portada

RUBÉN GALLO

LAS ARTES DE LA CIUDAD

Ensayos sobre la cultura visual de la capital

Image

Colección Popular / 697

Primera edición, 2010
Primera edición electrónica, 2013

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

A los críticos del futuro

ÍNDICE

Introducción. Las artes de la ciudad

  I. El Oriente de la ciudad

Breve historia del orientalismo mexicano

El artista como orientalista

Una respuesta al neomexicanismo

 II. Las ricas de la ciudad

III. El sonido de la ciudad

La heterogeneidad

Viaje sideral

La violencia

El cuerpo sin órganos

La imagen de la ciudad

Cumbia

IV. Los paseantes de la ciudad

Francis Alÿs

Minerva Cuevas

Santiago Sierra

Teresa Margolles

Jonathan Hernández

Conclusión

 V. Los museos de la ciudad

El impulso hacia la institucionalización

El museo como institución

Museos alternativos I: Vicente Razo

Museos alternativos II: Gustavo Prado

Crítica institucional: Miguel Calderón

Conclusión

Epílogo. Las perversiones de la ciudad

Bibliografía

Índice analítico

Introducción
LAS ARTES DE LA CIUDAD

Éste es un libro sobre el arte experimental que comenzó a exhibirse en México durante la década de los noventa. Si los años setenta habían visto el auge de la Generación de la Ruptura y los ochenta el de la pintura neomexicanista, los noventa generaron un nuevo tipo de creación que hasta ahora permanece sin nombre: proyectos experimentales que abarcaban instalaciones, performances, acciones, intervenciones, videos, fotografías y también pintura; obras que a veces han sido llamadas “conceptuales” pero que no corresponden exactamente a ese género de arte tan ligado a los setenta; obras irreverentes, con mucho sentido del humor.

Éste es un libro muy personal: casi todos los artistas que presento son o han sido mis amigos, mis colegas o por lo menos mis compañeros de generación. Por lo tanto, en lugar de una introducción tradicional —presentar el “campo” y situar los debates teóricos que enmarcan mi discusión— he optado por una introducción autobiográfica. Hela aquí:

Mi primer encuentro con el arte experimental fue por el año de 1993. Tenía 23 años y había llegado a vivir por primera vez a la ciudad de México después de cursar una licenciatura en letras inglesas en la Universidad de Yale. Por un accidente del destino —ese tipo de accidentes tan frecuentes cuando uno tiene 20 años— conseguí un trabajo en la galería Nina Menocal, especializada en arte cubano. En ese entonces la capital estaba llena —o al menos así me parecía— de artistas cubanos: pintores, escultores y fotógrafos que salieron de la Isla huyendo de los horrores del “periodo especial” y se instalaron en México. Casi todos ellos trabajaban con Nina, la dueña de la galería, que también había nacido en Cuba pero se había exiliado poco después de la Revolución. En aquella casona de la calle Zacatecas en la colonia Roma conocí por primera vez a José Bedia, a Arturo Cuenca, a Glexis Novoa, a Consuelo Hernández, a Quisqueya Henríquez y a otros miembros de la llamada Generación de los Ochenta.

El arte de los cubanos fue una revelación: nunca antes había visto creaciones con tanto sentido del humor, con tanto dinamismo y con tanto ingenio. Muchas de estas obras ofrecían un comentario feroz sobre la realidad política cubana. Recuerdo muy bien un cuadro de René Francisco y Ponjuan —que en ese entonces trabajaban juntos— que representaba una bandera cubana pintada al óleo, pero con un cambio importante: en el lugar de la estrella roja los pintores habían colocado un cañón de plástico. Al acercarse a la pintura, el visitante se veía encañonado: el arma le apuntaba directamente a la frente, como si la Revolución cubana estuviera a punto de fusilarlo. ¿Qué mejor manera de representar la situación de los cubanos en ese momento? No estaban entre la espada y la pared; estaban —como el visitante a la galería— entre el cañón y la pared.

Recuerdo también a otro artista de Nina llamado Ángel Ricardo Ricardo Ríos —así, con un Ricardo de nombre y otro de apellido, aunque sus amigos evitaban el pleonasmo al llamarlo simplemente Richard—que diseñaba muebles alucinantes: sillas de dos metros de alto, sillones deformes, sofás y taburetes de los que salían apéndices fálicos, elegantemente tapizados con telas finísimas. Una de sus exposiciones se llamó La casa cómoda y durante la inauguración un grupo de señoras de las Lomas se congregaron —entre divertidas y horrorizadas— alrededor de uno de los muebles surrealistas de Richard.

Fue en ese ambiente cubano —de carnaval y tragicomedia— donde hice mis pinitos en el mundo del arte. Escribí mis primeros textos de crítica para los catálogos de las exposiciones de la galería: papelillos en los que intentaba comunicar parte de mi entusiasmo sobre ese arte que acababa de descubrir. Uno de mis primeros ensayos trataba sobre una bellísima serie de dibujos de Ibrahím Miranda llamada La Isla en peso: un homenaje al poema de Virgilio Piñera cuyo comienzo es aquel verso que lamenta “La maldita circunstancia del agua por todas partes…” Para crear esta serie, Ibrahím había comprado un atlas “geográfico, político y económico” de Cuba, y había pintado una serie de animales insólitos sobre cada uno de los mapas: encantada por la acuarela, la Isla se transformaba en salamandra, en pez, en pájaro. Le salían alas y emprendía el vuelo; le crecían patas y se iba corriendo.

En esos años conocí también a dos personas que me llevarían a descubrir el mundo del arte joven mexicano: Rodrigo Aldana y Patrick Charpenel. El primero —tapatío, como yo— acababa de regresar de una larga estadía en el Lejano Oriente. Había pasado varios años viviendo en un monasterio budista hasta que un buen día se cansó de meditar y decidió volver a México y dedicarse a hacer arte. Nos conocimos en casa del pintor Alejandro Ramírez en Guadalajara. Rodrigo aún parecía monje budista: tenía la cabeza rapada, la cara redonda e iba vestido con una túnica color azafrán como las que usan los tibetanos. Esa noche nos quedamos hablando hasta las tantas de la madrugada: compartíamos un odio intenso por Guadalajara y la mentalidad provinciana y mojigata de sus habitantes, un interés en el budismo y un gran deseo de vivir en la ciudad de México. Rodrigo pintaba cuadros enormes: collages expresionistas de dibujos y textos fotocopiados que a veces recordaban los lienzos de Cy Twombly. En muchos de ellos aparecía su familia. Los textos sobre su padre, su madre y sus hermanos eran de una irreverencia impresionante.

A Patrick —otro tapatío— lo conocí por medio de Rodrigo: vivía en una casita en el centro de Coyoacán que se había convertido en la embajada jalisciense. Por allí pasaban todos los pintores jóvenes de Guadalajara —y más de alguno se quedó a vivir durante varios meses—. Patrick se iniciaba como curador: estaba organizando Leza natura, una enorme exposición sobre el arte contemporáneo y la ecología que se presentó en el Museo de Arte Moderno. Era —y sigue siendo— un promotor cultural incansable: recorría la ciudad de norte a sur y de oriente a poniente visitando talleres, recogiendo cuadros, pidiendo textos, encargando traducciones y coordinándolo todo, desde el diseño del catálogo hasta la museografía de la exposición. Yo lo acompañé en varias de sus visitas y así conocí por primera vez a muchos de los artistas de mi generación: Marco Arce, Thomas Glassford, Claudia Fernández, Eduardo Abaroa, Pablo Vargas Lugo.

En aquel entonces había muy pocos sitios para exponer el tipo de creaciones experimentales de estos artistas. Las galerías comerciales sólo mostraban pintura, escultura y fotografía y nadie se imaginaba que un video, una instalación o un performance pudieran generar alguna ganancia. Para disponer de un lugar donde exponer, Eduardo Abaroa, Pablo Vargas Lugo y otros artistas abrieron un espacio independiente: lo llamaron Temístocles, no en honor del personaje griego sino de la calle en que se ubicaba. Era una casona estilo californiano en Polanco que Haydée Rovirosa —mecenas del arte joven y madre de la fotógrafa Daniela Rossell— prestó a los artistas durante un par de años. Balo —así le decían sus amigos a Eduardo Abaroa— y Pablo consiguieron una beca del Fideicomiso para la Cultura y con ese dinero financiaron dos años de exposiciones, instalaciones y performances.

Temístocles fue un espacio independiente tan joven, tan fresco y tan dinámico que me hace pensar en el famoso centro de reunión del Collège de Sociologie en París… o en tantos otros lugares de encuentro de los grupos de vanguardia. Al igual que la trastienda donde se reunían Georges Bataille, Michel Leiris y Roger Caillois, Temístocles era una casa frecuentada por una pequeña secta intelectual (“secta” en el sentido que le dieron a esa palabra los pensadores del Collège: un grupo de intelectuales con intereses afines y unidos por un sentimiento de fraternidad) compuesta de un puñado de artistas, sus amigos y sus cómplices. Al igual que el Collège, Temístocles fue un pequeño laboratorio donde se gestaron ideas que años después tendrían un impacto mayor en la vida cultural. Así como la literatura francesa del siglo XX resulta inconcebible sin figuras como Bataille o Leiris, resulta también imposible entender el arte mexicano de las últimas décadas sin tomar en cuenta la influencia de Temístocles. Y si al Collège lo frecuentaron grandes damas de la sociedad parisina… no faltó una que otra señora de las Lomas que asistiera, movida por la curiosidad o por el deseo de adquirir una ganga, a las exposiciones de Temístocles.

Las exposiciones de Temístocles eran grandes fiestas que reunían a un grupo de amigos para divertirse y hacer arte —y en aquel ambiente había muy poca diferencia entre el arte y la diversión—. Como en los mejores momentos de las vanguardias, el arte era una especie de festín de ideas, imágenes y conceptos. Los artistas y sus amigos hablaban, reían, bromeaban —y en la casona de Polanco reinaba un ambiente bullicioso y convivial— tan distinto a la solemnidad de esos mausoleos que son las galerías de arte contemporáneo en Nueva York, París o Londres.

Durante algún tiempo los artistas de Temístocles publicaron una pequeña revista. Cada número constaba de siete u ocho páginas —¿fotocopiadas?, ¿mimeografiadas?— y contenía reseñas de exposiciones, textos sobre el trabajo de otros artistas, noticias sobre películas y uno que otro ensayo de Foucault o Nietzsche cuya lectura había impresionado a uno de los miembros del grupo. Borges dijo alguna vez que una revista literaria sólo puede existir cuando un grupo de jóvenes apasionados comparten una serie de intereses y se reúnen para dialogar —de lo contrario el resultado está condenado a ser una antología y no una revista—. Tenía razón: aquel humilde periodiquito de Temístocles albergaba más ideas, más energía y más creatividad que muchas revistas de arte que hoy se publican con presupuestos de millones de pesos, fotos en color y diseño profesional.

Como todos los buenos proyectos, Temístocles tuvo una vida intensa pero breve. El Fideicomiso para la Cultura entregó el último cheque; los artistas organizaron la exposición de clausura y por el año de 1994 la maquinaria de demolición echó abajo la casona de Polanco. Así se cerró uno de los capítulos más afortunados de la historia del arte contemporáneo en la ciudad de México.

En 1995, gracias a una serie de circunstancias azarosas, terminé viviendo en un amplísimo departamento en la calle de Medellín, a unos pasos de la Fuente de la Cibeles en la colonia Roma. Tenía tan pocos muebles —una mesa de madera, un colchón en el piso— que el departamento parecía aún más grande de lo que era: recuerdo muy bien los pisos de madera, los techos altos, las paredes blancas y el espacio luminoso. Por aquel entonces acababa de descubrir la obra —deslumbrante, alucinante— de Severo Sarduy y pasé muchos días sentado frente a la ventana de la sala leyendo Cobra y Cocuyo, Pájaros de la playa y Colibrí. Gracias a esa coincidencia, las instalaciones de Eduardo Abaroa y las extravagantes escenas de Sarduy quedaron estrechamente ligadas en mis recuerdos.

Un día —en febrero o marzo de 1995— vino a verme un amigo y me dijo: “¡Este departamento parece una galería!” Tenía razón: con esas paredes en blanco, esos largos pasillos y esos espacios tan amplios sólo hacía falta colgar cuadros. Fue así como se me ocurrió una idea descabellada: transformar mi departamento en una galería —en un espacio que pudiera recrear la misma energía lúdica que Temístocles—. Hablé con Rodrigo Aldana y con Terence Gower —a quien también conocí en ese año mágico— y decidimos colaborar en la organización de nuestra primera exposición. Además de Sarduy, yo había estado leyendo a Roland Barthes, a Eve Kosofsky Sedgewick y a Wayne Koestenbaum, y bajo la influencia de estos autores les propuse a mis amigos presentar la primera muestra de arte queer en México: se llamaría No soy puto.

Tras ese título tan provocador había una reflexión sobre el papel del género en la cultura mexicana. Me parecía que mucho del arte que se estaba produciendo en aquellos años en la ciudad de México ofrecía una visión lúdica, traviesa e irreverente del género y la sexualidad que contrastaba con la solemnidad y el tono moralizador que caracterizaba a obras semejantes realizadas en los Estados Unidos o en Europa. Si los artistas de aquellos países pretendían afirmarse y afirmar una visión rígida de lo que es ser hombre o mujer, homosexual o heterosexual, los creadores mexicanos parecían más interesados en cuestionar las definiciones y los lugares comunes asociados con la masculinidad o la feminidad. Por eso elegimos un título que era también una negación: no se trataba de afirmar, ni de ofrecer una definición ni una receta, sino de cuestionar y de dejar las cosas en suspenso. No soy puto… pero entonces, ¿qué soy?

La organización de la muestra fue una gran aventura y una gran fiesta. Una gran aventura porque recorrí, acompañado de Terence y Rodrigo, la ciudad de México para visitar a artistas en sus talleres y seleccionar las obras que mejor encajaban con el tema de la muestra. Un día fuimos a ver a Marco Arce en Satélite, al otro día a Saúl Villa en Tlalpan, al día siguiente a Gustavo Prado en el Centro Histórico. Y fue una gran fiesta porque pasamos semanas viendo arte, hablando con artistas, intercambiando ideas.

Gustavo Prado nos ofreció una enorme tela que llevaba el tremendo título de Beso negro y que mostraba a un hombre vestido con pantalones de cuero besando el trasero de su novio. El tema fuerte de la pintura contrastaba con el estilo de sus materiales: casi toda la superficie del cuadro estaba tapizada con cortes de tela de florecitas color pastel. Y el cuero de los leathers era de plástico negro: parecía como si dos niños de siete años se hubieran puesto a jugar al sadomasoquismo.

El Beso negro de Gustavo era enorme: medía más de dos metros de largo y uno y medio de alto. No teníamos cómo transportarlo de su casa en la avenida Chapultepec a mi galería improvisada en la colonia Roma. Gustavo tuvo una idea: a pesar de sus dimensiones, el cuadro pesaba poco… así que se ofreció a llevar el cuadro a pie desde Cuauhtémoc hasta la Cibeles. Dicho y hecho: lo descolgó de la sala de su casa, salió a la calle con el cuadro a cuestas y así recorrió las 20 o 30 cuadras que había entre nuestras dos casas. ¡Cuál no habrá sido la sorpresa de tantos automovilistas que transitaban por la avenida Chapultepec y que vieron pasar ese Beso negro ambulante!

Saúl Villa creó una instalación especial para la muestra que consistía en un mesabanco acompañado de una pequeña pizarra. Los colocó en una esquina de mi departamento, como si se tratara del rincón de un aula escolar. Sobre el pizarrón Saúl había escrito, con su mejor caligrafía de primaria, “mi mamá me mima, mi mamá me mama”, dándole un giro perverso a las frasecillas didácticas de los libros de texto.

La obra de Linda Herrit, artista estadunidense becada para pasar un semestre sabático en México, desbordaba ingenio: sobre unos enormes calzones de mujer —unos calzonzotes— bordó diagramas y mapas de batallas célebres: el ejército enemigo con hilo rosa; las líneas de ataque, de color violeta; las montañas, de tonos pastel. Lo masculino —la guerra— quedó plasmado con estambres de colores sobre la más femenina de las prendas de vestir (la obra pudo haber llevado por título Chon de guerra).

No faltó el arte conceptual: Terence presentó una obra que comparaba el sistema binario de las computadoras con el sistema binario humano. Era un pequeño cuadro que contenía un disquete azul —¿quién se acuerda ahora de los disquetes?— enmarcado por gráficas y textos. El binario de la informática no era ninguna sorpresa: largas series de unos y ceros (o, para citar el título de una obra reciente, “unos unos y unos ceros”). El binario humano, sin embargo, resultaba perverso: si las computadoras sólo pueden pensar en ceros y en unos, la experiencia humana se limita a dos reacciones: fuck me y don’t fuck me.

Balo también participó: presentó una instalación en uno de los cuartos de servicio del edificio. Para llegar hasta su pieza había que subir la escalera hasta la azotea, tomar una linterna y entrar en un cuarto oscuro cuyos muros estaban decorados con recortes de revistas pornográficas: las partes pudendas de los actores se habían cubierto con jabones esculpidos en formas fálicas, como si se tratara de limpiar la mancha de su perversión.

Hubo otras piezas —algún dibujo de Rodrigo, un cuadro de Marco Arce, fotos de Daniela Rossell, incluso un texto mío, que presenté enmarcado, como si fuera una obra de arte— todas con el mismo estilo, juguetón y perverso, de las que he mencionado.

De entre todas estas instalaciones e intervenciones, quizá la más exitosa fue la inauguración de No soy puto —que terminó siendo un performance insólito—. Por toda la ciudad se había corrido la voz sobre la inauguración de una muestra loca. A partir de las siete de la noche comenzó a llegar una oleada ininterrumpida de visitantes… los artistas, sus amigos, mis amigos, pero también gente que ninguno de nosotros conocía. A las nueve de la noche la galería improvisada estaba llena a reventar y la fiesta se había desparramado a las escaleras y a la azotea del edificio. Llegaron travestis, artistas, señoras de las Lomas, chavos banda y uno que otro vecino curioso.

Durante la inauguración, Rodrigo realizó uno de sus performances improvisados: se puso una peluca rubia y un traje de baño de mujer con un estampado de florecitas. Llevaba también unos enormes lentes oscuros… y una bolsita traslúcida llena de kótex decorados con calcomanías de chiles. Se pasó la fiesta acercándose a los pocos asistentes bien vestidos y respetables para pegarles un kótex en la solapa. Al acercárseles, Rodrigo decía, en inglés: “Hello, my name is Rodrigo, and these are my hairy balls,” al tiempo que apuntaba con el dedo hacia sus partes pudendas (y peludas): los visitantes —algunos horrorizados, otros muertos de risa— se percataban de que el artista travestido traía, para decirlo en buen mexicano, los huevos de fuera.

Los performances de Rodrigo me hacen pensar en las acciones surrealistas, futuristas, dadaístas y situacionistas: creaciones en que el sentido del humor se convertía en un ácido con el poder de deshacerlo todo.

Terence, Rodrigo y yo diseñamos un pequeño catálogo —un cuadernito tan modesto como las revistas de Temístocles— para reseñar la exposición. Nunca olvidaré la cara del empleado de la imprenta cuando le mostré la maqueta: se asustó tanto al ver el título del folleto que terminó imprimiéndolo en tinta blanca sobre fondo blanco para no escandalizar a sus jefes. Mis amigos y yo quedamos encantados: No soy puto en blanco sobre blanco, como si fuera una pintura monocromática de Robert Ryman. ¿Qué más vanguardismo podíamos pedir?

El catálogo reunía textos de amigos, escritores y artistas que habían escrito algo en relación con los temas de la muestra. Lorna Scott Fox nos dio un texto genial llamado “Confessions of an Incorrigible Het” [Confesiones de una heterosexual empedernida] que abría con la siguiente declaración: “My first erotic dream was at 3. It was about a little 3 years-old boy” [Mi primer sueño erótico fue a los tres años. Era sobre un niñito de tres años]. El poeta brasileño Horácio Costa, en una “Elegía”, pintaba la siguiente escena lúbrica: “Cada meneo de la mano masturbadora / está grabado en la memoria / junto al brillo de los azulejos / que servían de soporte a las fantasías”. Fantasía había también en el “Origami para un día de lluvia”, el mejor poema de mi desaparecido amigo Manuel Ulacia, que narra el encuentro erótico entre dos chicos atendidos por un tercero, travestido y disfrazado de geisha.

Como presentación, escribí un texto que llevaba por título “Por qué no soy puto” y que relacionaba el tema de la exposición con mis lecturas de la obra de Marcel Proust. Escribí lo siguiente:

Nuestro proyecto —organizar una exposición en torno al tema de la sexualidad— ha despertado reacciones encontradas. “¿Por qué no soy puto?”, preguntó un amigo, y su pregunta fue recibida como confesión de una intensa y tortuosa crisis de identidad sexual: “¿Por qué no soy puto?” Esta pequeña ambigüedad lingüística (además de invitarnos a proseguir el juego de interrogantes: ¿por qué no soy lesbiana, buga, bisexual, hermafrodita, sadomasoquista…?) nos revela un lado —absurdo y poco examinado— de la manera en que se construye la identidad: tenemos razones y motivos de sobra para explicar, si llegara la pregunta, por qué somos bugas o putos, lesbianas o bisexuales, hombres o mujeres; pero, en cambio, pocas veces nos detenemos a pensar en por qué no somos —o no nos definimos— de otra manera.

La frase “no soy puto”, pues, es mucho más que la negación de una identidad. Además de su significado literal (equiparable al de las frases “no soy chino”, “no soy judío”), “no soy puto” esconde otro sentido, no verbal, que apunta hacia la fluidez del deseo y de la sexualidad. Este otro sentido de “no soy puto” nos hace pensar en la famosa escena de Proust en Sodoma y Gomorra: el barón Charlus, hombre mayor y respetable, se encuentra inesperadamente, al cruzar el patio, con la belleza fornida y juvenil del sastre Jupien. Charlus, impresionado, se detiene, lo mira, y finalmente se acerca. “¿Tiene fuego?”, le pregunta al cachondo joven. Jupien no contesta; se queda callado unos segundos, y, mientras se dirige a la puerta de su negocio, le dice: “Entre, y se le dará todo lo que usted quiera”.

La pregunta del barón (“¿tiene fuego?”) no es una pregunta que pueda contestarse con un simple o un simple no, ya que cualquiera de estas dos respuestas arruinaría la trama de la seducción. No importa el sentido literal de la pregunta (bien podría haber sido “¿sabes qué hora es?” o “¿es ésta la calle X?”), sino el deseo, la perversión que se esconde tras las palabras, aparentemente banales, de la interrogante. De haber contestado con un o un no, Jupien hubiera revelado su ignorancia de las verdaderas intenciones del barón.

El deseo, que el barón y Jupien consumarán tras las puertas cerradas de la boutique, va más allá del “sí” y del “no” —más allá de lo que el lenguaje puede significar literalmente—. De la misma manera, nuestra frase se vuelve importante no en su sentido literal —la negación de un adjetivo cualquiera— sino en lo que se esconde tras sus palabras —la ambigüedad del deseo, la trama de la seducción que amenaza con desestabilizar la identidad que quien habla creía tener—. De haberse dado en México el encuentro entre el barón y el sastre, éste quizá no hubiera respondido con un o un no sino con un firme “no soy puto” pronunciado a media voz mientras las dos figuras se internaban en la oscuridad de la trastienda.

El entusiasmo con que los críticos recibieron No soy puto —recuerdo una reseña que llevaba por título “No soy crítico”— me animó a seguir con el experimento de la galería en mi departamento. Organicé otra exposición, dedicada al arte de los extranjeros que estaban viviendo en la ciudad de México y que se llamó “No soy de aquí”. Varios años después presenté otra muestra más, dedicada al orientalismo en el arte mexicano (el tema del primer capítulo de este libro): se llamó “No soy chino”.

Mi encuentro con el arte experimental fue breve pero intenso. Descubrí el mundo de Temístocles en 1993 o 1994; en septiembre de 1995 me mudé a Nueva York para cursar el doctorado en literatura comparada en la Universidad de Columbia. Durante un tiempo seguí escribiendo reseñas y textos breves sobre los artistas que había conocido en México, pero poco a poco fui descubriendo mi verdadera vocación: la crítica literaria y la investigación de archivo. Abandoné los performances y las acciones para escribir sobre el estridentismo y el futurismo, sobre Octavio Paz y Apollinaire, sobre Freud y sus lectores latinoamericanos. Ese universo de archivos, bibliotecas y manuscritos es el mundo en el que ahora vivo —un mundo silencioso y apacible que no puede estar más lejos del bullicio de Temístocles—.

En 2002 un editor neoyorquino me propuso escribir un libro sobre el arte contemporáneo de México. Dudé en aceptar esta invitación: había dejado de escribir sobre arte hacía ya varios años y ahora estaba metido de lleno en un libro sobre la vanguardia mexicana y el maquinismo. Terminé por acceder a su propuesta: sería una buena oportunidad de sentarme a hacer un resumen de todo lo que había visto en México, de los artistas que había conocido, de las obras que tanto había disfrutado. Me senté a escribir y al año se publicó New Tendencies in Mexican Art: the 1990s, la versión en inglés del libro que el lector tiene ahora en sus manos.

New Tendencies cerró un capítulo de mi vida: ese libro marcó el final de mi participación en el mundo del arte contemporáneo. En este volumen están casi todos los artistas que conocí y con quienes tuve el privilegio de trabajar. Es un testimonio y una despedida: una visión muy personal de una generación que siempre me pareció especialmente creativa y fecunda.

El mundo del arte en México ha cambiado mucho desde los días de Temístocles: la ciudad de México se ha llenado de galerías, museos y espacios alternativos dedicados al arte contemporáneo. Hay colecciones y coleccionistas capitalinos que han generado un sólido mercado del arte en el país y que han invertido cantidades astronómicas de dinero en financiar videos, instalaciones y performances. Ahora los artistas jóvenes pueden vivir de su trabajo. A pesar de todos estos cambios tan positivos, me parece que el arte de hoy no tiene la misma frescura ni la misma energía que tanto me impresionaron durante aquellos años: la creación artística se ha profesionalizado y ese cambio ha disipado aquel ambiente de secta que tanto celebraron los miembros del Collège de Sociologie. Temístocles fue una secta; las galerías y las colecciones de hoy son un fenómeno comercial que tienen más relación con los mercados financieros que con las utopías de la vanguardia histórica.

El lector puede pensar que mi añoranza de aquellos años se debe a la nostalgia, al sentimiento de que todo tiempo pasado fue mejor. Es posible. Si es así, habré escrito un libro nostálgico, un homenaje al pasado.

No puedo dejar de mencionar un episodio desafortunado y sumamente desagradable relacionado con New Tendencies. Unos meses después de la publicación de la edición estadunidense del libro, recibí una invitación a participar en una mesa de debates sobre “El arte mexicano de los noventa” que se llevaría a cabo en España. Acepté a pesar de que en la mesa participaría también un crítico mexicano con quien he tenido una serie de desencuentros. Acepté porque creo firmemente en el diálogo. Acepté porque creo en la capacidad de entablar una discusión con interlocutores que no comparten mis ideas. Acepté porque el debate es uno de los pilares de la vida intelectual.

Al llegar a la mesa no tardé en darme cuenta de que mis interlocutores no tenían el menor interés en el diálogo ni en el intercambio de ideas. Estaban allí en papel de caudillos culturales, para defender su feudo —el “mundo del arte”— y darle una lección a ese fuereño que había osado penetrar en su territorio. Aprovecharon la tribuna para lanzar una serie de ataques personales, de injurias y de acusaciones tan hiperbólicas como ridículas: mi libro fue tachado de “publicación peligrosa” y de tantas otras ridiculeces que ahora no puedo ni quiero recordar.

En lugar de ideas, lanzaron “odio y lodo”, como alguna vez escribió Octavio Paz… y su comportamiento demostró la persistencia en nuestro medio cultural del célebre “ninguneo” que tan elocuentemente analizó Paz en El laberinto de la soledad. “Cuando una idea incomoda —parece ser el lema de estos críticos— lo mejor es ningunear a su autor.” El diálogo requiere inteligencia, sutileza, respeto; para el ninguneo basta con la cerrazón, la terquedad y la arrogancia.

Pero… ¿quiénes eran esos “críticos”? Los caciques que durante años han dominado el mundo del arte en México; “críticos” que no han publicado un solo libro, que queman su pólvora en los infiernitos de los textos por encargo. Gracias a ellos y a su cerrazón, la crítica del arte de los últimos 20 o 30 años nos presenta un panorama desolador, un páramo en el que no crece nada. ¿Críticos? Nada tiene que ver con la crítica —ese noble ejercicio de la razón y la inteligencia— lo que hacen con su pluma estos hombres. No; no son críticos: son proxenetas que venden su pluma al mejor postor; son politiquillos de pacotilla empecinados en defender su feudo a gritos y a empujones. Ni siquiera vale la pena recordar sus nombres: la historia los olvidará.

Soy optimista por naturaleza y por eso creo que el panorama desolador de la crítica del arte mexicano no tardará en cambiar. Ese páramo cultural —y su dominación por un puñado de cabecillas— fue uno de los efectos secundarios de la política cultural del PRI, de sus mecenazgos y cacicazgos, y ahora que el PRI ha pasado a la historia —al menos así lo esperamos muchos mexicanos— las cosas tendrán que cambiar, incluso la crítica del arte. En un futuro no muy lejano México tendrá una nueva generación de críticos que sabrán dialogar en la diferencia y respetar las ideas que no coinciden con las suyas. Ellos sabrán hacer de la crítica un terreno plural, polifónico y abierto. Sabrán pensar, interpretar y jugar con las ideas. Es a estos jóvenes —muchos de ellos ya habrán comenzando a escribir— a quienes dedico este libro: a los críticos del futuro.

Antes de entrar en materia quisiera explicar mi manera de aproximarme al arte —eso que las ciencias sociales llaman la “metodología”—. Mi trabajo le debe mucho a dos figuras, opuestas pero complementarias: Roland Barthes y Edward Said. Barthes —a quien nunca conocí— me enseñó que la crítica puede ser un juego, un acto de seducción, un ejercicio creativo. Barthes lee como un niño travieso: en sus manos libros e ideas se transforman en bloques de colores con los que construye torres y castillos. En L’Empire des signes inventó un Japón imaginario, un espacio ideal que refleja su experiencia personal de ese país. He tratado de hacer con las obras que examino en este libro lo mismo que hizo Barthes con el Japón: inventarlas con la imaginación.

Said —a quien conocí fugazmente en Columbia— fue un pensador muy distinto: comprometido con la política y con la ética. De él aprendí que el arte y la literatura —incluso las obras que pretenden ser creaciones autónomas— pueden leerse como diálogos con la historia y la política. Los poema y las pinturas, las novelas y la fotografía forman parte del mundo y por lo tanto están siempre en diálogo con los acontecimientos que enmarcan su creación. Said fue el primero en demostrar que la obsesión por el Oriente que encontramos en la literatura europea —ese fenómeno que él llamó “orientalismo”— es el revés del colonialismo: el orientalismo literario forma parte de la expansión europea hacia el Oriente.

Las lecturas del arte mexicano que presento en este libro le deben mucho a estas dos figuras. Como Barthes, he tratado de escribir con libertad, imaginación y sentido del humor. Como Said, he querido pensar las fotografías e instalaciones, fotografías y pinturas en relación con la historia. Gran parte de las obras que analizo fueron creadas en la década de los noventa —uno de los periodos más violentos en la historia mexicana del siglo XX—. En esos años fuimos testigos de los asesinatos de Colosio y de Ruiz Massieu, de la rebelión zapatista, de la devaluación del peso y de una de las peores crisis económicas de nuestra historia. ¿Qué relación hay entre las creaciones de los jóvenes artistas mexicanos y estos sucesos? Aunque muchos de estos artistas se consideran completamente al margen de la política, sus obras nos revelan mucho sobre el contexto en que fueron creadas. Todo es cuestión de saberlas leer.

El primer capítulo trata sobre el orientalismo en el arte de México. A mediados de los noventa comencé a observar una tendencia muy pronunciada en varios artistas de mi generación: aunque muy pocos de ellos incorporaban referencias a la realidad mexicana, sus obras estaban llenas de imágenes y símbolos orientales. Había sumos, geishas, mandalas, yoguis, gurús y hasta un gigantesco mapa inflable de una de las islas del Japón. ¿Cómo interpretar esta tendencia orientalista? En este capítulo aventuro una interpretación del orientalismo mexicano y explico las diferencias que lo separan del orientalismo europeo estudiado por Said.

El segundo capítulo es una crónica de la publicación de Ricas y famosas de Daniela Rossell, una compilación de fotografías de las mujeres —esposas, hijas y nietas— de los más poderosos políticos e industriales del país. Rossell retrató al hijo de Carlos Salinas, a la nieta de Gustavo Díaz Ordaz, a la esposa del ex gobernador del Estado de México, posando dentro de sus casas: mansiones de proporciones inimaginables, atiborradas de antigüedades, pinturas y adornos kitsch. La publicación del libro de Daniela causó gran escándalo en la ciudad de México: durante varios meses escritores, politólogos, artistas e intelectuales sostuvieron un intenso debate en las páginas de los diarios y revistas de la capital —y del extranjero— sobre el significado de Ricas y famosas. ¿Una crítica de la corrupción de la clase política? ¿Una demostración de la polarización del país? ¿Una travesura artística? Tomando como modelo el ensayo “The Month of Rushdies”, en que Eliot Weinberger ofrece una divertida crónica de las reacciones provocadas por la publicación de Los versos satánicos, seguí de cerca, semana a semana, los debates sobre esta recopilación fotográfica.

En el tercer capítulo presento una lectura detallada de Sin cabeza, un programa de radio pirata realizado por Taniel Morales. La radio es una de mis obsesiones y algún día no muy lejano quisiera escribir un libro sobre radio y literatura. En nuestra época posmoderna, dominada por la televisión, el internet y el ciberespacio, la radio sigue siendo un medio misterioso y hermafrodita: en México hablamos de “el radio” pero el resto de la América Latina se refiere a “la radio”. Los poetas de vanguardia sintieron gran entusiasmo por ella: Marinetti propuso una nueva poesía inspirada en la radiofonía; Apollinaire dedicó uno de sus caligramas a un mensaje radiotelegráfico enviado desde México; los estridentistas publicaron varios poemas “radiofónicos”. Continuando esta tradición, Taniel Morales realizó un programa de radio que incluye cumbias y música clásica, monólogos de Antonin Artaud y citas de Emiliano Zapata, letras de los Beatles y anuncios publicitarios: una divertida demostración de lo que muchos críticos han llamado “la heterogeneidad del medio radiofónico”.

El siguiente capítulo está dedicado a la ciudad de México y a sus representaciones en el arte experimental. Sabemos muy bien cómo son las pinturas y fotografías sobre la ciudad: tenemos los ejemplos del Dr. Atl, de Manuel Álvarez Bravo y de Héctor García. Pero… ¿cómo son los videos, las instalaciones y los performances sobre la ciudad? Estos nuevos medios ofrecen posibilidades inusitadas para representar la urbe: Francis Alÿs realizó una serie de retratos de vendedores ambulantes; Minerva Cuevas creó una institución llamada Mejor Vida Corporation, dedicada a mejorar el estándar de vida de los capitalinos; Santiago Sierra llevó a cabo una serie de acciones y performances que subrayan los graves problemas que sufre la ciudad, y Jonathan Hernández documentó en una serie fotoconceptual el laberinto burocrático por el que deben pasar los estudiantes de la UNAM. Estas prácticas tan diversas demuestran las distintas maneras en que los artistas contemporáneos pueden “ejercer la ciudad”, para usar la expresión de Salvador Novo.

El quinto capítulo presenta la obra de varios artistas que han creado sus propios museos. Mucho se ha hablado de la “crítica a la institución”, de creadores que utilizan su trabajo para criticar el museo o la galería. Los ready-mades de Marcel Duchamp, las instalaciones de Hans Haacke y los performancesHistoria artificial