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ERACLIO ZEPEDA

BENZULUL

CUENTOS

Ilustrado por
F. SALMERÓN

Fondo de Cultura Económica

Primera edición (Universidad Veracruzana), 1959
Primera edición (Lecturas Mexicanas), 1984
Segunda edición (Popular), 1984
Tercera edición, 1997
   Séptima reimpresión, 2014
Primera edición electrónica, 2014

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Don Laco:

Aquí te mando algo de lo que me enseñaste a pepenar por los caminos

BENZULUL

MIENTRAS avanzaba por la vereda, una parte de su cuerpo se iba quedando en las marcas de sus huellas. Podría haberse quedado ciego de pronto (por una brujería de la nana Porfiria, o por un mal aire, o por el vuelo maligno de una mariposa negra), y a pesar de ello, seguir el camino hasta el pueblo sin extraviarse. No había una hiedira que no conociera; ni el pino quemado y roto por la piedra del rayo, ni el nido de la nauyaca, habían escapado al encuentro de sus ojos.

El estar caminando era su vida. Juan Rodríguez Benzulul conocía de memoria todos estos rumbos. Veintidós años de marcar los pasos en esta vereda; dejar su seña en el polvo o en el lodo, según la época.

—Cuando asomó el gobierno pa dar las tierras ya, cuanto hay, entendía yo de veredas. Cuando, en después, las volvieron a quitar, ya no había quien supiera más que yo.

No había cerro, no había cerco, potrero, milpa o llano, que no tomara, en el recuerdo de Benzulul, la forma de un suceso.

En estos lomeríos hay de todo. Todo es testigo de algo. Desde que yo era de este tamaño, ya eran sabidos de ocurrencias estos lados.

La misma caminata. Siempre el mismo rumbo. De Tenejapa al aserradero, del aserradero para Tenejapa. Las mismas señas. Los mismos pinos. En este árbol colgaron al Martín Tzotzoc para que no le fuera a comer el ansia, y empezara a contar cómo fue que los Salvatierra se robaron aquel torote grande, semental fino, propiedad del ejido. Este árbol, sí, este mismo, fue el final de Martín Tzotzoc.

El camino lo ve todo lo que pasa. Y el que vive en el camino sabe mucho. Yo averiguo cada huella, cada casa, cada bestia, cada muerte. Eso sí, por nada platico lo que encuentro. Es de mucho peligro. Capaz quedo en algún roble igual que un judas, pa alegración de los zopilotes. El Martín Tzotzoc tuvo mala suerte. ¡Si no va a ser mala suerte irse a topar con un trabajo de los Salvatierra! Todo lo vio. Desde que se lo pusieron al toro la gaza, hasta que se lo fueron llevando jalandito. Luego, el Encarnación Salvatierra regresó para borrar las señas, y allí se lo encontró. El Martín dijo que no iba a decir nada pero el Encarnación no muy le quiso hacer caso. ¡Nomás se lo pepenó del pescuezo y se lo llevó pal roble! Allí lo encontraron columpiándose, con un mosquero que ni dejaba echar la bendición siquiera. Mala suerte del Martín Tzotzoc. Yo desde ese ínter, me hice la obligación de no decir nada.

Para llegar a Tenejapa es menester cruzar el arroyo que baja del cerro con el agua siempre fría. Benzulul llenaba diariamente el tecomate en este arroyo para conservar, aun dentro de su choza, el olor a montañas. Ya a estas horas, por ahí de las seis de la tarde el agua se enfría más todavía. No es que sea noche cerrada, al contrario, todavía hay mucha luz; el sol aún marca una larga sombra que nace en el talón de los caminantes.

El río tá fresco siempre. Siempre canta. Siempre camina. Mucho sabe el río. Pero no dice nada. Por eso tá fresco. Es mejor no meterse en parcela cercada. No cuenta lo que ve. Por eso tá fresco. Por eso no muere nunca. Todo lo guarda en el fondo. Cuando hay un ocurrido, lo convierte en piedrita redonda y se lo guarda en el fondo. Allí lo tiene y no lo dice. Por eso tá fresco. Las piedritas tán siempre guardadas y allí van creciendo. Son huevos de montaña. Cuando es el tiempo acabalado, se hacen piedrotas pa lavar ropa o pa jimbarse de cabeza al río. Después crecen más y se van a donde falte un cerro. Y el río tá siempre fresco. Es mejor guardar lo que se ve. No contarlo.

Se lavó las piernas en el arroyo. Le agradaba sentir cómo se hundían los pies en las hojas sepultadas en el fondo. Piedras y hojas y agua; de allí nace todo —decía la nana Porfiria.

La nana Porfiria sabe mucho. Pero es igual que el río. Tampoco dice nada. No muy habla de todo lo que tiene alzado en su tapanco. Hartos envoltorios tiene. Allá los deja. Dice que son almas. Cosas del diablo. Por eso es mejor que se queden allí.

La nana dice que uno es como los duraznos. Tenemos semilla en el centro. Es bueno cuidar la semilla. Por eso tenemos cotón y carne y huesos. Pa cuidar la semilla. “Pero lo más mejor pa cuidarla es el nombre”, dice. Eso es lo más mejor. El nombre da juerza. Si tenés un nombre galán, galana es la semilla. Si tenés nombre cualquier cosa, tás fregado. Y eso es lo que más me amuela. Benzulul no sirve pa guardar semilla.

Se quedó sentado en la orilla del arroyo, para que el agua siguiera calzándole con una larga bota clara. Con la cabeza sobre las rodillas, Juan Rodríguez Benzulul recordaba.

Su padre, el José Rodríguez Chejel, se fue un día, hace tiempo, a trabajar a las fincas de café. No volvió nunca. Agarró el rumbo hace veinte años. Apenas si conservaba, como una sombra, igual que un ruido, el recuerdo de su padre. Ya ni se le esperaba. Hasta la vieja Trinidad, la madre, cuando murió, ya había perdido toda esperanza. Tal vez el José Rodríguez Chejel había hecho algo malo y los patrones lo ajusticiaron. Ya ni se le esperaba.

Si el tata hubiera tenido buen nombre, seguro que regresa. Pero ya dije: Benzulul o Chejel no es garantía. Por allá se quedó con la semilla podrida. También mi nana Trinidad no tuvo buena defensa. Se murió de hambre cuando estuve preso. Fue cuando me llevaron por una confundida. También por ser sólo Benzulul. ¡A que al Encarnación Salvatierra no se lo confunden! Cuando se dieron cuenta que yo no era el criminal que decían, me dejaron regresar. ¡Ya cuanto hay la habían enterrado a la nana Trinidad! No tuvo nombre tampoco. Y cuando es así, la semilla se seca. Algún día yo también voy a quedar con el centro hecho mierda.

Y desde siempre ha sido así. El que tiene buen nombre de ladino, nombre de razón, ese tá seguro. Ese hace lo que quiere y siempre tá contento. Pero eso de llamarse Benzulul, o Tzotzoc, o Chejel tá jodido.

Aquí lo veo mi cara retratada en el agua. Sé que soy de por estos lados. Todo lo dice: el sombrero, la faja, la facha. Pero si yo dijera: AQUÍ TÁ ENCARNACIÓN SALVATIERRA, todos me vendrían a saludar, y ya no se están fijando si vengo a pie, o vengo montado, o si tengo escopeta, o si mato. Nada. Pero si digo: AQUÍ TÁ JUAN RODRÍGUEZ BENZULUL, la cosa se empieza a descomponer. No falta quien me dé una jaloneada, o tal vez me dan una patada, o me meten a la cárcel o de plano me dejan colgado como al Martín, con la semilla hediendo y lleno del mosquero verde.

De un salto se puso en pie y continuó el camino. La luz se iba haciendo a cada paso más extraña. Ya no se podía ver al pino que se destaca arriba del cerro. Las luciérnagas se encendieron y fueron a rondar los matorrales.

El Encarnación Salvatierra tá seguro. Lo tiene su nombre, brilloso como una luciérnaga. Todos averiguan que tiene semilla grande nomás de oír: Encarnación Salvatierra. Hace maldá y es respetado. Mata gente y nadie lo agarra. Roba muchacha y no lo corretean. Toma trago, echa bala y nomás se ríen y todos se contentan. Por estos rumbos sólo los endiablados tienen la semilla a salvo. Pero ahí tá el nombrón que los cuida y los encamina. En cambio uno, por andar de cumplido y derecho tiene que estar todo lleno de enfermedá, con la barriga inflada de hambre, con los ojos amarillos por la terciana; lo meten a la cárcel y cuando lo sueltan ya tá muerta la nana Trinidad. ¡Pa qué putas! Ahí tá el Martín Tzotzoc: nunca mató, nunca robó, no llevó muchacha; nunca se metió en argüendes. ¿Y pa qué? Sólo pa quedar guindado de ese roble con los ojos chiboludos como de pescado y los dedos todos morroñosos: del coraje, digo yo. Los que tienen el nombre hagan maldá, hagan pecado, todo les sale bien, todo les trae cuenta.

Con el machete bajo del brazo, listo, por si asoma alguien, por si sale culebra, por si hay ganas de hacer leña, Juan Rodríguez Benzulul iba pensando.

Por el cerro de la derecha, las nubes, ya prietas en la noche, tomaron, lentamente, una claridad sencilla. Las sombras se extendieron nuevamente a los pies de Benzulul.

Me gusta cuando hay luna. Se ven cosas en el camino. La claridad saca animales. Los conejos se sientan abajo de los pinos pa ver al tata conejo que tá en la cara de la llena. Se fue a visitarla una noche y allá se quedó sentado. Los venados también asoman. Les gusta creer que la luna es una lámpara que no encandila, que no mata. Cuando la ven entre las ramas del ocote parece una castaña colgada.

Cuando hay luna las cosas cambian. El camino cambia. Uno cambia. Asoman cosas del fondo de los ríos. (Tal vez las piedras que van a convertirse en montañas.) También asoman muertos. Muertos que como el Martín, como mi tata y mi nana, que, como yo, no tuvieron nombre. Lo andan buscando pa cubrir la semilla. A mí no me gusta encontrar espantos. Pero la luna los trae al camino y el camino es de todos.

Las sombras bailaban con el viento. El viento hacía una flauta con las ramas de los árboles. Los árboles se hacían más altos. Alta la luna, anuncia aparecidos al camino.

Los perros miran a los muertos. Cuando un cristiano se pone cheles de perro mira a los muertos. Yo quise ponérmelos pa ver al tata, pa ver a la nana. Pero el perro se murió y ya no pude. Los muertos sin nombre ya no guardan la semilla, dice la nana Porfiria, pero tienen que llevar hojas pa envolverla. Se les cae la semilla cuando mueren, pero tienen la obligación de buscarla. En la noche con luna es cuando buscan las hojas… Los que tienen nombre se quedan con la semilla en su lugar. Cuando yo muera voy a seguir caminando este camino: Juan Rodríguez Benzulul no dejará el camino. ¡Si consigo un nombre todo cambia! Encarnación Salvatierra va a morir sabroso. No va a aparecer en la noche. No va a espantar. No va a llorar. Tiene nombre.

En una vuelta de la vereda aparecieron de pronto las luces de Tenejapa. Se destacaban en la noche, igual que ojos de tigre, los quinqués de Tenejapa.

Benzulul no temía al camino. No podía tener miedo de la tierra que conocía sus pasos. Su cuerpo había quedado, poco a poco, sembrado en el camino. Primero, sólo el sudor, después sus huellas, después sus palabras. Después todo él. Benzulul no temía al camino pero sintió alegría de llegar al pueblo. Las noches de luna le ponían sobre aviso.

Ya dije que me gusta la claridad de la luna. Pero siempre como que me entra un frío por los ojos. Cosas de muertos.

Sólo faltaba rodear la alambrada del panteón para llegar a las primeras casas. Las tumbas, blancas, solas, quietas, se cubrían de lunares con las sombras del ciprés. Benzulul apresuró el paso.

Aquí adelantito, a mano derecha, tá enterrado el Martín. Al ladito tá la nana. Ahora deben andar buscando nombres. Pobre Martín. Pobre la nana.

Ya para llegar al palo de encino, que separa la vereda de la alambrada, esa misma encina que guarda zopilotes y cuervos en la tarde, Benzulul escuchó pasos.

Se arrastraban sobre la hierba del panteón. Oyó su nombre.

Apresuró el paso y sintió que un miedo espeso le agarraba el pecho.

—Juan, Juan; Juan Rodríguez Benzulul. Juan, esperáme —volvió a oír.

Quiso voltear pero le ganó el miedo. Sintió clarito que la espalda se le abría en un gran surco frío. Las piernas se cubrieron de un vibrar como de hormigas. Los dedos de las manos se le pusieron tiesos y empuñó el machete.

—Juan. Hijo, esperáme.

La voz venía de por aquí cerquita nada más. Por la tumba del Martín; o tal vez por la tumba de la nana.

—Juan. Paráte por vida tuyita.

La nariz se le cubrió de sudor frío. El miedo le punzaba las tetillas.

—Juan. Hijo…

No supo cuándo empezó a correr. Los cuervos aletearon en las ramas de la encina cuando él pasó corriendo.

—Juan…

Sofocado, sudoroso, Benzulul no se detuvo, sino mucho después de cruzar las primeras casas.

—Ave María —dijo al detenerse a la puerta de su jacal.

A las siete de la noche ya no hay nada en Tenejapa, sólo el silencio. A veces se deja llegar un grito que avisa la alegría o el dolor de un hombre. Después nada. Sólo el silencio. Algún perro ladra inexplicablemente —a los fantasmas, a los aparecidos—, dicen. Después nada. Sólo el silencio.

Benzulul se dejó caer pesadamente en un banquillo. Recorrió su choza con la vista. Todo estaba igual. Todo en su sitio. Nada faltaba.

Sólo el nombre, se dijo.

Se quitó el gran sombrero de palma, y lo arrojó, cansado, sobre un cofre.

—Los muertos tan saliendo. Buscan hojas pa la semilla.

Hundió sus dedos en el cabello despeinado y grueso. Se pasó la palma de la mano por la frente estrecha.

Sería el Martín. Tal vez fue mi nana; hasta me dijo: hijito. Pero el vivo es vivo y el muerto es muerto, manque naiden, ninguno tenga nombre.

Bebió un largo buche de agua en su tecomate. Hizo gárgaras y lo escupió sonoramente sobre el suelo. Una pequeña polvareda se levantó del piso de tierra. Las gotas quedaron clavadas firmemente.

El Encarnación Salvatierra no hubiera salido juyendo. Él lo tiene su nombre que lo respalda. No necesita de nada. Pero yo sí corrí. Yo soy Benzulul. Él es el Encarnación Salvatierra. ¡Me lleva el carajo!

Se levantó para prender el rescoldo. El café y el frijol y el maíz, esperaban al lado. Es hora del estómago.

Colocaba los leños entre las tres piedras negras, cuando sonaron golpes en la puerta. Se irguió rápidamente. De nuevo el hormiguear de las piernas.

—¿Qué…? —preguntó apagadamente.

—Abríme, hijo.

Retrocedió hasta tocar con la gruesa espalda la pared del fondo.

No decía nada. Así se estuvo con el muro moldeándole la espalda. Los ojos negros abiertos hasta el dolor. La boca firmemente cerrada.

La puerta se abrió lentamente.

—¿Qué tenés, hijo? Tás de mala cara. ¿Cómo te consentís?

Así dijo la Porfiria entrando al jacal. Al asentar el pie derecho, las arrugas de su rostro dibujaban una mueca de malestar. Sus blancas greñas, sucias de lodo, el envoltorio de la falda raída y magras sus viejas carnes; la Porfiria observó largamente todos los objetos, todos los pomos, todas las cosas del jacal, todo el miedo de Benzulul.

—Sos vos, nana Porfiria. Sentáte. ¿Qué querés?