HÉCTOR AZAR
DRAMATURGIA Y TEORÍA ESCÉNICA
I
Compilación y prólogo de
PEDRO ÁNGEL PALOU
letras mexicanas
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Primera edición, 1998
Primera edición electrónica, 2014
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ISBN 978-607-16-2459-8 (ePub)
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PRÓLOGO
PEDRO ÁNGEL PALOU
A partir de este volumen, el curioso lector de la obra de Héctor Azar podrá asombrarse, con el prologuista, de dos de sus virtudes cardinales: la extrema coherencia del conjunto y la precisa colocación de cada una de sus partes. Me explico: por vez primera tenemos la oportunidad de leer la dramaturgia completa de Azar y cotejarla con sus ideas sobre el teatro, plasmadas en sus Apuntes sobre teatro y teoría escénica.
Si su dramaturgia pasa a nuestro modo de ver por tres claros estadios que terminarán entremezclándose (el teatro didáctico, el teatro rural y el teatro histórico), su reflexión teatral parte de la relación escénica, pero termina desembocando en el riesgoso contubernio entre el teatro y el poder.
Poder decir. La obra de Azar puede verse entonces como la paulatina construcción de una legitimidad discursiva que reflexiona sobre la palabra teatral como fuerza política y religadora y sobre la puesta en escena como vehículo educativo y necesariamente relacionado con las formas de poder. Así, se entiende, el teatro en Azar es un imperativo ético, y su reflexión la puesta en discurso de una asechanza, una paradoja: lo que posibilita al dramaturgo es también lo que se convierte en su inevitable imposibilidad. No puede dejar de enfrentarse contra los discursos estatales de los que, sin embargo, forma parte.
Tentación de la tautología: la literatura es la literatura y el teatro es el teatro; impulso a las similitudes: el teatro es literatura; voluntad de lo casual: ¿cómo hablar de dos seres complementarios, vivos, sin reducirlos? La tarea del prologuista no es simplificar una obra compleja sino mostrar los vericuetos que la forman. Desde nuestra barroca conciencia poscolonial las máscaras teatrales de Héctor Azar adquieren un profundo sentido. El mundo es sueño, dice Calderón, y Segismundo sabe que en realidad es teatro, el gran teatro del mundo. La misma artimaña puede hacer que Sagitario o Francisco en La Appassionata abra los parlamentos gritando: “Gaudencia, ponte tu vestido nuevo porque te voy a pegar”, y que una voz desde fuera conteste estableciendo la tensión de toda la obra: “No te lo pongas, Gaudencia, que te mataron a tu hijo por andar de putañero. ¡Cómo se saló la vida el pobre muchacho!”
Si la esencia de vivir es poner en acto, tiene razón Francis Fergusson en The Idea of Theatre al afirmar que la sensibilidad histriónica es una virtud primitiva de la mente humana y por supuesto el germen de toda teatralidad. La sensibilidad histriónica radica en la percepción mimética de la acción. El escritor dramático, el dramaturgo, difiere del novelista porque las palabras que usa son las actualizaciones de la acción percibida. El escritor de ficción sólo tiene las palabras para transportar al lector a su espacio ficticio, mientras que el dramaturgo no sólo utiliza otras artes escénicas sino que las refunde en una nueva. No se equivocaba, sin embargo, la divina Sara Bernhardt al decir que los tres ingredientes de un actor son: “Voz, voz, y de nuevo voz”. La palabra sigue siendo el vehículo primordial con que el dramaturgo crea la ilusión de vida necesaria a todo el arte. El que tiene la palabra, lo sabían los inquisidores, posee el poder. Y el poder del teatro es público, su magia es colectiva. El poder de Azar es el de la palabra, pero también el del silencio.
Walter Benjamin afirmó en alguna ocasión que todo documento de cultura es también un documento de barbarie. La tragedia —metonimia de toda función teatral— es siempre una meditación pública sobre el hombre privado. Reflexión que no es ejercicio de razonamiento ni sesuda lección moral: no por pública, acorde con los gustos del espectador de la mentira colectiva que llamamos público, o del censor. Podríamos aplicar a la dramaturgia toda de Azar estas palabras de Tomás Segovia sobre Kleist: “[Su obra] quiere decir mirada a las profundidades y quiere decirse que es con la luz pública con la que el poeta trágico va a iluminar esas profundidades”. Así, la dramaturgia de Héctor Azar es política sin ser proselitista, es moral sin ser maniquea, dándole a su sentido político un carácter verdaderamente radical —que él llama religador—: examen de las condiciones mismas de la civilidad humana. Frente a la tentación de la animalidad (barbarie) y bajo una iluminación cultural que muchas veces adquiere un carácter sagrado, el teatro sostiene una verdad, otra, en un universo de múltiples verdades.
Intentemos acotar, entonces, las condiciones cronológicas de ese proyecto de discurso escénico que es la obra de Azar. En 1954, un muchacho apenas, inicia su actividad teatral con lo que antes en estas líneas llamamos su teatro didáctico. Imposible nombre para un proyecto más vasto: consistió en la adaptación de obras clásicas españolas con estudiantes de la Escuela Preparatoria 5, actividades que hoy el edificio del teatro mexicano llama simplemente Teatro en Coapa. Por comodidad hemos agrupado dicha actividad teatral en el segundo volumen bajo el nombre “Versiones y paráfrasis (Teatro en Coapa)”; es ésa la razón por la que no se colocan al inicio de su dramaturgia sino en un apartado final: el de las obras que sin dejar de ser propias nacen de lo ajeno. Así, Azar montó un espectáculo basado en el Libro del buen amor bajo el nombre de Doña Endrina, que recuperaba el lenguaje original del Arcipreste en una invitación a su posterior lectura. Representar obras basadas en textos literarios clásicos tenía ese objetivo primordial: fomentar su ulterior lectura. No es gratuito que el experimento haya sido un éxito, no sólo de público —que lo tuvo a raudales—, sino de la crítica teatral, ya que Teatro en Coapa (1955-1960) se adjudica repetidamente los iniciales premios Villaurrutia al teatro de experimentación (1958, 1959, 1961). Incluimos también en ese segundo volumen otras de esas gustosas adaptaciones: Picaresca (1958), reconstrucción teatral de los mejores fragmentos de este género en la literatura española, donde Azar muestra nuevamente su gran capacidad para construir diálogos y manejar el humor, rasgos que marcarán su obra personal en adelante. Picaresca, además, es el puente que une la tradición de la literatura española —enseñada a Héctor Azar por Julio Torri, según recuerda en De cuerpo entero— con la mexicana —cuyo magisterio se lo debió a Carlos Pellicer—. Observemos que el siguiente montaje de este teatro didáctico es justamente una nítida adaptación del Periquillo Sarniento, de José Joaquín Fernández de Lizardi (1961), donde Azar se las ve con una novela harto difícil de llevar a escena. Preocupado aún por las unidades teatrales, el autor segmenta la novela por su contenido autobiográfico en: infancia y educación (primer acto), adolescencia y juventud (segundo acto) y picardías y despedida (tercer acto). Azar resuelve teatralmente el complejo problema del interlocutor narrativo de la novela incluyendo en este tercer acto al Pensador Mexicano como personaje. El discurso testamentario del Periquillo encuentra entonces feliz sostén escénico. En esa misma tradición mexicana, Azar adaptó en 1973 La pícara Justina, de Francisco López de Úbeda.
Teatro en Coapa mostró una gran calidad artística, y a los reconocimientos críticos les siguió el institucional: Jaime García Terrés, por entonces director de Difusión Cultural de la UNAM, promueve el alquiler de un teatro de la universidad. Así, el proyecto escénico educativo con el que Azar entra en escena en el gran teatro mexicano se ve fortalecido porque —a su iniciativa— se crean subsecuentemente un Centro Universitario de Teatro, un segundo local teatral —el Arcos Caracol— y, pronto, la Compañía de Teatro Universitario. Puesto y resumido en estas pocas palabras puede parecer sencillo: el acto tiene la misma trascendencia, a nuestro modo de ver, que el Teatro de la Capilla que por esos mismos años fomentara Salvador Novo. Las luchas y tensiones contra la depredación burocrática, los anquilosadísimos hábitos de la difusión cultural y el vedettismo teatral tuvieron un grato final. Un ambiente que Carlos Solórzano describió con tino: “El problema de la crítica en México no es muy diferente que en el resto de Hispanoamérica; quizás se diferencie por un acento circunspecto en los críticos serios, un afán de trascendentalismo (que es una forma de redimir gran Óparte de la mediocre obra creativa)”. Estamos de acuerdo con Óscar Zorrilla en que a partir de Teatro en Coapa la coherencia del proyecto azariano toma forma: de aquí en adelante no sólo se trata de escribir teatro, ponerlo en escena o discutirlo teóricamente. Los tres vértices del triángulo son en realidad vórtices de una pasión por el hecho escénico como acto total. La cátedra es un vehículo por el que el teatro experimental se construye, pero también es el que le da su fuerza inicial, su capacidad trashumante. Opina Zorrilla:
El escenario es, para Héctor Azar, un reducto sagrado; la puntualidad, la ductilidad disciplinada, son requisitos indispensables; el respeto de sí mismo, del espectáculo y del público, son exigencias fundamentales para el adolescente que juega al teatro —como materia estética optativa— y que luego seguirá diversas carreras universitarias o que, ganado ya para siempre por el demonio del escenario, aprenderá a vivir en él. Paternal o autoritario, hábil o agresivo, el maestro Azar nos va formando uno a uno y nos enseña a trabajar; las rupturas vendrán luego, apasionadas, necesarias y fértiles, pero el camino ha sido recorrido.
Desemboca entonces ese inicial proyecto juguetón, estudiantil, en el Festival de Nancy en 1964, donde —con la Compañía de Teatro Universitario que él dirigía— ganó el primer premio con la puesta en escena de Divinas palabras, de Valle-Inclán. Lo acompañan Vicente Rojo, Mariano Ballesté, Juan Ibáñez, y puede hablarse ya de una compañía teatral. “De Coapa a Nancy” nombrará Ballesté a esta trayectoria.
Otra de las vertientes de este proyecto fundacional comienza en la Gaceta de Teatro en Coapa y toca a lo que llamamos, por comodidad académica, La Cabra, punto de convergencia de un proyecto editorial vasto que continúa en los textos de teatro de la UNAM y del INBA, y que desemboca, inevitablemente, en una Compañía Nacional de Teatro. “Si alguna vez se salva el teatro en México —continúa Zorrilla— tarde lo que tarde, de cualquier manera las próximas generaciones encontrarán el nombre controvertido de alguien que creía en lo que hacía y en quien habría que creer para seguirlo.” María Luisa Mendoza, la China, colaboró desde la inauguración de La Cabra, y recuerda la aventura —a ella le correspondió escribir sobre historia del teatro— y la resume en un aforismo: “Azar es simplemente el teatro”. La Cabra —ediciones de piezas teatrales o de trabajos relativos al teatro— dejó una huella profunda y, sobre todo, posibilitó el estudio serio del fenómeno teatral más allá del espectáculo efímero de la representación. Son estas publicaciones las que terminan por darle conjunto y peso al proyecto de teatro universitario de Azar. Rememora el periodo en los siguientes términos:
Apareció La Cabra en 1971, probablemente para llenar una laguna. Como una mera necesidad y con el propósito de servicio, de informar a los teatreros del país ahora en bancarrota. Semejante a una posibilidad religadora de tanto y tanto teatrero que se la viven o se la mueren jalando el teatro para donde su buena o mala intención los arrebate. Con la raramente sana inquietud de tener —contener, proponer, exponer— una revista teatral semejante a un muro que fungiera de testigo y testimonio [...] de todos aquellos teatreros entretenidos en/por hacer el teatro universitario primero, para de ahí salir a la calle con el llamado teatro popular [sic] a cuestas [...] Nació La Cabra, para salir del aula hacia la calle [...] como un ágil y esbelto tabloide diseñado por Vicente Rojo.
Margo Glantz —quien daba clases por esos años en la Preparatoria 5 de Coapa— participó indirectamente en la empresa, y recuerda el nombre decisivo de Huberto Batis en las ediciones. Para ella, sin embargo, lo que marca el giro fundamental del teatro mexicano es el Centro Universitario de Teatro. Todo este periodo requiere de algunos nombres más para completarse: el Centro de Teatro Infantil, el Foro El Caballito, el Isabelino, el Julio Jiménez Rueda, el Comonfort —después Gorostiza—, donde Azar protagonizó sendos proyectos —el último las Tandas del Comonfort (que desearon y lograron revivir las Tandas del Principal)—. Fundó también la Casa del Lago y su Foro abierto —el Espacio 15— y la ya mencionada Compañía Nacional de Teatro. Pero la última vertiente pública de ese fenómeno de promoción y difusión teatral es también la más madura: el Espacio C de CADAC.
CADAC es el primer proyecto privado de Héctor Azar. El Centro de Arte Dramático A. C. es sólo el escenario físico de un proyecto teórico y práctico que intenta ver al teatro como una teoría de conjuntos que une a la literatura como realidad externa (situación intelectual) con el espectáculo o realidad interior (situación escénica). Pero también es un proyecto del teatro como cuerpo, que une gimnasia y deporte, y que ve el escenario como estadio y al espectáculo como el lugar de una catarsis colectiva que retroalimenta el proceso vital. En este proyecto la obra de Calder es un pilar, como muestra su texto “Calder y la teoría CADAC”, con el que cerramos el segundo volumen. Azar es claro con respecto al proyecto:
Decepcionado hasta la náusea, el pueblo mexicano observa indiferente o morboso la precaria presencia histriónica de los hombres que lo gobiernan; los ve agitarse ruidosamente ante la consagración de la venganza-china y su reciclaje sexenal; y son los antihéroes de la corrupción en sus niveles más viles los que cumplen funciones de protagonista de un mexicano sistema de vida política que, al mismo tiempo que previene implacable, sugiere el único camino posible para triunfar en la vida. Y la palabra teatral público viene de pueblo, señalando certeramente que público es esa parte del pueblo que asiste a uno o a muchos espectáculos, igual para entretener sus ocios que para informarse acerca de las cosas de la vida.
Preocupado entonces Azar por romper la manifiesta pasividad de los públicos mexicanos ante el hecho teatral, está construyendo —lo ha dicho hasta el cansancio— un acto político. En la triada autor-director-actor el Espacio C intenta romper con el narcisismo primario que los toca, para convertirlos en personas teatrales. Así, Alexander Calder le proporciona la fórmula adecuada para comunicarse con el gran público sin perder la estatura creativa y la dignidad autoral. El Espacio C es la vertiente física —escénica— del proyecto total de CADAC como el lugar en el que el público al fin participa.
Hemos intentado dibujar la figura de Azar en el espacio de la res pública para, como dijimos, acotar sus dimensiones. Actividad nula, se nos escapa en el despropósito de su empresa. Sin embargo, hemos podido entrever el signo de fidelidad que la constituye y, con ella, podemos ahora acercarnos a su dramaturgia. De cualquier forma, ha quedado descubierto que si algún día se escribe una verdadera historia del teatro en México, no podrá dejarse de lado lo que Héctor Azar ha hecho. Acaso más que ninguno —siguiendo la estela de Novo y de Usigli— Azar ha puesto los cimientos de una todavía improbable pero siempre anhelada escuela mexicana de teatro. Todo lo que hemos apuntado hasta ahora nos autoriza sin embargo a incluir en el segundo volumen no sólo la dramaturgia de Azar, sino, para hacerle honor a sus propuestas, ese vasto apartado que hemos denominado “Teoría escénica: educación y entornos culturales”. Hemos tomado los textos de Azar de dos libros fundamentales: Zoon teatricón, zoon politicón y Funciones teatrales. No es rebajar un palmo su ambición el decir que estos textos fueron escritos como respuesta a las circunstancias —uno de sus fragmentos se titula precisamente “Arte y circunstancia”—, sino que tal denominación explica mayormente que su teoría es una teoría de la práctica escénica y que es precisamente esa práctica —política, por qué no— la que justifica muchas de las reflexiones.
Héctor Azar ingresa a la república mexicana de las letras en 1951 con un libro de poesía, Estancias, prologado por José Rojas Garcidueñas. El mismo año publica Ventanas de Francia, otro libro de versos, y en 1954, con una introducción de Francisco de la Maza, sus prosas y poemas Días santos (fragmentos de una pasión). El teatro vendría después.
En 1958 Juan José Arreola inicia su célebre colección literaria Libros del Unicornio con La Appassionata, poesía teatral en la que ya se esbozan, como apuntamos, no sólo el manejo del diálogo y el humor, sino también el ingrediente fundamental, a nuestro parecer, del teatro azariano: la alegoría. Sutil manejo de un recurso típico del barroco, la alegoría le permite a Azar trascender el drama rural. Creemos que nunca se ha insistido sobre la profunda coincidencia entre este teatro inicial de Azar y la fundamental novela de esos años, escrita por Juan Rulfo: Pedro Páramo. Azar, como el jalisciense, trabaja con personajes que están muertos desde antes de iniciar la obra pero cuya realidad se señala por el doble nombre. Así, cuando deambulan por el mundo de los vivos pueden llamarse sin empacho Francisco y Gaudencia, pero al trastocarse su poder se convertirán en Gardenia y Sagitario. No es gratuita la presencia de Calavera Catrina, personaje iconográfico de Posada, como la figura que explica el tránsito feliz entre cotidianidad y alegoría. El mayor drama para Gaudencia no es envenenar a sus hijos sino darse cuenta por fin de que ya son difuntos. María del Carmen Millán opinaba que la principal característica de la obra azariana toda —la que la hace, además compleja— está en que Azar en vez de desarrollar la anécdota, la estiliza. “Se podría deducir —escribe— que la base humana con que trabaja Azar es la popular, que encontraremos en la gran ciudad, en la provincia, en los pueblos.” Alegoría y modernidad, tal y como las entendía Walter Benjamin, por su parte, con un pensamiento que es alegoría al tiempo que filosofía, registran la misma fractura de la modernidad burguesa. Habría que detenerse en el prólogo gnoseológico a El origen del drama barroco alemán para entender el tipo de reflexión poética que instaura Benjamin: “El arte de detenerse, en contraposición a la cadena deductiva; la constancia del tratado, en contraposición al gesto del fragmento; la repetición de los motivos, en contraposición al universalismo superficial; la plenitud de la densa productividad, en contraposición a la polémica negadora”. Tal estetización de la filosofía ha hecho a Benjamin un autor difícil, pero también un pensador de moda: “Es una especie de sustituto del oráculo de Delfos y de Boecio”. Hecha esta salvedad, cabe una larga cita de Benjamin que es su novena tesis de filosofía de la historia:
Hay un cuadro de Klee que se titula Angelus Novus. Se ve en él un ángel al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia debe tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del Paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso.
La paradoja de Benjamin es clara: el término más representativo de la modernidad burguesa, el que impulsa todas las fuerzas de la sociedad, denota al mismo tiempo la crisis de la individualidad y de los valores del arte. El progreso se convierte en catapulta trágica de la historia a la vez que barrera que los poetas, negándolo, han de superar. Al escrutar la aludida paradoja, Benjamin instaura una nueva: el problema de la modernidad es que posee el germen de su disolución. El escalpelo de la crítica que la marca será el bisturí que la destace.
Lo moderno no se caracteriza únicamente por su novedad, sino por su heterogeneidad. Tradición heterogénea o de lo heterogéneo, la modernidad está condenada a la pluralidad: la antigua tradición era siempre la misma, la moderna es siempre distinta [...] Borra las oposiciones entre lo antiguo y lo contemporáneo, entre lo distante y lo próximo. El ácido que disuelve todas esas oposiciones es la crítica. Sólo que la palabra crítica posee demasiadas resonancias intelectuales y de ahí que prefiera acoplarla con otra palabra: pasión. La unión de pasión y crítica subraya el carácter paradójico de nuestro culto a lo moderno.
Paz lo ha apuntado con lucidez. Pero volvamos a Benjamin. La modernidad crítica disuelve el pasado y se disuelve a sí misma: su rostro es el vacío de materia, la máscara, como había visto Nietzsche en Más allá del bien y del mal. Máscaras teatrales —metáforas dramáticas— con las que el teatro de Azar, desde sus inicios, opera.
Un año después, en 1959, la Imprenta Universitaria edita El alfarero, drama en un acto donde el manejo del presente y el pasado vuelve a hermanarse escénicamente en un misterioso juego. En una rápida sucesión de escenas, insólitos pasos, múltiples personajes nuevamente alegóricos conviven con el alfarero, el único, a nuestro parecer, personaje real de la obra. Este teatro sólo en apariencia rural, pero que trasciende el escenario físico gracias al poder trastocante de la alegoría, incorpora a personajes tomados de los misterios bíblicos, como la Virgen y san José en una danza macabra en la que, en lugar de Cristo, un pegaso perora: “Madre, éste es tu hijo. Hijo, ésta es tu madre”. A El alfarero lo acompaña Las vacas flacas, pieza en un acto estrenada en televisión en 1960 y, sobre todo, El corrido de Pablo Damián, tragedia campesina en un acto, de 1960. Ha sido Wilberto Cantón quien pudo trazar la filiación de estas obras con otras escritas en la misma década:
Villaurrutia, Usigli, Gorostiza y Novo —maestros indudables— ejercieron su influencia en la generación teatral que quizás alguna vez sea llamada del cincuenta, porque fue en este año cuando el público conoció a algunos nuevos autores que posteriormente habrían de destacarse —Carballido con Rosalba y los Llaveros, Magaña con Los signos del zodiaco, Luisa Josefina Hernández con Aguardiente de caña, Federico Inclán con Luceros de carburo, y yo mismo con Saber morir—. O de los cincuenta, porque fue también en esa prolífica década —en la que surgieron nuevos locales teatrales, nuevos actores y directores, nuevos dramaturgos y un más amplio público— cuando también hicieron su aparición, entre otros, Héctor Mendoza con Las cosas simples, Rafael Solana con Las islas de oro, Luis Moreno con Los sueños encendidos, Juan García Ponce con El canto de los grillos, Elena Garro con Un hogar sólido, Carlos Solórzano con Doña Beatriz, la sinventura, Hugo Argüelles con Los cuervos están de luto, Héctor Azar con El alfarero, Jorge Ibargüengoitia con Susana y los jóvenes, Sigfredo Gordón Carmona con El cielo bajo el tejido, Fernando Sánchez Mayans con Las alas del pez, Jorge Villaseñor con El cielo prometido, Álvaro Arauz con La reina sin sueño, Maruxa Vilalta con Al pudor, Pablo Salinas con Los hombrecillos de gris, Humberto Robles Arenas con Los desarraigados. Estos nombres [...] y varios otros más también memorables, figuran en esa posible y contradictoria generación del cincuenta o de los cincuentas. Algunos de ellos se adscriben a un estricto realismo en temas y técnicas; otros buscan con ahínco el sentido social del teatro, para dar contenido y objeto a su creación; no faltan quienes hallan en el drama un curso para su temperamento lírico; y en unos más lo popular —y hasta lo folclórico— aparece transfigurado, universalizado, por la magia del ambiente y el color.
Esta cita no sólo nos permite apreciar el ambiente teatral de los cincuentas, sino, sobre todo, caracterizar la obra de Azar como una especie de crisol que une y transfigura todas las tendencias teatrales de su momento. Sin tratarse de drama rural estricto, a sus primeras obras, cerradas con El milagro y su retablo, las seguirá un segundo ciclo que inicia con Olímpica, pieza en tres actos leída en 1962 en Radio Universidad y publicada por el Fondo de Cultura ese mismo año, premio del Centro Internacional de Teatro y premio de la UNESCO, una obra que a partir de pequeños cuadros pinta la vida en un barrio bajo de la ciudad de México. Nuevamente ha sido María del Carmen Millán quien ha captado mejor la intención azariana: “Sin el monstruoso peso de la conciencia, el hombre es igualmente corrupto pero menos solemne. El discurso y la gesticulación grandilocuentes desaparecen y una especie de cámara lenta registra el movimiento sustancial y fija el rictus verdadero. ¿Máscaras? ¿Marionetas? ¿Caricaturas? Probablemente”. El realismo simbólico, y su trabajo con la alegoría, acotamos nosotros, hacen el resto. Inmaculada, escrita y estrenada en 63, pero publicada hasta 72, y que continúa con La higiene de los placeres y los dolores, farsas educacionales del 68, obra que el 7 de agosto del mismo año inaugura el célebre Foro Isabelino, y El premio de excelencia, Loneliness, también del 68. Este segundo ciclo no se aleja totalmente del ambiente rural, pero ubica las obras y sus personajes en pueblos más grandes —como Atlixco— y en otros estratos sociales. Si Azar se había entregado con denuedo a la alegoría, mostrando un soberbio y cáustico humor, en esta segunda etapa la tragedia adquiere proporciones grotescas. Lo sentimental se codea con el melodrama sin caer en éste, y presenta a la Soledad —así, en mayúscula, como los personajes alegóricos de los Coloquios de Fernández de Eslava— como figura fundamental. Provoca risa, sí, pero para desnudar la calavera satírica que roe a los personajes. Inmaculada, por ejemplo, no sólo es la archisabida figura de la solterona pueblerina, sino una profunda alegoría de la condición humana en general y femenina en particular.
Mientras tanto, entre 68 y 74, Azar escribe un teatro híbrido, mezcla de auto sacramental, reescritura de misterio bíblico y sátira social. En 68 La seda mágica, grabada en disco en la colección Voz Viva de México, de la UNAM, es seguida en 1969 por La copa de plata y por La cabeza de Apolo (1971), tragicomedia en un acto, y por Doña Belarda (1972), farsa renacentista en un acto. Se trata de una obra en verso donde Azar vuelve a usar sus recursos lingüísticos, esta vez para hacernos creer que el español renacentista esta ahí, en el escenario. Este tercer ciclo, sin embargo, encuentra a nuestro parecer su mejor expresión, o su forma más madura, en La cantata de los emigrantes (1972), drama en un acto donde el escenario real de la obra deja de importar y la alegoría es por fin el único elemento que une escenas grotescas como La promenade, La visita a la casa de Dios o La señal para partir. Los diálogos incluyen, por ejemplo, algún tango de Santos Discépolo y curiosas pausas de baile. Su idea de participación del público con los actores empieza a ser manifiesta a partir de aquí. Es sin embargo en 1974, con Los muros vacíos, drama pequeñoburgués en tres actos, cuando se unen los elementos que hasta ahora habían permanecido dispersos y se convierten en verdaderos hallazgos teatrales. Puede parecer que la obra no es tan experimental como las anteriores, pero ese signo es precisamente el que marca su contundencia. Ya de una profunda madurez, Los muros vacíos, ubicada en “La ciudad de México, seguramente”, en los años setenta, inicia después de la muerte de Zenda —mujer burguesa— y tres personajes dialogan recordándola (Mummy, el ama de llaves; Alberto, el hijo; Adrián, chofer y amante de Zenda), y la inyectan con formol para preservarla de la podredumbre. En la acotación para el director se lee: “Podemos pensar en una decoración que corresponda al gusto de tanta y tanta señora —amigas muy queridas— seria y mexicanamente rica que haya acumulado objetos de arte con profundo sentimiento de culpa; esto es, sin medida y en función de su gráfica emocional de soledad-compañía”. Es curioso, sin embargo, que para mostrar cómo Zenda pierde identidad mientras avanza la obra, poco a poco van quitándose los objetos de ese inocuo coleccionismo que Azar critica, hasta que, mediante la ausencia o la destrucción, Zenda ya no existe porque no existen sus objetos. Jacquelin Eyring Bixler opina que en esa obra Azar:
[...] ha resumido [...] todos los descubrimientos teatrales de sus obras anteriores, comenzando con La Appassionata, donde se ve por primera vez su interés por el desarrollo de una trama sumamente reducida. La experimentación con la cronología, que se observa tanto en Los muros vacíos, apareció inicialmente en El alfarero, donde Azar encontró una manera eficaz de explicar la realidad presente con escenas intercaladas y bien integradas al pasado. Con Olímpica, Azar desarrolló más la forma del collage, un tejido enorme y condensado de imágenes que el autor ha seguido empleando para comunicar la esencia de la existencia humana. En todas sus obras, y sobre todo en Higiene de los placeres y los dolores, Azar se ha mantenido fiel a su propósito de criticar la realidad de su país y de educar al público sobre su propia condición.
En 1980 publica Las alas sin sombra o la historia de Víctor Rey (drama en dos actos y un epílogo) como homenaje a Rufino Tamayo. La Historia de Víctor Rey no es otra que, alegóricamente, la historia de México. Explorando en el pasado indígena y en nuestra tradición judeocristiana, en un diálogo barroco, Azar va constituyendo una obra que requería a los cuadros de Rufino Tamayo como telones de fondo. El duelo entre el Marqués y Víctor Rey es, a decir de Juan Miguel de Mora, una alegoría del conflicto entre criollos y españoles que desemboca en nuestra malograda independencia. Con aquella obra Azar inicia un cuarto ciclo que encontrará su manifestación más conspicua en sus tres Diálogos de la clase médium: La causa de la causa que es causa de lo causado, a la que seguirá en 1983 Adán retorna, y en 1986 La incontenible vida del respetable señor Ta Kah Brown. Al publicarlos juntos, el autor explicó su intención sugiriendo que se llaman Diálogos de la clase médium porque
[...] expresan los elementos psicopolíticos de nuestra imponderable clase media, entendida ésta como un espacio social entre lo que inicialmente se clasificó en Roma como patricios y plebeyos; aristócratas y pueblo en Grecia; y posteriormente Señores y siervos [...] La clase media, que en el punto de partida de la edad moderna empezó a reconocerse con el obeso nombre de burguesía, la cual, en su tortuoso peregrinar, llegaría a considerarse —hegemónica y totalitaria— a través de tres sustratos sustitutivos de las titulaciones clasistas anteriores: pequeña burguesía, burguesía a secas y gran burguesía. Estos diálogos pretenden situarse entre los dos primeros estratos.
No clase media, sino clase médium, grupo móvil en estado de trance y de transa. El último diálogo, de hecho, es el más contundente: el inevitable burócrata Ta Kah Brown que deambula por el escenario con una ventanilla empotrada al cuerpo es la metáfora de la sociedad urbana mexicana y de su vana intención de vivir mejor.
El primer volumen, que el lector tiene en sus manos, recoge, además de estas obras que presentamos en cuatro ciclos claramente diferenciados y coherentes, dos obras últimas, difícilmente clasificables aún, pero igualmente contundentes. Aprendiendo a morir —paso dramático en torno a la muerte de Ignacio Manuel Altamirano— y Pasos de la Pasión según San Mateo —obra estrenada en la Semana Santa de Cuajimalpa—. La primera es una pieza redonda en la que, siguiendo a Montaigne, Altamirano piensa que filosofar es aprender a morir y, a partir de esa máxima, dialoga con el propio autor sobre su deceso. Altamirano, textualizado en el personaje del Maestro, y Azar, en el del Autor, se enfrascan en un diálogo que no dudamos en calificar de filosófico y que nos recuerda, en su enseñanza moral y en su profunda madurez, algunas de las páginas de Lucio Anneo Séneca. Sin embargo, aquí la muerte está teatralizada y Altamirano adquiere una corporeidad que nuestra historia de la literatura aún no se ha atrevido a concederle. Sus reflexiones sobre la patria y sobre la Colonia no son menos intensas que las que le concede al infausto periodo de Maximiliano, e incluso a todo el siglo XIX —y a Manuel Eduardo de Gorostiza, uno de sus dramaturgos, en particular—. “¡Qué vértigo de libertad y de heroísmo!”, le espeta el Maestro a una dama inasible.
Si esta obra reflexiona sobre el deceso de Altamirano en Niza, el 26 de enero de 1891, los Pasos de la Pasión según San Mateo vuelven a la obsesión bíblica que el autor ya había manifestado en La copa de plata o en La seda mágica. Quizá le quede, entonces, mejor que a muchos dramaturgos, la reflexión del teórico teatral Patrice Pavis, ya que la enumeración teatral es en Azar circulación de las palabras mediante claros desdoblamientos de los enunciadores —iconologizados, alegorizados— y es clara, otra vez lingüísticamente, la artificialidad de la representación. Al reflexionar sobre los teatros como objetos físicos, Azar opina y traza un programa ético-estético:
La construcción material de un teatro parte siempre de una plataforma original, como espacio lógico del asentamiento teatral [...] desde estos espacios abiertos a la libertad de pensamiento y de acción quedó plasmada la relación dialéctica consustancial de templos y teatros: diálogo que pasa entre lo que pasa en el auditorio y lo acontecido; diálogo de los espectadores con el suceso escénico religador.
Hemos querido trazar, ahora, el recorrido dramatúrgico de la obra de Héctor Azar. Sabemos que ha sido somero y rápido, pero no es otra la función del prologuista que la de situar sin sitiar lo que sigue en el volumen. No es gratuito, sin embargo, que una de las partes en las que divide sus Funciones teatrales —título que como se ha visto podría ser una metáfora de la obra azariana— se las vea como ya dijimos con la circunstancia teatral. En dicha obra intenta apresar el hecho escénico en sus vertientes de Educación, Doctrina teatral y Circunstancia. Afirma Azar:
El teatro tiene su historia. En cada país y en cada periodo evolutivo el teatro ofrece datos o informaciones que constituirán su propia historia y serán parte importante de la historia social. Como ésta, la historia del teatro está sujeta a factores y circunstancias, a involuciones, evoluciones y resoluciones, a triunfos y a fracasos del ser humano que lo realiza desde un escenario o frente a un escenario.
Aplicando estas palabras a la propia obra de Azar, nos podemos dar cuenta de que su dramaturgia como tal no existiría sin la vertiente del teatro didáctico —adaptaciones que él prefiere llamar versiones, ya que se trata de nuevas obras, no de una mecánica trasliteración o cambio de género— y, sobre todo, sin su larga experiencia como director teatral, la que hemos reseñado en la trayectoria que podríamos llamar de Coapa a CADAC. Si pensamos como él que todo espacio vital es un espacio teatral, podemos afirmar, sin duda, que Azar no ha hecho otra cosa que vivir para el teatro —del teatro y con el teatro— y que su circunstancia ha contribuido decisivamente a moldear, a construir un teatro mexicano, actividad, por cierto, nada pacata. El lector podrá acercarse en este segundo volumen no sólo a la reflexión teatral pura —si acaso existe— sino a una muy particular historia del teatro mexicano. Historia que, por otro lado, no puede construirse aislada, requiere de una profunda reflexión sobre el teatro occidental y las figuras decisivas, en este siglo, de Erwin Piscator y su teatro político (1929), como teatro documental que busca la revolución social; de Antonin Artaud, El teatro y su doble (1938), como teatro de la angustia, arma de la lucha existencial y de la revolución cultural; pasando por supuesto por Alexander Calder. La reflexión sobre Erwin Piscator, actualizada en su debido contexto mexicano, lleva a Azar a una muy particular historia del teatro trashumante en México como teatro político, de lucha ideológica, mientras que la reflexión sobre Artaud desemboca en Jerzy Grotowsky y su estancia en México en 1968, cuando, precisamente en el Foro Isabelino de la UNAM, montó El príncipe constante, de Calderón, y termina en Josef Szajna y en Tadeuz Kantor. Esta reflexión sobre el teatro polaco contemporáneo le permite a Azar discutir sobre la tradición nacional. Escribe:
México está en actitud de iniciar la búsqueda de una genuina escuela mexicana de teatro, apoyada no sólo en la mitología prehispánica [...] sino también en todo aquello que pueda integrar un concepto de tradición cultural que tenga presente la evolución de la plástica en nuestro país [...] Estos decididos espacios teatrales contienen los elementos del sincretismo cultural que conformarían el vaso de un sistema para hacer teatro. La capilla abierta es asimismo la metáfora teatral precisa y perdurable del escenario hispanoamericano.
Pero recordemos que para Azar la triada que forma el teatro es el autor, el director y el actor. Sendas reflexiones le merecen en su teoría escénica cada uno de estos componentes. Podemos leer, por ejemplo, una cuidadosa historia del actor, desde Grecia hasta nuestros días, para llegar a la construcción del público y su participación. Es lo que Antonio Magaña Esquivel veía en algunas de las Señales CADAC: no sólo el hecho de haber procurado establecer estímulos al trabajo teatral y poder subsistir como entidad libre, sino el haberle proporcionado al edificio teatral mexicano su Espacio C, laboratorio teatral o aula libre donde actores, dramaturgos y directores, respaldados por un público, encuentran la causa de su constitución. Azar llama Señales CADAC a algo así como las señas de identidad de su propuesta teórico-escénica. Señales que, por supuesto, constituyen la personalidad del Zoon theatrykon, del hombre teatral sobre el que ha girado la reflexión de este complejo dramaturgo a quien Ciprián Cabrera ha retratado: “Hay en Héctor Azar un deseo enorme de recorrido, de paseo, de detenerse y contemplar, de escudriñar, de sacarle al mundo sus esencias, de buscar en los cofres perdidos en los rincones de la historia la razón de existencia de quien hizo que esa obra emanara de una videncia o de una labor espinosa y disciplinada”.
Domingo Adame ha escrito que: “El teatro mexicano contemporáneo de 1950 a nuestros días puede ubicarse dentro de la concepción universal que reconoce al teatro como arte polisémico con la amplitud que le otorga el sentido de teatralidad”. En ese espacio donde el teatro —el hecho escénico— azariano fue posible, no lo olvidemos, también colaboró el trabajo colectivo de otros dramaturgos y personas de teatro que recogieron las propuestas de Ulises, Orientación, Ahora, Los siete autores dramáticos, Escolares del teatro. Pero también las figuras individuales de Xavier Villaurrutia, Celestino Gorostiza, Salvador Novo, Mauricio Magdaleno, Juan Bustillo Oro, Francisco Monterde, Julio Bracho y Rodolgo Usigli. Labor colectiva e individual, se vio reforzada por la decisiva presencia de directores teatrales extranjeros como el japonés Seki Sano, el francés André Moreau y Fernando Wagner, de origen alemán. Es obvio que todos los arriba mencionados merecen una reflexión por parte de Azar. Pero no se trata de un crítico ni de un espectador ajeno a lo que está escribiendo. En los Apuntes sobre teatro y teoría escénica de Azar no falta el tono combativo, ni está ausente la polémica. Ludwig Margules, al reflexionar sobre la puesta en escena en México, nos ha entregado este testimonio:
Uno de los más notables de los años de tormenta e ímpetu del teatro mexicano es Héctor Azar, creador del teatro preparatoriano en Coapa, del teatro estudiantil de la UNAM, del cual salieron las más importantes figuras teatrales mexicanas, creador de la Compañía de Teatro de la UNAM [...] y del Centro Universitario de Teatro [...] En las tablas de los teatros El Caballito y el Arcos Caracol, Héctor Azar produce sus mejores puestas en escena, creaciones de su propia dramaturgia.
Lo anterior nos sirve como puente para finalizar este recorrido por el hecho escénico azariano. La figura fundamental de esta gestalt es, para Azar, la metáfora teatral. Entiende por ésta no sólo la posibilidad escultórica de los objetos del mundo cuando el artista los reordena sino, sobre todo, la teatralidad inherente de las cosas. Si estamos siempre poniéndonos en acto, enactuándonos, la representación es, en realidad, siempre presentación a secas: en un presente teatralizado. La tragedia de la filosofía lingüística clásica es pensar que el signo está en lugar de algo. El signo es —en ese momento de su ser teatral— ese algo. Por ello conviene entender en toda su magnitud la idea del Espacio C azariano no como una propuesta escenográfica sino como una metáfora escénica: punto de partida y vuelta a casa de la reflexión del dramaturgo-director-actor. La idea de mobil calderiano le sirve a Azar para metaforizar —nuevamente léase alegorizar— el suceso escénico. Y la palabra no es gratuita; en la continua presentación de la praxis del vivir el hombre es evento, suceso: continuo equilibrio y permanente movimiento. Dice Azar: “Al director de teatro le corresponde convertir el texto dramático en un mobil calderiano que garantice la eficiencia comunicadora a través de su puesta en escena [...] Que el director de escena le tome la medida al caos y que lo traduzca escénicamente de manera movilizante y armónica”. Incontrovertiblemente, el Espacio C es la respuesta azariana a la otra metáfora teatral que es la vida; al otro teatro, al de todos los días.
I. DRAMATURGIA