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TIERRA FIRME


ANTOLOGÍA PERSONAL

RICARDO PIGLIA

Antología personal

Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 2001
Primera edición electrónica, 2015

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

Índice

Prólogo

I. CUENTOS MORALES

El gaucho invisible

La nena

El Laucha Benítez

Un pez en el hielo

El joyero

II. EL LABORATORIO DEL ESCRITOR

El escritor como lector

Teoría del complot

Una propuesta para el próximo milenio

Una clase sobre Puig

La ex-tradición

III. LOS CASOS DE CROCE

Liminar

La música

La película

El Astrólogo

IV. LA FORMA INICIAL

El senador

La isla de Finnegan

Modos de narrar

Notas en un diario (1987)

Ernesto Guevara, el último lector

Sobre esta edición

A Roberto Jacoby,
esta retrospectiva

Hace un tiempo, como quien deliberadamente regresa al pasado a buscar una experiencia perdida, fui a un viejo cine de la calle Lavalle a ver una reposición de Total Recall, un filme de ciencia ficción de Paul Verhoeven, con Schwarzenegger. Era la primera función de la noche, el público tenía un aire provinciano, hombres solos y parejas jóvenes que parecían salidos de las pensiones y las piezas de los hoteles de familia que todavía quedan en el centro de Buenos Aires. Habían ido a ver una de acción y hay mucha acción en ese filme pero, como la historia es de Philip Dick, por debajo circula un argumento muy sincronizado con el imaginario actual. Un gran relato de Dick, “We Can Remember It for You Wholesale” [Nosotros podemos recordarlo por usted], publicado en 1966 y reescrito en Hollywood en 1990 para un típico filme de clase B pero de gran presupuesto. Se podría tomar ese cruce múltiple de lugares míticos, emociones antiguas y géneros populares como punto de partida para una discusión sobre las historias personales y las ficciones propias. En principio el tema de la película es la memoria artificial y los recuerdos ajenos. Como el lenguaje para William Burroughs, la memoria tiende a ser considerada un virus, un elemento extraño que se puede injertar y que puede invadir al sujeto y cambiarle la vida. En ese mundo de vivencias virtuales, donde se ha perdido el sentido de la memoria privada, la utopía reside en construir artificialmente la experiencia y vivir como propias vivencias que nunca se han vivido.

Recordando el té y la madeleine de Proust, habría que decir que la memoria personal actúa siempre a partir de un filtro milagroso que permite la transformación y las metamorfosis. Borges juega ese juego con gran destreza en “La memoria de Shakespeare” y el relato empieza con la historia de un anillo mágico. Si hiciera falta podríamos recordar la pócima del Dr. Jekyll (una madeleine demoníaca) que abre paso a los actos criminales de Mr. Hyde. La escisión, las vidas simultáneas, la conciencia psicótica y apersonal del héroe de Stevenson parecen el verdadero espacio de la cultura contemporánea.

La heterogeneidad, el cambio de registro, los distintos estilos son para mí un primer dato que identifica el carácter personal de esta antología y no su contenido o su valor. He elegido los textos porque los siento cercanos aunque han sido escritos a lo largo de varias décadas: son ficciones, ensayos, notas autobiográficas, intervenciones públicas que elaboran y registran imaginariamente experiencias vividas.

Lo he dividido en cuatro secciones que no siguen un orden cronológico y he buscado —no sé si con éxito— que el conjunto tuviera cierta forma implícita a la manera —para volver al cine— del rompecabezas que la mujer de Kane (en el filme de Orson Welles) arma y desarma, tirada en el piso ajedrezado de un enorme cuarto solitario en el palacio de Xanadu, buscando hacer coincidir las piezas individuales con un dibujo inicial que ya existía antes de empezar. Como hacen los poetas en esos libros antológicos que cambian con el tiempo y se escriben a lo largo de una vida (Select Poems, de W. H. Auden, o los poemas de amor de Idea Vilariño, o la Antología poética de José Emilio Pacheco, para nombrar a los que admiro) esa forma inicial —que se busca— es en realidad lo verdaderamente personal de la literatura.

Me hubiera gustado también (como hacen a veces los poetas con sus traducciones) incluir en este libro algunos escritos ajenos (por ejemplo mis vacilantes versiones de principio de los sesenta de “Un lugar limpio y bien iluminado” y “Después de la tormenta”, dos cuentos magníficos de Hemingway, y del primer Retrato del artista que Joyce escribió en 1904), pero sobre todo me hubiera gustado incluir una traducción de “Entre les lignes”, un extraño cuento policial publicado en 1953 en Francia por la Ellery Queen Mystère-Magazine y firmado con el sugerente seudónimo de Jean Neuberg, que parece aludir al gran matemático belga de finales del siglo XIX Joseph Jean Baptiste Neuberg. No he podido encontrar —en mi exhaustivo A Catalogue of Crime— datos del hombre —o la mujer— que ha escrito el cuento y no he podido saber nada de él ni de su —en apariencia— único cuento.

En “Entre les lignes” el investigador, luego de una detenida lectura de algunos cuentos de Edgar Allan Poe, prueba que el escritor fue quien cometió realmente el crimen que se narra en El barril de amontillado. Creí en la sencilla solución que propone Jean Neuberg e imaginé que Poe, luego de una noche de copas, asesinó —o dio por muerto— y sepultó en un hondo aljibe que se sellaba con una tapa circular de cemento movida con poleas y roldanas a su oscuro amigo, el tahúr y prestamista Elmer Austry Jr., al que odiaba, circunstancia que el investigador habría descubierto en cuatro de los cuentos de Poe y en dos mínimos datos de su biografía. Si bien, por lo que conozco, el relato no ha vuelto a publicarse y el autor real (si existe esa categoría) es invisible o parece no existir, decidí no incluirlo en este volumen porque comprendí que ese otro proyecto (el de las reescrituras y apropiaciones privadas tan frecuentes en los poetas románticos ingleses y en los grandes plagiarios argentinos) era ajeno a mi propósito original.

Me gusta la hipótesis de Neuberg —muy de su época, muy sartreana—: el escritor es siempre responsable y hay que acusarlo ya que, increíblemente, dedica su vida a lo imaginario y termina —como Baudelaire, Genet, Flaubert o como Sartre cuenta de sí mismo en Las palabras— por identificar el mundo con sus fantasías egoístas y sus ambiciones personales. La versión de Neuberg es más elegante y más drástica: el conjunto de los textos de un autor —si uno sabe leerlos en un orden nuevo— siempre esconde un delito o un leve desvío personal de la ley que rige los lenguajes sociales. Habría una marca, un oscuro rastro autobiográfico cifrado en la obra y —ya que este libro me representa más fielmente que ningún otro que haya publicado— podríamos entonces imaginar un futuro lector que, convertido en un pacífico detective potencial, sería capaz de descubrir no solo la forma inicial sino también el secreto tramado en el tejido de esta antología personal.

R. P.
15 de julio de 2014

I. CUENTOS MORALES

El gaucho invisible

EL TAPE BURGOS era un troperito que se había conchabado en Chacabuco para un arreo de hacienda hasta Entre Ríos. Salieron a la madrugada y a las pocas leguas se les vino encima una tormenta. Burgos trabajó a la par de todos para que no se desparramaran los animales y al final salvó a un ternero guacho que se había quedado clavado en un costado, con las patas abiertas en medio del viento y de la lluvia. Lo levantó sin bajarse del caballo y lo acomodó en la montura. El animal se debatía y Burgos lo sujetó con una sola mano y después se metió entre la tropa y lo dejó a salvo en el piso. Lo hizo para mostrar su destreza, casi como una compadrada, y enseguida se arrepintió porque ninguno de los hombres lo miró ni hizo el menor comentario. Olvidó el incidente, pero lo fue ganando la extraña sensación de que los otros tenían algo contra él. Solo le hablaban si tenían que darle una orden y nunca lo incluían en las conversaciones. Actuaban como si él no estuviera. A la noche se iba a dormir antes que nadie y tirado entre las mantas los veía reír y hacer chistes cerca del fuego; le parecía vivir un mal sueño. En sus dieciséis años de vida no se había encontrado nunca en una situación igual; había sido maltratado, pero no ignorado y desconocido. La primera parada larga fue en Azul, adonde llegaron bien entrada la tarde de un sábado. El capataz dijo que iban a pasar la noche en el pueblo y que seguirían viaje a mediodía. Metieron los animales en un campito, al que todos llamaban el corral de la iglesia, en la entrada del pueblo. Se decía que antiguamente se levantaba una capilla en ese lugar, pero que los indios la habían destruido en el malón grande de 1867. Quedaban unas paredes al aire que servían de tapia para el corral donde se encerraba a los animales. A Burgos le pareció ver la forma de una cruz entre los ladrillos donde crecían los yuyos. Era un hueco de luz en la pared, marcado por la claridad del sol. Se la mostró entusiasmado a los otros, pero ellos siguieron de largo como si no lo hubieran oído. La cruz se veía nítida en el aire mientras caía la noche. Burgos se santiguó y se besó los dedos cruzados. En el almacén de la estación había baile. Burgos se acomodó en una mesa aparte y vio a los hombres reírse juntos y emborracharse y los vio salir para la pieza del fondo con las mujeres que estaban sentadas en fila cerca del mostrador. Hubiera querido elegir una él también, pero tuvo miedo de que no le hicieran caso y no se movió. Igual imaginó que elegía a la rubia vistosa que tenía enfrente. Era alta y parecía la mayor de todas. La llevaba a la pieza y cuando estaban tendidos en la cama le explicaba lo que le estaba pasando. La mujer tenía una cruz de plata entre los pechos y la hacía girar mientras Burgos le contaba su historia. A los hombres les gusta ver sufrir, le dijo la mujer, lo vieron al Cristo porque los atrajo con su sufrimiento. Si la historia de la Pasión no fuera tan atroz, dijo la mujer, que hablaba con acento extranjero, nadie se hubiera ocupado del hijo de Dios. Burgos escuchó que la mujer le decía eso y se movió para sacarla a bailar, pero pensó que ella no lo iba a ver y fingió que se había levantado para pedir una ginebra. Esa noche los hombres se acostaron al alba y todos durmieron hasta bien entrada la mañana; cerca del mediodía empezaron a arrear los animales del corral para volver al camino. El cielo estaba oscuro y Burgos no vio la cruz en la pared de la iglesia. Galoparon hacia la tormenta; las nubes bajas se confundían con el campo abierto. Al rato empezaron a caer unas gotas pesadas como monedas de veinte. Burgos se cubrió con el poncho encerado y cabalgó al frente de la tropa. Sabía hacer su trabajo y ellos sabían que él sabía hacer su trabajo. Ese era el único orgullo que le quedaba, ahora que era menos que nada. La tormenta arreció. Arrimaron los animales a una hondonada y los mantuvieron ahí toda la tarde, mientras duró la lluvia. Cuando aclaró, los paisanos salieron a campear animales perdidos. Burgos vio que un ternero se estaba ahogando en la laguna que se había formado en un bajo. Debía de tener rota una pata, porque no alcanzaba a trepar la ladera y se volvía a hundir. Lo enlazó desde arriba y lo sostuvo del cogote en el aire. El animal se retorcía y pateaba el vacío con desesperación. Se le soltó y cayó al agua. La cabeza del ternero boyaba en la laguna. Burgos volvió a enlazarlo. El ternero agitaba las patas y boqueaba. Los otros peones se habían acercado al pie de la barranca. Esta vez Burgos lo sostuvo un buen rato colgado y después lo dejó caer. El animal se hundió y tardó en salir. Los paisanos hacían comentarios en voz alta. Burgos lo enlazó y lo levantó en el aire y cuando el ternero estaba arriba lo volvió a soltar. Los otros hombres festejaron la ocurrencia con gritos y risas. Burgos repitió varias veces la operación. El animal trataba de eludir el lazo y se hundía en el agua. Nadaba queriendo escapar y los hombres incitaban a Burgos para que volviera a pescarlo. El juego duró un rato, entre bromas y chistes, hasta que por fin lo enlazó cuando estaba casi ahogado y lo levantó despacio hasta las patas de su caballo. El animal boqueaba en el barro, con los ojos blancos de terror. Entonces uno de los paisanos se largó del caballo y lo degolló de un tajo.

—Hecho, pibe —le dijo a Burgos—, esta noche comemos asado de pez. —Todos se largaron a reír y por primera vez en mucho tiempo Burgos sintió la hermandad de los hombres.

Macedonio siempre estaba recopilando historias ajenas. Desde la época en que era fiscal en Misiones había llevado un registro de relatos y de cuentos. “Una historia tiene un corazón simple, igual que una mujer. O que un hombre. Pero prefiero decir igual que una mujer”, decía Macedonio, “porque pienso en Sherezade”. Recién mucho tiempo después, pensó Junior, entendieron lo que había querido decir. En esos años había perdido a su mujer, Elena Obieta, y todo lo que Macedonio hizo desde entonces (y ante todo la máquina) estuvo destinado a hacerla presente. Ella era la Eterna, el río del relato, la voz interminable que mantenía vivo el recuerdo. Nunca aceptó que la había perdido. En eso fue como Dante y como Dante construyó un mundo para vivir con ella. La máquina fue ese mundo y fue su obra maestra. La sacó de la nada y la tuvo años en la parte de abajo de un ropero en una pieza de pensión cerca de Tribunales, tapada con una frazada. El sistema era sencillo y surgió por casualidad. Cuando transformó “William Wilson” en la historia de Stephen Stevensen, Macedonio tuvo elementos para construir una ficción virtual. Entonces empezó a trabajar con series y variables. Primero pensó en los ferrocarriles ingleses y en la lectura de novelas. El género se expandió en el siglo XIX, unido a ese medio de transporte. Por eso muchos relatos suceden en un viaje en tren. A la gente le gustaba leer en un tren relatos sobre un tren. En la Argentina, el primer viaje en ferrocarril de la novela está por supuesto en Cambaceres. En una sala, Junior vio el vagón donde se había matado Erdosain. Estaba pintado de verde oscuro, en los asientos de cuerina se veían las manchas de sangre, tenía las ventanillas abiertas. En la otra sala vio la foto de un viejo coche del Ferrocarril Central Argentino. Ahí había viajado la mujer que huyó a la madrugada. Junior la imaginó dormitando en el asiento, el tren cruzando la oscuridad del campo con todas las ventanillas encendidas. Esa era una de las primeras historias.

La nena

LOS DOS PRIMEROS hijos del matrimonio hicieron una vida normal, con las dificultades que significa en un pueblo chico tener una hermana como ella. La nena (Laura) había nacido sana y recién al tiempo empezaron a notar signos extraños. Su sistema de alucinaciones fue objeto de un complicado informe aparecido en una revista científica, pero mucho antes su padre ya lo había descifrado. Yves Fonagy lo había llamado “extravagancias de la referencia”. En esos casos, muy poco frecuentes, el paciente imagina que todo lo que sucede a su alrededor es una proyección de su personalidad. Excluye de su experiencia a las personas reales, porque se considera muchísimo más inteligente que los demás. El mundo era una extensión de sí misma y su cuerpo se desplazaba y se reproducía. La preocupaban continuamente las maquinarias, sobre todo las bombitas eléctricas. Las veía como palabras, cada vez que se encendían alguien empezaba a hablar. Consideraba entonces la oscuridad una forma del pensamiento silencioso. Una tarde de verano (a los cinco años) se fijó en un ventilador eléctrico que giraba sobre un armario. Consideró que era un objeto vivo, de la especie de las hembras.

La nena del aire, con el alma enjaulada. Laura dijo que vivía “ahí”, y levantó la mano para mostrar el techo. “Ahí”, dijo, y movía la cabeza de izquierda a derecha. La madre apagó el ventilador. En ese momento empezó a tener dificultades con el lenguaje. Perdió la capacidad de usar correctamente los pronombres personales y al tiempo casi dejó de usarlos y después escondió en el recuerdo las palabras que conocía. Solo emitía un pequeño cloqueo y abría y cerraba los ojos. La madre separó a los chicos de la hermana por temor al contagio, cosas de los pueblos, la locura no se puede contagiar y la nena no era loca. Lo cierto es que mandaron a los dos hermanos internos a un colegio de curas en Del Valle y la familia se recluyó en el caserón de Bolívar. El padre enseñaba matemáticas en el colegio nacional y era un músico frustrado. La madre era maestra y había llegado a directora de escuela, pero decidió jubilarse para cuidar a su hija. No querían internarla. La llevaban dos veces por mes a un instituto en La Plata y seguían las indicaciones del doctor Arana, que la sometía a una cura eléctrica. Le explicó que la nena vivía en un vacío emocional extremo. Por eso el lenguaje de Laura poco a poco se iba volviendo abstracto y despersonalizado. Al principio nombraba correctamente la comida; decía “manteca”, “azúcar”, “agua”, pero después empezó a referirse a los alimentos en grupos desconectados de su carácter nutritivo. El azúcar pasó a ser “arena blanca”, la manteca, “barro suave”, el agua, “aire húmedo”. Era claro que al trastocar los nombres y al abandonar los pronombres personales estaba creando un lenguaje que convenía a su experiencia emocional. Lejos de no saber cómo usar las palabras correctamente, se veía ahí una decisión espontánea de crear un lenguaje funcional a su experiencia del mundo. El doctor Arana no estuvo de acuerdo, pero el padre partió de esa comprobación y decidió entrar en el mundo verbal de su hija. Ella era una máquina lógica conectada a una interfase equivocada. La niña funcionaba según el modelo del ventilador; un eje fijo de rotación era su esquema sintáctico, al hablar movía la cabeza y hacía sentir el viento de sus pensamientos inarticulados. La decisión de enseñarle a usar el lenguaje suponía explicarle el modo de almacenar las palabras. Se le perdían como moléculas en el aire cálido y su memoria era la brisa que agitaba las cortinas blancas en la sala de una casa vacía. Había que lograr llevar ese velero al aire quieto. El padre abandonó la clínica del doctor Arana y comenzó a tratar a la niña con un profesor de canto. Necesitaba incorporarle una secuencia temporal y pensó que la música era un modelo abstracto del orden del mundo. Cantaba arias de Mozart en alemán, con madame Silenzky, una pianista polaca que dirigía el coro de la iglesia luterana en Carhué. La nena, sentada en una banqueta, aullaba siguiendo el ritmo y madame Silenzky estaba aterrorizada, porque pensaba que la chica era un monstruo. Tenía doce años y era gorda y bella como una madonna, pero sus ojos parecían de vidrio y cloqueaba antes de cantar. Era un híbrido, la nena, para madame Silenzky, una muñeca de goma pluma, una máquina humana, sin sentimientos y sin esperanzas. Cantaba a los gritos y desafinaba, pero empezó a ser capaz de seguir una línea melódica. El padre estaba tratando de incorporarle una memoria temporal, una forma vacía, hecha de secuencias rítmicas y de modulaciones. La nena carecía de sintaxis (carecía de la noción misma de sintaxis). Vivía en un universo húmedo, para ella el tiempo era una sábana recién lavada a la que se retuerce en el centro. Se ha reservado un territorio propio, decía su padre, del que quiere ahuyentar toda experiencia. Todo lo nuevo, cualquier acontecimiento no vivido y aún por vivir, se le aparece como una amenaza y un sufrimiento y se le transforma en terror. El presente petrificado, la monstruosa y viscosa detención, la nada cronológica solo puede ser alterada por la música. No es una experiencia, es la forma pura de la vida, no tiene contenido, no la puede asustar, decía su padre, y madame Silenzky (aterrorizada) agitaba su cabecita gris y relajaba sus manos sobre las teclas antes de empezar con una cantata de Haydn. Cuando por fin logró que la nena entrara en una secuencia temporal, la madre se enfermó y hubo que internarla. La nena asociaba la desaparición de su madre (que murió a los dos meses) con un lied de Schubert. Cantaba la música como quien llora a un muerto y recuerda el pasado perdido. Entonces el padre se apoyó en la sintaxis musical de su hija y comenzó a trabajar con el léxico. La nena carecía de referencias, era como enseñarle una lengua extranjera a un muerto. (Como enseñarle una lengua muerta a un extranjero.) Decidió empezar a contarle relatos breves. La nena estaba inmóvil, cerca de la luz, en la galería que daba al patio. El padre se sentaba en un sillón y le narraba una historia igual que si estuviera cantando. Esperaba que las frases entraran en la memoria de su hija como bloques de sentido. Por eso eligió contarle siempre la misma historia y variar las versiones. De ese modo, el argumento era un modelo único del mundo y las frases se convertían en modulaciones de una experiencia posible. El relato era sencillo. En su Chronicle of the Kings of England (siglo XII), William de Malmesbury refiere la historia de un joven y potentado noble romano que acaba de casarse. Tras los festejos de la celebración, el joven y sus amigos salen a jugar a las bochas en el jardín. En el transcurso del juego, el joven pone su anillo de casado, porque teme perderlo, en el dedo apenas abierto de una estatua de bronce que está junto al cerco del fondo. Al volver a buscarlo, se encuentra con que el dedo de la estatua está cerrado y que no puede sacar el anillo. Sin decirle nada a nadie, vuelve al anochecer con antorchas y criados y descubre que la estatua ha desaparecido. Le esconde la verdad a la recién casada y, al meterse en la cama esa noche, advierte que algo se interpone entre los dos, algo denso y nebuloso que les impide abrazarse. Paralizado de terror, oye una voz que susurra en su oído:

—Abrázame, hoy te uniste conmigo en matrimonio. Soy Venus y me has entregado el anillo del amor.

La nena, la primera vez, pareció haberse dormido. Estaban al fresco, frente al jardín del fondo. No parecía haber cambios, a la noche se arrastró hacia la pieza y se acurrucó en la oscuridad con su cloqueo de siempre. Al día siguiente, a la misma hora, el padre la sentó en la galería y le contó otra versión de la historia. La primera variante de importancia había aparecido unos veinte años después, en una recopilación alemana de mediados del siglo XII de fábulas y leyendas conocidas con el nombre de Kaiserchronik. Según esta versión, la estatua en cuyo dedo el joven coloca su anillo es una figura de la Virgen María y no de Venus. Cuando trata de unirse con la recién casada, la Madre de Dios se interpone castamente entre los cónyuges, suscitando la pasión mística del joven. Tras abandonar a su mujer, el joven se hace monje y entrega el resto de su vida al servicio de Nuestra Señora. En un cuadro anónimo del siglo XII, se ve a la Virgen María con el anillo en el anular izquierdo y una enigmática sonrisa en los labios.

Todos los días, al caer la tarde, el padre le contaba la misma historia en sus múltiples versiones. La nena que cloqueaba era la anti-Sherezade que en la noche recibía, de su padre, el relato del anillo contado una y mil veces. Al año la nena ya sonríe, porque sabe cómo sigue la historia y a veces se mira la mano y mueve los dedos, como si ella fuera la estatua. Una tarde, cuando el padre la sienta en el sillón de la galería, la nena empieza a contar ella misma el relato. Mira el jardín y, con un murmullo suave, da por primera vez su versión de los hechos. “Mouvo miró la noche. Donde había estado su cara apareció otra, la de Kenia. De nuevo la extraña risa. De pronto Mouvo estuvo en un costado de la casa y Kenia en el jardín y los círculos sensorios del anillo eran muy tristes”, dijo. A partir de ahí, con el repertorio de palabras que había aprendido y con la estructura circular de la historia, fue construyendo un lenguaje, una serie ininterrumpida de frases que le permitieron comunicarse con su padre. Durante los meses siguientes fue ella la que contó la historia, todas las tardes, en la galería que daba al patio del fondo. Llegó a ser capaz de repetir palabra por palabra la versión de Henry James, quizá porque ese relato, “The Last of the Valerii”, era el último de la serie. (La acción se ha trasladado a la Roma del Risorgimento, en donde una joven y rica heredera americana, en uno de esos típicos enlaces jamesianos, contrae matrimonio con un noble italiano de distinguida alcurnia, pero venido a menos. Una tarde unos obreros que realizan excavaciones en los jardines de la villa desentierran una estatua de Juno, el signor conte siente una extraña fascinación ante esa obra maestra del mejor período de la escultura griega. Traslada la estatua a un invernadero abandonado y la oculta celosamente de la vista de todos. En los días siguientes transfiere gran parte de la pasión que siente por su bella mujer a la estatua de mármol y pasa cada vez más tiempo en el salón de vidrio. Al final la contessa, para liberar a su marido del hechizo, arranca el anillo que adorna el anular de la diosa y lo entierra en los fondos del jardín. Entonces la felicidad vuelve a su vida.) Una llovizna suave caía en el patio y el padre se hamacaba en el sillón. Esa tarde por primera vez la nena se fue de la historia, como quien cruza una puerta salió del círculo cerrado del relato y le pidió a su padre que comprara un anillo (anello) de oro para ella. Estaba ahí, canturreando y cloqueando, una máquina triste, musical. Tenía dieciséis años, era pálida y soñadora como una estatua griega. Tenía la fijeza de los ángeles.