Traducción de Mariano Sánchez-Ventura,
David Frye y Alfredo Alonso Estenoz
Primera edición, 2009
Primera edición electrónica, 2013
Título original: Translated Woman: Crossing the Border with Esperanza’s Story
Beacon Press, Boston, 1993 y 2003
D. R. © 1993, 2003, 2009 Ruth Behar
D. R. © 2009, Fondo de Cultura Económica
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ISBN 978-607-16-1335-6
Hecho en México - Made in Mexico
Cuando ella odia a alguien a quien amó en el pasado, bulle de furia e impaciencia en toda su alma, al igual que las mareas, siempre moviéndose, reverberando. Muchas autoridades hacen referencia a esta causa. Eclesiástico XXV: No hay enojo mayor que el de una mujer. Y Séneca (Tragedias, VIII): Ni las llamas, ni los vientos hinchados, ni ningún arma letal son de temer como la lujuria y el odio de una mujer que ha sido separada de su cama matrimonial… Haciendo uso de su defecto de sentimientos y pasiones desbordados buscan, obsesionadas, y causan venganzas varias, ya sea mediante la hechicería o por otros medios. No debe sorprender entonces que haya tantas brujas de este sexo.
HEINRICH KRAMER y JOHANN SPRENGER,
Malleus Maleficarum
(El martillo de las brujas), 1486
La posición de Omar Khayyam como poeta es curiosa: nunca fue popular en su Persia nativa y existe en Occidente en una traducción. Yo también soy un hombre traducido [translated]. Me han trasladado al otro lado.
SALMAN RUSHDIE, Vergüenza
No es extraño que, en este tiempo de migraciones en masa, choques culturales y viajes fáciles y rápidos…, hayamos concebido una metafísica completa de los temas de la diferencia y la otredad. Pero por toda nuestra compleja destreza en encuentros entre distintas culturas, la diferencia fundamental, cuando te mira a través de la mesa con el rostro cercano de un ser humano, siempre contiene un elemento de violación.
EVA HOFFMAN, Lost in Translation
GRACIAS
a mi comadre que me dio la palabra,
a mis boysitos que me acompañaron,
a mi mami y papi y hermano, recordando que hicimos
el viaje juntos a este lado, sin saber lo que nos esperaba
Nota a la primera edición en español
Nota a la edición del décimo aniversario en inglés
Nota a la primera edición en inglés
Prólogo Víbora que habla
Primera Parte
CORAJE
I. Madres e Hijas
II. La Cruz del Vestido Blanco
III. El Coraje de una Mujer
IV. Hijas y Madres
V. Con el perdón suyo, Comadre, No Vaya a Ser que el Diablo Tenga Cuernos
VI. Mi Hija, Amárrate las faldas
Segunda Parte
REDENCIÓN
VII. El Cochino en el Río
VIII. Los Huevos Robados
IX. Angelitos
X. Una vieja orgullosa
XI. ¡Viva el General Francisco Villa!
Tercera Parte
MOJADA LITERARIA
XII. Mojada literaria
XIII. La gringa canta sus blues de tristeza
XIV. Ya sabe que estamos vendidos a sus personas
XV. Posdata: biografía en la sombra
Notas
Cronología
Corría el mes de febrero y por vez primera, en todos los años que teníamos de conocernos, hablé por teléfono con mi comadre Esperanza desde los Estados Unidos. Su hijo Mario había instalado el teléfono en su propia casa, en el terreno de mi comadre, y ahora ambas nos regocijábamos de la singularidad de esta forma de comunicación, tan íntima como distante, como si recién hubiera sido inventada. La recepción era tan nítida que yo sentía que Esperanza se encontraba en la cocina de mi casa en Michigan, llena de cosas que he traído de México —vasos de vidrio soplado de azules labios, árboles de la vida de cerámica pintada a mano, sonrientes soles de barro y pinturas en papel amate—. Platicamos con la misma espontaneidad que había caracterizado nuestros encuentros de hacía veinte años en la cocina mexicana de paredes pintadas de un intenso verde hierbabuena, allí donde nació la idea de crear este libro.
Esperanza me puso al corriente de los últimos acontecimientos en su vida. Su madre había fallecido. Aunque al morir tenía 96 años, mi comadre estaba convencida de que no había sido por causas naturales.
—No, comadre, ¡mi mamá murió de hambre!
Cómo era posible que dijera tal cosa, le pregunté.
—Pues sí, comadre. Mi hermano y su nuera no le daban de comer. ¡Para que no se hiciera en la cama! ¡Para no tener que limpiarla! Ella me pedía una gorda con sal. Y yo se la traía. Pero se la quitaban, comadre. Le daban puro atole. Créame que mi mamá murió de hambre.
Al escuchar a Esperanza contándome de nuevo sus cosas, como lo había hecho años antes, sentí la necesidad de tomar nota de sus palabras. Sin soltar el teléfono busqué un lápiz e intenté captarlas al vuelo con la mano libre en un pedazo de papel, pero muchas de las palabras se me escapaban.
—¡Espere, comadre! Estaré con usted en México dentro de unos días. Guárdeme por favor todas estas noticias para cuando nos veamos.
Esperanza se rió y me dijo que no tuviera cuidado. Todo me lo volvería a contar detalladamente cuando yo llegara.
Y entonces me dejó atónita. Pronunció una palabra que jamás le había oído decir.
—Bueno, comadre. Bye, comadre. Bye, bye.
Ella reía, sabiendo que era la primera palabra en inglés que jamás me hubiera dirigido. ¿Por qué utilizaba Esperanza la expresión bye? Era algo totalmente nuevo. ¿Qué había sido del “adiós” o el “hasta luego”? ¿Cuándo había introducido ese bye americano en su habla?
Pensé en las sutiles manifestaciones de los cambios culturales, en las formas mediante las cuales estos cambios quedan grabados en los aspectos más prosaicos de la cotidianidad. Para mí, el americano bye es una drástica abreviatura, en comparación con la cualidad poética y evocadora del “hasta luego”, que sugiere que la despedida es provisional y que pronto tendrá lugar otro encuentro; o bien con el “adiós”, que es la afirmación de un vínculo espiritual basado en la confianza en volver a verse que da la fe. Acaso mis muchos años como profesora me llevaban a darle demasiada importancia a algo tan trivial. Pero aquel bye de mi comadre me parecía cargado de significado. Además, me dije, el libro con sus relatos en español estaba a punto de salir a la luz. ¿Por qué, entonces, me decía bye?
Han pasado casi quince años desde que salió a la luz en inglés la historia de Esperanza. Aunque el español es su lengua materna, como mexicana que es, y aunque también es la mía, como cubano-norteamericana que soy, ambas estuvimos de acuerdo al principio en que este libro, creado a partir de nuestras charlas, habría de aparecer primero en inglés.
Esperanza me pidió que publicara sus historias en inglés porque sabía que así no caerían en el olvido y al mismo tiempo ella estaría a salvo del ridículo y del desprecio que estaba segura que recibiría de sus vecinas si llegaban a enterarse de que le había confiado sus intimidades a una “comadre gringa”. Ella se sentía marginada en el pueblo de Mexquitic, no sólo porque había rehusado someterse a un marido que la maltrataba, la engañaba con otras mujeres y la golpeaba, sino porque tras abandonarlo había tenido tres hijos con otro hombre, con quien no había querido casarse. Aun cuando a sus marchantas de San Luis Potosí, que a lo largo de muchos años le compraron frutas y legumbres, Esperanza les había contado algunos episodios de su sufrida y trabajosa vida, resultaba un acto de arrogancia casi temeraria pensar que su historia era tan importante como para contármela y permitir que se publicara. Me reveló cosas profundas, frecuentemente dolorosas, sobre sí misma, cosas que yo escuchaba y anotaba. Medio en broma, medio en serio, decía que era como estar en un confesionario.
El saber que su historia sería traducida al inglés, que sería leída en el país de los gringos, muy lejos de su pueblo, en aquel mítico “otro lado”, le dio la confianza para hablar abiertamente, y también la esperanza de una especie de absolución. Al mismo tiempo, temía que los gringos no entendieran su historia, que no la creyeran. ¿No pensarían que todo aquello que me había contado era una mentira? Eran ambivalentes sus sentimientos hacia los gringos. En cuanto trabajadora mexicana sumida en la pobreza, la frontera entre los mexicanos y los gringos era insuperable; era un muro que cada día se hacía más alto. Pensaba que jamás podría cruzar hasta el otro lado, salvo que lo hiciera en calidad de “mojada”, o acaso como una especie de India María. Pero tras conocerme a mí, una gringa que hablaba español y que se interesaba en sus historias, pensó que contarme sus historias era una manera de alcanzar el otro lado.
Al confiarme su historia, para que yo misma se la confiara a otros —a unos extranjeros en un país extraño— mediante el misterioso proceso de la edición, su historia asumió una vida diferente, una nueva vida. Es por esta razón que originalmente yo decidí dar al libro el título de Translated Woman: Crossing the Border with Esperanza’s Story, literalmente Mujer traducida: cruzando la frontera con las historias de Esperanza. En la primera parte del título quise hacer hincapié en el concepto de que mi comadre estaba renaciendo en inglés; con la segunda parte, señalar el hecho de que ella había confiado en mí para que trajera su historia al otro lado. Diariamente, muchos hombres, mujeres y niños atraviesan la frontera de México con los Estados Unidos, llevando a cuestas incontables esperanzas y sueños. Yo misma había cruzado la frontera con mis propias esperanzas, mis propios sueños. Las esperanzas y los sueños relacionados con el libro que algún día habría de escribir, basándome en el montón de casetes con las grabaciones de las historias de Esperanza que había traído de contrabando a Michigan en mi maleta.
A lo largo de los años en que aprendí a conocer a Esperanza, fui subiendo en el escalafón del sistema universitario norteamericano. Cuando empezamos las grabaciones, simplemente lo hicimos por amor al arte. Yo estaba desempleada y no sabía qué iba a ser de mi vida cuando terminara mi doctorado en antropología. Cuando llegó el momento de empezar a escribir este libro, ya tenía un puesto como profesora de antropología en la Universidad de Michigan. Por entonces, a principios del decenio de los años noventa, los estudios feministas y los estudios latinos (es decir, los estudios sobre los hombres y mujeres de ascendencia latinoamericana en los Estados Unidos) se encontraban en pleno florecimiento en el medio académico. Yo sentí que mi trabajo con Esperanza encajaba con los intereses de esos campos; situé nuestro encuentro en el contexto de las teorías y los estilos de expresión personalizados que en aquellos tiempos empezaban a predominar. La aceptación de la escritura personalizada por parte de las mujeres escritoras y los escritores de los grupos sociales minoritarios me animó no sólo a relatar las historias de Esperanza, sino a describir la gran impresión que me produjeron cuando las escuché. Esto hizo de mi libro una obra muy controvertida. Si había lectores que me alababan y que abrazaban el concepto de que el libro fuera el relato entretejido de la vida de dos mujeres, los críticos me acusaron de revelar demasiado sobre mí misma al relatar la vida de mi comadre Esperanza.
Puesto que yo era una joven profesora que luchaba por ganarse un sitio en el mundo de los intelectuales de Norteamérica, mi libro en torno a las historias de Esperanza tenía que estar escrito en inglés. Esto no tenía que ser un problema para mí. Al fin y al cabo, yo había salido muy niña de Cuba, y mi educación escolar en los Estados Unidos había sido en inglés. Pero tras vivir en el México rural, tomé conciencia del contexto político de la frontera. Oí muchas historias de las humillaciones que sufren los mexicanos indocumentados en los Estados Unidos. De repente, la idea de traducir la historia de Esperanza al inglés me pareció un acto cobarde, una manera de doblegarme ante la cultura dominante de los gringos y su lengua. ¿Por qué habría yo de hacer tal cosa? El español era para mí el lenguaje del hogar y del corazón; el inglés, el lenguaje del exilio, la asimilación, la restructuración del ser. Convertirme en antropóloga y trabajar en México y otros países de habla hispana fue una manera de conservar mi lengua materna, aunque supiera que en definitiva el inglés sería el idioma que tendría que usar para ser tomada en cuenta en el mundo académico.
Así que fue con sentimientos de ambivalencia y angustia que traduje las palabras de mi comadre al inglés, sintiendo que al hacerlo yo también me estaba convirtiendo en una mujer traducida. Acaso otra autora hubiera ocultado tales sentimientos, hubiera realizado la traducción sin dolerse tanto de hacerlo; pero yo expuse abiertamente —demasiado libremente en la opinión de algunos de mis lectores, con demasiado dramatismo, según algunos— el dilema de traducir las historias de Esperanza, mi comadre, al lenguaje del país más poderoso de la tierra; al mismo tiempo, me dolía la ironía de que sus historias pudieran pasar la frontera conmigo, mientras que ella, como ser humano, no era bienvenida en el otro lado. Los autores de obras de testimonio tienden a desaparecer como si fueran médiums invisibles dentro del habla de sus sujetos, pero yo no podía hacerlo. Fui una traductora inconsolable.
Imagínense ustedes mi regocijo y sorpresa cuando Esperanza me dijo que quería que el libro saliera en español, a fin de que sus hijos lo pudieran leer. Poco o nada le preocupaba ya lo que sus vecinos y conocidos pudieran pensar de ella. Estaba lista —así lo entendí— para liberarse de ese sentimiento de vergüenza y asumir plenamente sus historias. Asumirlas en su lengua, en su tierra, en su México. Esperanza ya no quería seguir siendo una mujer traducida.
El día después de mi llegada a México tomé un taxi para ir al Fondo de Cultura Económica. El conductor se perdió, pero afortunadamente los hombres de México no son como los norteamericanos, a quienes no les gusta aceptar que han perdido el camino. Se detuvo junto a un señor de edad madura, quien afablemente le indicó el camino. Sin embargo, al advertir la mirada perpleja del conductor, se subió al taxi cortésmente y nos condujo hasta nuestro destino, despidiéndose entonces con igual cortesía para regresar a pie al lugar donde lo habíamos encontrado, que se localizaba a varias, largas cuadras de distancia. Me sentí feliz de encontrarme en México, feliz de encontrarme en un lugar donde la gente es generosa y no duda en prestar ayuda a los demás. Minutos después firmé el contrato con el Fondo, en la casa matriz que domina la ciudad. Sentía tanta admiración y respeto por la cortesía urbana de sus habitantes, a la vez que por la grandeza de esta venerable institución mexicana, que quería gritar: ¡Viva México! La directora del Fondo me preguntó si yo era mexicana, porque yo debí expresarme con mi mejor acento mexicano. Sentí mucho tener que decepcionarla, diciéndole que era cubana.
Con el contrato en la bolsa, tomé el autobús a San Luis Potosí. ¡No podía creer que realmente era verdad, que finalmente este libro habría de nacer de nuevo en el español original! Estaba muy consciente, con una certidumbre que me aterraba, que por haber escrito un libro sobre las historias de Esperanza me había echado encima una enorme responsabilidad. Me había creado un vínculo con ella y su familia que habría de durar toda la vida. Durante el viaje de cinco horas, pensé sobre todas las cosas que le tendría que preguntar a Esperanza. ¿Mantendríamos el mismo título para la edición mexicana? ¿Quería que se siguiera utilizando su seudónimo? ¿Vendría conmigo a las presentaciones públicas cuando el libro apareciera?
Cuando el autobús se acercaba a Mexquitic, pude ver que muchas cosas habían cambiado desde mi última visita, cuatro años antes. La vieja carretera, que había sido cincelada en los imponentes cerros gracias a la dinamita, los picos y las palas, ya no era un estrecho camino de dos carriles. En el pasado, cuando llegaba en mi automóvil, yo dejaba de respirar cuando pisaba el acelerador a fondo para rebasar los enormes camiones de carga que siempre aceleraban a su vez justo en ese momento. La carretera había sido ampliada y tenía cuatro carriles en casi todo el trayecto. Aunque era muy de noche, la oscuridad no era aplastante. Altos postes de luz habían sido instalados en el separador de la carretera, y el trayecto en las cercanías de San Luis Potosí se encontraba bien iluminado. Se planeaba extender la hilera de postes de brillante luz desde la ciudad hasta Mexquitic, y aún más allá, hasta el siguiente pueblo de Ahualulco.
Llegando a Mexquitic, observé más cambios. Un enorme arco daba la bienvenida al visitante en la entrada principal de la población. Se estaban construyendo nuevos caminos y carreteras desde otros puntos de acceso en torno al pueblo. Pronto sería fácil llegar a Mexquitic; también sería mucho más fácil partir. El pueblo jamás había sido un lugar aislado; se encontraba demasiado cerca de la ciudad de San Luis Potosí. Precisamente esa cercanía había impedido durante largo tiempo su desarrollo. Ahora la proximidad obraba en favor de Mexquitic. Los parajes desérticos cerca de la presa estaban adquiriendo valor en el mercado de bienes raíces, pues los ciudadanos más acomodados de San Luis Potosí estaban comprando lotes rurales para construirse una casa de campo. En el tiempo que yo llegué a vivir por vez primera en Mexquitic, hacía veinte años, los lugareños solían ir a San Luis a trabajar y a hacer la mayoría de sus compras y negocios. Regresaban en el autobús o en bicicleta, cargados de bultos y paquetes. Ahora el pueblo era más autosuficiente. Las tiendas ofrecían mayor variedad de productos, incluyendo frutas y legumbres frescas, queso y ramos de flores, no solamente la cocacola y el Sprite, que con frecuencia se les daba a los bebés en vez de leche y que habían contribuido al aumento devastador de la diabetes entre la gente del pueblo. Pero también ahora los automóviles y las camionetas estacionados llenaban las calles empedradas del centro del pueblo, y la gente hacía en su vehículo trayectos de unas cuantas cuadras que anteriormente caminaban. Diversos dentistas y abogados habían instalado sus consultorios y despachos. En la clínica donde antes daba consulta un solo doctor, ahora había tres, todos haciendo su servicio social. La presidencia había sido renovada, y ostentaba oficinas elegantes, recién pintadas, para los jefes políticos, así como una sala de juntas cuyas paredes estaban cubiertas con las fotografías enmarcadas de todos los hombres y la sola mujer que habían ocupado el cargo de presidente municipal en los pasados cien años. Yo había cambiado dinero en la ciudad de México, pero no hubiera sido necesario. A un lado de la entrada a la presidencia municipal había un flamante cajero automático.
Me llamó la atención una modesta, pero significativa transformación del paisaje urbano de Mexquitic: la presencia de una nueva oficina destinada a tratar problemas de “violencia intrafamiliar”, en el complejo del Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia. Me enteré de que un abogado y un psicólogo acudían allí diariamente, a fin de proveer sus servicios, sin costo alguno, a las mujeres y los niños que los requerían. También me enteré de la creciente influencia del Instituto Nacional de las Mujeres, establecido en 2001 para promover los derechos de las mujeres y “una vida sin violencia”.
Cuando Esperanza era joven y luchaba por encontrar la forma de escaparse del ciclo estrujador de la violencia doméstica, no existían expertos para aconsejarla, ni recursos para apoyarla. El movimiento feminista y el discurso de los derechos de las mujeres aún no habían universalizado el concepto de que las mujeres son seres humanos plenos que tienen derecho a las mismas oportunidades que los hombres, a desarrollar sus facultades intelectuales y creadoras sin temor a la discriminación, el abuso y la opresión. Pero antes de que existiera el feminismo, había habido mujeres valientes. Esperanza era una de ellas. Aunque se le vituperó como “bruja”, no temió alzar la voz y denunciar la injusticia de su condición. Hoy en día reconocemos en las luchas de muchas mujeres como Esperanza el nacimiento del feminismo.
Esperanza no sabía que tanto su vida como las historias que me contó sobre su anhelo de libertad como mujer eran parte de la historia moderna del feminismo. Sabía que le había dolido ver a su madre ser objeto de la violencia doméstica, sabía que ella misma había experimentado el sufrimiento infligido por las palizas, que éstas habían dejado cicatrices en su cuerpo. Mucho antes de que el feminismo llegara a Mexquitic, ella rehusó vivir una vida que le parecía intolerable. Sabía en su corazón —aunque nada en el entorno social lo confirmara oficialmente— que sus historias eran importantes. Vivía sola y en la pobreza, pero poseía sus historias y nadie se las podía quitar. Creía con razón que sus historias representaban un capital cultural. Con frecuencia me dijo que sus historias merecían estar en un libro ¡o mejor aún, en una película!
Ahora, más que nunca, cuando México y otros países de Latinoamérica están en la vanguardia del proceso de convertir el feminismo en una parte inalienable de la vida cotidiana, las historias de Esperanza tienen un valor inmenso, un valor inmensurable. Todas las mujeres inteligentes y los hombres compasivos de nuestra América que lean este libro reconocerán la enorme dificultad, aunque también la necesidad absoluta, de superar el horrendo legado de violencia que nos ha perseguido desde la época de los conquistadores. Mientras que una mano férrea nos impuso la violencia, la otra mano nos deparó la hermosa lengua española, a fin de que pudiéramos expresar nuestro infinito anhelo de esa felicidad que aún nos elude.
Esperanza me había estado esperando desde la madrugada. Más tarde supe por su hija Norberta que la expectación de mi llegada la había emocionado tanto que no había dormido en toda la noche. Pero cuando llegué a su casa, casi sin aliento tras ascender la empinada cuesta, aparentó indiferencia, como si tan sólo unos días, y no años, hubieran pasado desde nuestro último encuentro. Sin embargo, me abrazó cariñosamente y me condujo sin tardanza dentro de la propiedad.
—Pase, comadre, pase.
Aunque sus cabellos estaban totalmente blancos, Esperanza parecía tan fuerte y robusta como la última vez que la había visto. Vestía una falda de tartán y un suéter verde de cuello alto, así como el acostumbrado delantal a cuadros y el rebozo. Medias de lana abrigaban sus piernas. Las cuentas rosas que colgaban de sus aretes de oro brillaban al sol.
Una vez dentro del terreno, pude ver que las cosas habían cambiado. Había desaparecido la enramada de enredaderas florecientes bajo la cual nos sentábamos con frecuencia a platicar durante las perezosas tardes de domingo. Donde antes estaba su rústica habitación de bloques de cemento con una cocina exterior, ahora se alzaba una casa nueva con piso de mosaicos blancos, y sala, recámara, cocina y baño modernos. Era la casa de su hijo menor, Mario, que se había casado con una maestra de escuela de un rancho cercano. Tenían una niña de pecho. Esperanza señaló una camioneta estacionada donde había estado la enramada, y me dijo que era de Mario. A este hijo le había dado una gran porción de la herencia que habría de dejar, pero él a cambio sería responsable de cuidarla en su vejez.
—Yo le dejo la casa, pero él me va a ver hasta que me entierre.
Ahora su propia casa es un cuarto lleno de cosas en el otro lado del patio, con una cocina hechiza adjunta, cuya estufa de gas está protegida por una techumbre de lámina, además de otro espacio al aire libre donde puede cocinar al estilo tradicional, usando leña para calentar su comal y echar las tortillas. Temporalmente, comparte su casa con su hija Norberta y su nieto Miguelito, pero más adelante espera construir un cuarto aparte para ambos del otro lado de la cocina.
Esperanza ha decidido que cuando muera su cuarto será para su otra hija, Gabriela. Sabe que aunque se casó recientemente y ya no vive en Mexquitic, esto no le garantiza seguridad alguna como mujer.
—Le dije a Gabriela, esto es tuyo. Si no aguantas allá con el marido, ¿dónde te vas a meter? Vives aquí con tu hermana. Pero no quedas en la calle.
Orgullosamente, me lleva a ver el cuarto de baño que Mario le ha instalado. Tiene una regadera, pero nunca la usa, porque no le gusta que el agua le caiga en la cabeza; prefiere lavarse a la usanza antigua, sentada allí mismo en un banquito y tomando el agua de una cubeta.
Cuando finalmente nos sentamos a hablar, Esperanza me dice que se está volviendo vieja. Sus piernas le duelen por causa del reumatismo.
—Es aquel coraje que se me metió allí.
Y entonces, antes de que le pregunte nada, me cuenta la historia de los días finales de su madre, tal como me había prometido que lo haría cuando hablamos por teléfono.
—Siento frío en los pies. Es que me siento viejita. Son setenta y seis años que voy a cumplir. Mamá, aquí te traigo un taquito, un caldo de pollo. Le daba gusto. Ella quería comer. No se vaya a quemar, mamá, está caliente. Y entonces venía la nuera. Yo se lo voy a moler, decía. Lo metía todo en la licuadora. Puro atole. Todo molido. Ni tortilla, ni pan, ni galleta. Que porque le hacía mal. Es que se hacía en la cama. Le daba atole para que no hiciera mucho. Mi mamá era un montón de huesos. Yo quiero una gorda, me decía mi mamá. Con sal o chile. No tenía dientes, pero se comía muy bien la gorda. La nuera le daba puro atole. Ni gelatina, ni un huevo cocido, ni una galleta. Nomás menudencias de pollo. Yo vi las patas de pollo con todo y uñas, los higaditos y la cabeza, todo se lo molía en la licuadora. ¡Puras menudencias le daba!
Años antes, Esperanza me había hablado del resentimiento que le produjo la decisión que tomó su madre de darle la casa y el terreno a un hijo a quien quería más, y a la esposa de éste, para que la cuidaran en su vejez. Pero el corazón se le derritió al ver el decaimiento de su madre. Estábamos sentadas juntas en el sofá cubierto de plástico en la sala de Mario mientras me contaba esta historia. Advertí que Mario no se perdía palabra. Sin duda mi comadre no sólo me contaba la historia para que yo me la supiera, sino para que la escuchara su hijo, el hijo que esperaba que la cuidara hasta que ella terminara de morir. Esperanza con frecuencia me había contado sus historias en presencia de sus hijos. Las historias estaban llenas de lecciones de moral y de advertencias para ellos. Era claro el mensaje que ahora quería transmitirle a Mario: ¡no te atrevas a darme menudencias y patas de pollo cuando sea una anciana al filo de la muerte!
A todos nos hace reír lo de las uñas en las patas de pollo. Pero Esperanza recalca que no es un chiste: ¡ella misma había visto las patas con uñas en el refrigerador! Es típico de ella el recordar y darle importancia a tales detalles. Esta aptitud para advertir los detalles extraños de la vida cotidiana es lo que la convirtió en una contadora de historias tan extraordinaria. Muchas veces eso me hizo pensar que de haber nacido en otro medio social, podría haber sido una escritora.
—El chiste es platicar, comadre, para no estar uno serio.
Cuando paramos de reír, pensé que ése sería un buen momento para preguntarle qué pensaba del título que me proponía darle a la edición del libro en español: Cuéntame algo, aunque sea una mentira.
Al principio Esperanza me mira sin expresión alguna.
—Yo no sé nada de eso, comadre. Póngale el título que usted vea mejor.
—¿Sí recuerda, comadre, que le gustaba decir eso cuando platicábamos?
—Sí, así es, comadre. Así se dice: platícame algo, aunque sea una mentira.
Me gustó su versión mexicanizada, que convertía el cuéntame en platícame.
—Se dice así, platícame algo, aunque sea una mentira. El otro dice, ¿qué te voy a platicar? Y uno le contesta: pues platícame algo, aunque sea una mentira. Porque uno de por sí es feo. Y luego, si uno está haciendo mala cara, es peor. Para no estar uno serio, no estar tan feo, es mejor platicar una mentira y reírse un poco.
—¿Así que le gusta este título para el libro, comadre? ¿Más que el otro título? ¿Más que Mujer traducida?
—Sí, así está bien.
—Y dígame, comadre, ¿me quiere acompañar a las presentaciones del libro cuando salga? A lo mejor podemos ir juntas a alguna feria del libro.
—¿Cómo, comadre? No entiendo. ¿Adónde la voy a acompañar?
—Pues a lo mejor aquí en San Luis. Y también en la ciudad de México. Así la podrán conocer a usted las personas que van a leer sus historias.
—Bueno, si Dios nos da licencia…
—De seguro le van a preguntar por qué me contó a mí su historia.
—Si me preguntan por qué se la platiqué a usted, entonces les digo que porque a usted le gustó y fue grabando todo y así le conté toda mi historia.
—¿Y quiere que se queden los nombres que utilizamos en el libro? ¿Quiere usted seguir siendo Esperanza, comadre?
—Pues sí, ese nombre traigo de nacimiento. Primero soy San Benigno y luego Santa Esperanza. Sí, comadre, déjelo como está.
—¿Así que está de acuerdo con todo?
—Sí, comadre. Todo está bien.
Habían bastado unos cuantos minutos para que yo obtuviera respuesta a todas las preguntas que quería hacerle a Esperanza. Ella confiaba en mí. No dudó un solo momento que yo la trataría dignamente en mi libro. Me sentí honrada con la fe que tenía en mí. Me dio un ejemplo de humildad.
En ese momento, Mario, que había aprendido música por su cuenta, tenía que salir para dar una clase de guitarra en la secundaria del pueblo. Tras pasar una temporada trabajando en los Estados Unidos, decidió trabajar en el campo, pero ahora eso ya no le interesaba, y actualmente dedicaba todos sus esfuerzos a la música. Le pido que nos cante algo y me complace. Luego nos conduce cortésmente hasta la puerta de su casa y sale corriendo cuesta abajo.
El pequeño de Norberta, Miguelito, que recién llegaba del kínder, me miraba con timidez mientras yo hablaba con su abuela, pero ahora tiraba del delantal de Esperanza, susurrando que quería comer algo.
—Venga, comadre. Para que vea mi nueva casa.
Miguelito toma mi mano, haciéndome correr delante de Esperanza.
—¡Comadre Lut! ¡Venga, comadre!
La casa de ladrillos y bloques de cemento de Esperanza se alza sobre una plataforma de piedra, cerca de un árbol de naranja agria que le da algo de su sombra. Para llegar a la puerta hay que subir unos escalones escarpados sin barandal.
—Tenga cuidado, comadre.
Miguelito ya está en el umbral y me apura. Toma mi mano y me enseña una cama con una pila de cobijas de lana dobladas donde duerme con su madre, Norberta. Entre esta cama y la de Esperanza hay una pequeña mesa. En las paredes mi comadre ha colgado las imágenes de la Virgen de Guadalupe, el Niño de Atocha y la Mano Poderosa que estaban en el altar de su antigua casa.
—A todos les tengo fe, comadre.
Esperanza toma una pequeña botella de su armario. Los días en que Norberta va a San Luis Potosí a trabajar como criada, dice, tiene que darle a Miguelito la medicina para sus ataques epilépticos.
—Como estoy yo sola, tengo que atender al nene. ¡Ven, Miguel! Abre la boca. Traga. Va la otra, son dos.
Mientras almorzamos pollo, arroz y tortillas recién hechas, Esperanza me cuenta sobre el coraje que aún siente hacia el viejo sacristán que embarazó a Norberta. Ella era una muchacha virgen a quien le encantaba cantar durante la misa. Soñaba con vivir con un grupo de monjas en la capital, pero el sacristán había destrozado ese sueño.
—Estaba embarazada y ella que no, que no, que nadie la había tocado. Hasta que le dije, tú me vas a decir quién te agarró. ¿Quién es? Y me dijo, el Orlando me agarró a fuerzas. Y yo, ¿ese viejo? ¿Por qué no me habías dicho desde enero? Ya es mayo. El viejo vino aquí a verme. ¿Pa’ qué me quieres? Yo estaba con la rabia. Pásale para no estar aquí en la calle. Se sentó en un bote. Y le empecé a decir que la muchacha no estaba en sus cinco sentidos. ¿Y qué cree que me contestó el viejo? Me dijo, ¿cómo que no está buena? ¡Está buenota! Y se agarraba los muslos. Vino a burlarse a mi casa. Yo tenía el cuchillo en el lavadero, ¡y unas ganas de darle! ¿Por qué hiciste pecar a la muchacha en la iglesia? Por amor, dijo, Diosito nos va a perdonar. Y le dije, ¡yo te voy a demandar! ¡Vas a ver!
Cuando Norberta dio a luz el hombre pagó los gastos, pero posteriormente mi comadre le tuvo que pedir que trajera pañales desechables para el bebé. Trajo un paquete de pañales y unos cuantos metros de franela, diciendo: a ver si le gusta al niño. Mi comadre le aventó la tela a la cara. ¿Qué mugre le trajiste? La semana siguiente trajo una andadera que ella le pidió, pero sin el asiento, sólo el armazón con las ruedas. ¿Y el nene qué? ¿Va a andar parado? ¿No le puedes comprar una nueva? ¿La sacaste del basurero? ¿Te burlas de mí, verdad?
Durante la conversación Miguelito se mostró inquieto. Se levantó de la mesa y sacó juguetes de las cajas debajo de su cama para enseñármelos. Casi no probó bocado. Esperanza le dijo varias veces que se sentara a comer, pero no hizo caso.
—Él es hijo de violación. Mi hija fue violada.
El niño había captado estas terribles palabras, y aunque no podía entenderlas todavía, yo sentí que una sombra momentánea oscurecía sus límpidos ojos inocentes. ¿Habría de crecer, como Esperanza, con un odio hacia su padre que le quemaría las entrañas como el fuego?
—Bajé a la presidencia y lo demandé. ¿Por qué demandas a este señor? La agarró dentro de la iglesia, dije, y no es de mi parecer. Hasta parientes somos. Su muchacha la van a llevar a que le hagan unos estudios, dicen. Se dieron cuenta que sí fue violación… Salió la verdad que fue violación. El viejo ya está en la cárcel. Sus hijas vinieron a pedirme que retirara la demanda. Que dejara salir a su papá. Y fíjese que no.
Esperanza retira los platos de la mesa. Regaña a Miguelito por haber dejado su plato lleno.
—El presidente de México ayuda a la gente pobre. Él es el papá del nene. A Norberta le dan 300 pesos cada dos meses, como seguro popular.
Miguelito, que había salido a correr afuera, regresa de repente con una bolsa llena de dulces y de galletas rellenas de malvavisco, y me la pone en las manos. Es el regalo que se les da a los invitados en las “levantadas” navideñas. Esperanza queda sorprendida de que me haya regalado su tesoro de dulces.
—¿Se lo quieres dar a mi comadre?
—¡Sí, a la comadre Lut!
El niño tenía buen corazón. Me pasó por la mente que iba a estar bien. A pesar de todo y de todos, este niño algún día encontraría la forma de hacer felices a las personas cercanas a él. Pero mi comadre parecía estar resuelta a no permitir que su nieto olvidara sus tristes orígenes. También estaba decidida a deplorar su propio destino ineludible: siempre estar llena de corajes, siempre ser una guerrera.
—Está por escrito. Violación. Así salió en el periódico. El violador de Mexquitic. El viejo todavía está allá adentro. Así está el asunto. La violó el viejo. Las hijas le clavan mucho la vista al nene. Todos estos corajes son los que me están acabando, comadre.
Calla y queda pensativa. Ya no puede pronunciar palabra, como si desconfiara de las palabras, cosa bastante inusual en ella. Sus cuitas parecen abrumarla de repente. Platícame algo, quería decir yo, aunque sea una mentira. Pero respeto su silencio, un silencio tan tierno como sólo puede serlo la verdad. La verdad es algo muy tierno.
Con ademán impaciente, se frota las palmas de las manos en los ojos, que están apenas humedecidos. Miguelito, con un extraño sexto sentido, comprende que su abuela está melancólica.
Como un imán, el niño se le pega al cuerpo, metiéndose bajo el delantal. Ella ni lo besa ni lo abraza, pero no rechaza su intento de consolarla.
—No le quiero dar demasiado cariño, comadre. Estoy vieja. No quiero que me extrañe después, cuando ya no esté.
A lo largo de nuestras conversaciones de muchos años, jamás pude lograr que Esperanza me hablara del amor. Cuando en una ocasión le pregunté si alguna vez había estado enamorada, rió a carcajadas. Rechazaba como si fuera veneno toda manifestación de sentimentalidad. La palabra amor parecía no existir en su vocabulario. Pero yo podía ver que amaba a su nieto. Aunque la enfurecía cómo había llegado al mundo, sí lo quería. Lo quería tanto que se había propuesto darle menos amor, a fin de que no sufriera, que no la extrañara cuando ella muriera.
Ama a este niño, mátalo de amor, quería decirle. Ámalo con todo el amor que puedas dar. No guardes nada para ti. Deja que te extrañe cuando te hayas ido. Deja que te busque por doquier, en el polvo rojo bajo los pies y el cegador sol de mediodía sobre su cabeza, deja que sienta la desesperación de saber que tú nunca habrás de regresar.
Yo no le podía decir esto a mi comadre. Conocía sus historias demasiado bien. Sabía que había crecido en la ausencia del amor, sabía que había anhelado el amor toda la vida sin obtener una sola gota. ¡Qué valiente hay que ser para dar amor cuando no has recibido nada de amor tú misma! Finalmente comprendía ahora por qué me había confiado sus historias para que las llevara del otro lado de la frontera, lejos de México. Temía sufrir el repudio de sus compatriotas. Podía aceptar que los gringos la desaprobaran a ella y sus historias. ¿Quién comprende a los gringos, al fin y al cabo? Pero le era insoportable el pensamiento de que su propia gente, la gente cuyo amor más anhelaba y necesitaba, la rechazara.
Esperanza no es una heroína y no es una santa, pero sus historias, rebosantes de mexicanismos multicolores que saltan como confeti de la página, son la esencia de ese México profundo que no podrá destruir la multiplicación de Wal-Marts, MacDonalds y Starbucks. Sus historias son tan mexicanas como los magueyes y los mariachis. Amar a México es amar las historias de mi comadre. Puede ser que gracias a este libro habrá de recibir de sus compatriotas más amor del que jamás haya soñado. Algún día me dijo que quería un libro grande donde cupieran sus historias. Pero lo que realmente quería es un corazón grande. Un corazón lo suficientemente grande como para albergar todo ese amor que durante tantos años ha estado anhelando.
Abril, 2006
Ann Arbor, Michigan