María Teresa Andruetto, de nacionalidad argentina, es narradora, poeta, ensayista y promotora de lectura. Sus reflexiones sobre el estado actual de la literatura para niños y jóvenes han abonado a favor del posicionamiento de esta literatura en el campo literario y académico. Desde hace treinta años ha colaborado activamente en la formación de maestros, en la dirección de colecciones infantiles, en la creación de planes de lectura, en la redacción de revistas especializadas y en la fundación de centros de estudio, como el Centro de Difusión e Investigación de la Literatura Infantil y Juvenil (CEDILIJ). Ha publicado obras para niños y adultos, varias de ellas han recibido reconocimientos como el Premio Luis de Tejeda, el Premio Novela del Fondo Nacional de las Artes, el Premio Iberoamericano SM de Literatura Infantil y Juvenil y el Premio Hans Christian Andersen, considerado el más importante en el campo de la literatura infantil y juvenil.
La lectura, otra revolución
ESPACIOS PARA LA LECTURA
Primera edición, 2014
Primera edición electrónica, 2014
Colección dirigida por Socorro Venegas
Edición: Angélica Antonio Monroy
Formación del libro impreso: Miguel Venegas Geffroy
Viñeta de portada: Mauricio Gómez Morin
© 2014, María Teresa Andruetto
D. R. © 2014, Fondo de Cultura Económica
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ISBN 978-607-16-2333-1 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
Como fuente primaria de información, instrumento básico de comunicación y herramienta indispensable para participar socialmente o construir subjetividades, la palabra escrita ocupa un papel central en el mundo contemporáneo. Sin embargo, la reflexión sobre la lectura y escritura generalmente está reservada al ámbito de la didáctica o de la investigación universitaria.
La colección Espacios para la Lectura quiere tender un puente entre el campo pedagógico y la investigación multidisciplinaria actual en materia de cultura escrita, para que maestros y otros profesionales dedicados a la formación de lectores perciban las imbricaciones de su tarea en el tejido social y, simultáneamente, para que los investigadores se acerquen a campos relacionados con el suyo desde otra perspectiva.
Pero —en congruencia con el planteamiento de la centralidad que ocupa la palabra escrita en nuestra cultura— también pretende abrir un espacio en donde el público en general pueda acercarse a las cuestiones relacionadas con la lectura, la escritura y la formación de usuarios activos de la lengua escrita.
Espacios para la Lectura es pues un lugar de confluencia —de distintos intereses y perspectivas— y un espacio para hacer públicas realidades que no deben permanecer sólo en el interés de unos cuantos. Es, también, una apuesta abierta en favor de la palabra.
LIMINAR
La vida misma
Mi casa
Libros sin edad: acerca de libros, lectores, dádivas y puentes
En busca de una lengua no escuchada todavía
Algunas aproximaciones a la poesía y los niños
Libertad condicional
La escena en el cuento
Elogio de la dificultad: formar un lector de literatura
La lectura, otra revolución
Leer, derecho de todos
Que todos signifique todos, pero ¿qué es todos?
Literatura y memoria
NOTAS
BIBLIOGRAFÍA
María Teresa Andruetto, la única escritora latinoamericana ganadora del Premio Hans Christian Andersen, es autora de ideas revolucionarias. Es ella quien habla de que la literatura para niños no necesita adjetivos, y también quien advierte que para que esto sea una realidad patente, esta literatura debe exigirse a sí misma, sin concesiones, ir en contra de los lugares comunes: ser lo contrario de lo que se espera de ella, y “no para dar respuestas, sino para generar preguntas”.
En este libro, Andruetto plantea una serie de interrogantes sobre el lenguaje, la memoria, la tarea de mediadores, escritores y maestros, y las convenciones que rodean al acto de leer y de escribir, pero también de publicar, pues hay libros que llegan a manos de lectores en los que el autor o el editor nunca pensó. Leída por adultos y jóvenes, y con obras consideradas crossovers, Andruetto sabe muy bien que hay una voz secreta y honda en la literatura, una voz que busca, sin prejuicios, a su lector.
En estos textos dedica un papel preponderante al mediador, quien puede ser capaz de comunicar mundos distantes. Por ejemplo, en su ensayo sobre la poesía y los niños, muestra algunos poemas dirigidos a adultos que, sin embargo, serían deliciosas experiencias para los más pequeños. Y ahí es donde se vuelve determinante la labor de un mediador de lectura, quien logra tender puentes donde no existía, aparentemente, ninguna posibilidad de conexión.
Decir que Andruetto nos cuestiona no es lo preciso, Andruetto nos desafía y nos invita a mirar desde otro ángulo. Esto es claro cuando habla sobre la dificultad de leer. A menudo se pondera un disfrute de la lectura que deja fuera su complejidad: la dificultad de enfrentarnos a textos que nos superan, que no comprendemos a la primera, pero que siembran una semilla que germinará inesperadamente en otro momento de mayor madurez lectora. Para superar esta dificultad es necesario que el mediador abra el camino también a esos textos difíciles, que no se conforme con que los lectores lean lo que sea, con tal de que lean. Hay que acercarles los mejores libros, si no lo hacemos, ¿cómo esperamos que rechacen un libro malo?
“Quitarle la magia a los programas de lectura”, pide Andruetto, en un momento en que las iniciativas para crear campañas, organizar congresos y hacer encuestas se multiplican. Este llamado me parece importante porque viene de una mujer cuya primera vocación fue ser maestra y ha trabajado por años con niños y jóvenes en talleres de lectura y escritura. Su vida y su obra son testimonio del sentido social que puede tener el trabajo de un autor.
Comparto con ella la visión de que leer significa “recuperar la condición humana”, de que es necesario ir más allá y proponer, junto con el gozo de leer y abrazar las palabras, una lectura crítica y transformadora. Por su experiencia como docente, Andruetto considera a la escuela como igualadora social, porque reduce la brecha entre los niños que provienen de hogares donde el libro está presente y los que no.
Andruetto también escribe sobre el autoconocimiento a partir de la creación literaria. La significación personal de lo que escribimos se alimenta de un bien común, señala, por eso se devuelve a la sociedad. El escritor como testigo, dueño de un olfato para seguir el rastro del mundo, y el escritor como imaginador que intuye lo que pudo haber sido. Una especie de bisagra o guardián del tiempo de las palabras, alguien que testifica y transforma y presta a otros la voz que les falta.
El camino de la lectura es el de la libertad, pero en América Latina, el contexto abarcado por Andruetto, se trata de una libertad difícil por la gran desigualdad que hay en nuestros países. El derecho a la lectura no está garantizado para todos, por eso cobra mayor relevancia la concepción de la lectura como un bien público, un derecho que debe ser de todos. Andruetto recupera la reflexión sobre el tema de la inclusión en su conferencia “Que todos signifique todos, pero ¿qué significa todos?”. Es cierto que la lectura no es lo que fue hace mucho: “posibilidad, privilegio y poder reservados a muy pocos”, pero justamente porque hoy el acceso es mayor, aunque insuficiente, es pertinente volver a pensar qué significado y qué posibilidades tiene ese acto tan simple y siempre sorprendente que es acompañar a alguien en sus primeras lecturas.
Este libro reúne textos escritos por María Teresa Andruetto en distintos momentos y con diferentes propósitos, muchos de ellos pronunciados en congresos, coloquios y otros encuentros en torno a la lectura, los cuales han sido revisados y corregidos por ella con motivo de esta publicación. Como en sus obras de ficción, al leer estos ensayos queda la sensación de haber sido acogido en un hogar. La voz que nos recibe al calor de la hoguera nos habla, se vuelve rápidamente familiar y cercana. La lectura, otra revolución es una autobiografía emocional, intelectual y literaria de la escritora cordobense. Pasar de estos ensayos a buscar sus cuentos, sus novelas y su poesía, es inevitable.
Para nosotros, sus lectores, los pensamientos de Andruetto vienen con una advertencia o una promesa: “las puertas que se abren, traen consecuencias”.
Socorro Venegas
Me crié en un pueblo de provincia, en un país de un continente que comparte casi en su totalidad una lengua. Pese a su abrumadora masividad, ya que se trata de la voz de más de quinientos millones de personas, la literatura de esta lengua ocupa un lugar en cierto modo periférico en la traducción a otros idiomas. Este castellano mío, cuna del barroco y el conceptismo, es y no es —como sabemos— una sola única lengua, sino múltiples variantes desarrolladas en España y en nuestros países latinoamericanos, mestizadas por los pueblos originarios y los aportes de africanos, europeos y asiáticos que —esclavizados, sometidos, aceptados o bienvenidos— impregnaron nuestros modos de decir y de pensar. Escribimos, ilustramos, editamos y construimos lectores insertos en una red de tensiones políticas, culturales, económicas… La riqueza consiste en vivir conscientes de nuestro lugar en el mundo, si queremos acercar los frutos de nuestra subjetividad al territorio de otros.
Vivir conscientes es también defender nuestra particularidad como individuos y como pueblos. Es muy fuerte la demanda de que los libros unifiquen sus asuntos y los usos del idioma, de que se vuelvan un poco neutros, pero la literatura busca en lo particular el palpitar de la lengua, su permanente inestable movimiento. Muchas veces me han dicho que mis libros son “demasiado argentinos”, mas creo que es justamente ahí, en los matices de la lengua, donde reside el desafío de un escritor, su campo de batalla. Mientras más ahondamos en lo particular, mientras menos estándar es nuestra escritura, más difícil se vuelve su exportación. En mi caso esto se dificulta, porque algunos de mis libros han sido escritos desde las diferencias del castellano argentino en las diversas regiones de mi país, esto no porque yo quiera hacer un paneo por los modos de hablar de mi tierra, sino porque en uno u otro casos fue el narrador elegido quien me lo pedía. Imagino a un narrador e intento escuchar cómo habla; es él quien abre la puerta, quien me enseña el camino a seguir. He vivido el acto de escribir como una trinchera de la lengua, una defensa de lo más propiamente mío, un intento de capturar a ese animal hecho de palabras, en el deseo de encontrar allí algo para ofrecer a otros, el camino hacia el propio modo de decir.
Desciendo de emigrantes, es decir, de pobres y desterrados. Desde que recuerdo, y seguramente también desde antes, escuché historias de personas que habían llegado hacía muchos años a América, hombres y mujeres cuyos modestos episodios adquirían relevancia en el relato. Fui criada por una madre a la que le gustaba contar y escuchar historias y por un padre que había dejado a su familia en Italia y reconstruía al infinito el largo viaje a Argentina, el encuentro con mi madre. Crecí en un pueblo de la llanura argentina, entre personas a la vez melancólicas y pragmáticas, en una familia con mucha apetencia de saber, en una casa donde siempre hubo libros y donde se contaba con muchos detalles el pasado de quienes habían estado antes; tal vez por eso me apasiona lo extraordinario que habita en la vida de cada uno de nosotros, lo extraordinario de la vida en sí misma.
Dentro de esa familiaridad con los relatos y los libros, en la idea de que había que saber un poco de todo para poder habitar en el mundo, recuerdo el momento en que descubrí, en la cocina de mi casa, en un libro muy de la época, que esos dibujos llamados letras podían unirse y formar palabras y que esas palabras eran los nombres de las cosas. No se trataba de literatura, era la vida misma que —suponía yo— se presentaba de ese modo para todos, en todas las casas y en todas las familias. Años más tarde comprendí que no todos los niños tenían acceso a los libros y eso hizo que mi vida tomara cierto rumbo, el de trabajar en la construcción de lectores.
En qué tradición debe insertarse una escritora descendiente de europeos que se crió en un pueblo de un país latinoamericano, una mujer cuya madre jamás hubiera soñado que sus hijos fueran un día a la universidad, alguien que accedió a estudios superiores porque en su país existe la educación gratuita, la universidad pública. ¿En qué fuente beben los escritores para niños en nuestros países? Lo universal y lo local, lo latinoamericano y lo europeo, lo central y lo periférico, lo clásico y lo contemporáneo, lo destinado a niños y lo publicado para adultos nos agitan y nos azuzan en una red de tensiones, donde la mayor riqueza es el desacato, el desacomodo y el cuestionamiento, todos ellos propicios para la creación. Por eso la necesidad de liberar de ataduras y corsés a la literatura infantil, la importancia de centrarla en el trabajo con el lenguaje, tal como intenté decir en mi libro Hacia una literatura sin adjetivos, para dotar de sentido a aquella frase que, a comienzos de la recuperación democrática en mi país, mi generación comenzó a llevar a las aulas: “la literatura infantil es también literatura”. Para que eso que decimos sea verdad, debe sortear sobreactuaciones, estereotipos y retóricas que pueblan tantos libros para niños; escrituras serviles disfrazadas con ropajes nuevos.
Escribo para comprender, o tal vez buscando ser comprendida. Camino de conocimiento para quien escribe y para quien lee, palabras que pueden despertarnos como a la durmiente princesa de uno de mis cuentos. Lo que escribimos es fruto de nuestro tiempo, de nuestra sociedad, de nuestra experiencia, no tanto por las peripecias que narramos sino principalmente por el uso del lenguaje donde se reflejan nuestras convicciones y contradicciones, nuestro conocimiento y nuestra confusión. Es en las palabras donde se libra el combate, y es de palabras la grieta por donde se accede a una lengua privada en ese extenso mar de la lengua social, territorio de contrapoder frente a lo uniforme y lo hegemónico.
He buscado a lo largo de estos años quién sabe qué en distintos géneros, he lanzado botellas al mar de lectores diversos, siempre pensando que no hay espacios cerrados entre lo que interesa a niños y jóvenes y lo que le puede interesar a un adulto. No hay para mí muchas diferencias entre escribir para unos u otros, de hecho no pienso en los niños cuando escribo. Se trata más bien del deseo de mirar “desde los ojos de otro” una imagen que me interpela, que se resiste al olvido. Al escribir me enfrento a mis prejuicios, me pongo en cuestión y desearía que mi lector —por niño o grande que sea— se pusiera también en cuestión, se viera llevado a tomar una posición. La escritura proviene de un intenso mirar y escuchar; con la emoción como brújula, dependo de eso e intento mantenerme alerta porque muy a menudo algo me distrae o se empaña y pierdo el rumbo.
La historia del arte es también la historia de nuestra subjetividad, necesidad de compartir experiencias, dolores, alegrías o asombros con otros contemporáneos o futuros. Intentos de agregar algunas palabras al gran relato del mundo para alcanzar destellos o sombras de la condición humana. En cuanto a mí, me gustaría llegar al corazón de quien me lee, llevarlo a sentir y a pensar, porque contra el puro entretenimiento y el adormecimiento de la conciencia, la literatura nos propone una de las inmersiones más profundas en nosotros mismos y en la sociedad de la que formamos parte. Lo escrito se dirige a la sociedad de la que venimos, porque se construye con un bien social y se alimenta de los relatos que esa sociedad genera. La literatura se apropia de ese patrimonio común que es el lenguaje, y ese patrimonio regresa en algún momento para pedirnos que volvamos la cabeza hacia los otros, que miremos y escuchemos con atención, con persistencia, con imprudencia, con desobediencia, no para dar respuestas sino para generar preguntas. Es la ligazón entre las condiciones de humanidad de una cultura y las formas que un escritor encuentra, lo que marca el camino de regreso a dolores sociales o personales antiguos que, en la alquimia del trabajo, lograron mutar en hondura, armonía o belleza, tal como nuestro admirado Andersen transformó miseria o desprecio en “La vendedora de fósforos” o “El patito feo”. Se trata entonces del difícil camino hacia lo propio de quien escribe y de su sociedad, lo propio, eso que es también lo desconocido de nosotros mismos, la propia voz alimentada y sostenida por las voces de los otros. Así, buscando mi propia identidad en la historia de un muchacho que atraviesa el océano, la de dos niños cartoneros en una villa de emergencia, la de una niña que ansía vivir con su madre o la de una joven un poco extraviada —personajes adormecidos, íntegros o necesitados de amor—, estaba buscando de algún modo la identidad de mi pueblo; pero que ese camino me haya traído desde aquella periferia nuestra hasta esta Escuela Imperial de Londres y este Congreso de IBBY, para recibir este premio mayor, es algo que me conmueve y me sorprende, algo que todavía no alcanzo a comprender.
Leído en la entrega del Premio
Hans Christian Andersen,
Londres, 25 de agosto de 2012.
El castellano fue la segunda lengua de mis padres. Mi mamá, hija de inmigrantes italianos, nacida en un pueblo de la llanura, habló el piamontés hasta los seis años y aprendió el castellano cuando fue a la escuela. Mi papá lo aprendió poco antes de cumplir treinta años, en el barco que lo trajo a Argentina, en un diccionario de tapas de tela roja que conservo.
“Este país generoso recibió a tu padre”, fue la frase persistente de mi madre para que nunca olvidáramos que éramos hijos de foráneos bien tratados en este lugar, por generosidad del país y de su gente, ya que aquí mi padre había encontrado refugio después de la guerra y del hambre, aquí había encontrado trabajo, compañera y razón de vivir, y también aquí nosotros, sus hijos, podíamos acceder a una buena educación. Frase repetida para que recordáramos que este país les había dado todo a quienes no eran de acá, aunque después, a lo largo de los años, me he preguntado muchas veces si, como sociedad, hemos dado también todo a quienes siendo desde siempre de aquí fueron tratados como migrantes, emigrados o expulsados sociales. Puse esa frase en un poema de Kodak que escribí luego de una visita de mi madre, en los noventa, cuando yo estaba muy enojada con el curso de nuestra vida social. Ahora que ese tiempo por fortuna ha pasado y que nuestro país vive otro momento histórico, resignifico aquellas palabras de mi madre en su sentido más pleno: el de vivir en un país que le abrió a la hija de un inmigrante sus casas del saber para que también ella pasara por ahí, y la conciencia de que eso no es algo que suceda en todos los países ni en todas las construcciones sociales.
En el pueblo donde me crié —como seguramente en la mayoría de los pueblos de entonces— muy pocas personas habían cursado estudios universitarios. A todos los veíamos como pertenecientes a otro mundo, un mundo destinado a otro sector social; habitantes de otras geografías que, quién sabe por qué razón, se habían instalado entre nosotros. Ellos eran los que habían podido ver la zarza, sujetos de un saber capaz de arder sin consumirse, un saber que más tarde imaginé como una conciencia abierta hacia una mayor libertad. Fue por aquellos años, los sesenta, que la generación de mis padres, en el contexto de esos pueblos de provincia, ya con otras condiciones de vida diferentes de las de sus padres, comenzó a imaginar que sus hijos podían también ir a la universidad. Empleados de servicios, operarios, artesanos, trabajadores del asilo, personas que nunca habían imaginado para los suyos el acceso a estudios superiores, hombres y mujeres hijos a su vez de personas con economía de subsistencia, jornaleros, colchoneras, vendedores informales, veían en el acceso a la universidad la posibilidad del ascenso social de sus hijos. “El saber no ocupa lugar” o “El estudio es la única herencia que podemos dejarles” fueron algunas de las frases que escuchamos en nuestros años de formación. Así fue que al terminar la escuela secundaria, algunos de nosotros, unos pocos, tres o cuatro por curso, ciertamente privilegiados por algo más de holgura, por mayor apetencia de saber o por cierta pretensión de ascenso social, llegamos a esta casa, la Universidad Nacional de Córdoba. Nada de esto hubiera sido posible de no haberse tratado de este país y de su universidad pública, gratuita. Por momentos pareciera que estoy hablando de una prehistoria; lo es porque han cambiado mucho las comunicaciones, los modos de circulación entre los pueblos y las ciudades, el acceso a los libros, la cantidad de casas de estudios superiores, entre otras muchas cosas, y sin embargo todo esto está contenido en el tiempo de vida de una persona.
Llegar a Córdoba, tener acceso a la universidad y recibir el impacto de sus bibliotecas, significó ciertamente ir desde la periferia al centro: el descubrimiento de un mundo de nuevos libros y personas, y de diversas líneas de pensamiento estético y político. La conciencia súbita de que el mundo estaba ahí, con sus necesidades, más allá de nosotros mismos, y al mismo tiempo con nosotros tan ahí, tan inmersos en él. De todos los impactos que recuerdo en aquel paso por los estudios de letras, el más intenso, el más indeleble, fue el cambio en el modo de leer, la construcción de una matriz de lectura de los libros y del mundo que se mantuvo definida en cada gesto hasta el presente. Yo había sido una lectora voraz, pero esa voracidad infantil no tenía que ver con la literatura; era la vida que —suponía yo— se presentaba de ese modo para todos, en todas las casas y en todas las familias. De manera que fue en la universidad donde aprendí que un escritor es expresión de la sociedad que lo contiene, que es una conciencia dialogando con el mundo, y aquí también descubrí que cada libro tiene un antes y un después, que lo escrito se sostiene en tradiciones, posicionamientos, estrategias de circulación y otras tantas cuestiones, y que todo eso se inserta en un complejo tejido de circunstancias —políticas, sociales, económicas— que construyen, destruyen, determinan, recuperan u olvidan. De modo que desde aquella universidad que transcurrió para mí entre el 71 y el 75, ya nunca más leí de otro modo sino entendiendo que la subjetividad de quien escribe y de quien lee son siempre caja de resonancia de lo social, y que toda palabra individual es un concierto de ecos y disidencias con esa palabra social.
Llegué a Córdoba con la ilusión de ser algún día profesora en mi propia universidad y, otra vez (porque la vida de cada uno es confluencia de lo individual y lo público), fue el contexto social lo que torció ese rumbo y me llevó hacia otros. El contexto que en algún momento facilitó la llegada de chicos y chicas de la provincia a esas aulas, hacia finales de 1975 propició también su alejamiento, inminencia del golpe de Estado, diáspora de profesores y alumnos, secuestros, persecución o sencillamente repliegue individual por temor a la visibilidad que habían tomado nuestros posicionamientos políticos. De modo que hubo un desvío y hasta es probable que la escritura misma (que entonces se fue convirtiendo en el centro de mi interés y de mi hacer) obedezca, como casi todas las cosas, en la vida de todos, a la encrucijada histórica que hizo que otros ciertos deseos no pudieran cumplirse. El poeta Néstor Perlongher define a la escritura como un desvío, y a ese desvío fui cada vez que otras cosas que deseé o necesité no se me dieron.
Después vinieron aquellos años tan tristes, tan llenos de miedo. Al regreso de la democracia estaba ya inmersa en los proyectos de CEDILIJ, trabajando con mis amigos y amigas de ese colectivo en la construcción de lectores, ahí encontré un modo de dar sentido a este hacer y a este saber, una respuesta a eso que nos preguntábamos en los setenta: ¿para qué sirve la literatura? Así fue que se unieron el deseo de leer, la convicción de su importancia en la construcción de las personas, la necesidad de poner en palabras la experiencia y el persistente interés por lo social.
Fue la manera que encontré de dar sentido a la experiencia; esfuerzo por vivir consciente de quien se es, de las condiciones de nuestro mundo y de nuestro lugar en él, defendiendo nuestra particularidad, buscando un modo propio de hacer, de decir y de sentir como individuos y como pueblos. De este modo he visto siempre a la escritura, igual que un territorio para comprender y ser comprendidos, una inmersión en nosotros para conocernos y conocer algo de la sociedad de la que formamos parte. El acto de escribir igual que un más allá (o más acá) de la ensoñación, un ejercicio de lucidez, un hacer de ojos abiertos. Búsqueda de palabras que nos ayuden a despertar a nuestro tiempo, a nuestra sociedad y a nuestra lengua; reflejo de convicciones y contradicciones, de conocimiento y sensibilidad, de confusiones y prejuicios. Intentos de mirar “desde los ojos de los demás” ciertas imágenes hasta que nos interpelen para poder, quizás, interpelar alguna vez a otros. Para eso trabaja quien escribe con ese patrimonio común que es el lenguaje, sin otro deber —creo— ni otra obligación que mirar y escuchar con atención, persistencia, imprudencia, o desobediencia, no para dar respuestas sino para generar preguntas. Es en la búsqueda de lo propio, que es también lo desconocido de nosotros, donde encontramos las voces de los otros, la propia voz que deviene colectiva y la voz de muchos convertida en propia. Considero que ahí, en esa ligazón entre lo más íntimo y lo público, reside el lazo sagrado entre un escritor, su lengua y su sociedad. No hace mucho tiempo escuché, en boca de un bibliotecario colombiano, un poema de Gerardo Diego que conocía desde joven, un poema que en su momento había leído (y probablemente haya sido escrito) como un poema de amor individual, íntimo, y que se desplegó de pronto en su más profundo sentido social. Dice el poema: “Adentro, más adentro, / hasta encontrar en mí todas las cosas. / Afuera, más afuera, / hasta llegar a ti en todas las cosas”.1
Tengo la pretensión de captar algo en lo más hondo de nuestra vida social, algo de su complejidad, porque más allá de dónde sucedan mis relatos o poemas siempre escribo intentando comprender quién soy y de qué sociedad formo parte, tal vez respondiendo al deseo de mi padre de que sus hijos no fueran de otro sitio sino de aquí, de mi país, para que no tuvieran que desarraigarse como lo había hecho él. Finalmente, como en aquel viaje que una adolescente hace desde un pueblo a la ciudad, siento que mis intereses —la construcción de lectores, los libros para niños, los talleres de escritura, la escritura de las mujeres, entre otros— también han ido desde la periferia a un centro. Es casi un lugar común decir que en un escritor los estudios sistemáticos de letras sobran, obstaculizan el camino de creación, desvían el deseo de escribir, obstruyen el imaginario. No sé cómo se ha instalado ese mito. Por mi parte, nunca sentí que esos estudios sobraran; más bien intenté, hasta donde pude, estimularlos, desarrollarlos, para mí y para mis espacios de docencia. Es verdad que los procesos de creación implican desvíos de la norma, pero también es verdad que necesitan nociones de las formas y de la sistematización del conocimiento para poder tomar los propios y singulares desvíos. Ante la oportunidad que me da este premio de regresar simbólicamente a esta casa, quisiera agradecer a la universidad y al país en el que esta universidad —que tiene dos veces la edad de la nación— se contiene y se expresa. Agradecer a quienes debiéndoles yo tanto hoy me honran de este modo.
Leído en la entrega del Premio
Universitario de Cultura 400 Años,
Córdoba, 14 de noviembre de 2012.
UNA NIÑA LEE LIBROS PARA GRANDES