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FERNANDO LALANA

TRAS LA FRONTERA

DESDE EL INFIERNO

MAURICIO AMIGO MÍO

Aunque llegué a apreciarle enormemente, no hay por qué negar que Mauricio siempre fue un don nadie. Parecía permanentemente empeñado en no llamar la atención por circunstancia alguna. Siempre correcto en el trato, sin las estridencias ni salidas de tono de algunos de sus compañeros. Siempre aseado, aunque jamás resplandeciente. Siempre firme, pero sin llegar a la estúpida rigidez militar de que otros hacían gala. Respetuoso con sus superiores pero nunca rastrero ni adulador.

Resultado de esa mediocridad -indiscutiblemente meditada, levantada a pulso- era su casi perfecto pasar desapercibido. A veces me pregunto si alguien más, aparte de nosotros, tenía constancia de su existencia.

Por eso se sorprendió sobremanera -yo diría que casi, casi se alarmó- cuando aquel día lo llamaron del Alto Mando.

Es cierto que ni siquiera se molestaron en avisarle personalmente: se limitaron a colocar su nombre en el tablón de anuncios, con la seguridad de que él, como buen suboficial, estricto cumplidor del reglamento, lo leería a diario.

La realidad era muy otra. Mauricio no había prestado atención al tablón de anuncios desde hacía siglos. Literalmente. Justo desde que se examinó de las oposiciones restringidas para ascenso a oficial por la escala de complemento. Eso sí, aún recordaba, con una mezcla de nostalgia y resquemor, aquella época en la que, nada más levantarse corría cada mañana hasta el tablón, esperando que hubiese aparecido la relación de aprobados.

Cuando, al cabo de dos semanas de angustiosa espera, se hizo pública la dichosa lista, Mauricio no figuraba en ella.

Aquella misma noche, en su apartamento, tiró a la basura los libros y los cuadernos, los apuntes y los temarios y también, claro, el precioso uniforme de oficial, a la medida, que se había hecho confeccionar anticipadamente, en un arrebato de optimismo.

Como consecuencia de todo ello, a partir de ese momento el tablón de anuncios oficiales dejó de ser objeto de su interés.

Por suerte, aquella mañana su amigo Diógenes echó un vistazo a los llamamientos del Alto Mando, vio su nombre y, cuando ambos coincidieron en la cafetería a la hora del desayuno, puso a Mauricio al corriente de la noticia.

Buen muchacho, este Diógenes. Y con futuro, ya lo creo. Un auténtico demonio de primera clase, ambicioso y sin escrúpulos, de los que día a día ascienden en el escalafón haciéndose con más y mayores influencias. Diógenes es hábil y astuto; y no me cabe duda alguna de que no pasará mucho tiempo antes de que disponga de su propio despacho. Y, con un poco de paciencia... ¿quién sabe? Satanás podrá ser eterno pero los siglos no pasan en balde y de todos es sabido lo mucho que cansa ejercer el poder absoluto.

Y, frente a la juventud y demostrada valía de Diógenes, la insustancial madurez de Mauricio.

En el fondo, un pobre diablo.

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Una auténtica preciosidad de secretaria, de melena caoba, con grandes ojos inyectados en sangre, lo condujo hasta una antesala y, con siniestra sonrisa, le rogó que tuviera la maldad de aguardar unos instantes.

Durante la espera, Mauricio se preguntó por enésima vez acerca de las razones de aquel inesperado llamamiento. Sabía, eso sí, que no podía tratarse de nada bueno. En el Averno no hay felicitaciones, ni palmaditas en la espalda. Sólo broncas. Broncas infernales.

Deseó fervientemente que la suya no fuese demasiado grande.

Condenado lugar...

El aire acondicionado mantenía la temperatura bien por encima de los cincuenta grados. Pese a ello, Mauricio no pudo evitar que unos molestísimos escalofríos le recorriesen intermitentemente la espina dorsal. No sólo el intenso calor sino también el olor a azufre que casi llegaba a hacerse molesto, indicaba a las claras que uno se hallaba en la zona principal. En las Bajas Esferas. Así pues, tras las innumerables puertas del famoso Pasillo de la Izquierda, se encontraban los jefazos. Casi nada. El Mai en persona.

Mientras paseaba a grandes zancadas por la estancia, llamaron su atención unas grandes litografías colgadas de la pared, en las que se representaba la compleja composición del Infierno. En aquel gigantesco plano a escala, Mauricio buscó su Sección, representada por un minúsculo cuadradito y un número de seis cifras. Lo contempló con cariño y una cierta dosis de orgullo. Apoyó sobre él su dedo índice y musitó:

–¿Sabes? Las cosas serán como sean pero aquí, tú eres el jefe.

Naturalmente, su Sección de Calderas (SCal) estaba incluida en un Sector (Sec) y este, en una División (Div). Seis Divisiones -nueve, en casos excepcionales- formaban una Región Infernal (Rlnf). Actualmente, según era bien sabido, el Infierno estaba constituido por seiscientas sesenta y seis Regiones Infernales. No obstante, no faltaban voces que aseguraban que, en realidad, lo que ellos llamaban Infierno no era sino una parte del auténtico Gran Averno, que estaría formado por Satán sabe cuántos pequeños Infiernos como el que ellos conocían.

–¿Quiere acompañarme? El Jefe de Personal le espera.

Mauricio no logró contestar ni sí, ni no. Simplemente, se levantó de la silla como impulsado por un muelle y siguió los pasos de la secretaria. Mientras lo hacía, sintió que le temblaban las rodillas y, por primera vez en su dilatada vida, comenzó a sudar. ¡El Jefe de Personal, nada menos! ¿Qué podía querer de un sencillo e insignificante Suboficial Encargado de Sección de Calderas (SubEnSCal) como él? Debía de tratarse de algo espantosamente terrible.

Y, efectivamente, así fue.

–Siéntese, suboficial Mauricio -dijo el Jefe de Personal con sibilante pronunciación.

–Con su permiso, señor.

–¡Oh! No es preciso que me llame señor. No soy militar de carrera, como usted, sino un simple funcionario. Puede llamarme jefe.

–Sí, jefe.

–Bien... le he mandado llamar porque desde hace algún tiempo hemos observado ciertas... irregularidades en su Sección.

Mauricio permaneció impasible. Petrificado, más bien. Y con la mirada clavada en la punta de la nariz del Jefe de Personal quien, tras una pausa y un carraspeo, se decidió a continuar.

–Por ejemplo, y para ir directamente al asunto: la semana pasada una de sus calderas permaneció incomprensiblemente apagada durante media jornada. Se trata de un episodio realmente insólito... y usted ni siquiera informó a su inmediato superior. Tendrá alguna explicación para ello, supongo.

Ahora fue el jefe quien miró fijamente a Mauricio. Al fondo de los ojos. Mauricio pareció quedarse en bianco durante unos segundos. Luego, vaciló angustiosamente.

–Puede que... que fallase el suministro y...

–¡Déjese de comedias! -ladró el jefe con dureza-. Usted sabe que el suministro de energía a las calderas es prioritario y que nunca ha fallado ni fallará. Si esa caldera permaneció apagada fue, simple y llanamente, porque usted lo permitió. Dígame la razón.

Mauricio sintió que sus nervios se serenaban de golpe. Ahora ya conocía el motivo por el que se encontraba allí. Y, al comprender que todo fingimiento sería inútil, le invadió una oleada de tranquilidad. Además, se percató de que su actitud, por muy antirreglamentaria que fuera, no lo avergonzaba en absoluto.

–Verá, jefe. Hice una apuesta... y perdí. Eso es todo.

El Jefe de Personal dejó caer la mandíbula inferior como si hubiese recibido un garrotazo entre los cuernos.

–¿Cómo? ¿Que usted...? -logró balbucir, al fin.

–Los condenados de la caldera número diez me apostaron media jornada de descanso a que podían adivinar mi edad en un máximo de seis intentos. Me pareció poco probable que lo consiguieran. Trato de conservarme en plena forma y no represento los años que tengo...

–¡Al grano!

–¡Ejem! Pero... por lo visto, uno de ellos es aficionado a las matemáticas y conoce multitud de juegos de este tipo y... bueno, el caso es que acertaron.

–¡Es... increíble! -bramó el jefe.

–Aparentemente, sí. Sin embargo, al parecer, todo se reduce a un sencillo cálculo de probabilidades que...

–¡Me refiero a su actitud, suboficial! ¿Dónde se ha visto que un demonio se dedique a hacer apuestas con los condenados?

Mauricio abrió los brazos.

–En las ordenanzas no se prohíbe expresamente. Sé lo que me digo porque las conozco a la perfección. Por otro lado... compréndalo, jefe. El trabajo aquí es tan monótono, tan... aburrido...

El Jefe de Personal sintió una especie de vahído. ¡Aburrido! ¡El infierno, aburrido! ¿Cómo podía decir nadie semejante cosa?

–Pero no acaba aquí el asunto -prosiguió, tras consultar sus notas-. Tenemos contra usted una acusación aún más perturbadora. Según hemos sabido, el pasado viernes omitió dar a uno de los condenados su correspondiente ración de tizonazos. ¿Qué tiene que decir a eso? ¿También fue por una estúpida apuesta?

–No. No, jefe, no. Ya no ha habido más apuestas.

–¡Diablo! Menos mal... ¿Entonces?

–Es que el muchacho...

–El condenado setecientos doce, quiere usted decir.

–Sí, ése mismo. ¡Ejem...! Eeeh... no se encontraba bien ese día y me pareció una crueldad innecesaria darle sus doce tizonazos reglamentarios.

El Jefe, obviamente desconcertado, abrió un par de veces la boca, como un pez de colores, mientras miraba sucesivamente al techo y al retrato de Lucifer que presidía el despacho.

–De modo... que no se encontraba bien -musitó, al poco.

–Así es. Se hallaba muy deprimido desde hacía unos días. Y, además, padece del estómago, el pobre, ¿sabe usted?

El jefe se mesó los escasos cabellos.

–Pero, Mauricio... ¿está usted de broma?

El demonio alzó las palmas de las manos.

–No, jefe, por supuesto que no, Satán me libre. Lo de su estómago es rigurosamente cierto. Lo he comprobado personalmente. ¡Menudo soy yo! Tiene una úlcera de duodeno así de gorda, se lo puedo garantizar.

–¡Mauricio! -bramó el jefe, perdidos ya los estribos-. ¡Esto es el Infierno! ¡Los condenados vienen aquí a pasarlas canutas! ¡A achicharrarse en el fuego eterno! ¡A abrasarse perpetuamente en las brasas incombustibles de... del... ¡Y usted se preocupa de si les duelen las tripas! ¡Demonios, no me fastidie...!

–Es que soy de la opinión de que no todos los condenados son iguales. Me he tomado la molestia de leer el expediente de ese chico...

–Que ha hecho usted... ¿qué?

–...Y yo diría que está aquí por error. Desde luego, mató a su novia a puñaladas, de eso no hay duda ¡pero! lo hizo cegado por los celos, impulsado por un arrebato incontrolable ¿me explico? Y no es que yo quiera defenderle, pero lo cierto es que le habría podido pasar a cualquiera, porque la novia de marras, de quien también me he permitido leer el expediente...

–¡Pero, bueno...!

–No tiene desperdicio, oiga. Una fresca. Una fresca de tomo y lomo. Y ya sabemos cómo alteran estas cosas el normal raciocinio humano. Total, el muchacho la apuñala, se echa luego a la calle, aún completamente trastornado y ¡zas! ¿qué cree que le ocurre?

–Ni idea.

–¡Lo atropella un autobós urbano!

–Vaya, hombre.

–Llega a este lado, en el juicio le corresponde un defensor novato que se arma un lío con las pruebas y ¡hala! al Infierno de cabeza. ¿Se da cuenta, jefe? Está claro que debería revisarse el caso. Una cosa es ser malvado y otra, muy distinta, ser injusto.

El jefe había apoyado un codo en la mesa y la barbilla sobre el puño cerrado. Miraba a Mauricio como a un fenómeno de circo. Y lanzó un extraño gruñido antes de proseguir.

–Mire, Mauricio. Lo primero, usted no está aquí para interesarse por el historial de los condenados sino para cuidar de que no falte el aceite hirviente en las calderas. Y en segundo lugar... ¿a mí qué me cuenta? Si cree haber descubierto un error, vaya a hablar con Admisión o con el Gran Tribunal. ¡Con el mismísimo Lucifer, si le parece! Pero usted sabe tan bien como yo que el que entra en el Infierno es para no salir jamás. Todo el mundo lo sabe. ¿Qué sería de nuestro prestigio, si no fuera así?