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SECCIÓN DE OBRAS DE SOCIOLOGÍA


CRÍTICA DE LA MODERNIDAD

Traducción de
ALBERTO LUIS BIXIO

ALAIN TOURAINE

CRÍTICA DE LA MODERNIDAD

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Primera edición en francés, 1992
Primera edición en español, 1994
     Quinta reimpresión, 1999
Segunda edición en español, 2000
     Segunda reimpresión, 2006
Primera edición electrónica, 2015

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Para ADRIANA,
este libro que su vida ha inspirado

PRÓLOGO

¿Qué es la modernidad, cuya presencia es tan central en nuestras ideas y nuestras prácticas desde hace más de tres siglos y que hoy es puesta en tela de juicio, repudiada o redefinida?

La idea de modernidad, en su forma más ambiciosa, fue la afirmación de que el hombre es lo que hace y que, por lo tanto, debe existir una correspondencia cada vez más estrecha entre la producción —cada vez más eficaz por la ciencia, la tecnología o la administración—, la organización de la sociedad mediante la ley y la vida personal, animada por el interés, pero también por la voluntad de liberarse de todas las coacciones. ¿En qué se basa esta correspondencia de una cultura científica, de una sociedad ordenada y de individuos libres si no es en el triunfo de la razón? Sólo la razón establece una correspondencia entre la acción humana y el orden del mundo, que era lo que buscaban ya no pocos pensamientos religiosos que habían quedado, sin embargo, paralizados por el finalismo propio de las religiones monoteístas fundadas en una revelación. Es la razón la que anima la ciencia y sus aplicaciones; es también la que dispone la adaptación de la vida social a las necesidades individuales o colectivas; y es la razón, finalmente, la que reemplaza la arbitrariedad y la violencia por el Estado de derecho y por el mercado. La humanidad, al obrar según las leyes de la razón, avanza a la vez hacia la abundancia, la libertad y la felicidad.

Las críticas de la modernidad cuestionan o repudian precisamente esta afirmación central.

¿En qué medida la libertad, la felicidad personal o la satisfacción de las necesidades son racionales? Admitamos que la arbitrariedad del príncipe y el respeto de las costumbres locales y profesionales se opongan a la racionalización de la producción y que ésta exija que caigan las barreras, que retroceda la violencia y que se instaure un Estado de derecho. Pero esto nada tiene que ver con la libertad, la democracia y la felicidad individual, como bien lo saben los franceses, cuyo Estado de derecho se constituyó con la monarquía absoluta. Que la autoridad racional legal esté asociada con la economía del mercado en la construcción de la sociedad moderna no basta —ni mucho menos— para demostrar que el crecimiento y la democracia están ligados entre sí por la fuerza de la razón. Lo están por su lucha común contra la tradición y la arbitrariedad, es decir, están ligados de una manera negativa y no positiva. La misma crítica es válida —y con mayor fuerza aún— contra el supuesto vínculo de la racionalización y la felicidad. La liberación de los controles y de las formas tradicionales de autoridad permite la felicidad pero no la asegura; apela a la libertad, pero al mismo tiempo la somete a la organización centralizada de la producción y del consumo. La afirmación de que el progreso es la marcha hacia la abundancia, la libertad y la felicidad, y de que estos tres objetivos están fuertemente ligados entre sí, no es más que una ideología constantemente desmentida por la historia.

Más aún, sostienen los críticos más radicales, lo que se llama el reinado de la razón, ¿no es acaso la creciente dominación del sistema sobre los actores, no son la normalización y la estandarización las que, después de haber destruido la economía de los trabajadores, se extienden al mundo del consumo y de la comunicación? A veces, esta dominación se extiende liberalmente; otras, de manera autoritaria, pero en todos los casos esta modernidad, sobre todo cuando apela a la libertad del sujeto, tiene la finalidad de someter a cada uno a los intereses del todo, ya se trate de la empresa, ya de la nación o de la sociedad, o de la razón misma. ¿Y no es acaso en nombre de la razón y de su universalismo como se extendió la dominación del hombre occidental varón, adulto y educado sobre el mundo entero, desde los trabajadores a los pueblos colonizados y desde las mujeres a los niños?

¿Cómo pueden semejantes críticas no ser convincentes a fines de un siglo dominado por el movimiento comunista, que impuso a la tercera parte del mundo regímenes totalitarios fundados en la razón, la ciencia y la técnica?

Pero el Occidente responde que desde hace mucho tiempo, desde el Terror en que se transformó la Revolución francesa, desconfía de ese racionalismo voluntarista, de ese despotismo ilustrado. En efecto, Occidente reemplazó poco a poco una visión racionalista del universo y de la acción humana por una concepción más modesta, puramente instrumental, de la racionalidad, al poner ésta cada vez más al servicio de demandas y de necesidades que de manera creciente se escapan (a medida que se avanza en una sociedad de consumo de masas) a las reglas obligadas de un racionalismo que sólo correspondía a una sociedad de producción centrada en la acumulación, antes que en el consumo del mayor número de personas. En efecto, esa sociedad, dominada por el consumo y más recientemente por las comunicaciones masivas, está tan alejada del capitalismo puritano al que se refería Weber como de la apelación de tipo soviético a las leyes de la historia.

Pero otras críticas se levantan contra esta concepción suave de la modernidad. ¿No se pierde esta concepción en la insignificancia? ¿No asigna la mayor importancia a las demandas mercantiles más inmediatas y, por lo tanto, menos importantes? ¿No está ciega al reducir la sociedad a un mercado y al no preocuparse por las desigualdades que ella acrecienta ni por la destrucción acelerada de su ambiente natural y social?

Para escapar a la fuerza de estos dos tipos de críticas, muchos se contentan con una concepción aún más modesta de la modernidad. Para ellos, apelar a la razón no funda ningún tipo de sociedad; hay una fuerza crítica que disuelve los monopolios así como los corporativismos, las clases o las ideologías. Gran Bretaña, los Países Bajos, los Estados Unidos y Francia entraron en la modernidad mediante una revolución y el repudio al absolutismo. Hoy, cuando la palabra revolución es portadora de más connotaciones negativas que positivas, se habla más bien de liberación, ya sea de la liberación de una clase oprimida, ya sea de una nación colonizada, o de las mujeres dominadas, o de las minorías perseguidas. Pero la libertad política, ¿no es acaso sólo negativa al reducir a la imposibilidad a quien pretenda llegar al poder o mantenerse contra la voluntad de la mayoría, según la definición de Isaiah Berlin? ¿No es la felicidad más que la libertad de seguir los dictados de la propia voluntad o de los deseos? En una palabra, ¿tiende la sociedad moderna a eliminar todas las formas de sistema y todos los principios de organización para ser sólo un fluir múltiple de cambios y, por lo tanto, de estrategias personales o políticas, fluir regulado por la ley y los contratos?

Un liberalismo tan consecuente ya no define ningún principio de gobierno, de gestión o de educación. Ya no asegura la correspondencia entre el sistema y el actor, que fue el objetivo supremo de los racionalistas de la Ilustración, y se reduce a una tolerancia que sólo es respetada en ausencia de una crisis social grave y en provecho, sobre todo, de aquellos que disponen de los recursos más abundantes y diversos.

Pero, ¿no se anula a sí misma una concepción tan suave de la modernidad? Éste es el punto de partida de las críticas posmodernas. Baudelaire veía en la vida moderna, en su moda y en su arte, la presencia de lo eterno en el instante. Pero, ¿no se trataba de una simple transición entre las “visiones del mundo” fundadas en principios religiosos o políticos estables y una sociedad poshistórica compuesta de diversidad, donde el aquí y la otra parte, lo antiguo y lo nuevo coexisten sin aspirar a la hegemonía? Y esa cultura posmoderna, ¿no es acaso incapaz de crear? ¿No se ve reducida a reflejar las creaciones de otras culturas, ésas que se consideraban portadoras de una verdad?

Desde su forma más dura a su forma más suave, más modesta, la idea de modernidad, cuando es definida por la destrucción de los órdenes antiguos y por el triunfo de la racionalidad, objetiva o instrumental, ha perdido su fuerza de liberación y creación. Ofrece poca resistencia tanto a las fuerzas adversas como a la apelación generosa a los derechos del hombre o al crecimiento del diferencialismo y del racismo.

Pero, ¿habrá que pasar al otro campo y adherirse al gran retorno de los nacionalismos, de los particularismos, de los integrismos religiosos o no religiosos que parecen progresar casi en todas partes, tanto en los países más modernizados como en aquellos que se ven más brutalmente perturbados por una modernización forzada? Comprender la formación de semejantes movimientos exige por cierto una interrogación crítica sobre la idea de modernidad tal como se desarrolló en Occidente, pero de ninguna manera puede justificar el abandono de la eficacia de la razón instrumental, de la fuerza liberadora del pensamiento crítico y del individualismo.

Y así hemos llegado al punto de partida de este libro. Si nos negamos a retornar a la tradición y a la comunidad, debemos buscar una nueva definición de la modernidad y una nueva interpretación de nuestra historia “moderna” tan a menudo reducida al auge, a la vez necesario y liberador, de la razón y de la secularización. Si no puede definirse la modernidad sólo por la racionalización y si, inversamente, una visión de la modernidad como flujo incesante de cambios hace caso omiso de la lógica del poder y de la resistencia de las identidades culturales, ¿no resulta claro que la modernidad se define precisamente por esa separación creciente del mundo objetivo (creada por la razón de acuerdo con las leyes de la naturaleza) y del mundo de la subjetividad, que es ante todo el mundo del individualismo o, más precisamente, el de una invocación a la libertad personal? La modernidad ha quebrado el mundo sagrado, que era a la vez natural y divino, creado y transparente a la razón. La modernidad no lo reemplazó por el mundo de la razón y de la secularización al remitir los fines últimos a un mundo que el hombre ya no podría alcanzar; ha impuesto la separación de un sujeto descendido del cielo a la tierra, humanizado, y del mundo de los objetos manipulados por las técnicas. La modernidad ha reemplazado la unidad de un mundo creado por la voluntad divina, la Razón o la Historia, por la dualidad de la racionalización y de la subjetivación.

Ése será el movimiento de este libro. En primer lugar, recordará el triunfo de las concepciones racionalistas de la modernidad, a pesar de la resistencia del dualismo cristiano que animó el pensamiento de Descartes, a pesar de las teorías del derecho natural y de la Declaración de los derechos del hombre. Luego seguirá la destrucción —en el pensamiento y en las prácticas sociales— de esa idea de la modernidad, hasta llegar a la separación completa de una imagen de la sociedad como fluir de cambios incontrolables, en medio de los cuales los actores elaboran las estrategias de supervivencia o de conquista, y un imaginario cultural posmoderno. Finalmente, el libro propondrá redefinir la modernidad como la relación, cargada de tensiones, de la Razón y el sujeto, de la racionalización y de la subjetivación, del espíritu del Renacimiento y del espíritu de la Reforma, de la ciencia y la libertad. Se trata de una posición igualmente alejada del modernismo, hoy en decadencia, y del posmodernismo, cuyo fantasma ronda por todas partes.

¿De qué lado hay que librar la principal batalla? ¿Contra el orgullo de la ideología modernista o contra la destrucción de la idea misma de modernidad? Los intelectuales han escogido con mayor frecuencia la primera respuesta. Si nuestro siglo se manifiesta a los tecnólogos y a los economistas como el siglo de la modernidad triunfante, lo cierto es que ha estado dominado intelectualmente por el discurso antimodernista. Hoy, sin embargo, —y éste es el otro peligro que me parece más real—, se trata de la disociación entre el sistema y los actores, de la separación entre el mundo técnico o económico y el mundo de la subjetividad.

A medida que nuestra sociedad parece reducirse a una empresa que lucha por sobrevivir en un mercado internacional, más se difunde simultáneamente en todas partes la obsesión de una identidad que ya no se define atendiendo a lo social, se trate del nuevo comunitarismo de los países pobres o del individualismo narcisista de los países ricos. La separación completa entre la vida pública y la vida privada determinaría el triunfo de poderes que ya sólo se definirían en términos de gestión y de estrategia y frente a los cuales la mayor parte de la gente se replegaría a un espacio privado, lo cual no dejaría de crear un abismo sin fondo donde antes se encontraba el espacio público, social y político y donde habían nacido las democracias modernas. ¿Cómo no ver en semejante situación una regresión hacia las sociedades en las que los poderosos y el pueblo vivían universos separados, el universo de los guerreros conquistadores, por un lado, y el de la gente ordinaria encerrada en una sociedad local, por otro? Sobre todo, ¿cómo no ver que el mundo está más dividido que nunca entre el Norte, donde reinan el instrumentalismo y el poder, y el Sur, que se encierra en la angustia de su perdida identidad?

Pero esta representación no corresponde a toda la realidad. No vivimos enteramente en una situación posmoderna, en una situación de disociación completa entre el sistema y el actor, sino que por lo menos vivimos en una sociedad postindustrial que prefiero llamar programada, definida por la importancia primordial de las industrias culturales —cuidados médicos, educación, información—, en la que un conflicto central opone los aparatos de producción cultural a la defensa del sujeto personal. Esta sociedad postindustrial constituye un campo de acción cultural y social aún más vigorosamente constituido de lo que lo estuvo la sociedad industrial hoy en decadencia. El sujeto no puede disolverse en la posmodernidad, porque se afirma en la lucha contra los poderes que imponen su dominación en nombre de la razón. Es la extensión sin límites de las intervenciones de los poderes lo que desliga al sujeto de la identificación con sus obras y de las filosofías demasiado optimistas de la historia.

¿Cómo volver a crear mediaciones entre economía y cultura? ¿Cómo reinventar la vida social y en particular la vida política, cuya descomposición actual en casi todo el mundo es el producto de esa disociación entre los instrumentos y el sentido, entre los medios y los fines? Ésa será la prolongación política de esta reflexión, que procura salvar la idea de modernidad, tanto de la forma conquistadora y brutal que le dio el Occidente como de la crisis que esa idea sufre desde hace un siglo. La crítica de la modernidad presentada aquí quiere desligar la modernidad de una tradición histórica que la ha reducido a la racionalización e introducir el tema del sujeto personal y de la subjetivación. La modernidad no descansa en un principio único, y menos aún en la simple destrucción de los obstáculos que se oponen al reinado de la razón; la modernidad es diálogo de la Razón y del sujeto. Sin la Razón, el sujeto se encierra en la obsesión de su identidad; sin el sujeto, la Razón se convierte en el instrumento del poder. En este siglo hemos conocido a la vez la dictadura de la razón y las perversiones totalitarias del sujeto; ¿será posible que ambas figuras de la modernidad, que se han combatido o se han ignorado, hablen por fin la una con la otra y aprendan a vivir juntas?

CONSEJO DE LECTURA

En la tercera parte he presentado mis ideas sobre la modernidad entendida como relación entre la Razón y el sujeto. Sin inconvenientes mayores, el lector puede comenzar por esa parte. Si le interesa la concepción “clásica” de la modernidad, que la identificaba con la racionalización, el lector encontrará la historia de su triunfo y de su caída en las dos primeras partes.

RECONOCIMIENTOS

Este libro se elaboró en mi seminario de la École des Hautes Études en Sciences Sociales, de 1988 a 1992, y sus ideas directrices han sido presentadas varias veces en el seminario interno del Centre d’analyse et d’intervention sociologiques (CADIS). Agradezco a todos aquellos que durante esas reuniones de trabajo me han ayudado con sus observaciones y sus preguntas.

Alessandro Pizzorno, al invitarme a pasar un mes en el Instituto Universitario Europeo de Florencia, me permitió emprender la revisión de la primera versión de este libro.

Simonetta Dabboni, Michel Wieviorka y François Dubet tuvieron a bien leer otra versión: he tenido muy en cuenta sus observaciones y sus críticas.

La preparación de las sucesivas versiones quedó asegurada sobre todo por Jacqueline Blayac y Jacqueline Longérinas, con su competencia y actividad habituales. Les agradezco calurosamente el cuidado que han dedicado a este texto.

ALAIN TOURAINE

Primera parte

LA MODERNIDAD TRIUNFANTE