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Gaston Bachelard

La poética de la ensoñación

Traducción de
Ida Vitale

Fondo de Cultura Económica

BREVIARIOS / 330

Primera edición en francés, 1960
Primera edición en español, 1982
     Sexta reimpresión, 2011
Primera edición electrónica, 2013

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ÍNDICE

Introducción

I. Ensoñaciones sobre la ensoñación. El soñador de palabras

II. Ensoñaciones sobre la ensoñación. Animus-anima.

III. Las ensoñaciones que tienden a la infancia

IV. El cogito del soñador

V. Ensoñación y cosmos

A
MI HIJA

INTRODUCCIÓN

Méthode, Méthode, que me veux-tu? Tu sais bien que j’ai mangé du fruit de l’inconscient.[*]

JULES LAFORGUE, “Moralités légendaires”, Mercure de France, p . 24.

1

EN UN libro reciente, que completa libros anteriores consagrados a la imaginación poética, intentamos señalar el interés que ofrece el método fenomenológico para tales investigaciones. Según los principios de la fenomenología, se intentaba sacar a plena luz la toma de conciencia de un individuo maravillado por las imágenes poéticas. Esta toma de conciencia, que la fenomenología moderna quiere sumar a todos los fenómenos de la psique, parece otorgar un precio subjetivo duradero a imágenes que a menudo sólo tienen una objetividad dudosa, una objetividad fugitiva. Al obligarnos a cumplir un regreso sistemático sobre nosotros mismos y un esfuerzo de claridad en la toma de conciencia, a propósito de una imagen dada por un poeta, el método fenomenológico nos lleva a intentar la comunicación con la conciencia creante[**] del poeta. La imagen poética nueva —¡una simple imagen!— llega a ser de esta manera, sencillamente, un origen absoluto, un origen de conciencia. En las horas de los grandes hallazgos, una imagen poética puede ser el germen de un mundo, el germen de un universo imaginado ante las ensoñaciones de un poeta. La conciencia de maravillarse ante ese mundo creado por el poeta se abre en toda su ingenuidad. Sin duda la conciencia está destinada a mayores empresas. Se organiza con tanta más fuerza en la medida en que se entrega a obras cada vez más coordinadas. En especial, “la conciencia de racionalidad” tiene una virtud de permanencia que plantea un problema difícil al fenomenólogo: debe decir de qué modo la conciencia se enlaza en una cadena de verdades. Por el contrario, al abrirse sobre una imagen aislada, la conciencia imaginante tiene —por lo menos a primera vista— menos responsabilidades. La conciencia imaginante considerada en relación con imágenes separadas podría entonces proporcionar temas para una pedagogía elemental de las doctrinas fenomenológicas.

Pero henos aquí frente a una doble paradoja. ¿Por qué —preguntará el lector no advertido— sobrecarga usted un libro sobre la ensoñación con el pesado aparato filosófico que implica el método fenomenológico?

¿Por qué —dirá por su parte el fenomenólogo de oficio— elegir una materia tan elusiva como las imágenes para exponer principios fenomenológicos?

¿Sería acaso más simple, si siguiéramos los buenos métodos del psicólogo que describe lo que observa, que mide niveles, que clasifica tipos, que ve nacer la imaginación en los niños, sin examinar jamás, a decir verdad, cómo muere en el común de los hombres?

¿Pero puede un filósofo convertirse en psicólogo? ¿Puede doblegar su orgullo hasta conformarse con la comprobación de hechos, una vez que ha ingresado, con todas las pasiones requeridas, en el reino de los valores? Un filósofo queda, como se dice hoy, “en situación filosófica”; a veces tiene la pretensión de empezarlo todo, pero, ¡ay!, continúa… ¡Ha leído tantos libros de filosofía! Con el pretexto de estudiarlos, de enseñarlos, ¡ha deformado tantos “sistemas”! Cuando llega la noche, cuando ya no enseña, cree tener el derecho de encerrarse en el sistema de su elección.

Así he elegido yo la fenomenología con la esperanza de volver a examinar con una mirada nueva las imágenes fielmente amadas, tan sólidamente fijadas en mi memoria que ya no sé si las recuerdo o las imagino cuando las vuelvo a encontrar en mis sueños.

2

La exigencia fenomenológica con respecto a las imágenes poéticas es, por lo demás, simple: consiste en poner el acento sobre su virtud de origen, captar el ser mismo de su originalidad, beneficiándose así de la insigne productividad psíquica de la imaginación.

Esta exigencia, para una imagen poética, de ser un origen psíquico tendría, sin embargo, un excesivo rigor si no pudiéramos encontrar una virtud de originalidad a las variaciones mismas que actúan sobre los arquetipos más fuertemente arraigados. Puesto que queríamos profundizar como fenomenólogos la psicología del maravillarse, la menor variación de una imagen maravillosa debía servirnos para afinar nuestras investigaciones. La sutileza de una novedad reanima orígenes, renueva y redobla la alegría de maravillarse.

La alegría de hablar se agrega en poesía al maravillarse. Esta alegría hay que tomarla en su absoluta positividad. La imagen poética, al surgir como un nuevo ser del lenguaje, no puede compararse, para usar una metáfora común, con una válvula que se abre para liberar instintos relegados. La imagen poética ilumina con tal luz la conciencia que es del todo inútil buscarle antecedentes inconscientes. Al menos la fenomenología puede permitirse tomar la imagen poética en su propio ser, en ruptura con un ser antecedente, como una conquista positiva de la palabra. Si le hiciéramos caso al psicoanalista terminaríamos definiendo la poesía como un majestuoso Lapsus de la Palabra . Pero el hombre no se engaña cuando se exalta. La poesía es uno de los destinos de la palabra. Al tratar de afinar la toma de conciencia del lenguaje en el plano de los poemas, tenemos la impresión de tocar al hombre de la palabra nueva, de una palabra que no se limita a expresar ideas o sensaciones sino que intenta tener un futuro. Se diría que la imagen poética, en su novedad, abre un futuro del lenguaje.

Correlativamente, al emplear el método fenomenológico para el examen de las imágenes poéticas, nos parecía que estábamos siendo automáticamente psicoanalizados; que podíamos, con la conciencia clara, relegar nuestras antiguas preocupaciones de cultura psicoanalítica. Como fenomenólogos, nos sentíamos liberados de nuestras preferencias, de esas preferencias que transforman el gusto literario en hábitos. Gracias al privilegio que la fenomenología concede a la actualidad, estamos abiertos a las imágenes nuevas que nos ofrece el poeta. La imagen estaba presente en nosotros, distante de todo el pasado que podía haberla preparado en el alma del poeta. Sin preocuparnos por los “complejos” del poeta, sin hurgar en la historia de su vida, éramos libres, sistemáticamente libres para pasar de un poeta a otro, de un gran poeta a un poeta menor, con motivo de una simple imagen que revelaba su valor poético mediante la riqueza misma de sus variaciones.

Así, el método fenomenológico nos exigía que pusiéramos en evidencia la totalidad de la conciencia con motivo de la menor variación de la imagen. No se lee poesía pensando en otra cosa. Desde el momento en que una imagen poética se renueva en uno de sus rasgos, manifiesta su inocencia primera.

Es esta inocencia, sistemáticamente despertada, la que ha de darnos su pura acogida en los poemas. En nuestros estudios sobre la imaginación activa seguiremos, pues, los pasos de la fenomenología como los de una escuela de inocencia.

3

Ante las imágenes que nos proporcionan los poetas, ante esas imágenes que nunca nosotros habríamos podido imaginar por nuestra cuenta, esta inocencia del maravillarse es muy natural. Pero si vivimos con pasividad ese maravillarnos, no participaremos demasiado profundamente en la imaginación creadora. La fenomenología de la imagen nos pide que activemos la participación en la imaginación creadora. Dado que la finalidad de toda fenomenología consiste en traer al presente la toma de conciencia, en un tiempo de extrema tensión, deberemos concluir que no existe, en lo que se refiere a los caracteres de la imaginación, una fenomenología de la pasividad. Sin duda, la descripción de los psicólogos puede proporcionarnos documentos, pero el fenomenólogo debe intervenir para situar esos documentos en el eje de la intencionalidad. ¡Que esta imagen que acaba de serme ofrecida sea mía, verdaderamente mía, que se vuelva —cima del orgullo del lector— mi obra! ¡Y qué gloria de lectura si logro vivir, ayudado por el poeta, la intencionalidad poética! Mediante la intencionalidad de la imaginación poética el alma del poeta encuentra la apertura consciente que conduce a toda verdadera poesía.

Frente a una tan desmesurada ambición, unida al hecho de que todo nuestro libro debe salir de nuestros ensueños, nuestra empresa de fenomenólogo debe encarar una paradoja radical. En efecto, es común inscribir la ensoñación entre los fenómenos de la tregua física. Se la vive en un tiempo de descanso, en un tiempo que ninguna fuerza traba. Como no va acompañada de atención, a menudo carece de memoria. Consiste en una huida fuera de lo real, sin encontrar siempre un mundo irreal consistente. Siguiendo “la pendiente de la ensoñación” —una pendiente que siempre desciende— la conciencia se distiende y se dispersa y por consiguiente se oscurece. Cuando se sueña, por lo tanto, nunca es hora de “hacer fenomenología”.

¿Cuál va a ser nuestra actitud frente a tal paradoja? Lejos de intentar acercar los términos de la evidente antítesis entre un estudio simplemente psicológico de la ensoñación y un estudio propiamente fenomenológico, aumentaremos aún más el contraste poniendo nuestras investigaciones bajo la dependencia de una tesis filosófica que querríamos defender en primer lugar: para nosotros toda toma de conciencia es un crecimiento de la conciencia, un aumento de luz, un refuerzo de la coherencia psíquica. Su rapidez o su instantaneidad pueden enmascararnos ese crecimiento. Pero existe en toda toma de conciencia un crecimiento del ser. La conciencia es contemporánea de un devenir psíquico vigoroso, un devenir que propaga su vigor en todo el psiquismo. La conciencia, por sí sola, es un acto, el acto humano. Es un acto vivo, pleno. Incluso cuando la acción que sigue, que debería seguir, que habría debido seguir queda suspendida, el acto de la conciencia tiene total positividad. En el presente ensayo, sólo estudiaremos este acto en el dominio del lenguaje, más precisamente, en el lenguaje poético, cuando la conciencia imaginativa crea y vive la imagen poética. Aumentar el lenguaje, crear lenguaje, valorizar el lenguaje, amar el lenguaje son otras tantas actividades en las que se aumenta la conciencia de hablar. En ese dominio tan estrechamente delimitado, estamos seguros de encontrar numerosos ejemplos que probarán nuestra tesis filosófica más general sobre el devenir esencialmente aumentativo de toda toma de conciencia.

Pero, frente a esta acentuación de la claridad y del vigor de la toma de conciencia poética, ¿desde qué ángulo deberemos estudiar la ensoñación si pretendemos servirnos de las lecciones de la fenomenología? Al fin de cuentas, nuestra propia tesis filosófica aumenta las dificultades de nuestro problema. En efecto, esta tesis arrastra un corolario: una conciencia que disminuye, una conciencia que se adormece, una conciencia que desvaría ya no es una conciencia. La ensoñación nos lleva por el mal declive, por el declive que desciende.

Un adjetivo salvará todo, permitiéndonos pasar por sobre las objeciones de una psicología que se conforma con el primer examen. La ensoñación que queremos estudiar es la ensoñación poética, una ensoñación que la poesía lleva hacia la buena inclinación, la que una conciencia que crece puede seguir. Esta ensoñación es una ensoñación que se escribe o que, al menos, promete escribirse. Ya está ante ese gran universo que es la página blanca, en el cual las imágenes se componen y se ordenan. El soñador escucha ya los sonidos de la palabra escrita. Un autor cuyo nombre no recuerdo decía que la punta de la pluma era un órgano del cerebro. Y es verdad: cuando mi pluma escupe no estoy pensando correctamente. ¿Quién me devolverá la buena tinta de mi vida escolar?

Todos los sentidos se despiertan y armonizan en la ensoñación poética. Y esta polifonía de sentidos es aquello que la ensoñación poética escucha y la conciencia poética debe registrar. Conviene a la imagen poética lo que Federico Schlegel decía del lenguaje: es “una creación de un solo impulso”.[1] El fenomenólogo de la imaginación debe tratar de revivir estos impulsos.

Es verdad que un psicólogo encontraría más directo estudiar al poeta inspirado, haciendo estudios concretos de la imaginación sobre algunos genios en particular. ¿Pero llegaría a vivir de esa manera los fenómenos de la inspiración?[2] Esos documentos humanos sobre los poetas inspirados sólo podrían ser relatados dentro de ideales observaciones objetivas, de una manera exterior. La comparación entre poetas inspirados haría perder muy pronto la esencia de la inspiración. Toda comparación disminuye los valores de expresión de los términos comparados. El término inspiración es demasiado general como para decir la originalidad de las palabras inspiradas. En los hechos, la psicología de la inspiración, aun cuando cuente con el auxilio de los relatos sobre los paraísos artificiales, es de una evidente pobreza. Los documentos sobre los cuales puede trabajar el psicólogo, en esos estudios, son muy poco numerosos y sobre todo no son realmente asumidos por el psicólogo.

La noción de Musa, noción que debería ayudarnos a dar un ser a la inspiración y a creer que hay un sujeto trascendente para el verbo inspirar, no puede entrar naturalmente en el vocabulario de un fenomenólogo. Siendo ya un joven adolescente me era imposible entender que un poeta al que quería tanto pudiese utilizar musas y laúdes. Cómo decir con convicción, cómo recitar sin reír a carcajadas ese primer verso de un gran poema:

Poète, prends ton luth et me donne un baiser.

[Poeta, toma tu laúd y dame un beso.]

Era más de lo que podía resistir un muchacho de la Champagne.

¡No! Musa, Lira de Orfeo, fantasmas del hachís o del opio sólo pueden enmascararnos el ser de la inspiración. La ensoñación poética escrita, guiada hasta producir una página literaria, va a ser para nosotros, por el contrario, una ensoñación transmisible, una ensoñación inspiradora, es decir una inspiración a la medida de nuestros talentos de lectores.

En tal caso, los documentos abundan para un fenomenólogo solitario, sistemáticamente solitario. El fenomenólogo puede despertar su conciencia poética con motivo de las mil imágenes que duermen en los libros. Resuena ante la imagen poética en el mismo sentido de la “resonancia” fenomenológica tan bien caracterizada por Eugène Minkowski.[3]

Hay que observar, además, que una ensoñación, a diferencia del sueño, no se cuenta. Para comunicarla, hay que escribirla, escribirla con emoción, con gusto, reviviéndola tanto más cuando se la vuelve a escribir. Tocamos acá el dominio del amor escrito. La moda de esto pasa, pero su beneficio permanece. Todavía existen las almas para las cuales el amor es el contacto de dos poesías, la fusión de dos ensoñaciones. La novela epistolar expresa el amor mediante una hermosa emulación entre las imágenes y las metáforas. Para decir un amor hay que escribir. Nunca se escribe demasiado sobre él. ¡Cuántos amantes que llegados a las más tiernas citas abren el escritorio! El amor nunca ha terminado de expresarse y cuanto más poéticamente soñado mejor se expresa. Las ensoñaciones de dos almas solitarias preparan la dulzura de amar. Un realista de la pasión sólo verá en esto fórmulas evanescentes. Pero no por eso es menos cierto que las grandes pasiones se preparan entre grandes ensoñaciones. Al separar el amor de toda su irrealidad se mutila su realidad.

En esas condiciones, se comprende de inmediato lo complejas y movidas que van a ser las discusiones entre una psicología de la ensoñación, apoyada en observaciones sobre los soñadores, y una fenomenología de las imágenes creadoras, fenomenología que tiende a restituir, aun en un lector modesto, la acción innovadora del lenguaje poético. De una manera más general, se comprende también todo el interés que tiene, según creemos, determinar una fenomenología de lo imaginario en la que la imaginación esté puesta en su lugar, en el primer lugar, como principio de excitación directa del devenir psíquico.

La imaginación intenta un futuro. Es en primer lugar un factor de imprudencia que nos aleja de las pesadas estabilidades. Veremos que algunas ensoñaciones poéticas son hipótesis de vidas que amplían la nuestra poniéndonos en confianza dentro del universo.

En esta obra daremos numerosas pruebas de esta entrada en confianza con el universo mediante la ensoñación. Un mundo se forma en nuestra ensoñación, un mundo que es nuestro mundo. Y ese mundo soñado nos enseña posibilidades de crecimiento de nuestro ser en este universo que es el nuestro. En todo universo soñado hay futurismo. Joé Bousquet ha escrito:

Dans un monde qui naît de lui, l’homme peut tout devenir.[4]

[En un mundo que nace de él, el hombre puede llegar a ser todo.]

Entonces, si consideramos la poesía en su ímpetu de devenir humano, en la cúspide de una inspiración que nos entrega la palabra nueva, ¿de qué podría servir una biografía que nos transmita el pasado, el denso pasado del poeta? De tener la menor inclinación por la polémica, ¡qué archivo podríamos juntar en relación con los excesos biográficos! Daremos sólo una muestra.

Hace medio siglo, un príncipe de la crítica literaria asumía la tarea de explicar la poesía de Verlaine que no le gustaba mucho. Porque, ¿cómo amar la poesía de un poeta que vive al margen de las letras?:

Nadie lo ha visto ni en las avenidas, ni en el teatro, ni en un salón. Está en alguna parte, en algún extremo de París, en la trastienda de un comerciante donde bebe vino azul.

Vino azul. ¡Qué injuria para el beaujolais que entonces se bebía en los pequeños cafés de la colina Sainte-Geneviève!

El mismo crítico literario termina de determinar el carácter del poeta por el sombrero. Escribe:

Su sombrero blando parecía él mismo adaptarse a su triste pensamiento, inclinando sus bordes vagos alrededor de su cabeza, especie de aureola negra para esa frente preocupada. ¡Su sombrero! Sin embargo, también él alegre a algunas horas, y caprichoso como una mujer muy morena, a veces redondo, ingenuo, como el de un niño de Auvernia o de Saboya, a veces como un cono hendido a la tirolesa e inclinado, arrogante, sobre la oreja, otras veces jocosamente terrible: creeríamos estar ante el tocado de algún banditto, sin pies ni cabeza, un ala hacia abajo, otra hacia arriba, la delantera como visera, la trasera cubriendo la nuca.[5]

¿Existe un solo poema, en toda la obra del poeta, que pueda ser explicado por esas contorsiones literarias del sombrero?

¡Es tan difícil unir la vida y la obra! El biógrafo puede ayudarnos diciéndonos que determinado poema fue escrito mientras Verlaine estaba en la prisión de Mons:

Le ciel est par-dessus le toit

Si bleu, si calme.

[El cielo está, por encima del techo, / tan azul, tan calmo.]

En la cárcel. ¿Quién no está en la cárcel en sus horas de melancolía? En mi cuarto parisiense, lejos de mi tierra natal, arrastro la ensoñación verlainiana. Un cielo de otras épocas se extiende sobre la ciudad de piedra. Y en mi memoria cantan las estancias musicales que Reynaldo Hahn escribió sobre los poemas de Verlaine. Todo un espesor de emociones, de ensueños, de recuerdos crece para mí sobre ese poema. Por encima —no por debajo, no en una vida que no he vivido—, no en la vida mal vivida de ese desdichado poeta. En sí misma, por sí misma, ¿la obra no ha dominado la vida, la obra no ha sido un perdón para aquel que la ha malvivido?

En todo caso, en ese sentido el poema puede acumular ensoñaciones, sueños y recuerdos.

La crítica literaria psicológica nos dirige hacia otros intereses. Hace de un poeta un hombre. Pero frente a los grandes logros de la poesía, el problema sigue en pie: ¿cómo un hombre puede, a pesar de la vida, volverse poeta?

Pero volvamos a la simple tarea de indicar el carácter constructivo de la ensoñación poética y, para preparar esta tarea, preguntémonos si la ensoñación es, en todos los casos, un fenómeno de distensión y de abandono como lo sugiere la psicología clásica.

4

La psicología puede perder más de lo que gana si constituye sus nociones básicas bajo la inspiración de las derivaciones etimológicas. De esta manera, la etimología amortigua las diferencias muy nítidas que separan el sueño de la ensoñación. Por otra parte, como los psicólogos se precipitan sobre lo más característico, primero estudian el sueño, el sorprendente sueño nocturno, prestando poca atención a las ensoñaciones, ensoñaciones que sólo son para ellos sueños confusos, sin estructura, sin historia, sin enigmas. La ensoñación se transforma entonces en un poco de materia nocturna olvidada en la luz del día. Si la materia onírica se condensa un poco en el alma del soñador, la ensoñación cae en el sueño; los “accesos de ensoñación”, que los psiquiatras observan, asfixian el psiquismo, la ensoñación se vuelve somnolencia, el soñador se duerme. Una especie de destino de caída marca así la continuidad de la ensoñación en el sueño. Pobre ensoñación la que invita a la siesta. Habría que preguntarse incluso si en este “adormecimiento” el propio inconsciente no padece una declinación del ser. El inconsciente retomará su acción en los sueños del dormir verdadero. Y la psicología trabaja inclinándose hacia los dos polos del pensamiento claro y del sueño nocturno, segura de este modo de tener controlado todo el dominio de la psique humana.

Pero hay otras ensoñaciones que no pertenecen a este estado crepuscular en que se mezclan vida nocturna y vida diurna. Y la ensoñación diurna merece, por muchos aspectos, un estudio directo. La ensoñación es un fenómeno espiritual demasiado natural —demasiado útil también al equilibrio psíquico— para que se lo trate como un derivado del sueño, para que se lo incluya sin discusión en el orden de los fenómenos oníricos. En resumen, conviene, para determinar la esencia de la ensoñación, volver sobre la propia ensoñación. Y es precisamente la fenomenología la que puede poner en claro la distinción entre sueño y ensoñación, puesto que la posible intervención de la conciencia en la ensoñación proporciona un signo decisivo.

Alguien ha podido preguntarse alguna vez si existe realmente una conciencia del sueño. La rareza del sueño puede ser tal que parezca que otro viene a soñar en nosotros. “Un sueño me visitó.” He aquí la fórmula que establece la pasividad de los grandes sueños nocturnos. Es necesario que volvamos a habitar en esos sueños para convencernos de que fueron nuestros. Después, con ellos hacemos relatos, historias de otros tiempos, aventuras de otros mundos. Miente bien el que viene de lejos.

A menudo agregamos inocentemente, inconscientemente, un rasgo que aumenta lo pintoresco de nuestra aventura en el reino de la noche. ¿Han observado ustedes el rostro del hombre que cuenta su sueño? Sonríe de su drama, de sus terrores. Se divierte con ellos. Quisiera que también ustedes se divirtieran con ellos.[6] El narrador de sueños goza a veces de su sueño como de una obra original. Ve en él una originalidad delegada y por eso mismo queda muy sorprendido cuando el psicoanalista le dice que otro soñador ha conocido la misma “originalidad”. La convicción de un soñador de sueños de haber vivido el sueño que narra no debe engañarnos. Es una convicción establecida que se refuerza cada vez que lo cuenta. No hay ninguna identidad entre el sujeto que narra y el sujeto que ha soñado. Por eso mismo, una elucidación propiamente fenomenológica del sueño nocturno es un problema difícil. Sin duda dispondríamos de elementos para resolverlo si se desarrollara más una psicología y consecutivamente una fenomenología de la ensoñación.

En vez de buscar el sueño en la ensoñación, se buscaría la ensoñación en el sueño. Existen playas de tranquilidad en medio de las pesadillas. Robert Desnos ha observado esas interferencias entre el sueño y la ensoñación: “Aunque estoy adormecido y sueño sin poder determinar exactamente qué es sueño y qué ensoñación, conservo la noción de las apariencias”.[7] Vale decir que el soñador, en la noche del sueño, recupera los esplendores del día. Es consciente entonces de la belleza del mundo. La belleza del mundo soñado le devuelve durante un instante su conciencia.

La ensoñación ilustra así un descanso del ser, un bienestar. El soñador y su ensoñación entran en cuerpo y alma en la sustancia de la felicidad. Durante una visita a Nemours en 1844, Victor Hugo había salido a la hora del crepúsculo para “ir a ver algunos greses curiosos”. Cae la noche, la ciudad se calla; ¿dónde está la ciudad?

Todo esto no era ni una ciudad, ni una iglesia, ni un río, ni color, ni luz, ni sombra: era la ensoñación.

Permanecí mucho rato inmóvil, dejándome penetrar dulcemente por este conjunto inexpresable, por la serenidad del cielo, por la melancolía de la hora. No sé lo que pasaba por mi espíritu y no podría decirlo, era uno de esos momentos inefables en que uno siente en sí algo que se adormece y algo que se despierta.[8]

Todo un universo contribuye así a nuestra dicha cuando la ensoñación viene a acentuar nuestro reposo. A quien quiera soñar bien hay que decirle: comience por ser feliz. Entonces la ensoñación cumple su verdadero destino: se convierte en ensoñación poética: gracias a ella y en ella todo se vuelve hermoso. Si el soñador tuviese “oficio”, haría una obra con su ensoñación. Y esta obra sería grandiosa puesto que el mundo soñado es automáticamente grandioso.

Los metafísicos hablan a menudo de una “apertura del mundo”. Pero parecería, al escucharlos, que les basta correr una cortina para estar de pronto, mediante una única iluminación, de cara al Mundo. Cuántas experiencias de metafísica concreta tendríamos si prestáramos más atención a la ensoñación poética. Abrirse al mundo objetivo, entrar en el mundo objetivo, constituir un mundo que consideramos objetivo son largos pasos que sólo pueden ser descritos por la psicología positiva. Pero esos pasos para constituir a través de mil rectificaciones un mundo estable nos hacen olvidar el deslumbramiento de las primeras aperturas. La ensoñación poética nos da el mundo de los mundos. La ensoñación poética es una ensoñación cósmica. Es una apertura hacia un mundo hermoso, hacia mundos hermosos. Le concede al yo un no-yo que es el bien del yo: mi no-yo. Ese no-yo mío hechiza al yo del soñador; los poetas saben hacérnoslo compartir. Para mi yo soñador, ese no-yo mío me permite vivir mi confianza de estar en el mundo. Ante un mundo real podemos descubrir en nosotros mismos el ser de la preocupación. Entonces somos arrojados al mundo, entregados a la inhumanidad del mundo, a su negatividad; el mundo se convierte, entonces, en la nulidad de lo humano. Las exigencias de nuestra función de lo real nos obligan a adaptarnos a la realidad, a constituirnos como una realidad, a fabricar obras que son realidades. ¿Pero acaso la ensoñación, por su propia esencia, no nos libera de la función de lo real? Si lo consideramos en su simplicidad, vemos que es el testimonio de una función de lo irreal, función normal, útil, que preserva al psiquismo humano, al margen de todas las brutalidades de un no-yo hostil, de un no-yo ajeno.

Hay horas en la vida de un poeta en las que la ensoñación asimila a lo real mismo. Lo que percibe es entonces asimilado. El mundo real es absorbido por el mundo imaginario. Shelley nos ofrece un verdadero teorema de la fenomenología al decir que la imaginación es capaz “de hacernos crear lo que vemos”.[9] De acuerdo con Shelley, de acuerdo con los poetas, la fenomenología de la percepción propia debe ceder su sitio a la fenomenología de la imaginación creadora.

Gracias a la imaginación y a las sutilezas de la función de lo irreal, entramos en el mundo de la confianza, en el mundo del ser confiante, en el mundo mismo de la ensoñación. En seguida daremos muchos ejemplos de esas ensoñaciones cósmicas que enlazan al soñador y a su mundo. Esta unión se ofrece espontáneamente a la investigación fenomenológica. El conocimiento del mundo real exigiría investigaciones fenomenológicas complejas. Los mundos soñados, los mundos de la ensoñación diurna, si se está atento, competen a una fenomenología verdaderamente elemental. De este modo hemos llegado a pensar que hay que aprender fenomenología mediante la ensoñación.

La ensoñación cósmica, tal cual la estudiamos, es un fenómeno de la soledad, un fenómeno que tiene su raíz en el alma del soñador. No necesita un desierto para establecerse y crecer. Le basta un pretexto —y no una causa— para que nos pongamos “en situación de soledad”, en situación de soledad soñadora. En esta soledad, los recuerdos mismos se establecen por cuadros. Los decorados predominan sobre el drama. Los recuerdos tristes logran al menos la paz de la melancolía. Y eso agrega una diferencia más entre la ensoñación y el sueño. El sueño queda sobrecargado por las pasiones mal vividas en la vida del día. La soledad siempre tiene una hostilidad en el sueño nocturno. Es ajena. No es verdaderamente nuestra soledad.

Las ensoñaciones cósmicas nos apartan de las ensoñaciones de proyectos. Nos sitúan en un mundo y no en una sociedad. Una especie de estabilidad, de tranquilidad, es atributo de la ensoñación cósmica. Nos ayuda a escapar al tiempo. Es un estado. Vayamos al fondo de su esencia: es un estado de alma. Decíamos en un libro anterior que la poesía nos proporciona documentos para una fenomenología del alma. Con el universo poético del poeta se nos entrega toda su alma.

Le corresponde al espíritu la tarea de crear sistemas, de organizar experiencias diversas para intentar comprender el universo. Al espíritu le conviene la paciencia de instruirse a lo largo de todo el paseo por el saber. ¡El pasado del alma está tan lejos! El alma no vive siguiendo la corriente del tiempo y encuentra su reposo en los universos que la ensoñación imagina.

Por eso creemos poder demostrar que las imágenes cósmicas pertenecen al alma, al alma solitaria, al alma principio de toda soledad. Las ideas se afinan y se multiplican en el comercio de los espíritus. Las imágenes realizan en su esplendor una muy simple comunión de las almas. Deberían organizarse dos vocabularios para estudiar, uno el saber, el otro, la poesía. Pero esos vocabularios no coinciden. Sería inútil redactar diccionarios para traducir una lengua a la otra. Y la lengua de los poetas debe ser aprendida en forma directa, precisamente, como el lenguaje de las almas.

Sin duda, se le podría pedir a un filósofo que estudiara esta comunión de las almas en los dominios más dramáticos, comprometiendo valores humanos o sobrehumanos que pasan por ser más importantes que los valores poéticos. ¿Pero ganan las grandes experiencias del alma al ser proclamadas? ¿No es posible confiar en la profundidad de toda “resonancia” para que cada uno de los que leen páginas sensibles participe a su manera en la invitación a una ensoñación poética? Por nuestra parte, creemos —vamos a explicarlo en un capítulo de este libro— que la infancia anónima revela más cosas sobre el alma humana que la infancia singular, tomada en el contexto de una historia de familia. Lo esencial es que una imagen no desafine. Podremos entonces confiar en que tome el camino del alma, que no se deje perturbar por las objeciones del espíritu crítico, que no sea detenida por la pesada mecánica de las contenciones. ¡Qué sencillo es reencontrarse con su alma en lo hondo de una ensoñación! La ensoñación nos pone en estado de alma naciente.

En nuestro modesto estudio de las más simples imágenes, nuestra ambición filosófica es, pues, grande. Intentaremos probar que la ensoñación nos da el mundo de un alma, que una imagen poética da testimonio de un alma que descubre su mundo, el mundo en el que quisiera vivir, donde merece vivir.

5

Antes de señalar con más precisión los temas especiales tratados en este ensayo, quisiera justificar su título.

Al hablar de una Poética de la ensoñación, cuando por mucho tiempo me tentó uno más simple: La ensoñación poética, quise señalar la fuerza de coherencia que recibe un soñador cuando es de veras fiel a sus sueños y cuando sus sueños ganan precisamente coherencia por sus valores poéticos. La poesía constituye a la vez al soñador y su mundo. Mientras que el sueño nocturno puede desorganizar un alma, propagar en el día las locuras ensayadas durante la noche, la buena ensoñación ayuda realmente al alma a gozar de su reposo, a gozar de una fácil unidad. Los psicólogos, en su ebriedad de realismo, insisten demasiado en el carácter de evasión que tienen nuestras ensoñaciones. No siempre reconocen que la ensoñación teje en torno al soñador dulces lazos, que es una argamasa, que, en resumen, en toda la fuerza del término, la ensoñación “poetiza” al soñador.

Del lado del soñador, formando parte de él, debemos, pues, reconocer una potencia de poetización que bien podemos llamar una poética psicológica; una poética de la psique en la cual se armonizan todas las fuerzas psíquicas.

Querríamos, pues, introducir el poder de coordinación y de armonía desde el adjetivo hasta el sustantivo, estableciendo una poética de la ensoñación poética, subrayando así, al repetir la palabra, que el sustantivo acaba de ganar la tonalidad del ser. Una poética de la ensoñación poética. Grande, demasiado grande ambición puesto que implicaría darle a todo lector de poemas una conciencia de poeta.

6

Digamos, pues, ahora, brevemente, con qué espíritu hemos escrito los distintos capítulos de este ensayo.

Antes de emprender las búsquedas de Poética positiva, búsquedas apoyadas, según nuestra costumbre de filósofo prudente, en documentos precisos, quisimos escribir un capítulo más frágil, sin duda demasiado personal, sobre el cual debemos dar explicaciones en esta “Introducción”. Elegimos como título de ese capítulo: Ensoñaciones sobre la ensoñación y lo dividimos en dos partes; la primera tenía por título: “El soñador de palabras”, y la segunda: “Animus”-“Anima”. En ese doble capítulo habíamos desarrollado ideas aventureras, fáciles de contradecir, propicias, lo creímos, para detener al lector que no gustara de encontrar oasis de ocio en una obra donde se promete organizar ideas. Pero, puesto que se trataba para nosotros de vivir en la bruma del psiquismo soñador, se nos hacía un deber de sinceridad decir todas las ensoñaciones que nos tientan, las singulares ensoñaciones que a menudo perturban nuestras ensoñaciones razonables, un deber seguir hasta el fin las líneas de aberración que nos son familiares.

En efecto, soy un soñador de palabras, un soñador de palabras escritas. Creo leer. Una palabra me detiene. Dejo la página. Las sílabas de la palabra empiezan a agitarse. Los acentos tónicos se invierten. La palabra abandona su sentido como una sobrecarga demasiado pesada que impide soñar. Las palabras toman entonces otros significados como si tuviesen el derecho de ser jóvenes. Y las palabras van, entre las espesuras del vocabulario, buscando nuevas, malas compañías. Muchos conflictos menores hay que resolver cuando, de la ensoñación vagabunda, se vuelve al vocabulario razonable.

Y es peor cuando en vez de leer me pongo a escribir. Bajo la pluma, la anatomía de las sílabas se despliega lentamente. La palabra vive sílaba por sílaba, en peligro de ensoñaciones internas. ¿Cómo mantenerla unida obligándola a sus habituales servidumbres dentro de la frase esbozada, frase que quizás vamos a tachar del manuscrito? ¿No ramifica la ensoñación la frase comenzada? La palabra es un brote que pretende dar una ramita. Cómo no soñar mientras se escribe. La pluma sueña. La página blanca da el derecho a soñar. Si tan sólo se pudiera escribir para uno mismo. ¡Qué duro es el destino del hacedor de libros! Hay que cortar y volver a coser para tener continuidad en las ideas. Pero, cuando se está escribiendo un libro sobre la ensoñación, ¿no habrá llegado el momento de dejar correr la pluma, de dejar hablar a la ensoñación y mejor aún, de soñar la ensoñación en el mismo momento en que uno cree estarla transcribiendo?

Soy —¿necesito decirlo?— un ignorante de la lingüística. Las palabras, en su lejano pasado, tienen el pasado de mis ensoñaciones. Para un soñador, para un soñador de las palabras, éstas están llenas de locuras. Para empezar, que cada uno piense en ello, que “empolle” un poco una palabra que le sea familiar. Entonces, la eclosión más inesperada, la más rara, surge de la palabra que dormía en su significación —inerte como un fósil de significados—.[10]

En verdad, las palabras sueñan.

Pero quiero hablar de una sola de las locuras de mis ensoñaciones: para cada término masculino sueño un femenino muy asociado, maritalmente asociado. Me gusta soñar dos veces las hermosas palabras de la lengua francesa. Claro está que no me basta con una simple desinencia gramatical, que llevaría a creer que el femenino es un género subalterno. Sólo soy feliz después de haber encontrado un femenino casi en su raíz, en la extrema profundidad, algo así como en la profundidad de lo femenino.

¡Qué bifurcación implica el género de las palabras! ¿Pero estamos alguna vez seguros de hacer bien la división? ¿Qué experiencia o qué luz ha guiado nuestros primeros pasos? Al parecer el vocabulario es parcial y privilegia al masculino tratando a menudo al femenino como un género derivado, subalterno.

Volver a abrir en los propios nombres profundidades femeninas es uno de mis sueños sobre las virtudes lingüísticas.

Nos hemos permitido estas confidencias sobre todos esos vanos sueños porque nos han preparado para aceptar una de las tesis principales que queremos defender en la presente obra. La ensoñación, tan diferente del sueño, tantas veces marcado con los duros acentos de lo masculino, nos ha parecido en efecto —esta vez más allá de las palabras— de esencia femenina. La ensoñación cumplida en la tranquilidad del día, en la paz del reposo —la ensoñación realmente natural— representa el poder mismo del ser en reposo. Es, en verdad, para todo ser humano, hombre o mujer, uno de los estados femeninos del alma. En el segundo capítulo trataremos de proporcionar pruebas menos personales acerca de esta tesis. Pero, para conseguir algunas ideas, hay que tenerle mucho amor a las quimeras. Hemos confesado las nuestras. Quien acepte seguir tras esos quiméricos indicios, quien agrupe sus propias ensoñaciones en ensoñaciones de ensoñaciones encontrará quizás, en el fondo del sueño, la gran calma del ser femenino íntimo. Volverá a ese gineceo de recuerdos que es toda memoria, una muy antigua memoria.

Nuestro segundo capítulo, más positivo que el primero, aún deberá ser colocado, sin embargo, bajo la mención general de la Ensoñaciones de Ensoñaciones. Utilizamos lo más posible documentos proporcionados por los psicólogos, pero como mezclamos dichos documentos a nuestras propias ideas-sueños, conviene que el filósofo que utilice el saber de los psicólogos mantenga la responsabilidad de sus propias aberraciones.

La situación de la mujer en el mundo moderno ha sido objeto de numerosas investigaciones. Libros como los de Simone de Beauvoir y de F. J. J. Ruytendijk son análisis que tocan el fondo de los problemas.[11] Nuestras observaciones se limitan a “situaciones oníricas”, tratando de precisar un poco cómo lo masculino y lo femenino —sobre todo lo femenino— trabajan nuestras ensoñaciones.

Por ende, extraeremos la mayor parte de nuestros argumentos de la psicología de las profundidades. C. G. Jung ha demostrado en numerosas obras la profunda dualidad de la psique humana, poniendo esta dualidad bajo el doble signo de un animus y de un anima. No seguiremos todos los desarrollos que la psicología de la profundidad le ha dado a ese tema de una dualidad íntima. Simplemente queremos demostrar que la ensoñación en su estado más simple, más puro, pertenece al anima. Aunque es verdad que toda sistematización corre el riesgo de mutilar la realidad, también ayuda a fijar perspectivas. Digamos a grandes rasgos, pues, que para nosotros el sueño corresponde al animus y la ensoñación al anima. La ensoñación sin drama, sin acontecimientos, sin historia nos muestra el verdadero reposo, el reposo de lo femenino. Con ella ganaremos la dulzura de vivir. Dulzura, lentitud, paz, tal es la divisa de la ensoñación en anima. En la ensoñación podemos encontrar los elementos fundamentales para una filosofía del reposo.

Hacia ese polo del anima van las ensoñaciones que nos llevan de nuevo a nuestra infancia. Esas ensoñaciones dirigidas a la infancia serán el objeto de nuestro capítulo tercero. Pero ya será necesario indicar desde qué ángulo examinaremos los recuerdos de infancia.

En trabajos anteriores hemos dicho a menudo que no era posible hacer una psicología de la imaginación creadora si no se llegaba a distinguir claramente la imaginación de la memoria. Si hay un dominio en el que esa distinción es especialmente difícil, es en el de los recuerdos de infancia, el dominio de las imágenes amadas, guardadas en la memoria desde la infancia. Esos recuerdos que viven por la imagen, en la virtud de la imagen, llegan a ser en ciertas horas de nuestra vida, sobre todo al llegar la edad de la calma, el origen y la materia de una ensoñación compleja: la memoria sueña, la ensoñación recuerda. Cuando esta ensoñación del recuerdo se convierte en el germen de una obra poética, el complejo de memoria y de imaginación se estrecha y se producen acciones múltiples y recíprocas que engañan la sinceridad del poeta. Más exactamente, los recuerdos de la infancia feliz están dichos con una sinceridad de poeta. Sin cesar, la imaginación reanima la memoria, la ilustra.

Trataremos de presentar, condensadamente, una filosofía ontológica de la infancia que se desprende del carácter duradero de este estado. Por algunos de sus rasgos, la infancia dura toda la vida. Vuelve a animar largos sectores de la vida adulta. En primer lugar, la infancia no abandona nunca sus moradas nocturnas. A veces, un niño viene a velar en nuestro sueño, pero en la vida de la vigilia, cuando la ensoñación trabaja sobre nuestra historia, la infancia que conservamos nos proporciona sus beneficios. Es necesario vivir y a veces es bueno vivir con el niño que hemos sido. De él recibimos una conciencia de raíz. Todo el árbol del ser se reconforta con ello. Los poetas nos ayudarán a encontrar en nosotros esta infancia viva, esta infancia permanente, duradera, inmóvil.

En esta “Introducción” corresponde subrayar que en el capítulo “Las ensoñaciones que tienden a la infancia” no desarrollamos una psicología del niño. No encaramos la infancia sino como un tema de ensoñación. Tema que volvemos a encontrar en todas las edades de la vida. Nos mantenemos dentro de una ensoñación y dentro de una meditación del anima.animus.Historias sangrientas,[12]animusproyectos del animus.