Revisión de
VALENTINA BORREMANS
JAVIER SICILIA
Traducción de
El trabajo fantasma
JAVIER SICILIA
El género vernáculo
MARIANO XAVIER SÁNCHEZ VENTURA Y BLANCO
H20 y las aguas del olvido
JOSÉ MARÍA SBERT
En el espejo del pasado
JAVIER SICILIA
PATRICIA GUTIÉRREZ-OTERO
Primera edición, 2008
Primera edición electrónica, 2013
La historia editorial de los libros que se incluyen en estas Obras reunidas II se refiere en la “Nota bibliográfica”
D. R. © 2008, Valentina Borremans
D. R. © 2008, Fondo de Cultura Económica
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ISBN 978-607-16-1353-0
Hecho en México - Made in Mexico
Prefacio, por Javier Sicilia
Nota bibliográfica
EL TRABAJO FANTASMA
Introducción
I. La colonización del sector informal
II. Los valores vernáculos
Cristóbal Colón encuentra al ruiseñor
Nebrija construye el instrumento: 18 de agosto de 1492
El imperio necesita del “lenguaje” como conjunto
El castellano sale de la infancia
Desde entonces la lengua necesita maestros
Una lengua vagabunda, indisciplinada
El habla libre, sin preceptos, encuentra un nuevo aliado en la imprenta
… y hay que ponerle a eso un alto
Lo vernáculo aliado con la imprenta pondrá en riesgo al Estado
En adelante los libros serán vistos y no entendidos
Al servicio de la reina, el castellano sintético remplazará las hablas populares
El habla desarrollada en común, sustituir la lengua dispensada por la Corona
El regazo del “Alma Mater”
El control burocrático como piedra de sabiduría
El experto que necesita la Corona
La lengua inculcada y ya no el nacimiento decide el estatus social
El experto defiende el interés de los súbditos
El proyecto de Nebrija escandaliza a Su Majestad
La guerra contra la subsistencia
El desarrollo de una sociedad de la necesidad normalizada
III. La represión del dominio vernáculo
El ocaso de los valores vernáculos
La primera necesidad universal de un servicio profesional
El control de los profesionales sobre la naturaleza de los servicios que responden a “necesidades”
El origen de la “lengua materna”
La edad de las necesidades definidas por la mercancía
El costo de la lengua materna que se enseña
Destrucción de clase del habla vernácula
La “producción” de la lengua materna
El saber vernáculo como actividad de subsistencia
La lengua materna como mercancía
Falsificación de lo vernáculo
La innovación técnica y lo vernáculo
El monopolio radical sobre la lengua materna que se enseña
Tabúes
La expansión de la economía fantasma
Bibliografía
IV. La investigación convivencial
“Science by people”
Hugo de San Víctor
La ciencia como remedio
Las artes mecánicas como imitación de la naturaleza
Tecnología crítica
Nota
Bibliografía
V. El trabajo fantasma
Guía bibliográfica: La historia de la escasez
Sobre el “deseo mimético”: la modernización de la envidia
Economías hiper-productivas de mercancías por oposición a las economías de subsistencia
Desempleo
El hogar, el “quehacer doméstico”
La génesis de este ensayo
La subsistencia
Semántica del “trabajo”
La colonización lingüística
Hannah Arendt y el trabajo servil
El trabajo y la Iglesia
Las actitudes medievales hacia la pobreza y el trabajo
La percepción no económica de la pobreza
La destrucción de la cultura europea tradicional
La alquimia moral
La economía moral
Cuatro tipos de la división del trabajo que no hay que confundir
División sexuada del trabajo
La pareja moderna y la familia nuclear
La familia como institución policiaca
El diagnóstico de la “mujer”
De ama de casa a doméstica
Los travestismos del trabajo fantasma
EL GÉNERO VERNÁCULO
Introducción
I. Sexismo y crecimiento económico
II. El sexo económico
La economía aparente
La economía inaparente
El trabajo fantasma
La feminización de la pobreza
III. El género vernáculo
Una complementariedad ambigua
El sexismo sociobiológico
La trampa del rol de los sexos
IV. El género y la cultura
El género y las herramientas
El género en los tributos feudales, en el comercio y en los oficios artesanales
El género y el parentesco
El género y la unión conyugal
V. Los dominios del género y el medio vernáculo
Espacio, tiempo y género
El cuerpo y el género
La procreación y el género
La influencia del género
El género y el universo conceptual
El género y el habla
VI. El género a través del tiempo
El género y la transgresión
La exaltación de lo heterosexual
La iconografía del sexo
VII. Del género dislocado al sexo económico
H2O Y LAS AGUAS DEL OLVIDO
Reflexiones sobre la historicidad de la materia, aquello de lo que las cosas están hechas
Agradecimientos
Un lago en Dallas
El desnudo en la bañera
La historicidad de la “materia”
El agua como “materia”
El espacio de la morada: ni nido ni garaje
La creación ritual del espacio
El espacio “maternal” de Platón
El espacio motonivelado
El espacio in-discreto y la pesadilla
El espacio interior y el “afuera”
Aguas elusivas
La división de las aguas
La naturaleza dual del agua: pureza y limpieza
Las aguas del Leteo
El estanque de reflexión de Mnemosina
El acueducto y el alfabeto secan a Mnemosina
Las in-discretas obras hidráulicas de Roma
Harvey inventa la circulación
La suciedad de las ciudades
El aura de las ciudades
El olor de los muertos
La utopía de una ciudad inodora
El miasma como exhalación de gas
Defecación e intimidad
Los osmólogos descubren el olor de raza y clase
La nariz educada: vergüenza y turbación
El perfume y la domesticación del aura
Se adopta el agua para el toilette
El fértil abono nocturno de París
Las contaminantes alcantarillas de Londres
Las obras hidráulicas inundan los hogares norteamericanos
El WC integra la cultura de los Estados Unidos
La pérdida del agua de los sueños
EN EL ESPEJO DEL PASADO
Conferencias y discursos, 1978-1990
Introducción
PRIMERA PARTE
Por un desacoplamiento de la paz y el desarrollo
El derecho a la dignidad del silencio
Yo también decidí observar el silencio
Opciones fuera de la economía: para una historia del desecho
El silencio forma parte de los ámbitos de comunidad
El arte de habitar
El mensaje de la choza de Gandhi
Desvalor
El foro del profesor Tamanoi
Designar un mal
La entropía como metáfora en oposición a la entropía como análogo reductor
El desvalor por oposición a la entropía
La parábola de los “desechos” de México
El terremoto de la ciudad de México
La historia del desecho
El desvalor en oposición al desecho
Las tres dimensiones de la decisión pública
La némesis del desarrollo
Tres juegos de opciones
El nacimiento y el declinar del trabajo asalariado
Esclavitud de los productos estandarizados
Encadenados a las “necesidades”
Misioneros y consortes
El trabajo fantasma
La colonización del sector informal
Opciones realistas
SEGUNDA PARTE
La esfera educativa
La historia del homo educandus
La lengua materna enseñada
TERCERA PARTE
H2O y las aguas del olvido
Por un estudio de la mentalidad alfabética
La mentalidad alfabética en el iletrado
La institución escolar
Constitución y evolución de una esfera mental
La revolución del alfabeto
Otra revolución: el texto
La individualidad, la conciencia y la memoria laicas
Exilio de la mentalidad alfabética
Mnemosina: la huella de la memoria
Pasados diferentes
La cultura-Mnemosina
La escritura como un puente
El final del antiguo pasado en el siglo XII
Al igual que los bosques, la memoria se muere
Comparación entre tres tipos de páginas
El final del texto libresco
El cangrejo de Ludolf Kuchenbuch
El alfabetismo informático y el sueño cibernético
CUARTA PARTE
Doce años después de Némesis médica. Por una historia del cuerpo
La construcción institucional de un nuevo fetiche: la vida humana
Parálisis del lenguaje en un mundo bajo gestión
Sentimentalismo epistémico
El Evangelio de la Vida
Cinco observaciones sobre la historia de la vida
Ética médica: un llamado a desmontar la bioética
JAVIER SICILIA
Para Valentina
Conocí personalmente a Iván Illich en la década de los noventa. Hasta entonces su presencia había pasado por mi vida a través de la fama de lo que primero fue el Centro de Investigaciones Culturales (CIC)1 y, más tarde, el Centro Intercultural de Documentación (Cidoc), y de sus obras que me deslumbraban y me permitían dar forma a muchas de las intuiciones que Gandhi y su discípulo católico Lanza del Vasto me habían despertado.
Aquel día, una mañana de verano, me encontraba con Valentina Borre-mans —su gran colaboradora y cofundadora con él del Cidoc2— tomando café en ese hermoso jardín pueblerino de su casa de Ocotepec, cuando desde el fondo, donde se encuentra la biblioteca, lo vi salir gesticulando como alguien que leyera y dialogara con el mundo con todo su cuerpo. Se dirigió a donde Valentina y yo nos encontrábamos y abriendo los brazos me estrechó como si nos conociéramos desde siempre, como si con ese gesto confirmara no sólo una elección, sino su profundo diálogo con todo lo viviente.
Me emocionó abrazar a ese hombre que de manera fugaz había visto en fotos y cuyo pensamiento me fascinaba. Había en esa calidez, en esa vivacidad de sus movimientos —el de su cabeza y el de sus ojos eran semejantes a los de un pájaro cuya rapidez capturaba cada parte de lo que lo rodeaba y tenía enfrente— una íntima correspondencia con su escritura: en la vivacidad de su cuerpo podía contemplar y sentir lo que su estilo me había revelado ya: el movimiento rápido y profundo que aparta las evidencias primeras de las percepciones para llegar a lo esencial, a lo sorprendente, a lo que estaba allí pero nadie había visto, “al ángulo ciego de la visión del otro”.
Se sentó frente a mí e inmediatamente tomó mi mirada. Ese hombre que me veía del otro lado de la mesa ya no era el famoso Illich que, durante el periodo del Cidoc (1961-1976), observado por las mejores mentes de su época y seguido por la prensa mundial, había animado, a través de su conversación, de sus seminarios y de lo que él llamaba sus panfletos (Alternativas, La sociedad desescolarizada, Energía y equidad, La convivencialidad y Némesis médica)3, los grandes debates sobre lo que hoy es uno de nuestros más grandes flagelos: la contraproductividad de las instituciones modernas, sino, como lo refieren Jean Robert y Valentina Borremans, Iván —que después del cierre del Cidoc4 se alejó de las candilejas para volverse una especie de filósofo itinerante—, “el amigo hospitalario, el colega cuya intuición abría nuevas pistas y alentaba por su ejemplo, sus consejos y sus correcciones, la prolongación de conversaciones en indagaciones disciplinadas”,5 y cuyas luces sus amigos y colegas continúan profundizando; el hombre que había escrito y continuaba escribiendo los libros que forman parte de este segundo volumen.
No me asombraba la vivacidad con la que me interrogaba sobre el misticismo que, so pretexto del libro que entonces yo escribía sobre Concepción Cabrera de Armida,6 había surgido como tema de nuestra conversación, ni la manera en que se apasionaba por una idea o abría un boquete allí donde yo sólo veía una evidencia incuestionable, y que no hacía más que confirmar la fascinación de mis primeras impresiones. Me asombraba, en cambio, la enorme bola que había crecido en el lado derecho de su mejilla —un cáncer, según la ciencia médica—, una bola para ese hombre que había hecho la crítica más lúcida a la iatrogénesis de las instituciones médicas7 y que, desconfiando de la tiranía médica —que, al concentrar el diagnóstico y la prescripción en el poder de su gremio, usurpaba el sentido común y la autonomía de la persona para enfrentar la enfermedad—, había decidido asumir la gran ascética del “arte de sufrir” y combatir el dolor de otras maneras. Me asombraba también y me conmovía la forma en que a fuerza de dolor la vivacidad de ese hombre decaía lentamente en la conversación.
En un momento en que el dolor se hizo insoportable, se levantó y diciendo, “me permite unos minutos”, se alejó rumbo a la biblioteca para volver media hora después con una atenta vivacidad recobrada.
Sabiendo de su buen humor, la segunda vez que volvió a levantarse me atreví a decirle: “Mire, Iván, no soy agente de la DEA ni hombre de prejuicios. Conozco su pensamiento y…” No me dejó continuar. Sonrió y me invitó a acompañarlo a la biblioteca: una larga construcción de adobe y piedra donde los estantes y los corredores, sabiamente ordenados por la mano de Valentina, me recordaban una biblioteca monástica. En el extremo derecho, donde la biblioteca se interrumpe, sobre un pequeño claro de grandes ventanales acompañados por el rumor de una fuente de piedra, estaba el estudio: un camastro, un escritorio de madera de pino, libros, un par de teléfonos, una lap top—únicos objetos extraños en aquella estética de la pobreza— y una mesita aderezada con miel, frutas secas, un cabo de vela, popotes, un pequeño papel de aluminio y una extraña resina.
Se sentó en flor de loto sobre su camastro y me invitó a sentarme en un pequeño sillón del otro lado de la mesita. El dolor se había intensificado en su rostro. No obstante, dominándolo, encendió el cabo de vela y bendijo aquella mesa con una voz lenta, pausada, que emanaba de una profunda vida espiritual: “Padre, te doy gracias por la amistad que me acompaña, por la fruta que vamos a compartir, por la alegría y la tierra que pisamos; te doy también gracias por el opio que me permite seguir trabajando”. Compartimos el opio y la fruta, y sentados en flor de loto nos sumergimos en una larga y silenciosa meditación.
Cuando retomamos nuestra conversación, su rostro se había distendido y había vuelto a él esa penetrante vivacidad que lo caracterizaba. Ni el opio, ni el yoga, ni los dos juntos, como me lo compartió, le quitaban el dolor, pero lo ayudaban a distanciarlo, a mantenerlo en los límites de lo tolerable para seguir pensando y abrazando la vida.
Aunque a lo largo de mi historia he conocido hombres de una profunda fe, debo confesar que nunca, como en aquel momento y en las veces que recé a su lado, he sentido con tal peso la experiencia de la sentencia de Jesús: “Donde dos o más se reúnen en mi nombre ahí estoy yo”. Era como si ese hombre, que vivía y comprendía como pocos el misterio de la ensar-kosis—de la encarnación—, poseyera a través de su voz, de la manera en que encaraba su sufrimiento, se recogía y se dirigía a Dios o argumentaba iluminando los ángulos ciegos de nuestra mirada, una llave que permitía que las percepciones de nuestra carne volvieran a adquirir su sitio. O, en otras palabras, como si en su presencia, la deformidad moderna de nuestras percepciones que, sometidas a un conjunto de mediaciones institucionales y de herramientas heterónomas —llámense escuela, asilo, hospital, transporte, televisión, etc.— inhibieran nuestra relación carnal con el prójimo y el entorno, quedaran vulneradas y volviéramos, en esa humildad, a ver, a sentir, a oler y a experimentar el vínculo carnal que nos une a otro.
Quizá de ese don emanaba la atracción que producía en hombres y mujeres de todo tipo; quizá de ese don también le venía la heterogeneidad de temas que abordó y la posibilidad de acercarse a su pensamiento desde muchos ángulos.
¿Desde dónde hacerlo hoy?
Albert Camus decía que la obra de un hombre gira en torno a dos o tres ideas sobre las que su alma se abrió por vez primera al mundo. Yo, desde aquel encuentro, tengo para mí que tanto la obra de Illich —el hombre conocido del público, creador de los “panfletos” del periodo del Cidoc— como la de Iván —“el amigo, el gran rastreador de ideas, el ‘inventor de la ciencia que aún no existe’”, el hombre que compartió conmigo su intimidad y su oración— nacieron de una sola, de esa magnífica experiencia de la ensarkosis (encarnación).
La afirmación puede parecer chocante a quienes, hijos de la posmodernidad, no pueden o no saben mirar las sutiles correspondencias entre el aquí, el allá y el más allá, es decir, para quienes (habitantes de un mundo que, por toda suerte de mediaciones técnicas, se ha vuelto en nuestra percepción espacial y ajeno a la proporción —es decir, a las relaciones apropiadas de nuestros sentidos con lo real—) todo es signo de signo de signo sin referencia a un sentido y a un orden, y para quienes, por lo mismo, una interpretación hecha desde la fe sólo puede estar fuera de lugar. ¿Qué tiene que ver, me dirán esos hombres, el gran crítico de la institución clerical, y de sus hijas bastardas, las instituciones modernas; el historiador de lo que las herramientas hacen y dicen en el hombre y su entorno; el analista de esas extrañas formaciones sociológicas llamadas las profesiones; el hombre que analizó la historia moderna a la luz del género y cuyas aseveraciones mal entendidas le valieron la repulsa de varios grupos feministas; el implacable desmantelador de los axiomas de la economía moderna y su sombra: el trabajo fantasma; el historiador de las percepciones y de sus alteraciones en las eras de la instrumentalidad y de los sistemas; qué tiene que ver ese hombre con el ámbito de la fe cristiana y la teología?
Y yo respondería: todo. Para mí, a Iván Illich le sucedió lo mismo que a Juan el Evangelista: se le concedió ver los profundos sentidos del misterio de la Encarnación y padecer su reverso atroz: el misterio que nace de su corrupción: el mal.
Pero si Juan narró su visión para el mundo griego de manera poética en dos libros tan luminosos como escandalosos, El Evangelio y El Apocalipsis, Illich lo hizo a lo largo de una obra rigurosamente histórico-filosófica, pero no por ello menos luminosa y escandalosa, en la que apenas se insinúa ese contenido.
La razón de este silencio —que sólo muchos años después, hacia el final de su vida, reveló en la entrevista que le hizo David Cayley para la radio canadiense8— es triple. Primero, Illich, como el moderno y profundo hombre de fe que fue —un hombre de fe cuya intuición primera se encuentra en las esferas de la experiencia mística—, sabía que para hablarle a un mundo en el que la fe dejó de existir y hablarle desde esa fe, había que hacerlo con una actitud apofática, es decir, no revelando la fuente fundamental de donde emana su decir.
Segundo, porque la libertad con la que el historiador expresó ese decir de su fe, le impedía hablar como teólogo: “En la historia reciente de la Iglesia católica romana —revela en aquella entrevista—, quien pretende hablar como teólogo se reviste de la autoridad que le confiere la jerarquía. Yo no pretendo estar investido con ese mandato”.9
Tercero, porque ese misterio del mal que veía desprenderse de la corrupción de la encarnación, “un mysterium que sólo puede asirse a través de la revelación de Cristo”, debía, por una fidelidad a su época y para hacerlo accesible al sentido común, “estudiarlo como historiador, sin recurrir a la fe ni a la creencia, sino sólo a un cierto poder de observación”.10
En este sentido, puedo decir que la visión del hombre de fe estuvo siempre iluminando la rigurosa reflexión histórico-filosófica de su obra.
Si por la intuición de la corrupción de la ensarkosis, que es imposible ubicar históricamente en su vida, pero que podemos rastrear ya en los primeros escritos de Alternativas,11 con los que se da a conocer, sale de sí y busca sus quiebres en la historia, por la reflexión histórica entra en sí mismo y denuncia la corrupción de la encarnación como un mal sin precedente oculto bajo todas las formas de bondad que nuestra sociedad —ya sea desde la izquierda o la derecha, desde la religión o el ateísmo, desde la legalidad del poder o la clandestinidad de la disidencia— legitima.
De ahí su escandalosa novedad, su devastadora presencia que lo hizo tan popular en el mundo en los años del Cidoc, y cuando ese mundo volvió aterrado su mirada ante los argumentos de Illich, tan olvidado —hasta el grado de haberlo creído muerto— durante sus años más fecundos en que, después del cierre del Cidoc, se convirtió en un filósofo itinerante que levantaba su casa en cualquier parte del mundo.
¿Qué había visto ese hombre, en el orden de su fe, para haber despertado en él a ese “cazador de brujas” modernas, como alguna vez se definió frente a una periodista? ¿Qué luz y qué horror se le concedió ver para haberlo convertido en ese pensador inclasificable que llegó a demostrar la manera en que, “más allá de ciertos umbrales, la producción de servicios será más devastadora de la cultura que la producción de mercancías lo ha sido de la naturaleza”. ¿De qué dimensión fue esa luz espiritual para haber puesto en marcha al historiador que develó lo que las herramientas hacen en la carne social de las culturas y en las percepciones de los hombres? ¿Qué misterio tuvo que experimentar para explicar con implacable rigor lo que la parábola de El Gran Inquisidor, de Dostoievski,12 concentra poéticamente: la destrucción de la libertad traída por Cristo por parte de la institución clerical y de sus hijas bastardas, las instituciones modernas de servicio: la Iglesia, que administra la vida de las almas criminalizándolas y despojándolas de su libertad en Cristo;13 la escuela que, nacida de las entrañas de esa institución, embrutece, paraliza el libre aprendizaje y cuya estructura piramidal frustra y excluye;14 la energía, que inhibe la libertad de nuestros pies y su relación proporcional con el suelo y el entorno, para hacernos dependientes de dosis cada vez más absurdas y dispendiosas de energía;15 la medicina, que amenaza la integridad de los pacientes, haciéndolos depender de sus instituciones y sus profesionales, y frustrándoles la capacidad para sufrir, sanarse por sí mismos y morir;16 la economía, que al desincrustarse del tejido social, definirse como escasez e invadir todos los ámbitos destruye el género17 y las relaciones proporcionales de la subsistencia, volviéndonos esclavos de la producción del mercado y del consumo, y generando ese trabajo inclasificable y absurdo que llamó “trabajo fantasma”;18 la planificación de la vida, que termina por hacer de los hombres sujetos administrados desde la concepción hasta la muerte;19 los sistemas modernos de la era electrónica, que simulan la aparición de entidades intrínsecamente desprovistas de carne,20 es decir, de cosas “que por no estar en los sentidos no sabrían tener carne […] y que calificará de ‘concretudes desplazadas’”?21,22
En síntesis, ¿de qué densidad espiritual fue aquella intuición que hizo que surgiera en su mejilla esa bola como un misterioso signo del mal?
Una frase de San Jerónimo (347-419 o 420), con la que quería titular el libro que escribiría a partir de la entrevista con Cayley, es reveladora: Corruptio optimi quae est pessima (La corrupción de lo mejor es lo peor).
Visto desde ahí, podría decir que lo que a Illich se le concedió ver es que el inmenso misterio del mundo cristiano por el que Dios se hizo carne, introdujo en el mundo “una floración” inédita: por vez primera en la historia unos hombres “pudieron amar al Dios de la Biblia”, al trascendente, al totalmente Otro, al creador del cielo y de la tierra, al Inefable, a Aquel cuyo nombre es impronunciable, “en su carne”, es decir, en una relación personal, de yo a tú. Dios ya no era una realidad abstracta que se comunicaba con los pueblos a través de sus tradiciones o, en el caso del mundo hebreo, de la palabra del profeta, sino un ser concreto, una persona a la que se podía amar de manera directa y carnal.
El propio San Juan, en su Evangelio, el Evangelio de la encarnación, dice que se sentó a su mesa, lo escuchó, lo tocó, recargó su cabeza contra su pecho y aspiró su aroma. Dice también que quien lo mira a él, mira al Padre, y que quien ama a su prójimo lo ama a él en ese otro. Pero también, y al mismo tiempo, se le concedió ver la posibilidad de un mal tan inédito como el bien que había llegado, el misterio de un mal que no habría podido suceder si no hubiera en la historia de la salvación una altura contraria correspondiente.23 Illich vio que sólo una tradición que llegó a las alturas espirituales que nacieron de la Buena Nueva podía haber engendrado una civilización cuya inhumanidad —manifestada siempre como un bien lleno de seducciones y bondades— y profundidad abisal desconocen las tradiciones no occidentales; una civilización que en su fase globalizadora se extiende como un incendio que amenaza con devorar todo bajo un totalitarismo de instituciones hiperadministradas.
Lo que se le concedió ver es que ese acto tan gratuito como sorprendente que sucedió hace 2 000 años en Palestina, cuando un ángel se apareció a una muchacha para decirle que el Inefable se volvería en su vientre una persona viva y humana como cualquiera de nosotros,24 no es sólo un conocimiento extraordinario, que la tradición cristiana llama fe y que sobrepasa la historia, sino también un acontecimiento que al entrar en ella “la modificó de manera irreversible”, al grado de engendrar en su corrupción el mundo en el que ahora vivimos y que tan admirablemente el historiador documentó y el filósofo denunció.
Para Illich, el mysterium iniquitatis (el misterio del mal), que San Pablo anuncia en la segunda epístola a los Tesalonisenses (2, 3-8) —“[…] Que nadie los engañe de ninguna manera. Primero tiene que venir la apostasía y manifestarse el Hombre impío, el Hijo de Perdición, el Adversario que se eleva sobre todo lo que lleva el nombre de Dios o es objeto de culto, hasta el extremo de sentarse él mismo en el santuario de Dios y proclamar que él mismo es Dios […] Porque el misterio de la iniquidad ya está actuando”—, ese género misterioso de perversión y de inhumanidad que los cristianos de la primera generación llamaron el Anticristo, va formando su rostro en esa corrupción de la Encarnación que, si bien había hecho añicos el entramado antiguo en cuanto a los presupuestos —el pueblo o la familia—, en el seno de los cuales se debía o se podía amar, introduciendo la libertad para hacerlo,25 también introdujo un peligro: “La tentación de administrar y, al final de cuentas, reglamentar ese nuevo amor, creando una institución que lo garantizara, lo asegurara y lo protegiera [para todos], criminalizando su contrario.
“Así apareció, al mismo tiempo que esa capacidad de dar libremente una parte de sí, la posibilidad de ejercer un tipo de poder de una especie también radicalmente nueva: la de quienes organizan la cristiandad y se sirven de esa vocación para reivindicar su superioridad en tanto institución social: poder reivindicado, primero, por la Iglesia; luego [a lo largo del tiempo y con la secularización] por numerosas instituciones seculares creadas en el mismo molde”.26
Lo que surgió como un acto gratuito y libre de Dios y de aquella muchacha cuando en la soledad de su alcoba pronunció el fiat, se transformó grotescamente, en la interpretación institucional de la Iglesia, en un acontecimiento necesario, predeterminado e ineluctable que había que normar y administrar poniendo a todos bajo su control.
Para nosotros, modernos, hijos de siglos de control institucional, es decir, de sometimiento al bien que nos quieren traer las instituciones que cuidan nuestras vidas, esa perversión de la caridad, que Illich mira con la clarividencia de los hombres de la primera generación cristiana, es difícil de comprender. Semejantes al pez de la parábola oriental, que inmerso en el agua no sabe que está en ella ni puede decir nada sobre ella, nosotros, a fuerza de vivir administrados por la Iglesia o el Estado, hemos perdido la noción de esa otra agua en la que también estamos inmersos, la de la gratuidad, que llegó con la encarnación, es decir, el sentido del don, de lo que llega como una respuesta libre a un llamado y no —a la manera de los procesos institucionales— como suministro a una demanda o como respuesta a una causa determinante.
La gratuidad que Illich ve en la encarnación, lejos de suministrar algo que se requiere, es innecesaria, se da porque sí, como el verdadero amor, y también así se recibe. “Desde la amonestación de Dios a Abraham hasta Jesús que aborda a Felipe diciéndole: ‘Soy yo’ (pasando por la revelación del ángel y el fiat de María), el Evangelio exige de su lector que reconozca en lo que evoca el hecho no de la necesidad o del azar, sino de un don sobreabundante, libremente ofrecido y libremente aceptado.”27
Esta revelación, profundamente misteriosa, Illich la descubre ilustrada en las parábolas de Jesús sobre el Reino, pero en particular en la del buen samaritano —esa historia que Jesús narra en respuesta a la pregunta que un legista, es decir, un experto en la ley mosaica, le hace: “¿Y quién es mi prójimo?”—. La parábola, recogida por San Lucas, nos es muy familiar: Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de salteadores que, después de despojarlo y golpearlo, lo dejaron medio muerto.28 Pasaron junto a él, primero, un sacerdote; luego, un levita, que al verlo se apartaron del camino. Por último pasó un samaritano —que quienes escuchaban a Jesús debieron haber identificado con un enemigo, un renegado despreciable que, natural de un reino septentrional de Israel, no sacrificaba en el templo como lo prescribía la ley—. Éste se vuelve hacia él, lo mira, entabla con él una posible relación de amistad, cura sus heridas, lo lleva a una posada, lo cuida y paga al posadero por lo que queda de su convalecencia.
La domesticación que nuestras sociedades han hecho de la palabra samaritano como alguien que ayuda a alguien, le ha quitado, dice Illich, lo que la parábola tenía en su momento de chocante, un desagrado que sólo podemos ver si sustituimos al samaritano por un palestino que hoy en día, en el marco de la guerra del Medio Oriente, ayudara a un judío o por un chiita que hiciera lo mismo por un soldado norteamericano herido que ocupa su territorio. Para Illich, el samaritano que nos propone Jesús es así “un hombre que no solamente sale de su preferencia étnica en ayuda de un semejante, sino que, en una especie de traición, tiene conmiseración de un enemigo. Mediante ese gesto tan peligroso, el samaritano ejerce [esa] libertad radical”29 que está contenida en la encarnación.
Esta historia, que responde a una pregunta particular, “¿quién es mi prójimo?”, fue leída a partir del siglo IV, es decir, cuando la Iglesia se volvió imperial con Constantino y cayó en la tentación de administrar y reglamentar ese nuevo amor, como una respuesta moral a otra pregunta que es radicalmente ajena al Evangelio: “¿Cómo debo comportarme con mi prójimo?” Mientras Jesús respondía al mundo antiguo —que acostumbraba mirar como prójimo al que pertenece al mismo ethnos y participa del mismo ethos—, con un acto gratuito de elección, y sostenía que el amor no es una regla moral cuya falta se criminaliza, sino la relación más auténticamente humana y —en la medida en que somos imagen y semejanza de Dios— divina, es decir, “una libre creación entre dos personas que sólo llega si algo viene a mí a través de otro en su presencia corporal”,30 la Iglesia de Constantino lo volvía un deber moral que la institución Iglesia debía administrar para el bien de todos.
De hecho, antes de ese acontecimiento, durante los primeros años del cristianismo, era costumbre en cualquier casa cristiana tener aparte del consumo familiar un guiso, un cabo de vela y un poco de pan por si el señor Jesús llegara a tocar la puerta en la persona de un desconocido sin techo, de un extranjero. Sin embargo, cuando Constantino reconoció a la Iglesia no sólo “confirió a los obispos el mismo rango que a los magistrados en la administración imperial,31 sino [también] el poder de fundar órdenes de derecho social, comenzando por las órdenes llamadas caritativas, que iban en ayuda de personas que se consideraban como ‘prójimos’ privilegiados. Se trataba, por ejemplo, de casas financiadas por la comunidad, que se destinaban a acoger a los sin ley que (desde entonces) se confiaban a una institución y ya no a la iniciativa espontánea” y gratuita de alguien,32 y que cuando aparecieron suscitaron la indignación del Padre de la Iglesia Juan Crisóstomo (347?-407), que en un sermón denunció la creación de esas casas para extranjeros. Para Crisóstomo, esa incipiente forma de institucionalizar la caridad haría perder a los cristianos la costumbre de reservar un lecho y un pedazo de pan para el extranjero y, en consecuencia, haría perder a esos hogares su condición cristiana.
Lo que Crisóstomo entrevió, Illich lo mira desde el otro lado con un horror que tal vez Crisóstomo, que miraba al Anticristo en las formas administrativas que la caridad asumía en su tiempo, no podía haber imaginado: la complejidad del entramado institucional para atender a pobres, enfermos, abandonados, etc., se convirtió, con la secularización y el desarrollo del industrialismo, en esa red siniestra del Estado y de las industrias proveedoras de servicios de la que todos dependemos y en la que todos competimos sin ninguna relación carnal con nuestro prójimo.
Si Grecia, la Roma antigua o el Israel anterior a Jesús no concebían la gratuidad de la amistad ni tenían nada comparable a esa apertura al prójimo que llegó con la Encarnación, el Occidente cristiano no se concibió sin esa profunda voluntad de institucionalizar ese amor y tomar a su cargo todo tipo de personas necesitadas. La misma sociedad industrial y democrática no podría haberse desarrollado sin esa voluntad de servir al hombre, de salvarlo, de hacer todo por él. Desde la administración de su alma hasta la administración de sus “necesidades” corporales, la institucionalización de la caridad y su control reglamentario crearon formas de dependencia terribles que derivaron en las sociedades modernas y seculares de servicios donde clerecías de toda clase administran nuestra existencia o nos despojan de ella.
En esa forma, dice Illich, “la sociedad de servicios moderna —base fundamental de nuestra vida social y religiosa— responde a ese deseo [de la Iglesia institucional] de establecer y extender la hospitalidad cristiana [el gesto del samaritano] a todo el mundo. Pero al mismo tiempo generó su perversión, pues ese recurso al poder y al dinero para proporcionar un servicio privado, priva, al acto personal de elegir al otro como prójimo, de la libertad que le confiere la parábola del samaritano [y del misterio gratuito de la encarnación y del don de la redención], suscitando nuevas necesidades en materia de servicios que jamás pueden ser satisfechas y, en consecuencia, un tipo de sufrimiento desconocido fuera de la cultura occidental de inspiración cristiana”.33
Illich supo mejor que nadie que en las sociedades de servicio altamente desarrolladas —esas que se presentan a las nuestras como el paradigma que debemos esforzarnos por alcanzar cueste lo que cueste—, la institucionalización de la caridad ha alcanzado el interior mismo de la casa. En esas sociedades ya no queda sitio para el anciano, que es enviado a los asilos, o para el enfermo, que es enviado a los hospitales. Nada en el sitio privilegiado del amor, el hogar —el último rostro en la urbe de la vida comunitaria—, queda del misterio de la gracia que se traduce en gratuidad.
En tanto homo æconomicus, el hombre de hoy, administrado por las instituciones modernas y sometido a servicios que debe adquirir o suministrar a cambio de honorarios, ha perdido la más mínima de las gratuidades, la que debemos a los nuestros.
No es que hayamos dejado de pensar en el prójimo. Pero éste se ha vuelto una realidad abstracta y desencarnada que administran las instituciones o que nos presentan los medios de comunicación: un prójimo que no está en casa, que ha perdido su presencia carnal, que no llama a nuestra puerta, y al que atendemos por medio de donativos que van a parar a las instituciones, financiadas por nuestros impuestos, para que realicen por nosotros, de manera tan impersonal como administrativa, el servicio que no podemos o ya no queremos hacer. Así, dice el filósofo católico Charles Taylor, “nos lanzamos a la causa del mes, reunimos fondos para tal hambruna, pedimos la intervención del gobierno en tal espeluznante guerra civil y, al mes siguiente, cuando eso desaparece de la CNN, lo olvidamos”.34
Este mal sin precedentes —disfrazado de todas las bondades y hermosuras cristianas—, esto, que los primeros cristianos llamaron el Anticristo —es decir, aquel que pervierte los dones de Dios haciéndolos pasar como si fueran del propio Dios—, es el que Illich ve nacer de la corrupción de lo mejor, “el resultado de un recurso al poder, a la organización, a la gestión, a la manipulación de todo tipo y a la ley para asegurar la presencia de lo que sólo puede ser la libre elección de personas que han aceptado la invitación de ver en cada uno el rostro de Cristo”.35
Visto desde esta perspectiva, se comprende entonces el trabajo histórico de Illich. Bajo el peso de esa visión terrible, su mirada no usó, como el evangelista Juan, la poesía para describirla —único recurso que el discípulo amado tenía en su momento para narrar lo que se le imponía a una visión cuyos datos no podía referenciar en su realidad— sino las herramientas de la modernidad en la que nació: el dato histórico, la memoria del libro y la reflexión intelectual—. Porque la encarnación sucede en la historia y es histórica, el mal que de ella emana, y que no es sólo la ausencia del bien, sino el pecado, también sucede en la historia y es histórico.
Pero aclaremos esta palabra que a los oídos modernos suena como otrora sonaba la palabra diablo en oídos cristianos. Para Illich, el pecado no es una falta que debe criminalizarse y castigarse con toda suerte de sanciones —hasta la más terrible: la pérdida del alma y el infierno—, sino algo que acompaña ese mal del que acabo de hablar, “una opción que no existía para los hombres, tomados individualmente y en lo cotidiano, antes de que Cristo nos diera esa libertad de vernos uno a otro como seres rescatados a fin de volvernos semejantes a él”. La traición a esa nueva mirada, a esa nueva manera de mirar al prójimo —relatada espléndidamente en la parábola del buen samaritano— es el pecado. “Porque su dignidad —le dice a Cayley— depende desde entonces de mí y a mí me pertenece realizar esa potencia en acto a través de nuestro encuentro, la negación de su dignidad de prójimo es el pecado, y esta idea de que al no responder cuando usted llama a mi fidelidad yo ofendo personalmente a Dios, es fundamental para comprender lo que está en juego en el cristianismo.”36
En este sentido, la sociedad moderna, que nos arranca esta “projimidad” para entregarla a las instituciones, sus profesionales y sus herramientas, es, para Illich, expresión del pecado y, en consecuencia, maligna. Ahí donde la encarnación dice Dios hecho hombre, prójimo al que, como en la parábola del buen samaritano, amo en una relación interpersonal y gratuita, el mundo nacido de la institucionalización de ese amor dice sujeto administrado, es decir, una persona convertida en objeto sobre el que el médico asume, desde antes de su nacimiento, la responsabilidad, que el técnico en educación, el planificador, el burócrata y nuevamente el médico prolongan, y del que el experto en asuntos funerarios —llámese Gayosso o ISSSTE—tramitan su entierro y su salida del mundo.37 Así, el mundo ha perdido “la idea de que un comportamiento virtuoso es adecuado [es decir, proporcional y carnal] porque las cosas se disponen en un todo coherente”,38 y porque a partir del siglo XVII y a lo largo de los dos siguientes, al bien y su gratuidad se les superpuso el concepto de valor.
De ahí esa lúcida y rigurosa voluntad illichiana de buscar y encontrar en la historia los procesos de esa corrupción, es decir, los puntos de quiebre de aquello que en el orden de la fe se le había concedido mirar y padecer; de ahí esa penetrante fuerza de la inteligencia para develar la perversidad que habita en la aparente bondad de los axiomas modernos y sus instituciones.
De ahí también, en la época posterior al Cidoc, su afán por estudiar las sociedades premodernas y la Edad Media, en particular los siglo XII y XIII. Lo que Illich ve en las primeras es un mundo en donde la comunidad —en sus relaciones de proporción, expresadas en el género, la autosubsistencia y los espacios comunes— se presenta como un lugar óptimo para la encarnación. Si, para el hombre de fe, la comunidad de los creyentes y el prójimo, después de la resurrección de Cristo, son la encarnación del Verbo, el cuerpo y la carne de Cristo —no una relación espiritual, no una fantasía, no un acto ritual generador de un mito, sino un acto que prolonga la encarnación, es decir, el descubrimiento de que al igual que Dios se hace carne y por ello está en relación con cada uno de nosotros por la carne, así también cada uno de nosotros es capaz de entrar en relación mediante la carne, como alguien que dice ego, yo, y, cuando dice ego, abre a otro hombre que ha sido golpeado, como el samaritano de la parábola, una experiencia que es completamente sensual, encarnada y en este mundo— entonces en cualquier comunidad, donde aún subsisten formas de vida proporcionales, el Verbo está siempre listo, dispuesto a la encarnación, que, como lo muestra el primer cristianismo, se experimenta como “reino” o como su posibilidad aquí y ahora.
Por el contrario, en los siglos XII y XIII —esa época que al lado de la institución clerical vio nacer la mística, a Eloísa, a san Francisco, la herejía cátara, el amor cortés, el gótico, a Dante, la filosofía escolástica, el libro, la universidad y la diversidad de formas culturales en las que las sociedades de subsistencia encarnaban el Evangelio en su cuerpo— Illich rastreó un conjunto de cambios fundamentales que avanzaban hacia la corrupción de ese nuevo género de amor: el paso de la causa efficiens (causa eficiente) a la causa instrumentalis (causa instrumental)39 y de la contingencia (la idea de que el mundo depende del amor de Dios, de su voluntad gratuita)40 al control y el mejoramiento mediante la herramienta. En esa época de transición, en la que las artes mecánicas —que aparecieron gracias al aumento de la producción de hierro, a la invención de nuevas máquinas para mover los molinos y a la eficiencia del caballo al que se le dotó de herraduras, arnés, estribo y arado— eran vistas todavía por Hugo de San Víctor como un remedium, un don de Dios, a las consecuencias del pecado, es decir, una manera de encontrar el equilibrio que perdimos con la Caída, empezó a conformarse también otra mentalidad. Por vez primera surgió la idea de la herramienta como un poder del hombre, o mejor, por vez primera en la historia el hombre comenzó a mirar la herramienta y las artes mecánicas como el símbolo de su poder sobre la naturaleza, un poder que, racionalizado mediante instituciones, podía sacar de ella las riquezas que esa madre avara se reservaba para ella y que el hombre necesitaba; un poder, como diría Francis Bacon (siglos XVI y XVII), “para conquistar[la] y subyugar[la], para sacudir[la] hasta en sus fundamentos”.41, 42
Entre esas múltiples innovaciones técnicas que Illich historiza en El trabajo fantasma, su mirada se detiene ampliamente en las reformas sobre las páginas cantantes del codex medieval. En esa investigación, que recoge En el viñedo del texto, etología de la lectura: un comentario al Didascalicón de Hugo de San Víctor—un libro que debería estar incluido en el presente volumen, pero que los editores del FCE decidieron dejar fuera por haberlo publicado en un tomo aparte—43, y que consideraba su mejor obra, Illich no sólo historiza los cambios que permitieron la aparición de ese instrumento óptico llamado el libro, sino, junto con la introducción de la causa instrumentalis, una transformación fundamental en la percepción de la encarnación: el mundo dejó de ser la irradiación de realidades esenciales, que eran la escritura de la gratuidad de Dios en su creación y que había que descifrar a través de la contemplación o de la acústica del texto, para convertirse en un facsímil óptico que, con el tiempo, trataría de fijar la realidad para reducirla a una mirada monocular que permitiera diseccionarla, inspeccionarla y manipularla.
Esta investigación, que le permitió continuar rastreando en la historia la corrupción de la encarnación mediante la desencarnación progresiva de la vida y sus tejidos mediante la instrumentalización y sus instituciones, le permitió también mirar horrorizado una nueva fase de esa corrupción: el paso de la desencarnación instrumental e institucional a, como lo señalan Jean Robert y Valentina Borremans, “una seudoencarnación tecnógena de entidades intrínsicamente desprovistas de carne” y aún más abstractas que la idea moderna que nos hemos hecho del prójimo. Este paso de lo que llamó “la era de la instrumentalidad” a “la era de los sistemas” o “del show” —que comenzó a trabajar junto con un grupo de alumnos en Bremen, y cuyos únicos atisbos se encuentran en La pérdida de los sentidos—,44 Illich lo ve, entre otras cosas, en el nacimiento de la computadora y de sus imágenes virtuales.
Después de que la página acústica —que espléndidamente historiza En el viñedo del texto— fue silenciada y expulsada por ese artefacto, el liber, que ya no mira ni contempla un orden, sino que lo visualiza, otro artefacto, completamente nuevo, “se interpuso entre el texto biblionómico y el lector”:45 la pantalla electrónica y la página Web.
Mientras que en el instrumento óptico llamado libro las ilustraciones —las miniaturas arborescentes, los grabados en madera, el aguafuerte e incluso la fotografía— acompañaban como un accesorio al texto, en la nueva época el texto mismo ha sido reducido al rango de accesorio de planos isométricos o representaciones de las cosas,46 que ya no son siquiera facsímiles de la visión, sino estructuras que tratan de ver las cosas como son o que las simulan.
Hasta hace 50 años, escribe Illich, “sólo pioneros de la banalización del conocimiento, como la revisa Reader’s Digest, se atrevían a insertar en los artículos recuadros llenos de tablas, diagramas o fórmulas, con la intención consciente de dar una aparente legitimidad ‘científica’ al texto. Hoy, en cambio, los libros de texto constan ante todo de encuadernados con imágenes, gráficas, fórmulas o lemas que degradan el texto a rango de comentario, glosa o leyenda”.47
Nuestra vida cotidiana está llena de ello: lectores de revistas, de periódicos, televidentes, exploradores de la internet; nos movemos entre un montón de fotografías tomadas con microscopios o telescopios, y de seres maquillados o sometidos al artificio de las industrias de la belleza, de gráficas, de cuadros estadísticos, de mapas meteorológicos, que pretenden hacernos visualizar lo invisible: las moléculas, el genoma, los átomos, los quarks o la belleza perfecta de los dioses.
Si con el paso de las páginas cantantes, dice Illich, al libro, entramos en la desencarnación de nuestros sentidos, con la intromisión de la pantalla entramos en una simulación encarnada de la realidad o, para ser más precisos, en lo que Illich definió como “concretudes desplazadas”. Entre el texto biblionómico y el lector, el mundo de la pantalla, del diagrama y de la página Web nos va haciendo perder progresivamente nuestra capacidad de mirar, despojándonos de un sitio donde la carne de Cristo y del samaritano, la carne del prójimo, se extravían en una multiplicidad de simulaciones tecnógenas. Ya no hay un terreno común entre el diagrama, la página electrónica y el lector; sólo el espacio abstracto, el cosmos cibernético que simula lo invisible, y el show, el espectáculo de creer que podemos mirar lo que nos estaba vedado para someterlo a nuestros deseos de dominio, a ese sueño tóxico de ser como dioses.
Una de las características de esta nueva actitud, escribe Illich, “no es ya la lucha por entender a un autor mediante la lectura crítica de sus pala-bras”;48 mucho menos la de escuchar a otro que nos habla desde su lengua de carne, “sino la percepción de un mensaje anónimo. La comunicación de un contenido, ya no el entendimiento de una auctoritas […]”,49Confesiones