: “A otro perro con ese hueso –decían–. ¿Que el hombre ha ido hasta la Luna? ¡Bah!, antes también decían que la Luna se llevó al leñador con su perro, por no respetar a la dama de la noche”, comentaban en alusión a una vieja leyenda del lugar.
Y los niños… los niños sacaban chispas al verano, se bañaban en el mar, jugaban en el arenal, hacían excursiones por los montes alrededor del pueblo. Como los demás habían asistido a la caminata lunar boquiabiertos frente a las pantallas de la tele, pero la Tierra y la Luna convivían sin dificultad en su imaginación, las fantasías de expediciones lejanas y las inmersiones en el fondo del mar se mezclaban en los juegos, en una única aventura.
Como iba diciendo, la tarde transcurría en calma. La luz del sol reverberaba en la superficie del mar y los reflejos se proyectaban en las barquillas de los pescadores, blancas y rojas, verdes y azules, resguardadas en el recoleto puerto al pie de la colina, a cierta distancia del centro del pueblo.
Allí nos zambullíamos en el agua un grupo de chicas y chicos. Unai, que entonces tenía once años, se disponía a saltar desde lo más alto del muelle para sumergirse lleno de energía, intrépido, cuando, de pronto, un ruido como de trueno interrumpió su movimiento y, poco después, una luz cegadora descendió sobre el cercano monte Santa Bárbara. Los juegos, los baños, las risas se detuvieron, un denso silencio quedó suspendido en el aire.
Lo recuerdo bien, como si fuera ahora aunque ya han pasado más de cuarenta años. Yo formaba parte de aquel grupo que jugaba en el puertecillo, entre las barcas. Me acuerdo de cómo sucedió todo, muy rápido, al convencernos de que un OVNI acababa de aterrizar en la cima de la colina.
Por entonces se hablaba con frecuencia de los OVNIs –Objetos Voladores No Identificados– que, según decían, venían de otros planetas, de Marte sobre todo; a veces se oía contar que un incauto había sido abducido. Ya sé que, hoy en día, hay imágenes del más insospechado rincón de la galaxia, incluso de más allá, al alcance de cualquiera, que un clic o un toque a la pantalla bastan para tener ante ti una colección completa de fotografías panorámicas enviadas por el Curiosity y por los telescopios y las sondas de exploración interestelar. Pero, en aquella época –en realidad no hace tanto–, los humanos justo empezábamos a conocer algo del funcionamiento del Universo más allá del planeta Tierra.
Todo quedó detenido tras el estruendo y el fogonazo. Al principio, la mayoría tuvimos miedo pero fuimos aceptando que aquello que brillaba en Santa Bárbara debía ser un OVNI.
Con unas ganas inmensas de acercarnos a la nave espacial, de pronto nos vimos subiendo a todo correr, trepando y a saltos por el sendero que ascendía hasta la cumbre. Cuando llegamos a la cima frenamos en seco, pasmados al ver a unos seres diminutos, no más altos que chiquillos de dos años, recién bajados de la nave. A su vez, los diminutos parecieron asustarse al vernos llegar corriendo: si hubiéramos sido un grupo de adultos, quizás hubieran salido pies para qué os quiero de vuelta a su planeta; pero la comitiva de extraterrestres se nos acercó despacito y uno de ellos habló así:
—Mijail jolko xirono ahahu klunki.
Nos miramos desconcertados, sin decir ni mú. Otro de los diminutos tomó la palabra:
—Tziboski mirurkajaine milmi parotxo…
Tampoco le entendimos nada. Fue Unai quien avanzó un paso y dijo:
—¿Alguno de vosotros sabe hablar vasco?
Los componentes de aquella tripulación se expresaron en, al menos, diez lenguas, traduciéndose entre sí las palabras de Unai; felizmente, uno de ellos afirmó conocer el vasco y respondió:
—Arratsalde on! Zorrotz da nire izena eta euskeraz hitz egiten dut, zuek bezala. Martetarrak gara eta planeta hau aztertzeko asmoz etorri gara.
¡Marcianos! ¡Era cierto que existían los extraterrestres! Escuchamos atónitos a aquel minúsculo pronunciar nuestra lengua, en la que acababa de decir:
—Buenas tardes. Hablo vasco, como vosotros, y me llamo Zorrotz. Somos Marcianos y hemos venido con la intención de reconocer este planeta.
—¡Salud, buenas tardes! —contestó Unai—. Somos Terrícolas y este es nuestro pueblo, Zarauz. ¿Necesitáis algo?
—¡Gracias, grandes Terrícolas! Nuestras intenciones son pacíficas. Deseamos vivir en armonía con vosotros. Nuestro planeta es muy bello pero, por lo que veo, el vuestro lo es todavía más. Verdaderamente, vivís en un lugar magnífico.
—Viviremos en paz con vosotros, amigos. Si podemos ayudaros en algo, no tenéis más que pedirlo.
—Muchas gracias por vuestra amabilidad. Vamos a reunir algunas muestras de vuestro planeta y nos las llevaremos para estudiarlas.