ANGUS DEATON (Edimburgo, 1945) es profesor de economía y asuntos internacionales en la Woodrow Wilson School of Public and International Affairs y del Departamento de Economía de la Universidad de Princeton. Sus principales áreas de investigación son la salud, el bienestar y el desarrollo económico, centradas en los determinantes de la salud en los países ricos y pobres, así como en la medición de la pobreza en todo el mundo. Dio clases en las universidades de Cambridge y Bristol. Es miembro de la British Academy, de la American Academy of Arts and Sciences y de la Econometric Society. En 2009 fue presidente de la American Economic Association.
SECCIÓN DE OBRAS DE ECONOMÍA
EL GRAN ESCAPE
Traducción
IGNACIO PERROTINI
Revisión de la traducción
FAUSTO JOSÉ TREJO
Primera edición en inglés, 2013
Primera edición en español, 2015
Primera edición electrónica, 2015
Fotografía del autor: © Anne Case.
Diseño de portada: Laura Esponda Aguilar
Título original: The Great Escape: Health, Wealth, and the Origins of Inequality
D. R. © 2013, Princeton University Press
D. R. © 2015, Fondo de Cultura Económica
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ISBN 978-607-16-3292-0 (ePub)
ISBN 978-607-16-2964-7 (impreso)
Hecho en México - Made in Mexico
En memoria de Leslie Harold Deaton
ÍNDICE GENERAL
Prefacio
Introducción. De qué trata este libro
I. El bienestar en el mundo
Primera Parte
VIDA Y MUERTE
II. De la prehistoria a 1945
III. Escapar de la muerte en el trópico
IV. La salud en el mundo moderno
Segunda Parte
DINERO
V. Bienestar material en los Estados Unidos
VI. La globalización y el Escape más Grande
Tercera Parte
AYUDA
VII. Cómo ayudar a los que se quedaron atrás
Post scriptum. ¿Qué sigue?
Bibliohemerografía
Índice analítico
PREFACIO
El gran escape es una película sobre un grupo de hombres que escapan de un campo de prisioneros de guerra en la segunda Guerra Mundial. El “Gran Escape” de este libro es la historia de cómo la humanidad escapa de la privación y la muerte prematura, de cómo las personas han conseguido mejorar sus vidas y han mostrado el camino a seguir a las generaciones posteriores.
Una de esas vidas es la de mi padre. Leslie Harold Deaton nació en 1918 en una aldea de minas de carbón llamada Thurcroft, ubicada en los campos de carbón de Yorkshire del Sur. Sus abuelos, Alice y Thomas, habían abandonado el trabajo agrícola con la esperanza de prosperar en la nueva mina. Su hijo mayor, mi abuelo Harold, combatió en la primera Guerra Mundial, retornó al “hoyo” y finalmente se convirtió en supervisor. Para mi padre resultó difícil educarse en Thurcroft en el periodo de entreguerras porque sólo a algunos niños se les permitía ir a la secundaria. Leslie realizó trabajos ocasionales en la mina; al igual que otros muchachos, su ambición era que un día tuviera la oportunidad de trabajar en la superficie. Nunca lo consiguió; fue enrolado en el ejército en 1939 y enviado a Francia como parte de la infortunada Fuerza Expedicionaria Británica. Después de esa debacle lo enviaron a Escocia para entrenarse como parte de un comando; ahí conoció a mi madre y tuvo la “fortuna” de ser rechazado del ejército por tuberculosis y enviado a un sanatorio; digo “fortuna” porque la incursión del comando en Noruega fue un fracaso, y muy probablemente habría muerto. Leslie fue desmovilizado en 1942 y se casó con mi madre, Lily Wood, la hija de un carpintero de la ciudad de Galashiels en el sur de Escocia.
Aunque fue privado de una educación secundaria en Yorkshire, Leslie había ido a la escuela nocturna para aprender habilidades de exploración que eran útiles en la minería, y, en 1942, con la escasez de mano de obra, esas habilidades lo hicieron atractivo para ser contratado como el chico a cargo de los recados en una empresa de ingenieros civiles en Edimburgo. Decidido a convertirse en un ingeniero civil y comenzando casi de la nada, él trabajó duro durante una década y finalmente calificó como uno. Los cursos eran muy difíciles, especialmente los de matemáticas y física; la escuela nocturna a la que asistió, hoy en día la Heriot-Watt University de Edimburgo, me envió recientemente los resultados de sus exámenes y, sin duda alguna, trabajó duro. Consiguió un empleo como ingeniero proveedor de agua en las Borders de Escocia y compró la cabaña donde había vivido la madre de mi abuela, y donde se dice que en épocas pasadas sir Walter Scott había sido un visitante ocasional. Para mí, mudarme de Edimburgo —con su clima sucio, cenizo y miserable— a un pueblo del campo —con sus bosques, montañas y corrientes de truchas y, en el verano de 1955, su resplandor interminable— fue en sí mismo un Gran Escape.
De una manera clásica, mi padre se aseguró de que yo tuviera una mejor suerte que la que él había tenido. De alguna forma logró persuadir a mis maestros de la localidad para que me asesoraran fuera de clases a fin de preparar el examen de ingreso a una prestigiosa escuela pública (i.e., privada) de Edimburgo, donde fui uno de los dos muchachos que en ese año consiguieron beca; las colegiaturas anuales superaban el salario de mi padre. Finalmente fui a Cambridge como es tudian te de matemáticas y con el tiempo me convertí en profesor de economía, primero en el Reino Unido y luego en Princeton. Mi hermana fue a la universidad en Escocia y se convirtió en maestra de escuela. De la docena de primos míos, nosotros fuimos los únicos que asistimos a la universidad, y, por supuesto, ninguno de la generación previa tuvo esa oportunidad. Los dos nietos de Leslie viven en los Estados Unidos. Mi hija es socia de una exitosa empresa de planificadores financieros en Chicago y mi hijo es socio en un exitoso fondo de inversión de alto riesgo en Nueva York. Ambos recibieron una rica y variada educación en Princeton —vastamente superior en profundidad, amplitud de oportunidades y calidad de enseñanza a mi propia experiencia árida y estrecha como estudiante de licenciatura en Cambridge—. Ambos tienen un estándar de vida más allá de cualquier cosa que Leslie pudo haber imaginado —aunque él vivió lo suficiente para ver gran parte de esto y complacerse en ello—. Sus bisnietos viven en un mundo de riqueza y oportunidad que habría sido una fantasía remota en los campos de carbón de Yorkshire.
El escape de Thurcroft realizado por mi padre es un ejemplo de lo que trata este libro. Él no nació en la pobreza abyecta, aunque con base en los estándares actuales parecería que sí, pero terminó su vida con cierta riqueza comparativamente hablando. No tengo datos sobre las aldeas mineras de Yorkshire, pero por cada millar de niños nacidos en Inglaterra en 1918 más de 100 murieron antes de cumplir los cinco años de edad, y los riesgos de muerte probablemente serían mayores en Thurcroft. Hoy en día los niños del África subsahariana tienen una mayor probabilidad de vivir hasta los cinco años de edad que la que tenían los niños ingleses en 1918. Leslie y sus padres sobrevivieron a la gran pandemia de influenza de 1918-1919, aunque su padre murió joven a consecuencia de un vagón descarrilado en la mina. El padre de mi madre murió joven también, de una infección que siguió a una apendicectomía. Sin embargo, Leslie, a pesar de su encuentro juvenil con la tuberculosis —el Capitán de la Muerte—, vivió hasta los 90 años. Sus bisnietos tienen bastantes probabilidades de vivir hasta los 100 años.
Los estándares de vida de hoy son mucho más altos que hace un siglo, y más gente escapa de la muerte en la infancia y vive lo suficiente para experimentar esa prosperidad. Casi un siglo después de que naciera mi padre, sólo cinco de cada 1 000 niños británicos no viven hasta sus primeros cinco años y, aun si la cifra es un poco más elevada en lo que queda de los campos de carbón de Yorkshire —la mina de Thurcroft cerró en 1991—, es sólo una fracción pequeña de lo que era en 1918. Las oportunidades de educarse, muy difíciles en los tiempos de mi padre, hoy se dan por sentado. Aún en mi generación, menos de uno de cada 10 niños británicos fue a la escuela de bachillerato, mientras que en la actualidad la mayoría tienen alguna forma de educación terciaria.
El escape de mi padre, y el futuro que él construyó para sus hijos y sus nietos, no es una historia inusual. Sin embargo, está lejos de ser universal. Muy pocos de la generación de Leslie en Thurcroft obtuvieron una educación profesional. Las hermanas de mi madre no lo consiguieron, ni tampoco sus esposos. Su hermano y la familia de éste emigraron a Australia en los años sesenta, cuando su capacidad de subsistir a duras penas con base en la improvisación de múltiples trabajos se colapsó con el cierre de la línea de ferrocarril de las Borders escocesas. Mis hijos tienen éxito desde un punto de vista financiero y disfrutan de seguridad, pero ellos (y nosotros) somos extraordinariamente afortunados; los hijos de mucha gente bien educada y exitosa financieramente están batallando para conseguir un estándar de vida como el de sus padres. Para muchos de nuestros amigos, el futuro de sus hijos y la educación de sus nietos es una fuente constante de preocupación.
Éste es el otro lado de la historia. Aunque mi padre y su familia vivían más años y prosperaban en medio de una población que en promedio vivía más y prosperaba, no todos estaban tan motivados o eran tan dedicados como él, ni tenían tanta suerte. Nadie trabajó más duro que mi padre, pero su suerte también fue importante: la suerte de no estar entre los que murieron en la infancia, la suerte de haber sido rescatado del hoyo por la guerra, la suerte de no estar en el comando de ataque equivocado, la suerte de no morir de tuberculosis y la suerte de conseguir empleo en un mercado de trabajo fácil. Los escapes dejan a algunas personas atrás, y la suerte favorece a algunos mas no a otros; crea oportunidades, pero no todos están igualmente preparados o determinados para aprovecharlas. Así, la historia del progreso es también la narración de la desigualdad. Esto es especialmente verdadero en nuestros días, cuando la ola de prosperidad en los Estados Unidos es lo contrario de una distribución equitativa. Unos cuantos prosperan increíblemente bien. Muchos otros están batallando. En el mundo en su conjunto vemos los mismos patrones de progreso: vías de escape para algunos mientras otros se quedan atrás, horriblemente, en la pobreza, la privación, la enfermedad y la muerte.
Este libro trata de la danza sin fin entre el progreso y la desigualdad, acerca de cómo el progreso crea desigualdad y cómo la desigualdad en ocasiones puede ser útil —al mostrar a otros el camino o proveer incentivos para remontar la brecha— y a veces inútil —cuando quienes lograron escapar protegen sus posiciones destruyendo las rutas de escape que quedan detrás de ellos—. Ésta es una historia que ya se ha contado muchas veces, pero yo quiero narrarla de una nueva manera.
Es fácil pensar en el escape de la pobreza como algo relacionado con el dinero: con la posibilidad de tener más y no tener que vivir con la tormentosa ansiedad de no saber si mañana habrá suficiente, temiendo que alguna emergencia surgirá para la cual no haya suficientes fondos y que haga sucumbir a uno y a la familia. Es cierto que el dinero es una parte central de la historia. Pero igualmente importante, o acaso aún más, son una mejor salud y la mayor probabilidad de vivir lo suficiente como para tener la oportunidad de prosperar. En el fenómeno de los padres que viven con el miedo constante y la realidad frecuente de que sus hijos morirán, o el de las madres que paren 10 hijos de modo que cinco puedan sobrevivir hasta la mayoría de edad, se reflejan las ominosas privaciones de donde surgen graves preocupaciones sobre el dinero, fuente de inquietud para muchas de estas personas. A través de la historia y a lo largo del mundo de hoy, la enfermedad y la muerte de los niños, la recurrente y sempiterna morbilidad de los adultos y la pobreza opresiva son acompañantes que visitan con frecuencia a las mismas familias, una y otra vez.
Muchos libros narran la historia de la riqueza, y muchos otros tratan de la desigualdad. También hay muchos libros que hablan de salud y de cómo la salud y la riqueza van de la mano, en tanto que las desigualdades en la salud reflejan las desigualdades en la riqueza. Aquí yo hablo de ambas historias a la vez, con la esperanza de que los demógrafos y los historiadores profesionales permitan que un economista incursione en sus territorios. Pero la historia del bienestar humano, de lo que le da significado a la vida, no se puede contar observando sólo una parte de lo que es importante. El Gran Escape no respeta las fronteras de las disciplinas académicas.
A través de mi vida como economista he acumulado muchas deudas intelectuales. Richard Stone fue quizá la influencia más profunda; de él aprendí acerca de la medición: cuán poco podemos decir sin ella y cuán importante es medir bien. De Amartya Sen aprendí a pensar en lo que le da sentido a la vida y sobre cómo debemos estudiar el bienestar en su conjunto, no sólo partes de ello. La medición del bienestar es el meollo de este libro.
Mis amigos, colegas y alumnos han sido extraordinariamente generosos al leer mis borradores de todo o parte de este libro. Gracias a sus reacciones inteligentes y agudas el libro es inconmensurablemente mejor. Agradezco especialmente a los que están en desacuerdo conmigo pero que aun así se tomaron el tiempo no sólo de criticar y persuadir sino también de alabar y concordar cuando les fue posible. Agradezco a Tony Atkinson, Adam Deaton, Jean Drèze, Bill Easterly, Jeff Hammer, John Hammock, David Johnston, Scott Kostyshak, Ilyana Kuziemko, David Lam, Branko Milanovic, Franco Peracchi, Thomas Pogge, Leandro Prados de la Escosura, Sam Preston, Max Roser, Sam Schulhofer-Wohl, Alessandro Tarozzi, Nicolas van de Walle y Leif Wenar. Mi editor de Princeton University Press, Seth Ditchik, me ayudó a hacer arrancar el proyecto y me dio buenos consejos durante todo el camino.
La Universidad de Princeton me ha proveído de un ambiente académico inigualable por más de tres décadas. El National Institute of Aging y el National Bureau of Economic Research han contribuido a financiar mi trabajo sobre salud y bienestar, y los resultados de esa investigación han influido en este libro. He trabajado frecuentemente con el Banco Mundial; el banco enfrenta constantemente problemas urgentes y prácticos y me ha enseñado cuáles asuntos importan y cuáles no. En años recientes he sido consultor de la Organización Gallup; ellos han sido pioneros en la investigación global del bienestar, y parte de la información que han recabado aparece en la primera parte de este libro. Les agradezco a todos ellos.
Finalmente, y de la mayor importancia, Anne Case leyó cada palabra poco después de haberse escrito, y en ocasiones lo llevó a cabo muchas veces. Ella es responsable de innumerables mejoras a lo largo del libro, que sin su incesante estímulo y apoyo no existiría.