COLECCIÓN POPULAR
304
LLAMADO NERVAL
Traducción de
MATILDE PARIS
MÉXICO
Primera edición en francés, 1999
Primera edición en español, 2004
Primera edición electrónica, 2014
Diseño de portada: R/4, Pablo Rulfo
Título original:
Dit Nerval
© Éditions Gallimard, 1980
D. R. © 2004, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.
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ISBN 978-607-16-2469-7 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
ÍNDICE
Llamaron a la puerta…
I. Con Jean Delay
Cartas al padre
Nombres
En torno de Aurelia
Rosa de corazón violeta
II. “Yo soy el otro”
Presente dorado
La última persona
Como una golondrina
Hijo del aire
Conoces, Dafne, esta vieja romanza
Vida del príncipe de Aquitania
La reina de Saba
Pudor
Claroscuro
Una rubia de ojos negros
Salía yo de un teatro...
Vinos y licores
Pasa, eres puro
¡Para volverse loco!
Trabajos
La feliz nueva
Escrito con tinta roja
III. Combinaciones de la vida
Gérard de Nerval. Dos cartas autógrafas
LLAMARON A LA PUERTA. No debía de ser muy tarde porque todavía no me había dormido. Fui a abrir, siempre me ha gustado abrir. Un hombre, temblando, preguntaba por el profesor Delay. No está, le dije, mis padres han salido. El hombre sacudió la cabeza y en seguida la dejó caer, como ante una gran desgracia. De pronto, sintiendo que mi padre no estuviese allí, lo hice pasar. Se sentó en el escabel, bajo el cuadro de la mujer con la rosa. Hoy todo eso ha desaparecido.
Yo estaba de pie ante él, en bata, cuando dijo: Me he escapado de Sainte-Anne. Si se había escapado de Sainte-Anne es que estaba loco. Mi padre dirigía el servicio de psiquiatría de aquel hospital. Tuve un poco de miedo, no mucho. El desconocido tenía un aire dulce y cansado. Y además, de pequeña, yo creía en las curaciones.
—Tiene que enterarse, tengo que hablar con él, me he escapado para hablar con él.
—No hay manera.
—¡Pero si está en el hospital todas las mañanas!
El hombre continuaba sin mirarme, se agarraba la cabeza.
—Tiene que enterarse, me vuelvo loco. Tiene que mandar que paren los electrochoques. Me han dado...
La palabra no me era desconocida ni familiar, pero en plural, en semejante plural, lo vi por primera vez literalmente. El desconocido que temblaba había recibido ya no recuerdo cuántos choques eléctricos en la cabeza. Afortunadamente, la puerta que daba al despacho de mi padre estaba cerrada; allí, sobre la chimenea, junto a las fotografías de Gide y Renan, se encontraba la del profesor Cerletti, su inventor.
Me preguntó si podía esperar. Sí, por supuesto, respondí, más por convicción que por cortesía. Convencida de que mi padre, en cuanto llegase, tomaría las medidas necesarias para que aquel hombre pudiese volver tranquilamente a su cama, y que no le revolvieran más en la cabeza. Me veo sentada frente a él, en el sillón del recibidor, al otro lado de la alfombra, esperando. El hombre no decía nada. Seguro que más de una vez pensé: pero, éstos, ¿a qué hora van a volver? Éstos son tres, mis padres y mi hermana. Mi hermana, ¿estaría con un novio? ¿Cómo reaccionarían al encontrarnos así, frente a frente, en mitad de la noche? Ya no me sentía tan segura, me estaba durmiendo.
—Señor, creo que sería mejor que se volviese.
—¿Al hospital? ¿Después de haberme escapado? ¿A estas horas?
Tenía las manos sobre el escabel, una a cada lado, la cabeza colgando. Apenas alzaba el rostro, ni siquiera para hablar. Se me hacía cada vez más lejano cuánto habría sufrido, lo desgraciado que era, pero, aunque me sabía de memoria el trayecto en metro —cambiar en Trocadero, tomar dirección Nation y bajarse en Glacière—, me hubiera dado vergüenza indicárselo. Así que acabé diciéndole que no creía que esperar fuese lo más acertado, que hablaría por la mañana con mi padre y que él prohibiría los electrochoques. Y si cree usted que es muy tarde para volver al hospital, añadí, vaya entonces a un hotel.
Vi su mirada perdida. ¿Me tomaba por tonta, o por una simple niñita? ¿Ir a un hotel? No tendría un céntimo. Me levanté, fui a buscar en la cajita de mis ahorros, y se los di. Dudó, los aceptó con tristeza y se fue. Esa misma noche o a la mañana siguiente, ya no sé, mi padre, sin regañarme, me explicó dos cosas. Que el tratamiento de una enfermedad mental es mucho menos doloroso que la propia enfermedad. Y que yo acabaría en el arroyo.
Al comienzo veo a Nerval sentado en el escabel del recibidor, bajo el retrato de la mujer con la rosa. Se ha escapado de la clínica del doctor Blanche. Y entre nosotros, se alza otro doctor.