Primera edición (Vuelta), 1994
Primera edición (FCE), 2012
Primera edición electrónica, 2013
Foto autora: León Muñoz Santini
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ISBN 978-607-16-1486-5
Hecho en México - Made in Mexico
Ida Vitale (Montevideo, 1923) es poeta, crítica literaria, periodista y traductora. Estudió humanidades y fue profesora en su país hasta 1974, cuando la dictadura militar la orilló a exiliarse en México durante diez años; a ctualmente radica en Texas. Ha sido colaboradora destacada de numerosos diarios y revistas uruguayos como Época y Marcha. En México formó parte del consejo asesor de Vuelta y del grupo fundador de Uno más Uno. Publicó en 1949 su primer libro, La luz de esta memoria, al que siguieron otros, reunidos en Sueños de la constancia (FCE, 1986). Es una de las principales voces de la llamada Generación del 45. En 2009 fue galardonada con el Premio Internacional Octavio Paz de Poesía y Ensayo, y en 2010 con el doctorado honoris causa por parte de la Universidad de la República de Uruguay.
abracadabra
abuelo
afectación
agosto (y las Perseidas)
ajedrez
ajo
almácigo
anafórica
aquaster
arándano
Artemisa
aspidistra
autobús
avance
avestruz
baldíos
báltica
barca
Bayley, Edgar
biblioteca
Borges
brisa
Bruckner
C
Cabrerita
caligrafía
camino
caos
capricho
cardenal
cariópside
casualidad
cementerio
círculo
codo
color
Concepción
costumbre
criatura
Darío
depresión
despedida
días
difunto
disconformidad
disyuntiva
división
ductilidad
ecológica
encrucijada
entusiasmo
escepticismo
escorpión
espacio
Eulalia
Eusebia
exposición
fantasma
fuego
gato
geografía
gorrión
grillo
guerra
Hamlet (noticias para)
hastío
herencia
Hernández, Felisberto
Hicacos
historia
hongos
humor
I
imprevisibilidad
ingenio
Ingres
instante
intemperie
inundación
Islandia
jirafa
Klee
klerikos
lectura
Lernet-Holenia
locura
lucidez
mamboretá
memoria
merodeo
modelo
monólogo
Montevideo (el otro)
Morandi, Giorgio
morlaco
mudanza
muerte
museo
música
Mutis, Álvaro
nacimiento
narciso
Nilo
obsidiana
ocasión
Ofelia
ofertorio
ojo
olvido
origen
otoño
paciencia
pájaro
pareja
peligro
perfeccionismo
periclitar
perplejidad
piedras
poesía
progreso
quimera
recuerdo
Redon, Odilon
reloj
retorno
revelación
ruido
sabina
saxífraga
serpiente
sílaba
simetría
sirena
sismo
sueño
superstición
teatro
teléfono
tiempo
tormenta
tortuga
transitiva
travesía
tristeza
unicornio
vagabundo
ventana
vida
viento
vuelo
Xantipa
yuyo
Z
zepelín
zuibitsu
A los tres queridos clanes que me abrieron sus tiendas:
los Maggi Silva Vila, en Uruguay; los Mutis Miracle
y los Villegas Medina, en México.
A Aurelio Major, fiel ilusionista.
Y a Enrique, siempre.
… como una barredura de cosas
esparcidas al azar,
el bellísimo cosmos…
LUCRECIO
Lucrecio
… antiguo nombre
con el poético sonido de las cosas
en fijos torbellinos…
ENRIQUE CASARAVILLA LEMOS
El sentido es un pez que no se puede
tener mucho rato fuera de su agua
turbia.
JEAN DUBUFFET
… léxico / en orden de combate…
GUILLERMO CARNERO
El mundo es caótico y, por fortuna, difícilmente clasificable, pero el caos, materia susceptible de convertirse en maravilla, ofrece, como cualquier teogonía demuestra, la tentación del orden. Vivimos buscando el sistema mejor de organizarlo todo, para entenderlo, al menos. Mientras no llegue el único irrebatible, el más inocente es el alfabético. Su vastedad puede parecerse al caos que busca sustituir. La limito, pues, seleccionando por afinidades el léxico que cuaja, arbitrario, en torno a cada letra: no todas sino aquellas palabras que me cantan: pero el canto es el río y es la red; ellas juegan, conspiran, flotan mutuas, son suicidas, dinásticas, migratorias, todo el fragor lejos de la inercia. A la orilla, efímeros, no esperan que las tengamos por eternas, que, ignorantes de dónde estamos, anticipemos a qué punto, tras su rumbo, vamos a llegar. Les basta con que, obedeciendo algunas de sus voluntades, dispongamos lo que proponen, en la medida de nuestra sed y de nuestro vaso.
Para empezar, la magia:
abraxas, abrasax, abracadabra.
¿Pero acaso
ce beau mot pour guérir la fièvre
abscindirá todo fuego desolador,
los cráteres que no escupen su lava?
Las fotografías pasan por ser imágenes inmutables. Algunas quizás lo sean. La de mi abuelo no. Durante un tiempo no se me ocurrió dudar de su fijeza. De haberme preguntado alguien por ella, la reflexión obligada y una mirada más atenta me hubieran beneficiado antes con ese pequeño asombro y con la transformación interior, menor o mayor, que toda nueva perspectiva depara. Tengo esa fotografía conmigo desde hace años. Mirarla es recordar lo bueno y lo malo de mi casta, aunque no todo le sea atribuible a este abuelo. Como cualquiera, tengo otro más, dos abuelas, ocho bisabuelos de ambos sexos, dieciséis tatarabuelos. No fui muy inquisitiva de niña; fui todo lo distraída que se logra ser cuando nadie se empeña en ponernos al pie de los altares del empíreo familiar, metiéndonos de cabeza en la historia doméstica. Por lo tanto, la nebulosa, el vago infinito, que es el báratro de los antepasados, se los tragó, pero se sabe que estuvieron ahí, para diluir las responsabilidades de sus hijos y permitirme imaginar que algo de original y propio permanece en uno, a fuerza de entrecruzar naturalezas ajenas diluidas. Sin descartar las posibles, laterales incidencias cuyos frutos alteran en secreto los árboles genealógicos.
Vuelvo al abuelo Félix, el paterno. Tuvo lo que suele considerarse una cabeza romana: frente alta, nariz recta, boca ni residual ni protuberante; además ojos claros, que sólo heredarían el tío Pericles, mi padre y, a través de éste, yo, de acuerdo a unas leyes de Mendel tan puntuales como las de Malthus, ese siniestro. Y buen pelo, bigote y barba, como correspondía a la moda de entonces, aunque quizás los señores de esa época, ocupados en construir un país —en el caso de estos italianos viajeros, otro, lejos del suyo— y una familia, se despreocupaban de esas superficialidades.
Digno pero sin hosquedad, con un comienzo de sonrisa más paciente que alegre, se proyecta contra un fondo gris, neutro, en el que reluce un espejo. Nada de plantas de interior finiseculares, de empapelados con granadas o plumas de pavo real, de imaginativos paisajes ondulantes sobre un telón pintado, que rebajan las más proustianas elegancias. Eso le daba un aire muy moderno, al menos muy 1950, a esa toma de principios de siglo. Supongo que lo que hacía dudar de su fecha era su aire doméstico. Por entonces, registrar la imagen requería un profesional, traslados, cierta elaboración. Mucho después de la muerte del abuelo, mi padre y el tío Manlio tenían máquinas fotográficas, elegantes modelos con fuelle que, aunque no necesitaban de trípode, parecían pedir por su base al menos un apoyo horizontal. ¿Fue alguno de ellos el fotógrafo? ¿Algún patio de la casa del Prado ofreció el vago fondo que tan poco pie daba a mi imaginación ganada por la inquietud reconstructiva?
¿Habrá sido por su aspecto apacible que los cambios fueron invadiendo primero los alrededores? Noté en el abuelo una aureola de bruma azulada, una opalescencia como la que afecta a ciertos ojos ciegos. Su avance aisló la figura oscura, hizo más vaga la vaga realidad que lo había rodeado. Espacio y tiempo sufrían esa transmutación. El espacio, más inasible; el tiempo, más impreciso; sinuosas, siempre, las determinaciones temporales. Cosas lejanas están siempre reservadas en un eterno, al que caemos de pronto, sin esfuerzo —suave descenso de Alicia por el pozo—, o entramos asomándonos a una puerta, desde cuyo vano vemos los gestos suspendidos, las luces sin sombras de una conversación de otros días, deliciosamente letárgica e indiferenciada, que se cumple en una franja, al parecer a salvo de todo naufragio, en la que sin embargo no logramos, ay, hacer pie. La fotografía se transforma y arrastra las pocas noticias a las que puedo asirme, ya que no nací a tiempo para conocer al modelo.
El obvio nexo con mi abuelo fue mi abuela. Debió vivir su juventud ocupadísima en los trámites previos y en el nacimiento de catorce hijos y en la crianza de doce y era activa y no rememorativa. Murió a los noventa y seis años, habiendo declinado velozmente, ya sentada en un sillón y con la cabeza apenas puesta en tratar de recordar si había tomado o no el café que seguía al almuerzo. Era hora de que la relevaran en el mando y en el mundo. Hoy lamento no haber averiguado sobre su vida matrimonial. Pero, dada mi edad de entonces, dudo que hubiera recibido sus confidencias. Aunque abundaban sus cuentos salpicados de humor ácido respecto al campo no demasiado abierto de sus relaciones, los datos jugosos sobre su infancia y su primera juventud se interrumpían y pasaban a otra tonalidad al tocar el punto de su casamiento. Éste fue demorado por el apego de mi abuelo a sus principios: esperó dos años la creación del registro civil para no pasar, él, garibaldino y masónico, por las que consideraba horcas sagradas. Ésa era la versión oficial. Como me gusta imaginar la cara oculta de la luna, puedo suponer una explicación menos austera: quizás Félix Vitale d’Amico, llegado no sé cómo al pueblo mínimo de Nuestra Señora del Rosario, al terminar sus estudios de abogado en la Universidad de Palermo, se ofreció dos años de libertad antes de lo que previsiblemente se esperaba de él: su propia familia, la ida a la capital y el tejido laborioso de una carrera responsable.
De ahí en adelante sólo tengo algunas anécdotas de esa carrera y de su vida: el cliente descrito y adjetivado, reconocido por uno de sus hijos, que lo atiende en la puerta y lo anuncia a voz en cuello, con buena memoria infantil: “Papá, aquí está el ladrón”, provocando la desaparición de aquél; la piedra fundamental para el monumento a un Cristóbal Colón genovés, suceso que parece haber sido lo bastante aparatoso como para que mi abuelo asistiera en carroza. El monumento, que nunca se erigió, iba a estar emplazado en el puerto de Montevideo. (No cuesta imaginar las diligencias de la colonia española para sabotear el proyecto, anticipándose en un siglo a los debates de los quinientos años del descubrimiento.) Reduzco las historias de puertas adentro a una que, aunque nimia, da idea de su severidad: una de sus hijas, niña, rechazó una fresa que le fue ofrecida en la cocina. A la hora de los postres, cuando llegaron ya preparadas, el padre no le permitió comerlas, convirtiendo aquel ínfimo paso en lección para toda la vida. Como ciertos rigores, que yo registraba sin agrado, podían provenir de planas pedagógicas heredadas, ante los venerados retratos pensaba, muy para mis adentros, que era una suerte que las generaciones vinieran a la tierra en olas sucesivas de tiempo y que mi hada madrina, de cuya existencia nunca dudé, se había ocupado de la fecha de mi arribo para evitarme esas intransigencias que sobrenadaban en el decir doméstico.
¡Ay, cuántas y diversas cosas nubosas salen de la superficie de un retrato nublado!
Adolescente, descubrí Brise marine de Mallarmé y quedé empapada por el acento conclusivo de su célebre primer verso: La chair est triste, hélas, et j’ai lu tous les livres. Por ese entonces lo ignoraba todo sobre la tristeza de la carne, según él la entendía. Disfrutaba del viento asoleado, de una buena caminata, de los sabores preferidos. Podía sentir, quizás, melancolías metafísicas, incluso morales, no físicas. Con familia extensa que se había ido descabalando y con una abuela paterna que iluminaba con regularidad el altar oral de nuestros difuntos, la muerte no era fácil de olvidar y aparejaba estados melancólicos. No me faltaron ejemplos de injusticia y de cobardía ofrecidos por algún pariente que, entre tantos muertos domésticos de buena fama y añorados, aún seguía vivo, sin duda por descuido celestial. Era lógico, pues, que me arañara la sospecha de que la vida adulta ofrece, entre otros misterios, el de una duplicidad difícil de tolerar y que levantara un andamiaje ético contra eventuales derrumbes. Pero nada de esto justificaba la obsesiva modulación de aquel verso que establecía la tristeza carnal al ritmo hipnótico de sus dos nítidos hemistiquios. En cuanto al segundo de éstos, por ese entonces yo derrochaba lectura, devorando más de lo que podía asimilar. De caer la tarde sobre el final del libro cotidiano, las horas hasta la de dormir se me hacían eternas. ¿Qué hacer lejos de esas vidas recién reveladas? Eran mi verdadero mundo. Al cerrar las tapas sobre personajes de cuyos sueños, dolores y peripecias me sentía desbordante, era desolador no poder hablar de ellos, encontrarme entre seres a quienes nada importaba ese paraíso artificial que acababa de apagarse. Pero, claro, yo no había leído todos los libros. Por el contrario, mi mayor felicidad provenía de la certeza de que me esperaban en número infinito. Me lo habían prometido. Al terminar de leer La montaña mágica de Thomas Mann, sentí por primera vez la angustia de haber atisbado un mundo ante el cual seremos siempre ajenos y cuya revelación ha sido una experiencia conclusa e irrepetible. Se lo dije al poeta Carlos Sábat Ercasty, nuestro profesor de literatura en ese momento, que me aseguró que me esperaban otros libros que también iba a admirar. Con ciertas dudas, quise creerle. Después sabría que la escritura era inagotable, que todos los libros estaban, estarían para siempre en la perspectiva del futuro inmediato. Fue necesario que pasaran muchos años, años que llevan tanto como traen, para que mermara la obsesión por el libro o el autor nuevos. Era suficiente dicha releer los pocos pero doctos. La verdad de Mallarmé no era, pues, mi verdad y sin embargo aquel verso se entretejía conmigo en un lazo más estrecho que el que me ataba a otros libros, leídos con pasión y a veces de inmediato olvidados. Un día me asombró descubrir que Mallarmé tenía apenas treinta y tres años a la hora de ese verso escéptico. Tampoco él había leído todos los libros, sin duda, y su carne, aunque triste, había contribuido ya al nacimiento de una hija.
Lo imaginado apenas,
lo radiante fugaz,
has de seguir, año tras año,
ciega que pretende
crearse en un espejo.
Arde sobre el tablero la lucha absurda,
trasladan los peones
su endeble juego agónico
o recalan en un falaz descanso.
La torre tambalea, precipita
el destino, el desastre,
sucumben los caballos luego
de un volcado girar de alfiles.
Ya no hay rey.
Sola la reina,
dueña de inútiles poderes,
prolonga la pesadilla vana,
crea y destruye ciegas diagonales,
pierde la muerte limpia.
Ajo enemigo de la digestión apacible,
merodeador de azufres del infierno,
sólo el castigo del aceite hirviendo
te redime y te lleva al paraíso.
Se descubre la utilidad de los almácigos cuando, después de una mirada rencorosa sobre un jardín que insiste en la gama del verde, se compran con premura y poca atención al almanaque varios sobres de semillas no lisérgicas de futuro imaginario: rojas caléndulas o anaranjadas, lilas o azules espuelas de caballero, lino púrpura, alisos blancos, y se esparcen con orden en tierra propicia y muelle. Ésta no tiene que ser necesariamente propia, aunque debemos tener un acceso legítimo a ella para regarla. No es imprescindible que esto lo hagamos nosotros, pero se sabe que el dedo devoto, si verde, ayuda a las plantas. De tanto en tanto se desencadena alguna contrariedad climática que sirve para observar las reacciones de los gérmenes y las nuestras propias. Mi experiencia señala angustias al llegar el momento, a veces letal, del trasplante; también las excrecencias ominosas de la persecución del gato zapador y luego, un periodo de olvido, difícil de evitar, en cuyo lapso mana y leuda a pasmosas velocidades la necesidad de atender otros asuntos que pueden incluir anteriores almácigos y sus posibles resurrecciones.
Luego, mejor sería no hablar del insonoro desprendimiento, del luctuoso desgano con que, para cerrar el tiempo de espera, de las matitas de un verde monótono nacen escamas acuosas, apenas discernibles, puntitos de coloración tenue que no logran desviar ningún insecto y no compensan tanto trabajo con el himno de una mínima pista perfumada. Poco después pierden sus pétalos, mientras el esplendor proletario del geranio, exento de todo mimo, luce cada día más empinado, indeleble y amistoso.
Presente que remite
por más sombra
que luz, hacia el pasado,
sepulcre solide où gît tout ce qui nuit,[1]]
en cuyas infinitas cavernas
nos espera el recuerdo
de cómo,
ilusos,
soñamos el futuro.
Decía Paracelso, antifeminista, como sin duda lo fue también Fausto, su reencarnación, que la cabeza de la mujer tiene una hendidura en su parte posterior y la del hombre en la anterior, por donde ambos reciben el aquaster o principio espiritual (húmedo, medieval anticipo del inconsciente). Esta entrada o conexión funciona como una antena telepática, necrocósmica. La mujer, por mala orientación, recibe turbas diabólicas. El hombre, espíritus de la vida, sutiles. Gracias a tal principio se encontraron las mujeres dedicadas a la minuciosa, maliciosa organización de las guerras, en los ratos que les dejaban libres tareas más evidentes como la brujería y el comercio. Entre tanto, hombres llenos de espíritus generosos, hilaban y componían los preciosos cuadros en amarillo y rojo sangre de la Santa Inquisición, inventaban los saludables guetos y su más saludable exterminio, la pólvora y la bomba atómica, las dictaduras, las intervenciones militares, las tergiversaciones en la historia, la destrucción de los bosques, la aniquilación de las ballenas, el envenenamiento químico de los mares y otras formas de sobrevivir. Y el antifeminismo, aun el que se practica sin formularlo.
En un momento en que me orienta a despavorida y refutable memoria entre los datos confusos de viejas lecturas, sin el socorro de una biblioteca a mano, el denigrado y lento diccionario de la RAE me aclaró una frase de Ramón del Valle-Inclán, al cabo de un puente de años. Citada como gracioso disparate por Rafael Alberti, en Imagen primera de…, se me quedó como tal en espera de explicación. El escritor mayor expone al joven poeta las magnificencias de los jardines del Pincio, en Roma. Al pasar junto a unos macizos de mirtos, Valle-Inclán los señala como una planta con la que se hace una exquisita compota. También yo pensé: ¿compota de mirtos? Me dije que la fantasía del escritor no se limitaba a los múltiples y contradictorios orígenes de su manquera y también invadía el dominio de las cocinas.
Muchos años después, la búsqueda de una precisión huidiza, al deparar paseos azarosos por el diccionario, de una palabra en otra, transformó la fantástica mermelada de mirtos en la navideña mermelada de arándanos, Vaccinium myrtillus, inglés, cranberry. Todo entraba en cajas o, si se quiere, en potes. Pero no pude dejar de pensar en las confusiones casi insalvables que surgen cuando hablamos de plantas y de pájaros. ¿Conozco o no el boj? El éxtasis de Hudson ante el canto de la calandria, ¿es pariente cercano de mi éxtasis ante el canto del cenzontle o sinsonte? ¿Cómo mencionarán en otras tierras y lenguas a la ratonera tímida y vivaz? Confusión de nombres, confusión de rasgos, como la que, para muchos, vuelve descorazonadora la mitología griega, cuyos dioses cambian de características y de funciones al pasar de una región a otra, de una advocación a otra, sin que logren saber si están ante el mismo Heracles, ante el mismo Apolo, ante la misma Venus.
Estas imprecisiones crean abismos. A su orilla surgen rechazos y antipatías, en la misma medida en que el común de los mortales —y alguno que otro inmortal o aspirante a esa condición académica— desconoce cada vez en mayor grado las palabras almacenadas en los diccionarios. No es difícil imaginar cómo los acentos nacionalistas pueden exacerbarse para discrepar en torno a realidades designadas por nombres como hibisco, damasco, bergamota o mango. Y cómo algunas ediciones comentadas de textos notables por la riqueza de su escritura oscilan entre la elusión del problema y su solución disparatada o libérrima.
Ocupo mi antiguo cuidado.
Intento el verdor del principio.
Hacia el agua más fría retorno.
Artemisa en la letra tirito.
Si bajo el pretexto de volver el agua al cántaro vacío me entregara a esa mezcla de luctuoso dragado y regodeo sentimental en que suele convertirse el recuerdo de la infancia y de la adolescencia propias, bajo el nombre literario de memorias, debería osar llamarlas: A la sombra de las aspidistras sin flor. Al regreso de la escuela ellas me recibían, multiplicadas por los rincones, en repisas, en mesas, en balcones, abusivas y colmilludas. Sólo el polvo matizaba el verde sombrío de sus grandes hojas duras. Hubo en la primera casa, la casa que quise, otras plantas y aun árboles que me permitieron ignorar las aspidistras y su aire infausto de neutro adorno de clínica, pero una elección que no aprobé nos llevó a un piso céntrico y de altos —todo él alto y sus techos y sus puertas— donde la aspidistra usurpó cada espacio de peligrosa aridez. Los helechos espumosos abominaron como yo de las claraboyas por las que bajaban el frío o el calor y una luz cruda sin cielo ni matices y se secaron. El ílang-ílang exótico, con el prodigioso perfume —entre rosa y violeta sumadas— de sus frágiles, caedizas flores amarillas, quedó como preciosa mejora en el jardín dejado atrás, como una excesiva nostalgia inexplicable, como una cita pospuesta por media vida, que se cumplió, inesperada y fugazmente, una mañana de enero en Roma, en unos jardines altos y helados, cuando el llamado de un aroma, al principio inasible, que el corazón reconoció antes que la conciencia, me hizo correr hacia la doble fila oculta de arbustos oxidados. Luego los reencontraría en otros inviernos italianos. Pero las aspidistras… Las aspidistras se agolparon contra las enredaderas pluviales, ya retraídas, quebradizas. Aparecían como regalo brillantes azaleas, flor lujosa en el invierno oriental, y lirios del valle y palmas delicadas. Las aspidistras no se inmutaban, como un tosco camello que mirara a una gacela frágil traspuesta en el desierto. Sabían que el regocijo y la solicitud destinados a aquellas apariciones de color y formas graciosas retrocederían cuando éstas fueran arrastradas hacia el vórtice que secuestra lo irisado, la flor de nácar, las plumas de pavo real, el colibrí. Las monstruosas avasallaron, pero… Sin poder evitarlo, estaban teñidas de pesadumbre. Yo tenía que luchar contra ellas como contra el orden y el silencio adultos, contra los empapelados oscuros, los cajones cerrados, la sordidez de algún alma. Y cuando un día aquellas plantas desangeladas dieron, cada una, una flor subrepticia, a ras de tierra, mínima y violeta, las detesté todavía más. Y mal que le pese a la botánica, les he borrado esa flor, accidental e irrepetida, que ellas eran libres de ofrecer, allá a las cansadas, y yo de considerar superflua a su eclesiástico rigor.
(I) Al recordar mis primeros años de México, los destartalados carromatos de la memorable Ruta 100 llegan con más puntualidad que antes. Todos, fuese cual fuese su recorrido, llevaban ese número y no había rutas 1, 15 o 50. A menudo les faltaban asientos y cuando el pasillo central ya estaba repleto siempre había gente de pie, diseminada entre los pasajeros sentados, sin tener de dónde sujetarse. Del olor a vainilla o a coco de alguna canasta de dulces populares que iba con rumbo a la venta callejera se caía en un sorpresivo olor a gallinero: en el suelo, alguna falda otomí ocultaba un manojo de pollos atados por las patas. A veces algún cigarrillo subrepticio complicaba los olores, entre los cuales los corporales estaban más que previstos. No podía esperarse otra cosa. Con 30º centígrados, en aquellas ruinas averiadas —podía darse que por un tramo del piso roto subieran gases del motor—, la travesía de la ciudad era una experiencia desoladora: la próxima vez esperaríamos un autobús en mejor estado. Pero soportar el sol en una esquina, bajo los humos de los camiones de carga, los materialistas, y de los mismos autobuses cuyo interior eludíamos, era igual de atroz y se llegaba tarde. Aterrada por el tránsito me negaba a manejar, pero al fin debí admitir que no hacerlo era integrar una fracción humana propensa a ser aniquilada y me sometí. Gané tiempo y comodidad. Pero fui un poco menos libre, perdí las letanías de los vendedores de objetos inútiles, las invenciones verbales de un pueblo especialmente dotado para ellas, las lecturas que solía hacer en los viajes y, al fin de cuentas, cierta grata irresponsabilidad.
pasando, corriéndose.
Sólo se avanza cuando la sonda golpea en lo profundo.
El avestruz es ave de intelecto. Considerándose un ser alado esencial, sospecha que la envidia y cierta malignidad difusa pueden perseguirlo, acosarlo, dañarlo. Su bien más valioso es su cabeza, cargada de discernimiento. Sensato, la esconde. Y tan profunda es su capacidad de penetración que la hace desaparecer dentro de la tierra como si él fuese un árbol y ella su raíz. Con la cabeza metida en el refugio —aunque parcial, fresco y húmedo— el avestruz piensa mejor, según lo que a él le parece que es pensar. Allí encuentra íntimo cobijo y todo lo no esencial desaparece.
Allí no se difunde, por ejemplo, la historia de la patria de los avestruces y de otros territorios que en ella influyen, tal cual es. La historia, como otros conocimientos, pone peso en el alma, en el caso de ser correctamente trasmitida e interpretada. El avestruz, enormemente ligth, casi todo valiosa pluma, detesta el menor aumento de su gravedad. Las densidades le son innecesarias. Elude, pues, las fuentes de información que no son las establecidas y la crítica de éstas, el registro de contradicciones, el unir los datos que recibe a pesar de su rechazo y, en especial, lo que llega de lejos, cuando no está purificado por algún depurador consagrado.
Las raras veces que emerge de su escaso escondrijo se deja encantar por el aire del tiempo, es decir, por las ideas que todos repiten, los pensamientos regalados que ahorran el trabajo de su fabricación casera. En realidad, ésos constituyen un acervo común y nadie comprueba su calidad, nadie quiere depreciarlo, puesto que pertenece a todos, aunque no deje de contaminarse con la historia, ilusión de alta variabilidad. Puede haber cambios esenciales en el mundo, cambios que obligarían al avestruz a suspender su vana búsqueda de un espacio libre de contagio y a activar su capacidad pensante, pero está preparado para ser inmune a las incidencias.
Sus admiradores esperan el centelleo de su economizado pensamiento, su policroma opinión sobre las modificaciones básicas de su entorno, los mensajes novedosos que la inestabilidad del mundo le impondría emitir, desde su condición excelente, para el aleccionamiento general. Pero es extraño cómo la costumbre de la quietud interior no modifica la polvareda. Ésta sigue concurriendo, puede dejar de ser torbellino, caer en lugar impropio, formar un montículo y dejar una cabeza de avestruz a oscuras para siempre.
Esta materia, que aquí renuevo qué sé yo por qué, no debería inquietar en aquellas latitudes donde la tierra haya recibido no avestruces, sino apenas ñandúes. Apenas.
[1] S. Mallarmé.