Para Garbiñe y Marta.
Para Amaya, Sebastián y Paula.
Y para María, la última en llegar.
Los hechos que aquí se narran
son, básicamente, ciertos.
Algunos han sido sacados de su contexto.
Otros, modificados.
También se han unido en tiempo y espacio
acciones dispersas para conseguir dar
forma novelada a este relato.
Todos los nombres de personas reales
han sido alterados.
El tío Sillero iba o quizá venía de la era o del viñedo, de varear la almendra o de dar vuelta por las vides, cuando al pasar junto a la iglesia se detuvo —cosa que jamás hacía— por notar una presencia no habitual, una sombra nueva.
Levantó la vista y descubrió la torre. Una torre nueva, grandiosa según su apreciación de las cosas, y casi terminada; ya con reloj en sus cuatro lados, aunque todavía sin campanas en los vanos. Qué cosas... Precisamente allí, en el campanario, creyó distinguir las siluetas de un hombre y dos muchachos a los que no pudo reconocer, pues la altura era superior a su vista, ya demasiado cansada. Lo mismo daba, pues él ni siquiera se preguntó quiénes podían ser ni qué demonios podían estar haciendo allá arriba con el frío que arañaba la piel. La curiosidad del tío Sillero rayaba en lo ínfimo. Acababa de descubrir que el pueblo tenía una torre de la que antes carecía y se limitó a tomar nota del hecho para ya no asombrarse mañana. Todo lo más que hizo fue considerar para sus adentros que hay que ver las cosas tan raras que ocurren a veces en este pueblo.
Como aquella vez, hacía veinte o veinticinco años, cuando desde la era creyó escuchar tiros y luego, al regresar, se topó en la plaza con un grupo de forasteros que vestían todos igual, con camisa azul oscuro, y que llevaban escopetas o carabinas. Él se les acercó a preguntarles si iban de caza y ellos rieron mucho, mucho, antes de responder que sí, que de caza iban, y hasta les ofreció a alguno comer en su casa, cosa que ellos rechazaron entre nuevas risotadas.
Y ahora, esto de la torre...
Desde luego, la vida está llena de sorpresas.
Siguió andando el tío Sillero con sus pasos cortos y rápidos, que parecía siempre a punto de caer de bruces, y la vara de fresno en la mano. Apenas había nadie por la calle. Debía de ser domingo. O festivo. Claro que eso al campo le da igual. Los almendros y las vides no saben de festividades. Hay que subir a la era cada día.
Va para veinte años que no piso el coro de la iglesia de mi pueblo.
Sólo en señaladas ocasiones, contadísimas veces al año, nos permitía don Francho subir allí.
Se accedía a él por una minúscula puerta de madera —de color marrón indefinible y tan atacada por la carcoma que parecía reventada a perdigonazos— situada en el lado del Evangelio. Traspasada ésta, dos tramos de escalones, antiquísimos, a los que el tiempo había robado su forma original y ahora se alternaban los cóncavos y los convexos; y un pasamanos de madera del que mejor era no fiarse. Y al final una cierta desilusión, pues tras tanto jeribeque y tanto equilibrio sólo encontrabas entre el entarimado —crujiente como pan recién hecho— y el techo carente de cielorraso, un armonio diminuto y destartaladísimo.
Tras el armonio, con una altura considerable y limitado por la cubierta de bóveda de medio cañón, un recio muro de piedra, remozado con bastas paletadas de yeso y enjalbegado muchos decenios atrás, y un gran rosetón, cerrado recientemente con vidrio translúcido.
Y al frente, asomada a la nave central, inclinada sobre ella de forma inverosímil, la larga baranda de hierro colado, manoseada y retorcida, amenazando caer sobre las cabezas de los que, llegados tarde a misa, permanecían atrás, en pie durante toda la ceremonia, sin atreverse a avanzar unos metros y acomodarse en los bancos de madera lijada y vuelta a lijar.
Por fin, a la derecha, un gran atril negro de tedio y sombra, tras el que nos escondíamos los miembros infantiles del coro parroquial durante el ensayo de los mayores, que lo era siempre, absolutamente siempre, de la Misa Grande de Perosi.
Tanta insistencia sobre tan reducido repertorio condujo, dicen, a una cierta perfección. Y ésta dio sus frutos en forma de un muy comentado éxito obtenido con ocasión de la visita de Franco a la localidad.
A los acordes del armonio, sabiamente pulsado por Lino el Cieguico, cuentan que comenzó el coro a entonar, a seis voces, el ensayadísimo Introito, y su Excelencia, que entraba al templo con pausada marcialidad, se volvió con mirada entre sorprendida y risueña hacia los intérpretes, hijos todos de aquel poblachón estepario que, aún no hacía diez años, se había resistido al avance de su ejército —aviación incluida— durante tres días y dos noches interminables y sangrientos.
Mi pueblo era largo y chato y se inscribía entre los cauces de dos ríos que habían dedicado los últimos milenios a biselar el espacio justo para que aquellas dos mil almas mal contadas, la mía incluida, convivieran en dos puñados —dos barrios— de casas de piedra caliza, ni montañesas ni riberanas, ni rurales ni urbanas, ni feas ni hermosas sino todo lo contrario, diseminadas aparentemente al azar, conformando calles, callejones, plazas y plazuelas que nadie hubiera tenido la mala ocurrencia de diseñar de aquel modo caótico. Y todo ello en derredor del clásico palacio-fortaleza y de la iglesia adosada a éste.
Hace tan sólo un cuarto de siglo todavía no existía la torre.
Mi pueblo se mecía, y aún se mece, entre brumas. De un lado, la niebla invernal, que se abalanza sobre él desde el Pirineo cada noche de febrero, de enero y de diciembre, para amanecer lamiéndole todo recoveco, densa como leche condensada. De otro, el vapor estival, surgiendo de todas y cada una de sus grietas ardientes en las horas centrales de los días de agosto, desdibujando su silueta temblorosa en la lejanía hasta hacerle parecer un espejismo.
En mi pueblo casi nunca se habla en voz alta de la guerra. Sólo dos o tres viejos solitarios están siempre dispuestos a desgranar sus recuerdos ante un vaso de tinto.
«Nos tenían en aquel entonces, vamos a ver..., por la provincia de Teruel, en Monreal del Campo, si mal no recuerdo; y como la guerra estaba ya prácticamente ganada, porque eso se sabía, la República estaba tocada de muerte y todos teníamos el convencimiento de que ya no tendríamos que volver a pegar tiros. Y en éstas que un buen día nos hacen prepararnos de nuevo y nos embarcan en un tren sin decirnos ni palabra del destino. Pero cuando empezamos a ver los nombres de las estaciones... La cosa estaba más clara que el agua: nos llevaban hacia Madrid. A conquistar la capital, que era donde los rojos habían echado toda la carne al asador. ¡Buenooo...! Nos empezamos a cagar patas abajo. Y es que, no sé por qué, todos teníamos la idea de que Madrid era inconquistable, que allí nos estrellaríamos los nacionales una y otra vez. Y en cierto modo, así fue, que ya sabe usted que Madrid no se llegó a conquistar. Menos mal que de camino, en la estación de Guadalajara exactamente, lo recuerdo como una de las mayores alegrías de mi vida, nos llegó la noticia de la rendición de los republicanos...»
Los demás callan y se saludan por la calle, como si no se hubiesen nunca amenazado de muerte, como si jamás hubiesen jurado venganza. Quizá por eso prefiero la gran ciudad. En la ciudad, si no te quieres encontrar con alguien, no te encuentras. Y si te cruzas con tu enemigo, puedes cambiar de acera o mirar a otro lado.
«Pues a mí, tras cogerme prisionero, me enviaron a Cangas de Narcea, a un campo de concentración donde, lo que son las cosas, me encontré a dos chicos del pueblo de mi mujer. Por ellos me enteré de la muerte de mi hermano, que cayó en la retirada de Cataluña. Era sargento y se conoce que se le olvidó retirarse a él. Organizó la huida de sus hombres y luego emplazó una ametralladora detrás de una carrasca y no dejó pasar a los fascistas hasta que lo mataron. Estos dos le tenían como a un héroe y decían que si una buena parte de sus hombres logró salir con vida, fue gracias a su valor y su sacrificio. Aunque para mí que estaba ya desquiciado y no pensó en otra cosa que en morir matando...»
En mi pueblo, la guerra sólo se convierte en protagonista en cierto momento de las bodas, comuniones y bautizos. Con el café y el puro empiezan los veteranos a bromear, a distorsionar la realidad. A veces da la impresión de que la guerra fue algo divertido.
—¿Te acuerdas cuando en febrero del treinta y nueve nos llevaron a Calatayud?
—¡Hombreee...! A los dos días o así se va corriendo la voz por «radio macuto» de que nos iban a tener allí acuartelados durante bastante tiempo. Dos semanas, como mínimo.
—¡Bueno...! Aquello fue la «espantá» de los maños. Al día siguiente, al pasar lista de retreta, no quedaba ni uno de toda la provincia de Zaragoza y casi nadie de la de Huesca. Se habían ido a sus pueblos respectivos.
—Y a la vuelta ¡no veas la bronca! Y el caso es que no hubo arrestos en calabozo, porque no había calabozos suficientes y porque habría sido un problema. Se les cortó el pelo al cero, se les tuvo tres días barriendo las calles y punto. ¿Te acuerdas?
—Claro, hombre, claro. ¿Cómo no me voy a acordar? Lo que nos reímos...
Pero yo sé que no, que para nadie fue una juerga. Que pasaron miedo hasta el último momento. Incluso después del último momento.
«Ya veíamos cerca la licencia total cuando va el comandante Borobia, que estaba como una espuerta de grillos, nos hace formar a todo el batallón y en posición de firmes nos dice el gachó: “¡Os he apuntado a todos como voluntarios en la División Azul! ¡Nos esperan días de gloria! ¡Hemos acabado con los comunistas en España, pero no cejaremos hasta terminar con ellos en el resto del mundo! ¡Vamos a machacarlos en su propia madriguera! ¡Todos al frente ruso! ¡Viva Franco! ¡Arribaspaña! ¡Vivaspaña!”. No te digo cómo nos cayó el discurso. Cuando mandó romper filas no se movió ni San Pedro. Nos había dejado a todos de piedra. Por suerte, también entre los oficiales y suboficiales había quienes no tenían ninguna intención de chuparse otra guerra y, mucho menos, en Rusia. Dos capitanes, en representación de todo el batallón, consiguieron hablar al cabo de dos días con el capitán general de Valladolid, quien les dio toda la razón: “A esto sólo van voluntarios voluntarios. Nada de voluntarios forzosos”. Mes y medio después nos licenciaron. A mí aún no se me había pasado el susto...»
En ocasiones me preguntaba si eso de la guerra no sería un invento de los mayores. Una historia fantástica en la que todos se habían puesto de acuerdo, como lo de los Reyes Magos. Se me hacía raro que todos ellos hubiesen vivido la guerra y casi todos hubiesen combatido en ella...
«Desde Arcos de Jalón nos mandaron a Asturias, a Avi-lés. Allí relevamos —fijaos bien— a un batallón de la quinta del veintisiete. ¡Tíos de treinta y dos y treinta y tres años! Y los de la quinta del biberón teníamos dieciocho recién cumplidos, o sea que combatimos en el Ejército Nacional nada menos que ¡catorce quintas! Y puede que me quede corto...»
No eran los peores los que contaban su batalla en la barra del bar. Los que ya entonces me asustaban eran los que no podían salir de su recuerdo, los que tragaban bilis constantemente, los que aún se veían luchando por encima de sus fuerzas, aun las psicológicas, empapados del coñá que aumenta el espanto en lugar de ahuyentarlo; calzados en zapatillas de cáñamo sobre el metro y medio de nieve de Teruel o con la correa del viejo máuser hundida en la carne hasta la clavícula en medio del inmenso brasero estival en que se convirtió la emboscada de Guadalajara. Codo a codo con idealistas italianos, con delincuentes italianos, con simples soldados italianos y, claro, con soñadores como ellos, llegados al frente sin la menor idea de por dónde vienen los tiros o de qué va la feria; hermanados todos por las oscuras camisas y —sobre todo— por el terror de sentirse rodeados y cazados luego como conejos...
En mi pueblo casi nunca se habla de la guerra en voz alta. Pero se piensa en ella cada día. A todas horas. Constantemente.
Mi pueblo es un pueblo como cualquier otro.
Hace tan sólo un cuarto de siglo todavía no existía la torre.
Durante generaciones, mis paisanos venían planteándose, primero la posibilidad, luego la conveniencia, por fin la necesidad, de dotar al perfil del pueblo de una torre alta, airosa, desde la que el toque de campanas se difundiese por toda la comarca, con cuyo pararrayos se sintiese protegida la población, que aumentase la espiritualidad de los vecinos, que mirarían a lo alto con mayor frecuencia. Y, sobre todo, que cortara de raíz las burlas de los forasteros y la sorna con que los visitantes comentaban tan elemental carencia, como si un pueblo sin torre fuera menos pueblo, o sus hombres menos hombres.
El caso es que un quince de mayo, aprovechando que Luisito, el hijo mediano del señor juez, recibía la primera comunión, y como quiera que fuese costumbre tras el banquete familiar invitar a café, copa y puro a vecinos, parientes, amigos y compañeros de tertulia, esto es, a prácticamente todo el censo del municipio, se decidió de una vez por todas, espoleados los ánimos por el imperial influjo de una docena de botellas de Carlos I, emprender la tan anhelada empresa. Prometieron uno a uno su generosa aportación todos los presentes y allí mismo encargaron a don Clemente Sancho, compadre del anfitrión y contratista de obras, la realización del sueño de ladrillo.
Don Pedro Calavia, concejal de la corporación municipal, por un lado, y mosén Francho, por el otro, se responsabilizaron respectivamente de las gestiones para recabar ayuda oficial y de la apertura de una suscripción pública en la casa parroquial, incentivada por cantidades astronómicas de indulgencias para los más generosos, que ya se encargaría él de que el señor obispo accediese al divino trueque.
Al atardecer del día siguiente el pueblo entero vibraba entusiasmado, nadie encontraba peros; no había protestas, ironías ni discusiones. Las anécdotas eran festivas, como la protagonizada por el tío Siempreviva, que ante buen número de testigos cifró su aportación a la obra en el triple de lo que donase mosén Francho, tan seguro estaba de la cicatería del párroco. Dijeron luego sus amigos que él ya sabía que el cura había abierto la suscripción con mil duros que guardaba en un doble fondo oculto en la peana de la imagen de san Sebastián, y que ésa fue la forma que encontró el tío Siempreviva de colaborar en la empresa sin perder por ello su fama de anticlerical a ultranza.
No se sabe cómo se corrió la voz, pero empezaron a llover las aportaciones de los hijos del pueblo repartidos por esos mundos de Dios. Que hasta se recibió un talón bancario procedente de Mi Buenos Aires Querido, y no veas el trabajo y los viajes a Zaragoza en que se hubo de ver don Justo, el director local del Banco de Aragón, para canjear en pesetas los pesos —no demasiados, por cierto— enviados por el más austral de nuestros conciudadanos.
La excitación por el nuevo desafío local duró dos, tres semanas a lo sumo. Luego, la vida cotidiana volvió a la normalidad, es decir, a la monotonía más feroz, y dio comienzo una espera que todos sabían larga en un país en el que casi nada funcionaba como es debido.
Terminaron la siega y la trilla, y con la llegada del verano aparecieron también los parientes de la ciudad que, a cambio de una caja de Frutas de Aragón y medio kilo de adoquines de caramelo «para los chicos», se pasaban tres semanas a pan y cuchillo repitiendo una y mil veces que como en el pueblo, ni hablar, y que Zaragoza está imposible, los precios son un escándalo y los críos no pueden jugar en la calle porque los tranvías son un peligro, por no hablar de los automóviles, que ya se han llevado a más de uno por delante...
Pero hasta ésos se fueron. Y teníamos ya todos olvidada la primera comunión de Luisito el del juez cuando una mañana, justo la misma en que daba inicio el nuevo curso escolar, el rugido de un motor dié-sel despertó al pueblo. Y una excavadora antediluviana made in USA, temerariamente manejada por un albañil de pañuelo tetranudo a la cabeza, ignorante, sin duda, de lo grandioso de su gesto, dio comienzo a la obra y empezó a horadar el suelo junto a la iglesia, como si estuviese cavando una fosa común en pleno centro del pueblo.
A primera hora llegaban los jubilados. A media mañana, las amas de casa, de ida o de vuelta de la compra. A mediodía, los que cambiaban de turno en la papelera y en la fábrica de harinas. Por la tarde, los que volvían del campo. La chiquillería —excepto las horas de clase—, todo el día. Todos querían asomarse al agujero que pronto sería torre, por más que ahora estuviese creciendo hacia abajo.
Se miraba, se escudriñaba sin descanso el espacio ahora vacío que luego ocuparía la construcción. Se hacían cábalas sobre la altura, sobre la forma, sobre la planta. ¿Tendría reloj? ¿Arcos o ventanas? ¿Ojivas o mediopuntos? ¿Y las campanas? Tendría veleta y pararrayos, claro. ¿Acudirían las cigüeñas cada primavera?
Don Félix, el maestro de la clase de mayores, había estado al punto de la mañana hablando con Sancho, el contratista, instándole a que ordenase a sus hombres abrir bien los ojos, pues en cualquier momento podían surgir restos arqueológicos; que un pueblo por el que habían pasado iberos, romanos, visigodos, moros y cristianos no era lógico que no conservase ni una mala huella de tanto antepasado ilustre, por mucha desidia que más tarde hubiesen demostrado sus descendientes.
—Es que nada, Clemente. No hay nada —se lamentaba el maestro—. Parece que hubiesen fundado el pueblo nuestros padres. No lo entiendo. Ni un mosaico romano, ni una filigrana mudéjar... ¡Nada! Si acaso, la parte inferior de la fachada de la cárcel, que parece románica, y el muro entre la cantera y el callejón de Fernandico, que puede ser el exterior de la antigua fortaleza musulmana. Vamos, creo yo.
—Por cierto, que aprovechando las obras de la torre, el Ayuntamiento parece que quiere lavar ese muro con cemento, para asear un poco el callejón.
Don Félix, ante semejante anuncio, tragó saliva dificultosamente.
—¿Qué me dices? ¿Que quieren enlucir el muro, los muy bestias? Pero... ¿es que se han pensado que la muralla es el medianil de una paridera? ¡Qué barbaridad!
—Tranquilo, que ya les he dicho que no cuenten conmigo para semejante desaguisado.
—Sí, sí, tranquilo... Como se empeñen, ya buscarán a otro que no ponga tantos reparos como tú. Tendré que ver si mi padre les puede hacer entrar en razón, que para algo es el secretario, y no sólo para levantar acta de las decisiones del pleno, algunas tan importantes como la de contratar a la orquesta «Sensación» para la verbena de fiestas.
—Y deberías también hablar el asunto directamente con Tomás Oliván, que es el único de la corporación con dos dedos de frente, aunque a veces no lo parezca.
—¿Tú crees?
—Lo que yo te diga.
Eternamente apoyado en el quicio de la puerta, podía parecer Oliván un visitador de bar empedernido: en la comisura, colilla de caldo1 siempre apagada y verdinegra de saliva; ojos entornados para protegerse del humo inexistente, y mirada perdida, que no vacía.
Meditaba, indolente en apariencia, pero no se le pasaba una. Conocía los problemas municipales mejor que nadie, y mejor que nadie también sabía de las cuitas, ansias e intimidades de sus dos mil conciudadanos.
Escaso de estudios, pero gran lector, poseía una cultura extensa y anárquica, académicamente inservible y, por tanto, envidiable como arma de la vida. Observador infatigable, a sus cuarenta y tantos arrastraba con dignidad la experiencia de media guerra civil como voluntario del más puro idealismo y la de toda una posguerra como luchador en los más diversos oficios: de sastre a vinatero; de curtidor a yesai-re..., y en los últimos tiempos, hasta vigilante nocturno, ocupación ésta que ejercía de tarde en tarde, tan sólo lo justo para mantener dignamente a su familia. El resto del tiempo, la mayor parte de éste, lo pasaba a la puerta de su casa viendo desfilar al personal pueblo arriba o abajo, o en el Ayuntamiento, que para eso era el alcalde, o en la cercana/lejana capital solucionando problemas mano a mano con el gobernador civil.
Aquella mañana Tomás se acodó, como tantos otros, en la valla de tablones y se quedó mirando el hueco, cada vez más profundo, con atención infantil. Como todos, Tomás observaba embelesado el ir y venir de la excavadora, que se movía con gestos espasmódicos, como de alacrán herido. «Hermosa, la excavadora —pensó Tomás—, muy hermosa.» Es lógico: la técnica imita a la naturaleza; la naturaleza imita al arte; luego la técnica imita al arte. Quien diseñó este monstruo, con su único brazo, su mano poderosa de cuatro garras y sus patas de oruga, era sin duda un artista. Es hermosa la excavadora.
Don Félix iba a acercarse al alcalde, pero sus no pocos años de trato con los chicos habían inculcado en él un peculiar sentido psicológico que funcionaba igualmente con los mayores. Al fin y al cabo, ¿cuál es la diferencia entre un niño y un hombre, entre un hombre y un anciano, entre un anciano y un niño? ¿Quizá la proporción entre pasado y futuro? Pero si el pasado no es nada sino un recuerdo vago y el futuro sólo es incertidumbre; si lo único que a la postre podemos respirar es el presente; si todos vivimos el mismo presente, éste; entonces, ¿cuál es la diferencia? Ninguna, por supuesto. Y ya que ninguna es la diferencia entre un hombre, un niño y un anciano, don Félix vio que el niño alcalde estaba embelesado jugando con la excavadora de juguete que nunca le trajeron los Reyes Magos, y esperó unos minutos, justo hasta que le vio sacudir los hombros, frotarse los ojos y despertar del sueño.
Sólo entonces se le acercó.
—Tomás...
—Hola, maestro.
—Quería hablarte de un asunto, pero no sé si son adecuados ni el lugar ni el momento.
—¿Lo dices por el ruido de la pala? No te preocupes. Así no nos oirá nadie que no deba.
—Bueno, sí, claro... Verás, es sobre esa idea que dicen van a llevar al próximo pleno del Ayuntamiento: lo de revocar la muralla con mortero para asear el callejón de Fernandico.
—Ah, sí... Ha sido idea del señor Silverio. Creo que hay varios que le apoyan. La semana que viene irá a debate.
Don Félix resopló como un cachalote antes de continuar:
—Oye, Tomás, no te enfades, pero yo creo que eso es... es... una majadería. Un atentado a..., bueno, a nuestra historia, a la historia del pueblo. Si esa moción sigue adelante...
—No seguirá adelante. ¿Por quién me tomas?
Lo dijo de un modo tan cortante que el maestro se sintió a la vez sofocado y aliviado. Alzó las manos para excusarse.
—Lo siento, Tomás. Supongo que antes que nada debí preguntarte tu opinión. No sé qué decir. Si acaso, que me alegro de que pienses como yo.
—Naturalmente. Pues ya no faltaría otra: cubrir la poca historia visible que tenemos con una capa de cemento. ¡Vamos, hombre! Ten por seguro que semejante barbaridad no se llevará a cabo mientras yo sea alcalde. En ocasiones la falta de democracia también tiene sus ventajas.
—En eso llevas razón. Si el alcalde dice no, es que no.
—Efectivamente. Enlucir la muralla... ¡Habráse visto poco seso! Aquí lo que necesitamos no es enterrar lo poco que tenemos, sino todo lo contrario. Que ya me gustaría a mí que de ese agujero —señaló al embrión de la torre— saliese algo digno de meter en un museo.
—¡No me digas! —exclamó don Félix sin salir de su asombro.
—¡Claro, hombre! Que en este pueblo lo que nos hace falta son raíces.
—¡Raíces, sí señor! —corroboró entusiasmado don Félix.
—¿Y sabes por qué?
—Hombre...
—Para volver a identificarnos, para sentirnos solidarios otra vez y para respetarnos de nuevo unos a otros.
Don Félix pareció confundido ante aquellas palabras del alcalde, dichas como si tal cosa, sin apartar la vista de la excavadora que seguía mordiendo la tierra.
—¿Crees que hemos perdido la identidad, la solidaridad y el respeto?
—Claro, hombre, claro. Fue la guerra, ¿sabes? Es que a ti te pilló muy crío. En ella perdimos todo eso y mucho más. Y aún no veo el modo de que podamos recuperarlo. La maldita guerra, y la preguerra y la posguerra, y la madre que nos parió a todos los que tuvimos que matar en ella.
El maestro sintió que había destapado la caja de Pandora.
—No te atormentes. No era mi intención hacerte recordar... Hace ya mucho que todo acabó, Tomás.
—Te equivocas, maestro —replicó el alcalde con la voz ensombrecida—. Nada ha terminado. Sigue presente el odio y pendiente la venganza en cada casa de este pueblo, de todos los pueblos. Tres años de verbena sangrienta dan para tres décadas de rencores, y ésas aún no se han cumplido. Mi esperanza es que si encontrásemos unas vasijas, un cacho columna, una pila bautismal, quizá eso lograse que volviéramos a sentirnos hijos del mismo pueblo. Hermanos, por lo tanto. ¿No crees, maestro?
—Quizá tengas razón, alcalde.
—La tengo, por desgracia... —hizo una pausa y sonrió de nuevo—. Es hermosa, ¿verdad?
Vaciló don Félix, confundido.
—¿Hermosa? ¿Quién?
—¿Quién va a ser? La excavadora... ¡Ah! Y por lo de la muralla mora, no te preocupes, que yo me encargo de vetar la moción del enlucido.
Sonrió también don Félix dando por concluida la charla. Pero, al marcharse, aún se volvió un instante.
—¿Sabes qué es lo peor de las dictaduras? Que si el poder es eficaz e inteligente, los súbditos creen ser felices. Acaban pensando que ser esclavo no es tan malo.
Tomás dejó de mirar el agujero por primera vez. Se observó las uñas con atención. Habló con voz sorda:
—Hay quien está entre rejas por decir cosas como ésa, maestro. Ten cuidado, ¿quieres? Puede que esa excavadora no meta tanto ruido como creemos.
1 Caldo: caldo gallina, nombre popular dado a la picadura de tabaco Ideales.
Al regresar de aquel verano pasado en Zarauz, en casa de sus tíos, Clara Alquézar nos dejó a todos boquiabiertos. Su entrada en el aula el primer día de aquel curso inolvidable provocó una oleada de silbidos, carraspeos y codazos. Conste, no sólo a los chicos se nos abrió la boca como si un duende nos tirase de la barbilla con una cuerda. Sus propias amigas la miraron de arriba abajo con envidia mal disimulada. Y don Félix se quitó las gafas, las limpió meticulosamente y volvió a colocárselas sobre la nariz con una media sonrisa cargada de aprobación.
Hubo quien se preguntó con seriedad si realmente era ella, pues había que reconocer que no parecía la misma que se fuera al norte tres meses atrás.
Clara había regresado al pueblo justo la noche anterior. Ni un solo día de vacaciones había desperdiciado. Se fue como siempre la habíamos conocido: simpatiquísima, pálida y escurrida. Niña aún. Ahora volvía despampanante, en una transformación como no he vuelto a conocer otra. Más rubia de lo habitual; dorada, que no morena, por el sol del Cantábrico. Había crecido ligeramente a lo alto y exquisita, rotundamente a lo ancho, ayudada sin duda por una dieta más rica en pescado de a lo que en el pueblo estábamos acostumbrados por aquel tiempo. Muchos nos percatamos aquel primer día de curso de que tenía los ojos de un verde suave que provocaba arritmias cardiacas.
La presencia de Clara desató casi instantáneamente un mar de pasiones. Todos, absolutamente todos, nos enamoramos de ella locamente.
Al fondo de la clase, los primos Garcés, Gerardo y Julián suspiraron largamente cambiando una mirada cargada de significado con Santiago Alvira, que sonrió divertido. Eran los tres mayores, los auténticos mayores, los únicos que podían dar la talla de la nueva Clara, los únicos con posibilidades de conseguir un baile con la diosa y, tal vez, de robarle un beso. Para todos los demás, Clara se convertiría en nuestro primer amor platónico, aun antes que Ava o Marilyn.
Con todo, cuando Clara, así como quien no quiere la cosa, del modo más casual imaginable, se sentó a mi lado, me sentí el hombre más feliz de la tierra.
Abordamos el nuevo curso, como siempre, con esa efímera ilusión que apenas dura la primera semana, justo hasta que las esquinas del cuaderno nuevo se empiezan a arrugar, hasta que nos damos cuenta de que hemos mordisqueado el lapicero Faber, hasta que a la goma de borrar Milán se le redondean los cantos.
Hay que reconocer, sin embargo, que el curso escolar en mi pueblo presentaba una ventaja fundamental sobre muchos otros: que a los diez días exactos de iniciado sobrevenía una bendita interrupción con motivo de las fiestas mayores, y se abría un de licioso paréntesis de cuatro, cinco y hasta seis días, según cayese la fiesta de la patrona.
¡Y qué fiestas las de aquel año! Fue como estrenar cuerpo nuevo. Las pasé en un torrente de actividad, como embebido en un sueño a la par agradable y enervante.
Hice lo que nunca había hecho: asistí, sin faltar a uno, a cuantos festejos profanos y populacheros me ofrecía el programa: dianas, pasacalles, carreras de cintas y vaquillas; concurrí entusiasmado, irreflexivo, exultante, a los más diversos concursos: cucañas, chocolatadas, petanca, tiro al plato...; recorrí sin descanso bailes y verbenas en una parodia de alocada vida social, y en el colmo del desenfreno tomé, con el temor de ver aparecer a mi padre en cualquier momento, las primeras cervezas Ámbar de mi vida.
Quizá para purgar tanta locura —quizá, simplemente, para no «perder comba»—, dancé hasta extenuarme delante de nuestra patrona, la Virgen de la Violada, durante toda la procesión del día grande y asistí, perfectamente trajeado y sin dar cabezadas, a las dos misas mayores concelebradas, la una con el señor obispo y la otra con el canónigo penitenciario de la diócesis. ¡Ahí es nada!