Para Inma Vital
Cuando el abuelo se jubiló, mamá se puso rabiosa porque no hacía más que entorpecerle las labores de la casa. Basta que ella cambiase las toallas para que al momento acudiese a lavarse; o que se pusiese a hacer las camas para que él se refugiara en la salita.
—A la salita no, abuelo —le gritaba—. ¿No ve usted que acabo de pasarle la fregona?
—Perdona, hija —se excusaba el pobre—. Se ve que está uno hecho un estorbo.
—Es que no son horas de estar en casa como está. Lo propio es que hiciera lo que los demás jubilados, que es irse al parque como Dios manda.
El abuelo entonces se callaba y volvía a encerrarse en su habitación.
La habitación del abuelo Amadeo era la más oscura de la casa. Su ventana daba al patio interior lo mismo que si diera al infierno. Un infierno húmedo de toses, lleno de ropa tendida, de murmuraciones y de ladridos de perros que los vecinos encerraban de noche en sus tendederos.
El abuelo, siempre que se encerraba, bajaba la persiana y encendía la lamparita.
—¡Y apague usted esa luz —le aporreaba la puerta mi madre—, que ya verás tú luego la factura!
El abuelo tenía en la percha una gorra negra de visera y un traje azul en el ropero con una locomotora de oro en la solapa. Y también una foto antigua sobre la mesilla en la que aparecía él con la gorra y el traje saludando al general Franco y con unos bigotes más negros que los de ahora, que son unos bigotes blancos con los bordes amarillos, quién sabe si de la nicotina del cigarro.
—¡Y déjese usted del cigarro! —volvía a gritarle mi madre—. ¡Que me tiene las paredes amarillas!
Cuando llegaba del cole, yo lo primero que hacía era preguntar por él.
—¿Y el abuelo? ¿Ha salido?
—¡Qué más quisiera yo, hijo, que tu abuelo saliese! Ahí lo tienes como siempre, con los mapas.
Entonces me lavaba las manos y, mientras llegaba mi padre para la comida, me metía con él en su habitación tratando de darle compañía con aquello suyo de los mapas.
—Hola, abuelo.
—Hola —me contestaba sin quitar la vista del atlas—. ¿Qué tal por clase, eh?
—Como siempre —contestaba yo por contestar.
Entonces se abría un silencio enorme entre su palabra y la mía, sin parar él de mirar los mapas con aquella lupa descomunal que le regalaron los de la ONCE.
Hasta que como volviendo un poco en sí me contestaba con una voz espesa y grave.
—Ajá.
Y como veía que él seguía con sus mapas y que apenas si me echaba cuenta, yo me acercaba entonces por detrás de sus hombros para meterme en sus averiguaciones y sacarle a la fuerza las palabras.
—Abuelo.
—¿Qué?
—¿Los mapas son de verdad?
El abuelo volvía la vista y me miraba extrañado por encima de su hombro. Y hasta me rozaba los ojos con su enorme bigote blanco y amarillo.
—Pues claro que son de verdad, Quinito —me decía casi con enfado—Igual que las fotografías.
Y como no me veía muy convencido del todo, dejaba la lupa y me agarraba por los hombros meneándome todo como para que me hiciera un sitio en la cabeza.
—Vamos a ver —me decía—, ¿el de la foto de primera comunión que hay en tu cuarto eres tú o no eres tú?
—Claro que soy yo.
—Pues los mapas igual.
Yo entonces le torcía la boca en un gesto de no estar de acuerdo y él insistía.
—Míralo, aquí mismo lo tienes —me señalaba el mapa con el dedo, golpeándolo casi—. Un mapa no es más que una foto de la tierra. Este punto de aquí es Madrid.
—Pero Madrid no es redondo, abuelo. Y, además, los ríos no son azules ni las carreteras rojas.
—¿Y qué? —le quitaba importancia—. Pero se puede viajar por ellas sin salir de casa.
—Eso es engañarse uno, abuelo.
—Ah, ¿sí? ¿Engañarse llamas tú a eso? ¿Y tú no crees que alguien que sólo haya conocido Madrid a través de los libros pueda saber más que tú que vives en ella? ¿A qué llamas tú conocer? ¿A abrir los ojos? Hay que abrir la imaginación y el conocimiento, Quinito, hijo.
Me quedé en silencio y mirándolo, esta vez con los ojos bien abiertos, como queriéndole creer. Y le dije:
—¿Entonces tú has estado en París, abuelo?
—Ajá —hizo que sí con la cabeza—. Y en Vladivostok.
—¿Y Vladivostok existe?
—Y tanto que sí. Vladivostok es la ciudad en la que se acaban todas las vías. Está al final de Rusia. Más allá sólo hay mar.
—¿Y cómo fuiste? ¿Sin salir de España dices?
—Ajá —volvió a asentir.
El abuelo había apagado el cigarro y sonreía entre el humo como un diablo avaricioso de sus propios atlas.
—¡Venga ya! —entró de pronto mi madre—. ¡Déjese usted de pamplinas y a comer! ¡Y tú, Quinito, a lavarte las manos!
—Si ya me las lavé, madre.
—¡Pues te las lavas otra vez, que sabe Dios el polvo que tendrán esos mapas! ¡Y abre esa ventana, por Dios Santo!
El abuelo Amadeo había sido más que ferroviario. El abuelo Amadeo había sido maquinista de tren. Pero no de esos trenes eléctricos de ahora que se conducen con botoncitos y ordenadores. No. Los del abuelo Amadeo eran trenes de carbón que había que saber conducir, siempre atento a la vía y a las calderas, no fuese a venirse abajo.
Cuando mi madre me apagaba la luz del cuarto, me imaginaba al abuelo con su gorra de visera, lo mismo que un capitán de buque que oteara el horizonte. Me parecía estar oyendo en la noche su locomotora, negra en las sombras, como un aparato infernal, como un buque fantasma que hubiese roto las barreras del mar y se adentrase en la tierra partiendo en dos el paisaje de los sueños.
—Abuelo.
—¿Qué pasa ahora?
—Cuéntame lo de esa ciudad en la que se acaban las vías y los trenes se hacen chatarra para siempre.
—¿Lo de Vladivostok?
—Eso.
El día que yo le pedí que me contara lo de Vladivostok, el abuelo apagó el cigarro y dejó los mapas para mirarme a los ojos, como si pretendiese arrebatarlos con los suyos a la magia de sus propios recuerdos.
—Un día —empezó—, cuando yo tenía sólo diez años, tu bisabuelo, que era también mi padre, me llevó a ver el tren a la estación de Manzanares. Aquéllas eran unas locomotoras de vapor que tenían vida por dentro y bufaban como enormes ballenas, salpicándonos con sus gases, envolviéndonos en su nube sofocante igual que si se tratase de una aparición.
—¿Te gusta el tren, Amadeo? —me dijo.
Y yo:
—Me da miedo y calor, padre.