Edición en formato digital: agosto de 2016
Título: School Ship Tobermory
Colección dirigida por Michi Strausfeld
Diseño gráfico: Ediciones Siruela
© Alexander McCall Smith, 2015
© De las ilustraciones del interior y cubierta, Iain McIntosh, 2015
© De la traducción, Julio Hermoso
© Ediciones Siruela, S. A., 2016
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-16749-96-6
Conversión a formato digital: María Belloso
Este libro es para Niles Kinder.
—¿Estás preparada? —preguntó el padre de Fee—. ¿Lista para llevarnos a la superficie?
Fee asintió. Ya se había colocado en muchas ocasiones ante los controles del submarino de su familia, pero ya sabes cómo se siente uno cuando alguien te pide que pilotes un submarino: siempre te pones un pelín nervioso.
—Sí —dijo ella mientras hacía lo posible por parecer valiente—. Estoy... estoy lista, más o menos.
Tanto a Fee como a Ben, su hermano gemelo, les habían enseñado de pequeños a ayudar en la navegación del submarino de sus padres, dos científicos famosos que se dedicaban a estudiar los mares. Ahora, a los doce años, casi trece, Fee ya tenía la suficiente experiencia como para llevar ella sola el sumergible hasta la superficie. No obstante, era una gran responsabilidad que siempre le recordaba todo lo que podía salir mal.
¿Y si se equivocaba y descendía en lugar de ascender? ¿Y si salía demasiado rápido a la superficie, y el submarino surgía del mar igual que un corcho sale del agua? ¿Y si ascendía justo debajo de un barco enorme, como un petrolero gigantesco, por ejemplo, rompía el ventanal de observación y volvían a hundirse hasta el fondo? Había tantas cosas que podían salir mal en un submarino...
—Muy bien —dijo su padre—. ¡Llévalo a la superficie, Fee! Sé que lo harás sin problemas, estaré en la sala de máquinas si me necesitas.
Cuando su padre salió de allí, Fee se quedó muy sola. Su hermano estaba haciendo el equipaje en su camarote, y su madre estaba ocupada en la minúscula cocina del submarino, preparando unos sándwiches para los gemelos. Fee se encontraba sola por completo.
Lentamente, tiró hacia ella de la palanca de mando. No podía ver con exactitud adónde iba —eso nunca es fácil en un submarino—, pero confiaba en que no hubiese nada por delante, ni por encima. Lo que menos te apetece cuando vas en submarino es toparte con una ballena o con una roca, o, lo que es peor, con una ballena y una roca al mismo tiempo. También esperas que no haya otro submarino que ascienda en busca de aire exactamente en el mismo sitio que tú.
Pasados unos minutos, cuando se hallaban justo por debajo de la superficie, Ben entró en la sala de mandos.
—Ya he terminado de hacer el equipaje —anunció—. ¿Y tú?
Fee miró a su hermano. Notaba que Ben estaba emocionado, pero ella tenía cosas más importantes que hacer que hablar sobre el equipaje.
—No deberías distraerme —dijo ella—. Estoy a punto de mirar por el periscopio.
Ben guardó silencio. Cuando un submarino eleva el periscopio siempre es un momento especial, porque es entonces cuando uno descubre dónde está. Esperas haber ascendido en el lugar apropiado, pero nunca llegas a estar cien por cien seguro, así que, si te tiemblan un poquito las manos mientras el periscopio se eleva por encima de las olas y notas que el corazón te late un poquito más fuerte, es completamente normal.
Fee miró por el periscopio mientras lo elevaba. Había agua, y nada más que agua, que se arremolinaba por todas partes, y entonces, de repente, vio la luz del sol. El periscopio se encontraba por encima de la superficie.
—¿Qué ves? —le preguntó Ben.
Fee pestañeó. La luz era muy intensa y necesitó unos instantes para que se le acostumbraran los ojos.
El periscopio se puede girar hacia un lado y hacia otro, de manera que te permite ver en todas las direcciones. Fee iba a hacerlo —solo para comprobar que no se aproximaba nada—, pero antes echaría un vistazo a tierra.
—Veo una isla en la distancia —dijo—. Veo la costa.
Ben contuvo el aliento.
—Eso será Mull —añadió. Mull era la isla a la que se dirigían.
—Hace sol —dijo Fee—. Es por la mañana.
—¿Y Tobermory? —preguntó Ben—. ¿Puedes verlo?
—¿Qué Tobermory? —preguntó Fee—. ¿El pueblo o el barco?
Y hacía bien en preguntar: había dos Tobermorys. Tobermory, pueblo, era el lugar donde solía encontrarse el Tobermory, barco. Ellos se dirigían al Tobermory, el barco, pero Tobermory, el lugar, era el puerto donde el barco anclaba de manera habitual. El Tobermory era un barco de vela y una escuela al mismo tiempo. Era un internado en alta mar, y, aunque la mayoría de las escuelas se quedan siempre quietas en el mismo sitio, esta no lo hacía. Esta escuela surcaba los mares de aquí para allá y en ella todo el mundo aprendía no solo materias como ciencias e historia —lo que se suele aprender en los colegios normales—, sino todo aquello que uno debía saber si pretendía convertirse en marino.
—No los veo, a ninguno de los dos —dijo Fee—. Supongo que aún nos encontraremos a una cierta distancia, pero no podemos estar demasiado lejos.
—Déjame echar un vistazo —pidió Ben, que sonaba un tanto impaciente.
Aunque eran gemelos, Fee había nacido dos minutos antes que su hermano y eso la convertía en la mayor. Tan solo eran dos minutos, pero ella solía decir que esos dos minutos eran muy importantes. «Cuando has vivido dos minutos más que otra persona, se te nota —le encantaba decir—. Eres un poquito más madura, ¿sabes?».
Ben no lo veía del mismo modo. Él se consideraba tan maduro como su hermana y creía tener derecho a hacer todo lo que hacía Fee. En aquel preciso instante pensó que le tocaba mirar por el periscopio.
—Déjame mirar —repitió Ben.
—No —dijo ella—. He localizado una gaviota. Vaya, está volando bajo. ¡Creo que se va a posar justo en el periscopio!
Fee se rio mientras veía cómo se posaba la gaviota. Tenía una buena panorámica de sus patas amarillas. Mientras ella observaba, la gaviota batió las alas y salpicó la lente exterior del periscopio con unas gotitas de agua.
Fee hizo girar el periscopio lentamente para poder mirar en todas las direcciones. Aquello no le gustó a la gaviota, que volvió a batir las alas en señal de protesta. Y entonces lo vio.
—¡Un barco viene directo hacia nosotros! —dijo Fee a gritos.
—¡Inmersión! —chilló Ben.
Dado que su hermana estaba ocupada bajando el periscopio, Ben decidió tomar él mismo los controles. Empujó hacia delante la palanca de mando y aceleró los motores tanto como pudo. El submarino respondió de inmediato y dio una sacudida hacia abajo.
—Deberías haber mirado a tu alrededor —le recriminó Ben—. Tenías que haber vigilado en lugar de quedarte mirando a esa gaviota.
Aunque quería mucho a su hermana, Ben disfrutaba en secreto de aquellas ocasiones en que Fee hacía algo que le recordaba a ella misma que no era perfecta.
Fee parecía alicaída.
—Lo siento —dijo ella, aunque añadió bastante enfadada—: Todos cometemos errores, ¿sabes?
—¿Va todo bien? —voceó su madre desde la cocina—. He sentido una sacudida por allí.
—Todo va fenomenal —respondió Ben, gritando.
Podía haber dicho: «¡Fee no ha visto un barco que venía directo hacia nosotros!», pero no lo hizo. Y podía haber añadido: «¡Y he tenido que hacerme yo con los controles para sacarnos del lío!», pero tampoco lo hizo. En cambio, se limitó a decir:
—Estamos ascendiendo de nuevo —y ahí lo dejó.
Volvieron a subir a la superficie y esta vez ambos pudieron echar un buen vistazo por el periscopio. Fee estaba en lo cierto —no se encontraban muy lejos de la isla—, pero también se hallaban más cerca de los dos Tobermorys de lo que ella creía. Allí estaba el pueblo, un pequeño puerto con casas pintadas en colores vivos que formaban una curva al borde de la bahía. La gente caminaba por la calle para ir a comprar el periódico, la leche y el pan de primera hora de la mañana. Y allí, en el puerto, imponente y sujeto por la cadena de su gran ancla, se encontraba el barco de vela más extraordinario que jamás habían visto. En la proa llevaba escrito su nombre con pintura de color azul intenso: BARCO ESCUELA TOBERMORY.
—Creo que ya podemos terminar de subir con seguridad —dijo Ben.
Fee guio el submarino directo hasta la superficie. Ya podían abrir las escotillas y salir a la cubierta para admirar el barco que iba a ser su nuevo hogar. Mientras Fee observaba el Tobermory con los prismáticos del submarino, no sintió ninguna duda al respecto de haberse apuntado a la escuela. Ella siempre trataba de no sentir miedo ante las nuevas experiencias, ni tampoco en la oscuridad, con las pesadillas ni ante la idea de lo que podía salir mal. «Dentro de poco, esa seré yo», pensó mientras estudiaba en la distancia las siluetas sobre la cubierta del barco. Aunque no podía distinguir lo que estaban haciendo, todos ellos parecían atareados.
Era una visión maravillosa. El grandioso barco estaba pintado de blanco desde la proa hasta la popa. En el costado había unas hileras de elegantes ojos de buey, las ventanillas redondas de un barco. Y, mientras se encontraba de pie junto a su hermana, contemplando el Tobermory, Ben pensó que muy pronto tendría uno de esos ojos de buey para mirar a través de él.
Era una idea emocionante, aunque aquello le provocase una cierta inquietud. Nunca se había alejado de su familia, por breve que fuese el periodo; y por mucho que la gente le contase que ir al colegio lejos de casa era divertido, Ben no estaba muy seguro de que lo fuese para él. ¿Cómo sería aquello de compartirlo todo con un montón de gente a la que no conoces? ¿Podrías tener la seguridad de que no se reirían de ti si hacías alguna estupidez? ¿Y si perdías el cepillo de dientes, o el pijama, o un calcetín? ¿Y si venía alguien y te daba un empujón o te robaba el dinero?
Le hubiese gustado hacerle a Fee alguna de aquellas preguntas, pero ella parecía tan segura acerca de lo que les aguardaba que Ben no había tenido la posibilidad de preguntarle.
—¿Cómo será? —fue cuanto consiguió decir.
Y ella le respondió:
—Será genial. —Y después, tras una breve pausa—: No estarás asustado, ¿verdad?
Él negó con la cabeza.
—No, no estoy asustado. Pues claro que no estoy asustado —que es lo que suele decir la gente que está asustada.
—Bien —dijo Fee—, porque no voy a poder estar cuidando de ti todo el tiempo, ya lo sabes.
No es que dijera aquello con un tono desagradable, pero a Ben no le sirvió de mucha ayuda. Se preguntaba por qué habría pensado su hermana que tenía que cuidar de él. ¿Acaso sabía ella algo que él desconocía? ¿Se había enterado de algo sobre el Tobermory que a él se le había escapado? Sin embargo, aquel no era el momento de ponerse a pensar cosas semejantes. Allí tenían el barco para contemplarlo y, ahora que el submarino se aproximaba un poco más, podían distinguir nuevos detalles.
Sobre el casco del barco estaban los mástiles, que se elevaban hasta una altura que parecía increíble. El Tobermory era un barco de vela y tenía unos mástiles de los que estaban suspendidas las velas. Estas velas se hincharían de aire cuando soplase el viento y esto impulsaría el barco por el agua. La nave disponía también de un motor, por supuesto, que se podía utilizar para entrar y salir del puerto o para ayudar en la navegación cuando no hubiese viento, pero el barco se valía de su velamen la mayor parte del tiempo.
—Mira cuántas cuerdas —se maravilló Fee, señalando lo que parecía una compleja tela que hubiese tejido una araña gigante.
Ben se protegió los ojos del sol para poder ver mejor.
—Eso es la jarcia, el conjunto de cuerdas, o cabos, que sujetan los mástiles en su sitio.
—¿Y hay que trepar por ellas hasta arriba? —preguntó Fee, a quien le parecía que aquello estaba muy alto.
—Sí —dijo Ben mientras iniciaba su turno con los prismáticos—. He visto fotografías de gente que lo hace.
Aunque habían pasado mucho tiempo en el submarino de sus padres —a veces semanas y semanas de un tirón—, Ben y Fee no habían estado nunca en un barco de vela. Aun así, aquello no había sido un impedimento para ellos a la hora de pedir una plaza en el barco escuela, alentados por sus padres, que habían decidido que el Tobermory era la escuela perfecta para sus hijos. Se habían visto en la necesidad de buscar un internado para Ben y Fee, ya que ellos solían marcharse juntos en expediciones científicas. Hasta entonces, los gemelos se habían quedado con una tía que los cuidaba mientras sus padres estaban fuera, pero esto sería mucho más difícil ahora que su tía había encontrado un trabajo que la obligaba a viajar.
Habían mirado varios colegios, pero no les había gustado lo que habían visto. Uno de ellos se hallaba en un lugar apartado, en la ladera de una montaña, y tenía un aspecto oscuro y poco acogedor. Se dieron cuenta de que los suelos de los dormitorios estaban inclinados y eso hacía que las camas siguiesen la pendiente de la montaña. Fee pensó que dormir en una cama de aquellas sería de lo más curioso, ya que tendrías los pies mucho más bajos que la cabeza, y toda la sangre se te acabaría yendo a los talones. Y las mantas se irían deslizando poco a poco hasta acabar en los pies de la cama, y eso significaría que tendrías demasiado fría la mitad superior del cuerpo y demasiado caliente la mitad inferior.
—Esto no es para vosotros —dijo su madre para gran alivio de los chicos.
Después vino aquel colegio en el que obligaban a todo el mundo a darse una ducha fría cada mañana.
—Eso forja el carácter —les había explicado el director.
—Y también lo congela —dijo la madre de Ben y Fee, que se aguantaban las carcajadas.
Aquel mismo director creía mucho en la actividad física: constantemente. Así, todo el mundo iba corriendo cuando se trasladaba de un aula a otra; y se comía de pie, para que pudiesen hacer flexiones y otros ejercicios entre plato y plato.
—Todo esto ayuda a que la gente se forme —decía orgulloso el director.
Alguien sugirió después el Tobermory, y sus padres recordaron que habían conocido al capitán una vez que este atracó su barco cerca del submarino.
—Es un hombre muy amable —comentó su madre, que deseaba lo mejor para los gemelos—. Allí estaréis muy contentos. Me han contado cosas muy buenas sobre ese barco.
—¿Qué tipo de cosas? —preguntó Ben. La idea de ir al colegio lejos de casa todavía era nueva para él.
—Cosas buenas en general, nada más —respondió su madre—. Como, por ejemplo, hacer amigos, algo que tú siempre has querido. Y más cosas... —No le dio más explicaciones, tan solo hizo un gesto con la mano y le dijo—: Ya lo descubrirás.
Ben pensó que su madre estaba tratando de tranquilizarlo, pero ¿de verdad sabía ella cómo sería vivir a bordo del Tobermory?
—Es cierto —dijo Fee, que había oído la conversación—. Ya lo descubrirás.
Pero ella tampoco lo sabía, pensó Ben.
Lentamente, su padre aproximó el submarino al Tobermory tanto como le pareció que era seguro.
—Tendréis que recorrer el resto a remo en vuestra balsa —les explicó—. Nosotros os diremos adiós desde aquí.
Ben y Fee se pusieron a soplar para inflar el bote hinchable que les habían regalado por su último cumpleaños. No era muy grande, pero habría el espacio suficiente para llevarlos a los dos con sus mochilas. Les habían dicho que no llevasen una maleta, sino que trajeran un equipaje que se pudiera doblar y guardar en una taquilla. Ahora, sus mochilas llenas y etiquetadas con sus nombres, Ben y Fee MacTavish, estaban listas en la cubierta del submarino.
Cuando el bote quedó inflado, Ben lo empujó al agua con suavidad. Su madre, que subió a cubierta, les puso en las manos dos paquetes de sándwiches.
—Podríais tener hambre antes de la hora de comer —les dijo—. Me han dicho que la comida es muy buena a bordo del Tobermory, pero por si acaso...
Le dieron las gracias a su madre, y ella le dio un beso de despedida a cada uno, igual que hizo su padre.
—Ya sé que vais a estar bien —les dijo su madre—, pero estaré pensando en vosotros. ¿Os acordaréis vosotros de mí también? ¿Todos los días?
Ambos le aseguraron que lo harían.
—Y escribiréis, ¿verdad? —continuó—. Tampoco hace falta que sea una carta muy larga, bastaría con una postal.
—Por supuesto que lo haremos —dijo Fee.
—Volveremos a recogeros cuando termine el curso —dijo su padre.
—Esforzaos en el trabajo —les dijo su madre—. Y acordaos de lavaros los dientes después de cada comida, de todas las comidas, por favor. ¡Y que no se os olvide utilizar el hilo dental!
—Sí, sí —dijo Ben. Estaba deseando cruzar la corta distancia hasta su nuevo hogar, y había decidido ser valiente. Vio que ya había gente en la cubierta del barco, personas vestidas con elegantes uniformes azules que limpiaban la cubierta con cubos de agua del mar, que sacaban brillo a los accesorios cromados y que, en general, parecían muy ocupadas. Aquellos serían sus nuevos compañeros de colegio, sus nuevos amigos, esperaba él. Estaba deseando conocerlos.
Descendieron al bote hinchable y partieron.
—¡Adiós! —gritó su madre, ondeando un pañuelo.
—¡Adiós! —gritaron ellos dos, mientras comenzaban a remar para atravesar el pequeño trecho de agua.
Cuando llegaron al costado del gran barco de vela, Ben y Fee se giraron para mirar una última vez a sus padres, pero ambos habían desaparecido ya en el interior del submarino y el oscuro tubo que formaba el casco empezaba a hundirse por debajo de la superficie del mar. Les dijeron adiós con la mano aunque sabían que sus padres no podrían verlos. Se entristecieron al tener que despedirse y ambos se sintieron entonces un poco intranquilos, pero cuando empiezas en un colegio nuevo no tienes tiempo para pensar demasiado en la familia que dejas atrás. Esto es especialmente cierto cuando ese colegio nuevo se eleva sobre ti y alguien te está echando desde arriba una escalerilla de cuerda para que subas. No todo el mundo empieza el colegio de esa manera, pero Ben y Fee sí lo hicieron.
—Atad el bote a este cabo —gritó alguien desde arriba—. Después, cuando hayáis trepado por la escala de cuerda, lo subiremos también.
Un cabo de cuerda descendió serpenteando desde lo alto. Fee lo ató al bote de goma, guardó los remos en un lugar seguro, y, a continuación, Ben y ella comenzaron a subir muy despacio por la escala.
—Ben —susurró Fee cuando empezaron a ascender—. ¿No estás un poquito... asustado?
Ben, que había empezado a subir el primero, miró a su hermana, debajo de él. Su decisión de ser valiente le estaba funcionando.
—No tengas miedo, Fee —le dijo—. Yo no lo tengo.
Pero ella sí lo tenía. Y cualquiera lo tendría también. El agua parecía estar ahora muy lejos, allá abajo, y el Tobermory se mecía en el oleaje del mar y hacía que la escalerilla de cuerda se balanceara y se separase del costado del barco.
—No te he oído —dijo Fee—. ¿Qué has dicho?
—He dicho que no tengo miedo —repitió Ben.
Y, por extraño que parezca, fue como si le ayudase el simple hecho de decirlo en voz alta.
Estaban ya casi en lo alto de la escala de cuerda, y Ben incluso consiguió sonreír al ver un par de manos que se estiraban por encima de la barandilla para ayudarle a trepar hasta la cubierta. Levantó la mirada y vio que aquellas manos pertenecían a un chico más o menos de su misma edad, vestido con un elegante uniforme azul, que le sonreía de un modo muy simpático. A Ben le dio la impresión de que aquel chico tenía un aire muy jovial, de ese tipo que te hace pensar «ojalá nos hagamos amigos».
—Me llamo Badger Tomkins —dijo el chico mientras agarraba a Ben por las muñecas y tiraba de él hacia la cubierta—. ¿Y tú?
—Yo soy Ben —respondió él.
—Me habían dicho que mirase a ver si os encontraba —dijo Badger—. ¡Bienvenido a bordo del Tobermory!
Badger se dio entonces la vuelta para ayudar a Fee.
—Tú debes de ser Fee —dijo—. He visto tu nombre en la lista de nuevos alumnos. ¡Bienvenida, Fee!
—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Ben.
—Vamos a subir vuestro bote —dijo Badger—. Después, la desinflamos y la guardamos. En el barco, todo tiene que estar muy bien guardado. Es una de las normas.
—¿Hay muchas normas? —le preguntó Ben.
Badger se echó a reír.
—Un montón —dijo—. Tal vez quinientas o seiscientas, pero no os preocupéis. Lo más probable es que solo os tengáis que aprender diez. A esas las llamamos «las reglas mayores». Todas las demás normas se llaman «reglas menores» y no les hacemos mucho caso.
Fee se quedó mirando a Badger fijamente.
—¿A ti te gusta esto?
A Badger le pareció un tanto extraña aquella pregunta.
—Pues claro que me gusta —respondió él—. Esta es la escuela más increíble, fantástica, emocionante, alucinante y la más guay de... de todo el mundo entero.
—¿Estás de broma? —le preguntó Ben.
—No, en absoluto —dijo Badger—. Lo verás enseguida. —Hizo una pausa—. Pero claro, tampoco voy a fingir que no hay cosas que no son tan geniales.
—¿Y cuáles son? —preguntó Ben.
—Ya lo veréis —volvió a decir Badger—. Pero no nos quedemos hablando aquí de pie. Vamos a subir el bote y después podré llevaros a ver al capitán antes del desayuno. Siempre tenemos que llevar a los nuevos a ver al capitán en cuanto llegan.
—¿Es el director? —le preguntó Ben.
—Sí, lo es —dijo Badger—, pero nunca lo llames así. Lo llamamos «el capitán» porque es el capitán del barco. Su nombre completo es capitán Macbeth. También es profesor, por supuesto, aunque su principal trabajo es dirigir el barco.
Comenzaron a tirar del bote para subirla. En cuanto se encontró sobre la cubierta, le quitaron el tapón, lo desinflaron y lo guardaron en una taquilla cercana. La taquilla estaba llena de botes hinchables, todos ellos doblados exactamente igual que el de Ben y Fee.
—Aquí es donde guardamos nuestros botes neumáticos particulares —les explicó Badger—. El mío es ese rojo de allí. Tiene alguna fuga de aire, me temo, pero ya no lo uso mucho. Tenemos una asignatura sobre el cuidado y mantenimiento de los botes neumáticos. Te enseñan a tapar con un parche cualquier agujero.
Badger volvió a mirar su reloj.
—Perfecto —dijo—. ¿Listos para ver al capitán? ¿Sí? Muy bien, en ese caso, ¡seguidme!