
POESÍA
Primera edición, 2012
Primera edición electrónica, 2013
Una tercera parte de los libros aquí presentados se escribió
con el apoyo del Sistema Nacional de Creadores de Arte,
del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.
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ISBN 978-607-16-1439-1
Hecho en México - Made in Mexico
A Juan Elías
Presentación
Naxos [1964-1965]
Verano [1965-1966]
Herencia [1966-1970]
Amor el más oscuro [1968]
La dama de la torre [1969-1970]
Destiempo [1970-1981]
Espejo al sol [1976]
Las edades perdidas [1974-1976]
Pasaje de fuego [1975-1977]
Bacantes [1981]
Baniano [1978-1980]
Canto malabar [1982-1985]
Visiones del niño Râm [1994]
Jaguar [1985-1994]
Chapultepec 7:00 a. m. [1990]
Singladuras [1985-1986]
El diván de Ántar [1987-1989]
Moira [1989-1991]
Casuarinas o de la percepción [1988]
Urracas o de los pensamientos [1993-1994]
Cantáridas o de las palabras [1998]
Los sueños. Elegías [1994-1997]
Ultramar. Odas [1997-1998]
El vino de las cosas. Ditirambos [1995-2000]
Cuaderno de Amorgós [1998-2003]
Bomarzo [2005]
Visible y no [2008]
Nadir [2001-2009]
Escalas [1994-2012]
Nota editorial
Referencias bibliográficas
Índice
Reúno aquí la poesía que he escrito a lo largo de casi cinco décadas; decidí incluir desde mi primera plaquette, Naxos (1966), hasta Escalas (2012), mi libro más reciente. Esto es lo que considero mi obra poética. Algunos poemas que nunca encontraron lugar en ella, así como dos libros en proceso, han quedado fuera de esta edición.
Al ver en retrospectiva todo este trabajo, me doy cuenta de que es unitario en aspectos formales, así como en su búsqueda subyacente de un sentido profundo de la poesía. No hay cambios bruscos de voz ni hay estridencias. Hay, acaso, un refinamiento progresivo. Ésta es al menos mi percepción: una misma voz que con distintas modulaciones y resonancias habla de muchas cosas diferentes; pero hay también dos o tres temas que hacen eco de un libro a otro.
La poesía ha sido muchas cosas para mí: el registro de una experiencia del mundo y una forma de conocimiento, ha sido búsqueda y encuentro, una contemplación, un juego, un diario de viaje. Aunque siento que la poesía es intemporal, y nunca he podido ubicar la mía propia dentro de alguna corriente, si tuviera que circunscribirla a una tradición, diría que mi escritura se ha nutrido de una larga sucesión de poetas que han ligado el ser a la palabra y la naturaleza, y han exaltado el canto.
ELSA CROSS
Mayo de 2012
le entregó un hilo que él ató
a la entrada del laberinto…
OVIDIO, Metamorfosis, 8. 2
Partes imperceptible y mudo. Como furtiva ráfaga rompes la claridad incierta de mi día.
Teseo súbito, veo que te disuelves detrás del laberinto en que me dejas.
Me has dado la sed, el viento y la arena que se escapa entre mis dedos: testimonios de tu estar intenso y repentino.
Yo me pierdo otra vez, me confundo en los últimos resquicios del peñasco, intocados y oscuros, reducidos a su oquedad irremisible.
Percibo a mis espaldas la grave reiteración del mar en sombras, la ausencia de gaviotas. Y te aguardo callada, frente al desierto incesante, temblando como un desdibujado contorno de espejismos.
Toi qui te meurs, toi qui brûles de chasteté
Nuit blanche de glaçons et de neige cruelle!
MALLARMÉ, Hérodiade
En horas inagotables y vacías largamente he visto sucederse la luna, inútil en su esplendor y en las noches en que debe ocultarse. Con qué dureza llega su palidez lasciva a tocar las ropas 15 que me cubren, la habitación toda, sórdida y transparente, como mi lecho de virgen.
Qué ansia de nombrarte. Son a veces mis palabras como un río que perdiera su cauce. Y los que no entendieron de palabras verdaderas han de repudiarnos. Caerán sus amenazas a un pozo sin fondo. No oiremos los ecos.
Sol que estás, incesante, llega a mí. Quiero arder bajo tus rayos, conocer el más secreto de tus brillos. Ah, la descubierta transparencia de estos muros. Odio la blancura que les ha sido impuesta, odio su helada claridad de celda. Roca sin vida, flor de invernadero soy, ceniza de lamentaciones.
Escasos han sido los días señalados a tu encuentro. Qué innombrable dulzura sujetar tu cabeza, beber de tu aliento las palabras no dichas. Amor de cabellos negros y mirada triste; niño temeroso de la luz sufriendo en las tinieblas.
Han de inclinarse aún horas vacías e inagotables. Ay de los que aman sin poder eclipsarlas.
Siento que en vano he conocido aquello que te nombra, que no tendrá un cauce mi dolor acumulado. Te amo como al esplendor de cada día, y he visto desgarrarse la quietud que anticipa tu presencia.
Sólo existirán seres mutilados y lacios, máscaras de torpes gesticulaciones, de muecas sin sentido. Nada tendré fuera de ti.
Poseo tus palabras, todas las formas de mi ser habitas. Descubro tu rostro imprevisto en torno a cada instante de tu beso, en la tibia avidez de tu caricia. Tu beso contiene la noche.
Pero vuelve un vasto caer de silencios, y temo el dilatarse de una soledad desconocida; temo despertar triste a tu lado; temo la imagen de otra plenitud imperturbable.
Esa protesta sería ahogada una vez y otra. Nosotros sólo teníamos pocos años y un impulso de lucha que siempre terminaba en un llanto de furia e impotencia. Ellos tienen la fuerza y es difícil seguir cuando se sabe desde antes la derrota.
Los cobardes desertamos y poderosamente nos fue envolviendo la riqueza de una música polifónica, las líneas o los matices de un cuadro, un libro de lectura interminable. Era un afán desesperado de evasión.
Sin embargo, yo sé que cada vez que pasa a nuestro lado un hombre con la mirada perdida y triste, vuelve a nosotros la antigua inquietud, y con el remordimiento un débil deseo de regresar definitivamente algún día.
No he construido nuevas herramientas ni pude traer desde el pantano todo el barro que necesité para modelar mis vasijas, mis retablos y las pequeñas figuras alegres o sombrías.
De nadie aprendí este oficio. Mi padre era labrador. Pero más me gustó siempre ir dando la forma que yo quisiera a un trozo de tierra humedecida. De mis propias manos hice salir jarrones que después he pintado de varios colores, arcángeles de alas espesas y el rostro de Antonia cuando lo vi por primera vez. Es ésta mi forma de labrar la tierra.
Pero al tiempo de los hijos fue preciso volver a cultivar el campo.
Una vez quise vender a otros los objetos que yo fabricaba. Muchos lo hacen así y de eso viven. Yo conozco la débil materia de sus piezas, su belleza quebradiza, pero mis cosas nunca se vendieron: eran ”caras y estorbosas” dijo la gente y se fue a distintos lugares a comprar esas jarras relucientes y frágiles.
Después del trabajo, cuando no estoy fatigado, doy vida a un pequeño candelabro, o lleno de formas y colores la cadera circular de una vasija. Los dejo allí, los siento imperfectos, mal pulidos por mis manos inhábiles.
Todos los días voy cerca del pantano y acarreo agua durante muchas horas para regar la siembra. Y nada más miro el barro de lejos, y maldigo, y me devuelvo a mi campo, pensando, viendo los cerros que rodean el valle.
Para Lilia Cruz-González
Casi concluye otro ciclo de las estaciones. Dejé atrás, ondulando en la tierra, los restos de una piel más hermosa y más frágil. Me despojé de ella con una violencia tan desacostumbrada, que pude apenas cuidar de no arrancarme al mismo tiempo los ojos y sobre todo los colmillos. Ésta es la tercera vez que cambio de pellejo y ha sido la más dolorosa. Adivino que con mi nueva piel —por ahora fuerte pero de colores poco interesantes — podré resistir mejor la intemperie del largo suelo que estoy atravesando para no perecer.
Los horizontes vistos a lo lejos acumulan ríos, valles y senderos, árboles con cientos de ramas entre el verde de los matorrales y el cielo. Pero al tiempo de cursarlos es sólo una inmensa planicie devastada lo que hay frente a mi corazón voraz. Plantas esporádicas resucitan un mismo tono polvoriento. Y las posibles presas, alimento para mi espíritu, hace muchos días que han emigrado sin darme yo cuenta al lugar a donde ahora me dirijo.
Sintiendo el presagio de las primeras tormentas acelero mi paso y arrastro conmigo necios estorbos, de lo que es difícil deshacerse. Pero confío en que pronto aparecerán indicios de algunos animalillos, y que al término del trayecto el largo horizonte revestirá nuevamente su esplendor.
Sólo cuando me detengo a descansar un poco cuento con algo de tiempo para añorar mi otra bella, inútil, cómoda piel de tintes violáceos y las presas que estaban justamente al alcance de mi lengua.
1964-1965
En los espejos polvorientos del verano
ha caído la sombra
1
Hoy iremos en busca
de esa fugitiva plenitud.
No mires el vacío que nos circunda.
Al desnudarse de color el cielo
seremos un instante
raíces anudadas
de un eucalipto antiguo.
2
Esta noche de campo,
los grillos olvidados en la hierba,
esas linternas silenciosas
como presagios,
fue el comienzo
de una breve jornada sin medida.
3
Apenas te he visto ayer,
apenas ayer he mirado tus ojos.
No conozco tu nombre.
Pero quienquiera que tú seas
—casi podría decirlo—
yo te amo.
4
Vemos simplemente
el tranquilo paso
del viento de verano.
Y cae sobre tu perfil
la clara intención del plenilunio.
5
Para reconstruirte
bastaría volver la mirada
a un jardín oscuro y húmedo
—hiedra adosada al muro,
entrelazados ocres y violetas—,
bastaría danzar
en el borde de un abismo.
6
El territorio, tu cuerpo.
Y sea mi tiempo
la duración de tu caricia.
7
Mirar la incandescencia
de tus ojos inmóviles
— cordero, adormecida paloma—,
mirar tu gesto sencillo,
tu cabeza
parecida a la inocencia.
8
Contando las horas de la noche,
viendo brillar interminable
la lluvia entre los pinos.
Triste niña, amiga de estas cosas.
Perdida niña.
Te creía sepultada para siempre.
9
Algunas veces
el viento va arrastrando cierta voz.
Pasa, mueve sólo los cabellos, las hojas
o deslava la sonrisa.
Hoy trajo el viento
una intensa voz de soledad.
10
Qué puedo recibir de ti,
si no desciñen tus manos
el rostro cubierto de la noche.
No vengas al abismo
que indeciblemente me sustenta.
Márchate, joven de claro semblante.
No mires la derrota que cultivo
como las delgadas flores de invierno.
Desnuda quiero estar
en esta inagotable certidumbre.
11
Los largos días de verano
—vuelo de gorriones,
movimiento de ramajes y luces,
anchas banquetas derritiéndose—
bien pudieron estar señalados
con piedrecitas blancas.
12
Hay un solo silencio que me habita.
En cuerpo y alma.
De dimensión mayor que tus palabras.
13
Si hoy vinieras conmigo
—en octubre
son las últimas hojas amarillas—
mi paso habría de ser más lento
y tal vez
no mirara los árboles siquiera.
14
Para la primavera
(largo ha sido este invierno, oscuro)
tal vez haya flores azules y violetas
y la noche quizá sea más clara.
15
Con cada crepúsculo
—aun cuando te vayas—
tus ojos volverán a tener
el color de la miel.
16
A dónde ir
si en cada sonido,
si detrás de todos los momentos
del día
algo dejaste.
17
Si tú te vas,
nada,
quizá, sino mi amor a secas
sobreviviéndote
deseando —fuego del infierno— consumirse.
18
Si tú te vas,
queda el amor conmigo,
queda el fuego,
conmigo lo que tú
de ti mismo no conoces.
Quede también el infortunio.
19
Si tú te vas,
—amor, que no suceda—
que algo venga a mí
más fuerte que tu imagen,
venga a mí
algo parecido a la muerte.
20
De tan honda,
de tan triste,
sin saberlo
cerró de golpe tu mirada
otros ojos humanos y amantísimos.
21
Cae el desamparo azul de la mañana.
Qué hacer de tanto caminar a solas,
de tanto extraviar pisadas y palabras.
22
Todo ha sido
como el día que sostiene su danza,
su equilibrio
a la orilla del alba
para después caer.
23
Ese día te vi morir
con el crepúsculo.
La noche fue creciendo ensimismada,
el viento se alejó
como una nave.
El mismo vuelo largo.
24
Abrir las manos.
Que ruede hasta el infierno
este afán de volar
llorado en una celda,
esta visión luminosa
del desierto.
25
El paseo de cipreses.
Las mismas casas de entonces
y las flores.
El mismo aire ligero.
Hoy recuperé todo esto.
Hacía mucho tiempo
que no miraba el sol.
26
Tendida
exhausta
sin más que el aire
sobre mi cuerpo fugitivo.
27
Y le miraste arder
claro y sumiso
CARLOS PELLICER
Es distinto
el trayecto de la noche.
Entre este fuego
y tu inconsciencia,
la luz abismal del mediodía.
28
Blancas sábanas, quietas
sobre el cuerpo desnudo.
Amanece.
Es tu nombre un estremecimiento
y amarte vuelve a ser
una larga costumbre.
29
Al pie de un eucalipto,
lecho de hierba y polvo,
fuimos
todo el fuego del sol
en un instante.
30
De las dormidas aguas del estanque,
del fuego acumulado de ocho soles,
de tu intacto corazón y el mío
se alejan
los últimos vestigios del verano.
México-Roma, 1966
Sentir bajo el techo y los muros sólidos
que ningún mal podía penetrar en esa casa,
ni siquiera un ladrón.
Sentir como un timón en manos firmes;
ninguna vuelta en falso,
ningún sacudimiento.
Paz, abundancia
y el júbilo al retorno de sus viajes,
los regalos extendidos sobre la mesa.
Y el regalo de su presencia.
Nada turbó la placidez
de ese redondo sol de cada día.
Anoche, padre,
soñé que de muy alto,
de un cielo sobre pájaros y nubes,
azul sin más abierto,
se desprendía tu avión.
Como un cometa.
Como un débil relámpago de humo.
Anoche, te soñé morir.
Caído sin piedad sobre la tierra,
ni una palabra última,
nadie a quien contaras tu terror inmenso.
También anoche, desperté de pronto
y vi un largo horizonte de tristeza,
y sentí que todavía
no hemos conversado suficientes veces,
que nunca caminamos con calma por un parque,
y recordé muchas cosas
que tengo que decirte.
París, noviembre de 1966
Vertical el sol y el color en las cosas.
¿La región más clara y más abierta?
Hoy sólo llega un viento tibio
y aunque digan que no se llama cielo
el cielo es cielo y está además azul.
Cecilia va en carrito, de paseo,
con su vestido blanco,
con su sombrero
y sin zapatos.
Día de gran conocimiento y emociones fuertes.
Ve Cecilia pasar a un paletero
pulsando cinco pequeñas campanadas,
ve a un perrito gris que se le acerca
y después de un rato Cecilia le sonríe
y le dice adiós agitando las manos,
oye desde la esquina una marimba,
conoce dos pájaros tomando el sol
en el canto de una cerca
y sobre el pavimento
la sombra de una mariposa.
1968
Para mis primos Toñín, Javier y Benito Rivera
Nunca sabré
cuando miro las transparencias de aquellas vacaciones,
si el azul de ese cielo era real
o un defecto de revelado.
No sabré si estuvimos en verdad bajo ese azul heráldico,
cielo que se incendiaba
mientras rodábamos por la arena,
cuesta abajo,
desde un médano alto,
y éramos sólo una banda de pequeños monos.
Al amanecer, en la playa desierta,
el agua que se filtraba
por los hoyos de los cangrejos
era como un gozo colándose
hasta el fondo del corazón.
¿Qué pequeña criatura miraba desde allí
tan sólo el cielo, el mar,
como el sitio de donde no quería irse nunca
para volver a las calles,
las educadas maneras de caminar por ellas,
la escuela donde se desaprende a vivir?
¿Qué criatura me mira todavía
desde ese fondo,
y quiere como cangrejo caminar hacia atrás
para volver a aquel instante de vuelo suspendido
entre el cielo azul cobalto y la arena?
Para Benito
En el traspatio, pusieron un columpio para ti.
Allí jugabas, corrías, cuidando de no volcar los tiestos.
Helaba en invierno.
Las hojas de los papayos amanecían quemadas,
y Blasa siempre resbalaba
al acercarse a la cisterna.
Una vez llevaron un cordero,
negro, te miraba desde sus ojos azules.
Tu acariciabas sus cuernos pequeños,
pensando que era un regalo para ti,
una sorpresa,
y por eso estaba oculto en el traspatio.
Entre sueños, lo oíste balar toda la noche.
Al despertar quisiste llevarlo contigo,
pensabas en ponerle algún nombre,
cuando hallaste al carnicero degollándolo.
Cuando trae la noche un aire amargo
a veces recuerdas todavía sus balidos.
Garra de león las patas.
Crece el tallado hasta la cerradura,
flor de lis oxidada.
Dentro, fotografías
y el vestido de una novia amarillenta
esperando entre esferas de nafta
la noche de bodas.
Cuando su muerte
se consignaron en el diario de la casa
doscientos pesos a la curandera,
tantos menos de médico, santos óleos,
lápida y cruz y misas gregorianas.
Tal vez Francisca salió del purgatorio.
“Gastos hechos durante la penosa enfermedad
de nuestra madre” —
dos puntos, rasgos precisos, números perfectos: 1894.
Después, los descendientes
repudiaron las pertenencias de Francisca:
misal de pastas de marfil
y otros elementos de piedad,
retratos varios,
mantelerías de lánguidos encajes,
labores de bordado abandonadas,
cajas pequeñas,
espejos,
amuletos.
En el fondo, envuelto en terciopelo,
el instrumento de un suicidio
que no alcanzó a consumarse:
madera finlandesa, hoja breve y aguda.
Ninguna nota explicativa.
En estuche de metal,
atadas con listones de seda,
las cartas del amante.
Seiscientas veintidós.
Grave descuido perdonarles la necesaria consunción,
pequeño fuego que no purificó
el prestigio de la señora Francisca
en la memoria de los vivos.
Un amante holandés.
Quién lo dijera.
1967
Para mi tía María Isabel Lamarque
Mi tío José tiene casi noventa años.
Vive solo, va de cacería
y condimenta perdices y conejos.
Lo visitaba a menudo
y oíamos discos a lo largo de la tarde.
— ¡Ese sinvergüenza de Vivaldi! —decía,
sirviendo más tequila.
Ama también el jazz
y gospels que oyó en Bâton Rouge.
Fabrica sus cigarros
mezclando tres tabacos diferentes,
habla mal de algunos profetas de la Biblia,
y su puerta está franca por las tardes
a viejos pescadores pobres que son sus amigos
y llegan para decirle del mal tiempo,
de que los peces huyen a otra parte,
mientras el tío les invita un trago.
Les da consejos hablando muy despacio;
conoce los hábitos de animales y de plantas
y sabe preparar una poción
para la picadura de los coralillos.
Mi tío platica sus grandes cacerías
cada vez que lo veo,
cambiando algunos énfasis,
aumentando cantidad y número de presas,
describiendo inquieto la mirada y la lágrima
del último venado que mató hace cincuenta años.
Ha olvidado el francés
aunque conserva acentos y nostalgias.
Defiende su soledad,
rechaza hospitalidades de las hijas.
Mi tío se cuenta sus recuerdos,
limpia su rifle,
toca la flauta dulce.
—Tengo buenas relaciones con el mundo,
me dice, y pienso que quiero mucho al tío
y me duele verlo viejo,
saber que tal vez se muera pronto.
Febrero, 1970
Por toda herencia
John Samuel recibió la maldición paterna,
un cuerno de pólvora y una biblia.
Nadie recuerda ya cuál fue su muerte.
Se sabe ciertamente
que llegó a Nueva Inglaterra con su padre
y vivió algunos años en amistad con él.
Pero John Samuel fue rebelde
y no toleró la calma de su casa.
Se dice que estuvo con Laffitte, el pirata,
en puertos, mares y pillajes,
que las tormentas cambiaron la textura de su rostro.
Fue también un comerciante de maderas
próspero y honorable.
Se dice que llegó a la Martinica
y tomó a una negra por esposa,
Lydia Foy la bella, la elegante,
y tuvieron un hijo apacible y sencillo
y se amaron para siempre.
Se habla de migraciones y regresos,
de días enteros en oración y penitencia.
Desde Nueva Orleans
John Samuel desafió la ira de la gente
pero nadie puede decir de qué manera.
No se ha hablado de fechas.
No se recuerda ya qué sucedió primero
ni cuál de estas empresas lo llevó a la muerte.
Se sabe sin embargo
que hasta su hora última
guardó la pólvora y la Biblia.
Pero nada se ha dicho de su elección definitiva.
Extraña gente mi tatarabuelo.
Hombre sabio y extraño fue también su padre.
Otro descendiente conserva los objetos
en una polvosa buhardilla,
pero la herencia la he alcanzado yo,
íntegra y terrible.
Y heme aquí,
venerando la memoria del viejo John Samuel,
titubeando aún.
1969
Bajo los médanos cambiantes,
un ciclón dejó al descubierto
unos cuantos maderos,
un timón:
restos del puerto sepultado
bajo otro ciclón, hace cien años.
Bagdad es ahora sólo una playa límpida.
El puerto se ha olvidado
(¿quién le puso Bagdad
a un pueblo hecho de troncos?).
Se ha olvidado el trajín de las goletas,
los desembarcos;
se han perdido los nombres de la gente,
como serán olvidados nuestros nombres
a la vuelta del día,
nuestras pálidas hazañas.
Como Puerto Bagdad
una rivera inexistente hace encallar los sueños,
acoge nuestros naufragios,
amores y furores,
troza como un madero la más fiel de las memorias.
Todo lo vuelve un montón de trebejos
que la resaca del tiempo
deja de pronto al descubierto
o se lleva a la deriva.
* Antiguo nombre de la actual Playa Bagdad, antes también llamada Lauro Villar, a 40 kilómetros de Matamoros, Tamaulipas.
* Puerto ubicado en la playa de Matamoros en la desembocadura del Río Bravo. Desapareció hacia 1889.
Pero cum folhs vuelh enfolhetir
Quar encaus so que no vuelh cosseguir
[Pero como loco quiero enloquecer
Porque persigo aquello que no quiero obtener]
I
Aquí comienzo a amarte,
en estos muros clarísimos,
en esta ciudad cálida al tiempo de las lluvias.
(¿Dónde estás ahora,
esta primera tarde que pienso en ti?
¿Dónde estás, ignorándolo todo?)
Aquí te descubro
inalcanzable y triste.
Dime qué pasos te trajeron a estas tierras,
cómo abandonaste tu gracia de elegido,
tu ministerio de humildad;
qué suplicios te agobian desde entonces
que violentan tu rostro
y vierten en tu voz la nostalgia y la ira.
Dime en qué forma eres vulnerable
o ganas la lucidez en un momento.
Qué caminos dejaste,
qué expiación te vence y te despoja,
qué caminos seguiste para llegar aquí,
desconocido y hermoso,
donde yo te amo.
II
Viene la melancolía del principio,
días de incertidumbre y sueño.
Vienen sólo distantes tu risa y tu perfil
y abarcan mi deseo
y me vuelcan a tu rostro,
a tu vehemencia contenida.
Ya siento de algún modo
tus manos previstas de ternura
conduciéndome,
olvidándome,
dejando a medias para siempre mi destino.
Sé que otra vez me cercará la calma,
la soledad llena de amor,
tu nombre.
Quiero pronunciarlo tantas veces
como días tendré después para perderte en la memoria.
Pero qué lograría apartarme
si muestras la misma angustia que sustento,
la soledad de idéntico linaje,
la imperfecta voluntad de amor.
Para reconocernos
baste la oscura nostalgia socavándonos,
baste nuestra olvidada condición de amantes,
vocación de locura,
celda,
fuego.
Maldigo desde ahora
tu cuerpo cerrándome el abismo.
Sean el tedio y la tristeza,
sea apacible y humana tu mirada.
En este momento te amo para siempre
y van mis pasos hacia ti
para cumplir tu voluntad.
III
A la desventura voy.
Algo en mí cada día te reconstruye
y me devuelve tu imagen.
Algo me lleva al lugar prohibido
en que te encuentras,
sitio que jamás debió tocar mi pensamiento.
Qué maleficio me extravía
y me oscurece todos los caminos.
A la desventura voy
y no quiero virtud que me confunda,
no quiero fortaleza ni mesura
que me aparten de ti.
Sean desoídas mis palabras
y viéndote
me sea dada tu menor ausencia.
IV
En mi sueño llevabas
alto cuello blanco, sombrero
y un abrigo oscuro colgado de los hombros.
Tenías una actitud discreta y contenida
como si te inquietara
una ruptura grave.
Más allá de toda vista y preferencia,
más allá de palabras
aparecías hermoso,
inmensamente,
hermoso hasta el prodigio.
Sin embargo,
no había historias en el sueño.
No había siquiera sueño
de tan igual tu gesto reverente.
(Tal vez he exagerado.
Debo aclarar también que sueles sonreír
y siempre tienes palabras cálidas y justas.)
Pero decíamos,
tampoco en el sueño acontecía nada
sino tú,
irresponsable,
desquiciando la calma del durmiente.
V
A tantos días de no verte,
tratando en los rincones
de olvidar tu nombre;
a tantos días de pregonarme sola
entre hechos contundentes
y razones adustas;
a tantos días de suscribir
formales pactos de renuncia,
sinceros propósitos de enmienda;
a tantos días de buscar sosiego,
a punto ya de recobrarme
me declaro perdida,
y cercándome,
tu ausencia me enciende,
me colma
y me sustenta.
VI
Si al estar lejos me conviertes
en dócil materia de una hoguera,
en sustancia para devastación y sacrilegio,
muere con tu cercanía
el peligro latente.
No suscitas sino veneración tranquila,
no delatas entonces
sino una dulce voluntad para el consejo.
En nombre de qué fidelidad oscura
transformo tu ser en la memoria,
lo edifico
a semejanza e imagen del deseo.
VII
Cuando lo sepas quisiera ver tu cara.
Porque vas a saberlo
aunque no te lo diga
ni leas estos poemas.
¿Cambiará algo entonces?
Es imposible
que no adviertas aún mi turbación:
tanto desorden de miradas,
tanta avidez
registrando el más breve de tus gestos.
¿Y nada modifica tu indolencia?
Ah, íntegro varón, que Dios te guarde.
Pero voy a aclararte
en nombre de esta cólera
y a manera de agravio,
que si tanto te amo
es seguramente por error.
Has de saber
que nunca me gustaron ojos desteñidos
ni maneras solemnes,
menos aún cabello lacio y bien peinado
(y de la solemnidad líbrame Dios, libérame).
También has de saber que eres
demasiado sencillo para mi soledad,
demasiado humano para mi deseo,
demasiado lineal
para la arquitectura de este laberinto.
Pero ya basta: pido una disculpa.
Ocurre tal vez
que sólo seas un poco distraído.
Vendrá entonces de ti
el reconocimiento
o una sincera frase paternal.
VIII
No bastaron austeridades ni rigores,
no bastó dividir
en labor humilde y voluntaria
mi conciencia.
Qué materia oponer
a esta devoción sin límite ni nombre.
Privilegio del débil, la locura.
Y yo, elegida para amor y sumisión
maldigo el signo que me habita.
Calcíname por siempre,
mala fiebre,
acábame,
destruye la lucidez de este delirio.
IX
Nada te apartará de mí
y nada me dará consolación:
tu ausencia se construye también sobre el quebranto.
Pero ni el más sabio entre los besos
aumentaría el deseo,
la locura que no quiero nombrar.
Amor el más oscuro,
el que no alcanzará perdón ni penitencia.
¿En qué olvido cayeron los viejos ruiseñores,
las palomas de todos los mensajes?
¿Quién desde entonces persiguió enloquecido
aquello que no quería alcanzar?
Amor el más amargo,
expiación en sí mismo,
el que lo tuvo todo
y todo lo conoce.
Pero di si ha de bastarnos
el fuego que muere con el alba,
la débil consunción.
Amor el más soberbio,
el que no acercará por un instante
lo que fue dispersado.
Junio de 1968
Para Juan Tovar
Nadie más en los alrededores de las ruinas.
Amor me solo:
Las palabras finales del conjuro.
Tiempo para diluirlas en distintos silencios,
¿qué abismo engulló la última sílaba?
Una ciudad apenas.
Casas con el tono del durazno,
calles demasiadas veces recorridas
(bajo los tilos esta noche).
La inminencia flotaba en frases inconclusas,
en sueños sólo descifrables antes de despertar.
Largo crepúsculo.
Tiempo a los pájaros
uno a uno
de atravesar los campanarios
y desaparecer.
Largo crepúsculo.
Tiempo a las monedas
de brillar todavía
en el fondo musgoso de algunas fuentes.
Una ciudad apenas
para testimoniar las palabras perdidas:
existían allí.
Tú existías allí.
Recuerdas lo demás, la última frase:
“… ni el tiempo ni la voluntad
podrán destruir nunca”.
Extranjero, sobre piedra grabaría tu muerte,
sobre mi alma tu desolación,
sobre mi carne tu ternura.
Tu voz quedó girando
en la espiral del caracol marino.
Largo crepúsculo,
tiempo para contar una historia y olvidarla.
Fue ese verano
con sol a medio cielo
reverberando en los tejados rojos,
con viento cálido
devorando el ruido de las calles,
sofocando palabras;
fue ese verano
cuando elegí el olvido
y reconocí la sequedad
de los días que fueron llegando
como visitantes tenebrosos.
Recuerdo yo dónde empezaba
dónde se volvía más oscuro el laberinto subterráneo.
Me extravié
para pisar el polvo de huesos sagrados,
para tropezar con las tinieblas,
para beber la humedad de las bóvedas sin aire,
sin resonancias,
como el pozo
que en mitad del día y de la noche
se tragó mi voz.
Largo crepúsculo.
Tiempo demasiado breve
para imprimir en el sonido
ese estremecimiento.
El alto ruido del follaje cimbró el atardecer.
Oímos el canto de los grillos
entre la hierba seca
sobreviviendo al crepúsculo.
Nadie más en los alrededores de las ruinas.
El comienzo del dolor
embelleciendo el paisaje sin fin.
La magnificencia del dolor.
Palabras que no cabían en el tiempo.
Poderes que no cabían en la conciencia.
Silencio sobre nuestras cabezas.
El sol encallando en las colinas.
Itinerarios condenados al desastre.
El mar se hizo para tormentas y naufragios,
para gritos inútiles.
Pero me acuerdo de la arena:
tenía granos azules, negros y amarillos,
arena oscura.
Quedaba en la mano al sacudirla.
Me acuerdo de la calma en el paisaje:
intensa lentitud de la marea,
sombría, apasionada.
El mar me duele por motivos que no importan.
Arena pegajosa,
mala arena para hacer un reloj,
para indicar el paso de mareas y de lunas.
Arena fiel y torpe, deteniendo una tarde.
Te dedico
palabras ardientemente pronunciadas,
dichas a nadie
desde un puente desvencijado de Haarlem.
Miraba entonces una silueta doble
a través de visillos de encaje blanco.
Ventanas tan estrechas,
rincones tan justos para el amor,
para abandonar el tiempo en un diván.
Agua verdosa bajo el puente.
Bellos los cipreses todavía.
Distinto el tiempo, la estación del año.
Distinta manera de andar
entre las mismas piedras,
sobre el mismo polvo y su color rojizo.
Venga a nosotros su condición de olvido,
su lenguaje terrestre…
Luz de oro viejo en el camino,
tristeza en la conciencia,
otras historias.
I
Desde el valle
las ruinas disminuidas en la altura,
la roca áspera
encubriendo caminos olvidados.
(¿Quién abandonó el secreto en la montaña?)
Cae sobre la cima el sol,
el blanco sol del Mediodía,
sobre los muros desolados y limpios,
abiertos hacia el cielo.
Cae sobre el valle.
Vegetación dorada, rocas,
contorno de montañas
oscuro al comienzo del otoño.
Cae sobre el campo de las cremaciones.
Todo lo incendia nuevamente,
lo vivifica:
el paisaje austero,
la memoria,
ellos,
que iban de dos en dos por los caminos.
II
…no m’abbiate a vile
per lo colpo ch’io porto
questo cor mi fu morto
poi che ’n Tolosa fui
Maltrovando,
perdida de todos y de mí
parto de sitios lúgubres hacia ningún lado.
Reconozco en las ruinas mis cenizas.
Amantes que ardieron allí.
La misma nota resonó en violas y laúdes,
la misma oración en las hogueras.
Sólo quedaron muros derruidos,
la vaga memoria de unos nombres,
historias incontables
que vencieron el silencio del inquisidor.
Estas piedras ennoblecidas
hoy profesan también la soledad.
Vine desde tan lejos
para encontrarme aquí
descifrando lealtades e infortunios.
Sí, desde entonces.
Aquella vez en que vi todas las cosas en su sitio
y fui reflejada
en espejo de virtudes singulares.
Los ojos vieron el paisaje justo para ellos.
El camino.
Si pudiera decir aquí
tan sólo una parte de esta tristeza.
Oh mala tristeza, tan ávida, tan vasta,
sepultándolo todo para mí.
¿Qué hubo de salvarse sino ella?
También esta noche
siento haber visto muchos siglos,
siento haber cursado caminos incontables
en el error brutal.
Esta noche, Dios, me ciegan la angustia y las tinieblas.
La angustia, angustia. Entiéndase lo que es.
Y las tinieblas.
Si en otro tiempo yo estuve cegada por la luz.
¿Pero de veras caímos en el mundo?
Feliz el hijo que no tuvo ser sobre la tierra.
El pobre hijo.
Los ojos vieron el camino.
Tampoco el olvido les fue dado.
Dónde estoy tan lejos, tan incierta.
Cuál es el pan de esta sonrisa tímida,
de este gesto inconcluso.
Es aquí donde estoy, no más lejos. Aquí
sola,
caída,
ajena a los destinos,
ajena a las humanas maravillas:
a las que tuve en las manos y agoté
a las que tengo,
a las que lleguen a mi vida.
¿Cuántas bastaron para saberlas todas?
Dios, esta noche
siento terror de nombrarte.
¿Dónde estás tú, esperando?
Cosas tengo en el mundo
y no las tengo
pero tampoco sé abandonarlas.
Qué me detiene aún
en el lugar donde olvidé mi rostro.
∞
También esta noche agonizo
sin alivio,
sin muerte,
esperando el milagro.
1969
Fui tan sombría como la dama de la torre.
Cubrí los pies con mantos de brocado
y a la hora del crepúsculo
visité todos los días en la ventana
idéntico paisaje de montañas doradas,
cielo oscuro y distante
surcado por malas aves y por nubes.
Cómo pudo caber
tanta desolación en dos ojos oscuros,
tanta soledad en una sola vida.
No está el amor.
Sólo una cicatriz dolorosa y profunda,
sólo la imagen de un perfil que se diluye
como en los salterios fatigados
la última pavana de la fiesta.
¿En dónde está el caballero ausente?
¿En qué bosque lejano
se desangró sobre la hierba oscura?
Los ríos, los valles, las veredas
convergían hacia ti.
¿En dónde estás?
Que el corazón te mire todavía,
que los brazos puedan circundarte
aunque ya no lo sepas.
Amado mío, esposo,
te vas con los restos últimos de luz.
Vengan las sombras,
vengan las sombras para siempre.
Tenga yo
el castillo más vasto
para pasear mi soledad,
el rincón más oscuro
para dejarla un momento y recogerla.
Tenga cien galerías de cortinajes negros,
tenga la más alta torre
para ocultarme en el último desván
y hundir mi cara en una telaraña.
Tenga un campanario
que doble el minuto de tu muerte.
Oh varón hermosísimo,
el que tañía la cítara al atardecer,
el que tañía mi espíritu y mi cuerpo,
el más valeroso y el más sabio.
No habrá calabozo tan estrecho
que ahogue esta furia.
Dolor tanto más agudo
cuantas más cosas salieron de sus manos.
Que al verme en el espejo
perciba mi esqueleto solamente,
las mejillas marchitas,
los restos de color entre los labios.
Yo soy quien verdaderamente ha muerto.
Salgan las palabras que no son más que palabras.
Salgan a formar espejismos solamente,
a no decir lo que las sombras son,
a no decir que un punto luminoso
puede ser también un punto oscuro,
a no decir que es putrefacto
un paisaje de rosas y violetas,
a no decir lo que es perder la luz,
caer de lo más alto
a un foso de escorpiones.
Quién cantará al amor de nuevo.
∞
No es decir nada
decir que el corazón se rompe.
Que a mi paso se sequen los jardines
y caigan las aves de su vuelo.
Quede mudo para siempre el gallo
que gritó en el crepúsculo.
No fue el alba
la que me separó de los brazos del amado
porque no soy la dama de la torre,
porque tú no eres sólo el caballero.
Una rosa no es más que una rosa.
La metáfora no existe.
El ángel se transforma.
La figura purísima y celeste
se vuelve obscena e insidiosa.
Voy a discernir la santidad de los objetos,
mi santidad.
Dama seré de los cerdos y de los armadillos.
El gesto de mi cara
es el mismo de un caballo muerto.
Qué justa náusea de mí misma.
Escucharé paciente
ladrar a los perros del camino.
Ascenderé del valle a la montaña.
Seré melancólica
porque yo sola me llene de tinieblas.
Yo pongo en ellas las tinieblas o la luz:
las cosas. Son simplemente lo que son.
El silencio. El silencio. El silencio.
∞
Tiemble tu cuerpo desprovisto de amparo,
tiemble tu alma desnuda de consuelo,
tiemble tu corazón mordido por un tigre,
tiemblen tus manos inútiles y solas.
Sea en tu boca la palabra justa.
La vida es un largo camino hacia la luz.
Pero no es tiempo todavía,
antes encógete
hasta no ser
más de lo que por ti sola eres.
Falta andar en andrajos el camino
con los pies descalzos,
el desierto de piedras amarillas y agrietadas;
falta olvidar que hubo pájaros un día.
Venga la purificación.
Arda mi corazón en una hoguera
hasta que sean el día y la hora.
¿Dónde estás, caballero, el más hermoso?
Graba con un cincel tu rostro en la memoria.
Los dos muramos hoy ahogados en la acequia,
los dos caigamos a un abismo,
los dos seamos devorados por el fuego.
La luz envuelve la corteza de las cosas,
el límite pobre de mi cuerpo;
equivoca nuestros nombres y los funde.
Cae, para que pueda yo
tocar tu mano al levantarte.
Te cantaré mi cancioncilla desabrida.
Voy a decir las letanías del agua transparente,
del sol que cae sobre las cosas,
del amado que cae sobre la amada.
∞
La mañana.
Zumban los insectos visitando las flores,
llega el viento a nosotros.
Faltan palabras,
aún no he dicho nada.
Tanto amor apresará el momento.
¿Cuál era el nombre de ese día,
el nombre de aquellas hojas en forma de corazón,
el corazón que se…
que no se…
Empiece la primera palabra de alabanza.
1969
1
Vuelvo a las mismas piedras del río desecado.
Puedo decir
que antes he mirado estas piedras
yaciendo entre el comienzo y el fin
en el lecho del río
que nadie conocía por su nombre.
Dura la tierra,
desgarró la carne de los pies,
dio para cubrirlos zarzas afiladas.
Bajo hasta el mismo lecho
donde aún dan sonido hilos de agua
delgados como cordeles de seda
para ceñir el talle de las rocas.
Es éste el corazón del cauce
y ésta la piedra donde espero
desde el comienzo de mis propias edades.
2
No tengo manos enormes
para cubrir con ellas mi cabeza,
para matar recuerdos
que no dan su rostro verdadero.
Pequeño valle de la desolación.
Veredas trazadas por la angustia.
∞
Se clarifica en la corriente
un guijarro violeta.
Surge de lo profundo
la memoria del olvido,
la tristeza del mismo adolescente
esperando al amado entre las piedras.
Vengo aquí
donde en otro tiempo hubo un río
que no se llevó malas nostalgias.
Vengo a reconocer las piedras húmedas,
las pequeñas corrientes
bordando encajes disparejos en la arena,
los habitantes del agua, pequeños sapos sensitivos.
Vengo a adivinar
si volverás por el norte o por el occidente en llamas.
Hacia el norte partiste.
3
Altos muros de musgo y buganvilia
creciendo hacia la almena.
La piedra ausente junto al ciprés, el hueco,
morada de arañas breves y voraces.
A través del tejido perfecto vi el jardín.
El varón desnudándose.
Se abrieron las puertas a los malos tiempos.
Danzábamos por la tapia
cubierta de hojas frescas y oscuras.
Era más vértigo mirarlo.
El estupor vibraba debajo de la piel.
Un impulso nació
olvidando su fin y su sentencia.
Fuimos cómplices
ante el halago de las damas,
jóvenes desabridas y castas.
No pudo el abejorro
desprenderse de la telaraña.
Allí quedaron sus alas y sus patas.
Allí su corazón.
Vuelvo a los corredores
a oír el eco de los mismos gemidos.
Venía la luz de ventanas muy altas.
A veces se escuchaba el golpe seco
de las cidras que caían sobre el césped.
Ya entraba la hiedra desde entonces
por resquicios abiertos.
Me recuerdo recordando al pie de ese árbol.
4
Ven, ésta es tu casa.
Contempla las rejas despintadas,
mira el polvo en las sillas,
los ropajes guardados
en armarios altos y crujientes,
la jaula del pequeño loro.
Ven, camina por salones y terrazas,
por el jardín siempre silencioso.
Camina por cordilleras y por mares.
Vigila bien.
Debajo de las piedras,
en los últimos resquicios del desván,
adentro de cofres submarinos.
Toma un telescopio y una pala.
(Sólo debías bastarte con tus ojos cerrados.)
¿Cuánto tiempo has empeñado en la pesquisa?
Si insistes
te permito también buscarte aquí.
Abre la puerta, ven.
Está desportillada.
Su madera se hinchó con las últimas lluvias,
la cerradura defiende su reposo.
Éstas son las llaves que me pides.
Éstas son las llaves que te doy.
5
No supo cómo se hace el pan,
cómo hablar cuando está todo quieto
y se oyen las cigarras.
No supo cómo empezar una plegaria,
cómo tejer un sombrero.
Se obstinaba en hallar la eternidad
conjurando el silencio,
entrándose en laberintos sin puertas.
Trastrocaba caminos,
elegía el cruce equivocado.
¿Qué quería hallar?
¿Que estaría buscando
atareado y ciego
entre escombros ajenos,
pedacería de estatuas,
ruinas tan desoladas como su alma?
6
Encontré grabada en una piedra
la gran palabra de poder.
Voy a romper con ella
la ronda de los encantamientos,
me dije y dije
la primera sílaba
que destrozó mis dientes y mi lengua.
7
El hortelano daba los buenos días
y recogía betabeles frescos.
Yo le hubiera ayudado
pero tal era mi mano
que marchitó aquello que tocaba.
¿Qué busco entre los árboles floridos?
¿Qué busco en el silencio
del amanecer de invierno?
¿Qué busco en esta blancura
que no me pertenece?
El hortelano también veía por el jardín.
Subió la ardilla por la corteza de los árboles.
Subió por sus entrañas huecas
cuando los frutos se habían corrompido.
¿Nostalgia se llama?
Nomenclaturas.
Clasificaciones olvidadas.
Mariposa perdiendo sus colores
entre el cristal y el terciopelo,
oxidando los alfileres diminutos.
∞
El gran árbol
no desposee sus raíces oscuras.
Celebra la renovación de hojas
y alberga nuevas criaturas en sus ramas.
Ama su heredades y su suelo
en la fiesta del solsticio.
Tuve miedo de las abejas,
de las grandes mariposas vivas.
Caminar hasta el fin de la ciudad,
más allá de las primeras colinas.
Cultivar la sal en la boca y en las manos.
Compasión para la flor menos gallarda del jardín,
la flor desaliñada y sucia,
de pétalos resecos, sin aroma.
¿Cómo se llama lo que empieza a carcomer sus pétalos,
a quemar sus bordes frágiles y tersos?
8
Hablaron los poetas
de los bosques oscuros
que cierran sus puertas de follaje.
Contaron de muchos hombres
que allí quedaron
detenidos en su peregrinaje tenebroso
hasta reconocer el árbol desgajado
que creían haber dejado atrás
la primera jornada de camino.
9
La luna se veía por el tragaluz.
Se contaban los años de soledad
entre las mismas paredes despintadas.
El recogimiento y la dulzura
— rencor, lubricidad —,
el desánimo de los alcatraces en el patio,
la añoranza de las fiestas concurridas.
Reloj de arena sin fondo.
Tantos momentos se filtraron
por la delgada cintura del amor.
Sólo en sueños no llegaba al fondo del abismo.
Todo nació para un solo momento.
Murió la soledad para un solo momento
que no era el momento verdadero.
Cenit ardiente y lívido,
aire vacío,
fuego en la retina.
Caballos enloquecidos por el látigo ciego
y por el viento.
¿Por qué simplemente no huir de la memoria?
Las pupilas grabaron para siempre.
las grietas profundas del peñasco,
el sol disminuyendo en la caída.
Todo lo demás fue sólo escombro.
Eso mismo fue escombro: el amor.
Creció en el alma
una voz tensa y sin palabras.
10
Poco a poco
así como se gestan los naufragios,
así como el rocío se filtra
por las hendiduras secretas de una flor
para llegar al corazón,
descendió el alma
a los confines más distantes de la luz.
Ay, se fue desnudando de sí misma.
Ni siquiera la muerte
la habría tan hondamente despojado.
Los ojos sólo percibían la sombra
— hubieran sido ciegos.
Descendió el alma al fondo del espanto.
11
El silencio momentáneo,
y luego despertar.
Y luego no saber que se está muerto.
Rondar sin comienzo ni destinación
repitiendo el mismo nombre sin sentido.
Un dolor toma forma en medio de los ojos.
Dolor que pariría la historia,
algún recuerdo lúcido,
algún rezagado sentimiento
que ha dado vueltas y vueltas por los siglos
mostrando sólo su perfil desdibujado,
produciendo su sombra.
Rasparía mi cara contra un muro
hasta desfigurar las facciones y perderlas,
hasta ser sólo una mancha ensangrentada.
No rasparía el alma
hasta quitar de sus contornos y su entraña
la parte más oscura,
la que se destruye a sí misma
sólo cuando ha llegado el tiempo.
12
Uní al azar
fragmentos del paisaje destrozado.
Vine rastreando las huellas
del paso desigual.
Estaré en los años de silencio
con la misma soledad
dentro y fuera de los ojos.
¿En dónde está mi cuerpo?
Manos para acariciar un gato
o para estrangularlo.
Me alimento del olor de las frutas.
Debo ser del color del humo
que nace de una hoguera de hojas frescas.
Escúchame, te estoy hablando,
te estoy viendo endulzar el café
mientras piensas en mí y en otras cosas
con una tristeza desabrida.
Vendrán por mí de nuevo
las tempestades furiosas y los rayos,
el estruendo de timbales.
Vendrá de nuevo la gran luz a cegarme,
sentiré que me incendia,
volaré a refugiarme en las tinieblas.
Sólo he olvidado lo que debía recordar.
Dime en secreto la palabra
que conjura todos los terrores.
13
No importa ya
que alguna vez hubiéramos oído
el júbilo de las festividades,
que a distancia se haya vuelto impreciso
el resplandor de las antorchas,
que los pájaros permanezcan en silencio
mientras la lluvia cae sobre el jardín
y nosotros tenemos cuerpo
para danzar,
para acariciar,
para huir por los años de los años
y huiré todavía
pero no sé de qué, de quién, de dónde.
14
Estuve en los tiempos una vez
de frente a la belleza.
15
No dieron fruto mis semillas
porque mi mano es densa
y torpe fue mi entendimiento.
He mirado las cosas a través de las vísceras.
Hice crecer grandes manchas sobre el cielo.
El hombre deja caer verdades de sus manos
y se desangra para recobrarlas.
Hoy se me dan
los aros del saltimbanqui,
la daga del asesino
y los libros sagrados del profeta.
Diré que en algún sitio de mi corazón
residen cubiertos el horror y la gracia.
16
Busquemos la gruta,
los pasajes subterráneos,
la salida
a la pradera clara y despejada.
Espacios sin límite.
La felicidad creciendo a cada paso,
dejando huellas húmedas y leves.
17
Mira todas las cosas con cariño;
la cortina amarillenta, desteñida,
mira el plato roto,
el desconcierto de aquellos que te aman.
∞
Llora sobre tus viejas cosas
y abandónalas.
Mancha tus ropas de tristeza.
Llora sobre el lecho de tus padres,
sobre tus propios huesos.
Luego, en donde estés despójate del llanto.
Ennegrece el sol.
Desciende.
Recibe en ti la soledad.
18
No tengo mejor palabra que decir.
No es el lenguaje justo.
Cuida de la otra nostalgia
que a cada momento las genera,
pero rompe con esta vara
las falsas armonías.
Adiós a lo que duele tener o abandonar.
A las criaturas amadas en un tiempo,
a las tierras de médanos candentes
que has pisado con los pies desnudos,
al precipicio de pinos.
Adiós a la propia mirada miserable.
Adiós a la mala nostalgia.
— Soy un alfiler con la punta torcida.
19
La luz traspasará todas tus fibras.
Tendrás en ti lo que no has soñado
en el mejor de tus sueños,
lo que no imaginaste
porque nada sabes de la gracia.
Se detendrá tu tiempo
y temblarás de temor y maravilla
y lágrimas correrán por tus mejillas pálidas.
Te has de sumar a las criaturas
que se encuentran desde siempre allí
surgiendo hacia lo alto,
viviendo alabanzas infinitas.
Huyen las palabras de tu mente.
Todo cede a la Luz.
20
Llegará el día que se espera desde los años,
desde que el naranjo entregaba puntual sus frutos nobles.
Antes de que volviera el agua
a poblar la hondonada de las piedras,
a remover la tierra endurecida
y dejar en la orilla
un tronco en forma de serpiente.
Esperé un encuentro.
Esperé un regreso en las piedras del río desecado.
Frágil aquel dolor inmenso
que auguraba el fin del devenir.
¿Qué tengo ahora entre las manos?
Crecen todavía los alcatraces en el patio abandonado.
El hierro del balcón despide un llanto sucio.
En algún lugar, adentro,
está escondida toda la miseria.
Cerca, lejos, cerca, lejos.
Crecieron el ruido y el silencio.
En cada lado de esta moneda
refulgen perfectas sus dos caras.
Te doy una vasija de oro
y una fruta podrida.
21
Antes de reedificar,
ésta es mi casa en ruinas.
Insectos y musgo flotando en el estanque,
formaciones lóbregas
al fondo de la taza de café.
No preguntes de mí
que hoy bebí agua putrefacta
y ungí mi cabeza con estiércol
y pus han destilado mis palabras.
Pero mírame de frente,
reconóceme.
Ámame, hermano.
22
Busco la salida en galerías inmensas.
Las puertas se repiten a los lados.
Son tantas que no sé
si espejos malignos las duplican.
Toqué a todas las puertas
y nadie contestó.
Traté en vano de abrirlas.
Ábranme, que en los recodos aguardan alimañas,
ecos de señales confusas.
Ábranme que me pierdo.
Ábrete, grito a una puerta que se abre.
A lo lejos,
la región en donde el día
dispersa paciente los residuos nocturnos,
pero tengo por todo camino frente a mí
sólo un estanque de aguas densas.
Aguas demasiado densas para reflejar una silueta.
Bajar por ellas hasta reconocerme en su fondo,
y anegarme en él y perderme
antes de surgir al aire.
He de olvidar mi nombre
para entender el lenguaje de las bestias
y el lenguaje del espíritu
y mi propio lenguaje desnudo.
¿Qué hay en esas aguas sin reflejo?
Algo siento de pronto:
una borrosa convulsión,
un movimiento parco,
la señal.
Desciendo
y dispongo mi alma.
Desciendo
y el agua me va cubriendo poco a poco.
He cantado
porque en mi cabeza una llama ha de posarse,
pero ahora
desciendo,
se acumula el espanto en la conciencia.
1969-1970
“Ieu sui Arnaut, que plor e vau cantan:
consiros vei la passada folor,
a vei jausen lo jorn que’esper, denan.
Ara us prec, per aquella valor