Grandes enigmas
de la historia
Grandes enigmas
de la historia
TOMÉ MARTÍNEZ RODRÍGUEZ

Colección: Historia Incógnita
www.historiaincognita.com
Título: Grandes enigmas de la historia
Autor: © Tomé Martínez Rodríguez
Copyright de la presente edición: © 2016 Ediciones Nowtilus, S.L.
Doña Juana I de Castilla 44, 3º C, 28027 Madrid
www.nowtilus.com
Elaboración de textos: Santos Rodríguez
Diseño y realización de cubierta: Onoff Imagen y comunicación
Imagen de portada: Fotomontaje realizado a partir de imágenes de las líneas de Nazca, el mapa de Piri Reis y las pirámides de Egipto y la Esfinge.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
ISBN edición digital: 978-84-9967-804-7
Fecha de edición: Septiembre 2016
Depósito legal: M-27887-2016
«Aos meus pais, aos meus avós
e aos meus longuínquos antepassados»
Hay momentos en la vida
en los que la cuestión de saber
si se puede pensar distinto
de como se piensa y
percibir distinto
de como se ve es indispensable
para seguir contemplando
o reflexionando.
Michel Foucault, 1984
Estamos asistiendo a un momento excepcional. Tras décadas de estudio, muchos paradigmas del pasado comienzan a desmoronarse ante nuestros ojos. Esta revolución en el conocimiento humano comenzó a finales de los sesenta cuando las técnicas de radiocarbono vinieron a recalibrar las fechas de algunos de los vestigios arqueológicos más misteriosos del planeta1. Desde entonces, nuevas generaciones de arqueólogos, paleontólogos e historiadores, armados con esta y otras novedosas técnicas han llevado a cabo audaces investigaciones de campo y sus conclusiones no dejan a nadie indiferente.
Lo que habíamos aprendido, sobre el pasado de la humanidad, en las escuelas o universidades no ha resistido el nuevo veredicto de la ciencia y sus cimientos han colapsado estrepitosamente. Sobre las ruinas de esta ilusión, largamente consensuada por la comunidad científica, hemos empezado a reconstruir el nuevo paradigma de nuestra larga historia como especie.
Por primera vez, nos parece escuchar el bullicioso y distante rumor de culturas y civilizaciones extinguidas, algunas de las cuales insinúan su presencia remota en el ignoto horizonte de las tradiciones, mitos y leyendas de la antigüedad.
Estos documentos del pasado han dejado de ser considerados como meras expresiones culturales para ser valorados por un «contenido» que, en ocasiones, describe hechos absolutamente reales o esconde valiosa información para el investigador. En las páginas de este libro veremos con otros ojos los Manuscritos del mar Muerto, o el Libro de Enoc, pero también la Biblia, el Popol Vuh o las tradiciones orales de los aborígenes sudafricanos.
Ahora sabemos que las primeras ciudades fueron construidas en el Neolítico inicial, hace la friolera de ocho mil años. Así lo testimonian los restos desenterrados de sesenta grandes viviendas de dos plantas, construidas con tejados a dos aguas, encontrados muy cerca de la ciudad búlgara de Mursalevo. Se trata de un descubrimiento arqueológico que abre la puerta a nuevas interpretaciones, antaño consideradas fantasiosas, y que demuestra que las raíces de la civilización pueden encontrarse más atrás en el tiempo de lo estimado hasta ahora. El santuario turco de Göbekli Tepe, erigido por cazadores-recolectores hace 11.500 años, en el décimo milenio antes de Cristo viene a apoyar, junto a otros yacimientos, esta idea.
Por otro lado, han entrado en escena una serie de elementos perturbadores, cuya constatación ha desestabilizado otras muchas ideas consideradas, hasta ahora, fundamentales. Los investigadores han demostrado que, en muchos casos, las culturas antiguas poseían conocimientos avanzados en astronomía, matemáticas o ingeniería. También han salido a la luz nuevos yacimientos arqueológicos que presumiblemente no deberían estar ahí o se han encontrado ciertas anomalías que abren la puerta a interpretaciones del pasado sorprendentes y que abogan, por ejemplo, a favor de un difusionismo puntual en tiempos precolombinos, o que consideran factible que el génesis de civilizaciones tan relevantes como la sumeria o la egipcia podría guardar relación con la cultura megalítica de Grooved Ware; también, gracias a los geólogos, se ha demostrado que los mitos de grandes diluvios universales se basan en hechos catastróficos reales, acontecimientos que, como veremos, han influido más allá del mito en numerosas culturas del planeta.
El friso paleolítico de la Sala de los Toros de Lascaux, en Francia, y su vinculación con la astronomía y los estudios antropológicos de la cueva de Altamira en España son la expresión cultural de una humanidad con una dimensión social y mental muy alejada de los criterios admitidos por las sociedades actuales.
Algunas de estas investigaciones nos conducen por un sendero que puede resultar chocante e inverosímil para la mentalidad del siglo XXI, no exenta de ciertos prejuicios culturales sobre la capacidad de nuestros antepasados más remotos. Son unas ideas preconcebidas marcadas a fuego en nuestras mentes las que han entorpecido algunas investigaciones prometedoras.
Por ejemplo, ahora comenzamos a considerar seriamente que la escritura pudo haber tenido su tímido debut en la Europa prehistórica o que muchas de las obras de ingeniería de la antigüedad se erigieron con la ayuda de una perspicaz tecnología que a nuestros ojos parece inverosímil. A pesar de ello, tendemos a subestimar de una manera irracional a nuestros ancestros, y mucho más cuanto más atrás en el tiempo nos remontamos. Un ejemplo lo tenemos en las teorías de alienígenas que tratan de demostrar, sin ningún fundamento científico, la injerencia de seres de otros mundos en los asuntos humanos, hasta el punto de considerar a los extraterrestres como los verdaderos autores de las grandes maravillas arquitectónicas del mundo antiguo. Naturalmente, esto es falso, pero no deja de resultar curioso que millones de personas de todo el mundo crean en ello, lo que demuestra no sólo nuestra torpeza e ingenuidad sino además nuestra presunción al considerar a nuestros viejos y distantes familiares de especie como auténticos zopencos; algo que, como veremos, no es verdad.
También bucearemos en las raíces de nuestra especie. Del mismo modo que podemos hablar de una nueva arqueología asentada, en parte, en la denominada «revolución del radiocarbono» podemos hablar también de una nueva paleoantropología sustentada en las aportaciones hechas por la denominada «revolución genética».
El conocimiento del genoma nos permite entender mejor la evolución; es más, gracias a la información genética podemos encajar en el rompecabezas evolutivo una determinada «especie de transición», aunque los expertos también echan mano de otras técnicas que colaboran eficazmente con este propósito, como los estudios sobre la evolución del medio y la cuantificación de berilio, un isótopo que se forma en la atmósfera, altamente inestable y por lo tanto cuantificable; técnicas que, en conjunto, resultan muy útiles, en especial cuando nos enfrentamos a los nuevos hallazgos.
Un fabuloso descubrimiento arqueológico llevado a cabo en la costa oeste del lago Turkana, en Kenia, ha desvelado que hace más de tres millones de años –antes de la aparición oficial de los humanos– ya se fabricaban herramientas de piedra. Una tecnología cuyos vestigios, estimados en unos 3,3 millones de años de antigüedad, son cuatrocientos mil años más antiguos que los primeros vestigios de tecnología lítica elaborada por los miembros conocidos del género Homo. Hasta ahora se pensaba que las especies de homínidos2 existentes antes de los Homo sapiens no tenían la capacidad de tallar la piedra. Se partía de la idea de que sólo nuestro linaje había sido capaz de dar el salto cognitivo necesario para llevar a cabo una proeza semejante. La verdad es que las herramientas de piedra son lo que caracteriza a los homínidos; así lo constata este yacimiento y otros no menos relevantes como el de Gona, en Etiopía, y que representa dos niveles de dominio técnico muy diferentes; dos talleres casi contemporáneos que denotan una conciencia reflexiva compartida entre los prehumanos y los humanos.
La genética ha servido también para reforzar las pruebas de la expansión de los primeros humanos. Podemos elevar a definitivo el consenso científico actual según el cual el hombre surgió en África hace unos tres millones de años y que, muy pronto, inició su bagaje hacia nuevos territorios. Naturalmente, el primer despliegue fue en el seno del continente africano y después, por razones de temperatura, alcanzó toda Eurasia, hasta los territorios ubicados dentro de los 40° N. Sin las condiciones medioambientales adecuadas no hubiésemos evolucionado como lo hicimos.
En el año 2006 las agencias de noticias de toda Europa dieron a conocer un sensacional descubrimiento. Un equipo dirigido por el genetista americano David Haussler anunció a la comunidad científica el descubrimiento del gen que hizo posible el «incremento de inteligencia» que nos distanció de los primates. En términos neurocientíficos se acababa de encontrar un gen clave en la evolución del cerebro humano. Sin embargo, para muchos, este anuncio resulta un tanto pretencioso. Lo que sí podemos afirmar es que el entorno en evolución lo es todo. Si no hubiese existido –en las regiones tropicales– un cambio climático relevante, en este caso, una devastadora sequía, hace tres millones de años, el hombre no habría aparecido y, por consiguiente, este gen no habría tenido la oportunidad de manifestarse.
Los tiempos históricos también esconden numerosos misterios. En la Edad Media los hombres tenían una percepción de la realidad muy diferente a la nuestra. Esa visión condicionó gran parte de sus expresiones culturales y artísticas. Sus grandes templos mostraban las dos caras de una misma moneda: una expresión exotérica y, por lo tanto accesible al vulgo, que reflejaba los hitos más relevantes del Antiguo y del Nuevo Testamento; y una lectura esotérica vedada a los ojos de los profanos. Un lenguaje hermético basado en un conocimiento ancestral agazapado en las milenarias piedras de las grandes catedrales medievales o en los manuscritos enmohecidos custodiados por los monjes en los monasterios.
Grandes enigmas de la historia es un libro que recoge un amplio compendio de enigmas históricos puestos al día. En sus páginas encontrará vikingos, druidas, robots recorriendo las cámaras secretas de Teotihuacán, el túmulo megalítico de Newgrange, las momias de hielo de las estepas, el hombre de Cherchen, la sorprendente cultura Jōmon de Japón, brujas e inquisidores, los secretos de los chamanes, el tesoro de los cátaros… En resumen, una exhaustiva recopilación de misterios del pasado actualizada y rigurosa en la que tampoco me he olvidado de los misterios más manidos y populares, como la Síndone de Turín, los oopart, la Atlántida, los mapas de Piri Reis, el Planeta X o la ciudad sumergida de Cuba, entre otros muchos.
Este apasionante viaje al pasado, al abrigo de los descubrimientos más recientes, nos ha permitido comprobar que el legado de nuestros ancestros es muchísimo más emocionante y relevante de lo que se nos había inculcado en los manuales de historia.
La idea principal que se desprende de este libro es que, literalmente, estamos rescribiendo la historia desde las raíces mismas de nuestro génesis. Estamos, por lo tanto, experimentando un hito histórico en el mundo de la ciencia que tiene su razón de ser en el trabajo continuado, metódico y responsable de numerosas generaciones de científicos comprometidos en rescatar del olvido las huellas de nuestros ancestros.
Les invito a zambullirse conmigo en la inmensa negrura del espacio y el tiempo en busca de la luz que nos muestre el camino de la verdad y la certidumbre. Les prometo que el viaje merecerá la pena, incluso cuando la oscuridad sea impenetrable, pues –a veces– el oscuro túnel del tiempo es iluminado por los ojos de los fantasmas.
Tomé Martínez Rodríguez
1 El arqueólogo Colin Renfrew expresaba que los cambios de datación derivados de la revolución del radio-carbono suponían un cambio radical en nuestra idea del pasado; así, los megalitos europeos han resultado ser más viejos que las pirámides egipcias; los ciclópeos templos de Malta son los más antiguos del Próximo Oriente; la metalurgia del cobre nació en los Balcanes, mucho antes de que la desarrollaran los griegos; Stonehenge ya estaba construido mucho antes de que la civilización micénica hiciera su debut en la historia… Pero la ubicación temporal de estas culturas no es lo único que ha cambiado.
2 Nuestros antepasados después de la separación –hace unos ocho millones de años– de la rama de los chimpancés.
Uno de los iconos más populares de la teoría de la evolución es la famosa ilustración del siglo XIX de un mono convirtiéndose paulatinamente en hombre. Se trata de una idea mal expresada; sin embargo, esta manera de exponer una idea tan poderosa a una sociedad tan constreñida por los convencionalismos victorianos tiene su sentido y respondió a una estrategia de comunicación premeditada por parte de su autor: Charles Darwin.
Cuando Charles Darwin esbozó su teoría de la evolución, decidió darla a conocer al público de su tiempo de una forma sencilla pero impactante; así que estimó oportuno simplificar las complejidades que se concitan en la evolución de las especies y lo resumió de una manera poco rigurosa pero lo suficientemente llamativa como para despertar la curiosidad de sus contemporáneos. Naturalmente, Darwin obvió muchos detalles de su revolucionaria teoría, pero entendió que esa era la manera más eficaz de transmitir la idea de que el hombre era fruto de un proceso evolutivo de millones de años y no una criatura creada en los términos expresados en la Biblia.
Algo semejante pasa con el concepto de «eslabón perdido». La mayoría de la gente cree que el eslabón perdido aún no se ha encontrado y que algún día se encontrará. Es más, hay quien cree que el concepto de eslabón perdido es algo que atañe exclusivamente a los seres humanos. Sorprende, incluso, encontrar todavía titulares de prensa donde se comparte con el lector la presunción de si los restos de huesos encontrados en un yacimiento determinado no serán el eslabón perdido del hombre.

Descripción clásica de la evolución del hombre en los tiempos de Darwin.
Creo que lo pertinente es aclarar, en primer lugar, qué entiende la ciencia por eslabón perdido. Este concepto, tan trillado por periodistas y escritores, es una ilusión pues, técnicamente, se carece de la referencia fósil necesaria para identificar el espécimen merecedor de este «título»; sin embargo, sí tenemos la tecnología y los conocimientos científicos que nos ayudarán a saber cuándo fue la última ocasión en que dos especímenes compartieron un antepasado común. La moderna paleontología prefiere hablar de «especie de transición» para referirse a los «eslabones evolutivos» de las especies, incluida la nuestra.
Los fósiles se convierten en piedra debido a que la materia orgánica se transforma con el paso del tiempo en mineral, y lamentablemente la fragilidad de estos restos es significativa. La fragmentación del registro fósil es producto del paso del tiempo y de la actividad geológica del planeta que acaba por reducir, en muchos casos, a polvo los restos de los ancestros del ser humano. Por eso, nos está vedado, en parte, profundizar en los detalles y complejidades evolutivas de nuestro género; y por eso nunca podremos encontrar el eslabón perdido; es decir, el primer espécimen de un linaje nuevo; pues nadie sabe exactamente cómo sería el candidato ni tampoco qué buscar. Sin embargo, tenemos la herramienta que nos permite precisar los momentos en que los distintos linajes se han separado unos de otros. Esa herramienta es la genética, y gracias a ella podemos averiguar cuándo fue la última ocasión en que dos individuos compartieron un antepasado común. Como explico en mi libro, Civilizaciones perdidas. Las huellas secretas del pasado remoto, «esta técnica parte de la idea de que los organismos –conforme avanza el tiempo– evolucionan, cambian, y en consecuencia su ADN también». Los cambios que interesan aquí son los pequeños cambios que no afectan al funcionamiento del organismo en cuestión. La acumulación de esos cambios nimios no funcionales son los que establecen las pautas lógicas del reloj molecular. Si medimos las diferencias en los fragmentos no funcionales del ADN podremos saber cuándo fue la última ocasión que dos organismos compartieron un antepasado. De este modo, los paleoantropólogos saben en qué nivel del terreno tienen que excavar; o en su defecto saben qué es lo que se pueden encontrar.
El ácido desoxirribonucleico, portador de la herencia genética, es también extremadamente frágil, haciéndose añicos tras la muerte de un animal o una planta, por lo que las posibilidades de recuperar largas secuencias del mismo son improbables. La buena noticia es que la tecnología actual nos permite reconstruir el ADN ocasionalmente; como es el caso del Cromañón, la versión «antigua» de Homo sapiens, o la reconstrucción del ADN del neandertal3. La fiabilidad de la ingeniería genética está fuera de toda duda.
La ingeniería genética nos ha permitido contextualizar los grandes hitos evolutivos hasta llegar a nosotros. Es más, los últimos análisis genéticos y los hallazgos más recientes de fósiles indican que la historia evolutiva de la humanidad es más intrigante de lo que hubiésemos imaginado.
Ahora sabemos que los ancestros comunes a los humanos y los chimpancés se dividen en dos ramas: una nos lleva a los prehumanos y, posteriormente, a los humanos; la otra nos conduce a los prechimpancés y luego a los chimpancés. Esta importante escisión se dio hace entre ocho y diez millones de años. Es conocida como la gran ramificación o big branching4. Hace cuatro millones de años aparece una criatura exclusivamente bípeda; el Australopithecus anamensis. Este homínido dominó un entorno de grandes praderas, sin apenas árboles; etapa conocida como grass growing. Finalmente, hace tres millones de años, nos topamos con los inicios del género Homo, capaz de tallar la piedra y cazar para alimentarse. A esta etapa se la conoce como Homo hunter. Así pues, nuestros antepasados adquirieron apariencia humana hace entre tres y dos millones de años.
¿HERRAMIENTAS ANTERIORES A LOS PRIMEROS HUMANOS?
Las herramientas de piedra son lo que caracteriza a los homínidos; y en particular al género Homo, por eso el descubrimiento llevado a cabo por los investigadores Jason Lewis y Sonia Harmand de la Universidad de Stony Brook, en los Estados Unidos, han entusiasmado a la comunidad científica. Ambos investigadores estaban trabajando al oeste del lago Turkana, en Kenia –una de las cunas de la humanidad– cuando decidieron ampliar su investigación de campo en un lugar cerca del río Lomekwi, al norte del país; un lugar donde, en 1998, se encontraron los restos de un nuevo género de homínido contemporáneo de los australopitecos, el Kenyanthropus platyops, u ‘hombre de la cara plana’, con una antigüedad de 3,5 millones de años.

Cráneo fosilizado del Kenyanthropus platyops. The Natural History Museum of Lausanne, Suiza.
El caso es que ambos erraron el camino y por equivocación fueron a parar a otro lugar no explorado. Fue allí donde pudieron encontrar, en el transcurso de una prospección rápida, instrumentos líticos. Hasta la fecha han extraído del yacimiento, bautizado como Lomekwi 3, una treintena de lascas, siete percutores, varios yunques y más de un centenar de otras herramientas que están siendo objeto de estudio. Antes de este hallazgo se estimaba en 2,7 millones de años la edad de las primeras herramientas de piedra conocidas; y presumiblemente pudieron haber sido ejecutadas por varias especies de homínidos, varios géneros interesados en experimentar y desarrollar la talla de herramientas de piedra. Esta datación se refiere a los testimonios de tecnología lítica en los yacimientos de Gona, en Etiopía, y de Lokalelei, en Kenia, dos factorías líticas contemporáneas de talla de piedra que presentan dos niveles de dominio técnico muy diferentes y que junto a Lomekwi 3 nos obligan a reconsiderar nuestros planteamientos al respecto.

Una de las herramientas desenterradas del yacimiento próximo al lago Turkana (Kenia).
La antigüedad de los útiles líticos de Lomekwi 3 significa, con los conocimientos actuales, que los autores de esta tecnología no han podido ser humanos. En marzo de 2015 se descubrió una mandíbula del género Homo de 2,8 millones de años, en Etiopía, retrocediendo en cuatrocientos mil años la aparición de nuestra especie, surgida hace unos doscientos mil años. Como vemos, estos testimonios de una humanidad antigua no nos permiten considerar al sapiens como el autor de estas herramientas. Entonces, ¿quién fabricó estas herramientas prehumanas y preolduvayenses? ¿Fue el Kenyanthropus platyops la única especie conocida que recorrió aquella región del lago Turkana; o fue el Australopithecus afarensis?
Estamos ante el testimonio de la industria prehumana más antigua conocida hasta el momento, nada menos que setecientos mil años anterior a la cultura olduvayense que se consideraba la primera antes de este descubrimiento. Desde un punto de vista filosófico pero también científico se abren numerosos interrogantes sobre la aparición de la «conciencia reflexiva» en otras especies prehumanas con capacidad para la creación y de la imitación entre otras habilidades cognitivas complejas. Vemos que la evolución no es lineal en absoluto; quizás esta cultura lítica fue adquirida por prehumanos y humanos al mismo tiempo en diferentes contextos. En realidad nadie lo sabe, por ahora.
Hace algún tiempo, el árbol genealógico humano presentaba una visión evolutiva del Homo sapiens mucho más sencilla: El Australopithecus habría dado lugar al Homo erectus, mientras que este habría dado lugar a su vez a los neandertales, el paso evolutivo previo a nuestra aparición como especie. Naturalmente, las cosas ahora son mucho más complejas debido a los revolucionarios descubrimientos que parecen sucederse a velocidad de vértigo; desvelando, entre otras cosas, algo inaudito hace apenas unos años; y es que los últimos estudios constatan la coexistencia de varias especies de homininos sobre nuestro planeta en diferentes contextos temporales. Este sorprendente descubrimiento ha excitado la imaginación de muchos paleoantropólogos que se preguntan cómo se interrelacionaron estas especies. Esta cuestión ha abierto la puerta a un nuevo campo de estudio cuya clarificación puede ayudarnos a comprender muchas otras incógnitas sobre la cognición humana o las causas que llevaron a la extinción de algunas de estas especies.
Hasta la fecha, los fósiles de Homininae encontrados en África son: un prehumano5 cuya edad se calcula en unos 4,4 millones de años conocido como Ardipithecus ramidus, el Australopithecus anamensis, de 4,2 millones de años y finalmente el Australopithecus afarensis de 3,8 millones de años. El famoso espécimen de Lucy pertenece a la misma especie y tiene una edad de 3,2 millones de años.
El descubrimiento del Australopithecus anamensis se lo debemos a Tim White, un paleoantropólogo, que en diciembre de 2005, en compañía de su equipo, sacó a la luz una treintena de restos prehumanos al nordeste de Etiopía, en la localidad de Asa Issie. Los nuevos restos óseos parecen corresponderse con ocho individuos de Australopithecus anamensis, una criatura un poco más antigua que la popular Lucy. Tras los exhaustivos análisis llevados a cabo por los expertos se puede afirmar que el Australopithecus anamensis, una criatura con codos inestables y rodillas estables, es un tipo prehumano que ha perdido la costumbre de trepar, mientras que el Australopithecus afarensis sigue trepando además de caminar erguido. Por lo tanto, lo más probable es que algunos prehumanos precedan al género Homo mientras que otros, simplemente, evolucionaron de otro modo.
SELAM, LA HIJA DE LUCY
Hasta no hace mucho, los restos de Lucy, descubiertos en 1974 en Etiopía, eran los restos mejor conservados de un esqueleto fosilizado de Australopithecus afarensis con una edad estimada de unos 3,3 millones de años. Se trataba de un esqueleto incompleto de una antecesora de los seres humanos.

Representación artística de Lucy. Museo Nacional de Historia Natural del Instituto Smithsoniano. Washington D. C., Estados Unidos.
No muy lejos del yacimiento donde se encontraron los restos de Lucy, a apenas unos cuatro kilómetros de distancia, en un yacimiento conocido como Dikika, otro equipo, dirigido por Zeresenay Alemseged, del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva de Leipzig, se vio sorprendido, una tarde del 10 de diciembre del 2000, por la mirada de un rostro diminuto conectado al resto de un esqueleto aprisionado en el interior de un bloque de arenisca de apenas el tamaño de una pequeña sandía. En un primer vistazo, el especialista se percató de la trascendencia de aquel encuentro con un antepasado remoto de la humanidad. El cráneo presentaba un aspecto similar al de los humanos modernos, con las características propias de un hominino, como cejas poco pronunciadas o caninos más bien pequeños. Durante cinco años, el equipo de Alemseged se dedicó a la laboriosa tarea de limpiar el sedimento cementado que cubría el espécimen. Pasado ese tiempo los elementos anatómicos clave del fósil quedaron al descubierto y se elaboraron las primeras conclusiones científicas. El equipo decidió bautizar al espécimen con el nombre de Selam (que significa paz en varias lenguas etíopes).

Selam. Cráneo fosilizado de un Australopithecus afarensis de un individuo de tres años de edad encontrado en el yacimiento de Dikika, Etiopía, en el año 2000. Datado en 3,3 millones de años es aproximadamente 120.000 años mayor que la famosa Lucy.
Los investigadores aseguran que los restos corresponden a una hembra de unos tres años de edad; un individuo infantil antiguo con apenas referentes fósiles descubiertos de interés paleoantropológico. Dado que presenta huesos que faltaban en Lucy los expertos pueden afirmar que estamos ante una especie mixta, con costumbres arborícolas pero bípeda. Hay quien cree ver una filiación entre el Australopithecus afarensis (Lucy y Selam) y el Australopithecus anamensis; una forma prehumana de 4,2 millones de años que, sin embargo, no trepa; cosa que sí hace el afarensis, por lo que cuesta dar crédito a este entronque por el que abogan algunos. Este yacimiento no ha dejado de dar sorpresas. En 2009 los investigadores encontraron ¡huesos de animales con marcas datados en unos 3,4 millones de años! Esas marcas parecen ser los cortes producidos por herramientas especialmente diseñadas para extraer el tuétano. De ser así, deberíamos replantearnos la percepción que actualmente tenemos sobre las capacidades cognitivas de nuestros antepasados más remotos.
En agosto de 2010, en un lugar conocido con el nombre de Malapa, un niño paseaba por el campo en compañía de su perro cuando se encontró con una clavícula de homínido que emergía del suelo. Aquel niño era el hijo de uno de los más reputados paleoantropólogos de Sudáfrica, Lee Berger, de la Universidad de Witwatersrand en Johannesburgo. Aquel hallazgo llamó poderosamente la atención de su padre y tras meses de arduo trabajo excavando y seleccionando los restos fósiles que compartían espacio con el indicio óseo desenterrado por su hijo, llegó a la conclusión de que los restos que tenía ante sus ojos pertenecían a una nueva especie: el Australopithecus sediba. Hasta hace un tiempo y a partir de unos pocos datos se había planteado que el género Homo hizo su aparición en el este del continente africano, y que la especie a la que pertenecía Lucy, el Australopithecus afarensis, habría dado lugar al primer representante de nuestro linaje; el Homo habilis. El descubrimiento de Malapa contradice esta clásica interpretación. Los restos óseos pertenecen a una nueva especie humana con una mezcla de rasgos anatómicos tanto del Australopiteco como del Homo; lo que nos lleva a considerar muy seriamente que estamos ante el antepasado del Homo más directo conocido hasta la fecha; pero, realmente, ¿podemos estar seguros?
HOMINOIDEOS
La clasificación de los hominoideos comprende los géneros Ardipithecus, Australopithecus y Homo; género al que pertenecemos nosotros. A su vez, todos estos géneros pertenecen a la subfamilia de los homininos. Los gorilas y los chimpancés, nuestros parientes más cercanos, comparten con nosotros la clasificación científica de homínidos. El esquema estaría compuesto por una superfamilia que comprende los hominoideos; una familia que comprende, en orden descendente y con ramificación individualizada, los hilobátidos, los homínidos y los póngidos. Una subfamilia compuesta por hilobátinos, que a su vez descienden de los hilobátidos, los paninos y homininos que parten de los homínidos, y que comprenden los géneros descritos al principio.
La aventura de Berger no ha concluido con este fabuloso descubrimiento. Espoleado por la fama no le fue difícil conseguir recursos para continuar con sus investigaciones de campo. En otoño de 2013 volvió a sorprender a toda la comunidad científica internacional anunciando un nuevo hallazgo que, en realidad, había sido descubierto el anterior mes de septiembre por un grupo de espeleólogos. En una galería de cuevas, situada a las afueras de Johannesburgo, conocidas como Rising Start, su equipo había estado buscando los restos fósiles de miembros extintos de la familia humana. Los entusiastas de la paleoantropología pudieron seguir en tiempo real, gracias a las redes sociales, las aventuras de los intrépidos exploradores. Al extraer los restos, los investigadores se percataron de que allí no yacían sólo los restos de un individuo; sino de una población entera. Sólo en la primera fase de la excavación, lo que apenas supone arañar la superficie, se contabilizaron más de 1550 fragmentos de huesos, por lo que aún quedaban por desenterrar muchos miles de fragmentos más. Desde el principio, los expertos sospecharon que los fragmentos de esqueletos que estaban siendo objeto de estudio por parte de Lee Berger, procedían de una especie desconocida; y en efecto, en septiembre de 2015, Berger y su equipo dieron a conocer la buena nueva al mundo. Los 1550 fragmentos óseos pertenecían a quince individuos de una nueva especie a la que el equipo bautizó con el nombre de Homo naledi en honor a la cueva donde se produjo el hallazgo, del que debe ser considerado, a partir de ahora, como el último miembro del linaje humano. Sus características anatómicas permiten a los expertos colocar al Homo naledi entre los Australopitecos y el Homo erectus. El cerebro del Homo naledi era algo más grande que el del chimpancé y, a pesar de ello, el equipo de Berger ha descubierto que enterraban a sus muertos de forma deliberada; un comportamiento que, pensábamos, sólo se habría dado mucho tiempo después entre los neandertales o los sapiens. El Homo naledi habría vivido en aquel lugar unos dos millones de años. Por ahora, todo lo que rodea a esta nueva especie resulta un enigma. El Homo naledi, descubierto en 2013, ha venido a enriquecer considerablemente la información aportada por Berger en sus anteriores campañas; lo que contribuirá, en las próximas décadas, a esclarecer con mayor detalle el génesis del género Homo. Pero las sorpresas no acaban aquí; años antes, en 2004, otro asombroso hallazgo sorprendió a la comunidad científica al otro lado del globo, en el océano Índico.
3 En estos momentos los científicos están trabajando en la reconstrucción del ADN del mítico neandertal tratando de ordenar la friolera de tres mil millones de nucleótidos.
4 Esta nomenclatura se la debemos al paleontólogo francés Yves Coppens.
5 La historia de nuestra familia se presenta en dos grandes fases sucesivas, los prehumanos y los humanos, fases que en parte se superponen, porque los últimos prehumanos son contemporáneos de los primeros humanos. El homínido prehumano más antiguo actualmente conocido tiene siete millones de años y se llama Tumai, mientras que el primer hombre digno de este nombre tiene cerca de tres millones de años. Parece ser que unos prehumanos dieron lugar al nacimiento del género Homo y otros continuaron su evolución.
En la isla indonesia de Flores sus habitantes refieren en sus tradiciones la historia de ebu gogo, ‘la abuela que todo lo come’; una pequeña criatura similar a los humanos con un apetito voraz y una peculiar forma de caminar un tanto titubeante que se agazapa en la hojarasca lejos de miradas indiscretas. Durante un tiempo, los antropólogos pensaron que este ser legendario tenía su origen en el imaginario popular de los habitantes de esta isla, pero en 2004 cambiaron de parecer.
Siempre se había pensado que los macacos habían inspirado a los habitantes de Flores a la hora de elaborar el mito de ebu gogo, pero en octubre de 2004 un equipo de investigadores australianos, Peter Brown y Michael Morwood, que estaban excavando en una cueva de la isla conocida por los lugareños con el nombre de Liang Bua, se toparon con lo extraordinario: los restos de un humano liliputiense –pues apenas alcanzaba el metro de estatura– y que vivió hace unos doce mil años en la zona. Se trataba de un descubrimiento único pues se pensaba que, tras la desaparición de los neandertales en el continente europeo y del Homo erectus en Asia, el Homo sapiens había sido el único homínido que habría habitado el planeta durante los últimos veinticinco mil años; pero eso no es todo. Los únicos seres de pequeñas dimensiones que se parecían a esta criatura eran los australopitecinos; los cuáles habían habitado la Tierra mucho antes que los Homo sapiens; en concreto hace unos tres millones de años.

Isla de Flores (Indonesia, océano Índico). Escenario donde se desenvolvió el enigmático Homo floresiensis. Fuente: Google Maps
Resulta asombroso saber que nuestra especie compartió el planeta con un ser tan bajito, con un cerebro del tamaño de un pomelo que, sin embargo, a tenor de los indicios arqueológicos encontrados, desarrolló una cognición similar a la del Homo sapiens. El espécimen, denominado LB1, de unos diecisiete mil años de antigüedad, pronto adquiriría el imaginativo apodo del Hobbit. El equipo de paleoantropólogos lo tenía claro: estaban ante una nueva especie, así que la bautizaron como Homo floresiensis.
Rápidamente, algunos escépticos consideraron los restos como los de un hombre enfermo que había sufrido una deformidad. Esta ocurrencia evoca en mi mente los primeros debates sobre el neandertal, considerado, durante un tiempo, como un ser enfermo y torpe. Un episodio vergonzoso que se ha vuelto a repetir con el Homo floresiensis, y todo por no comprender algunas leyes del mundo natural, al menos la más fundamental de todas, y es que todos las criaturas de la Tierra, incluidos nosotros y nuestros ancestros, estamos subyugados a ellas nos guste o no.
Aunque nos resulte curioso, la estatura del hombre de Flores se justifica por su insularidad. El eminente antropólogo Yves Coppens lo explica muy bien:
En una isla, la diversidad biológica es mucho más baja que en el continente y, por consiguiente, hay menos carnívoros, esto da lugar a una reducción del tamaño de los primeros y a un aumento del tamaño de los segundos; se cree que, liberados de ciertas presiones ligadas a la búsqueda de alimento, a la competencia y a la depredación, los animales acceden a una especie de ideal energético.
En 1998 un equipo de arqueólogos de la Universidad de Nueva Inglaterra en Armidale, explorando la región central de la isla, en la depresión de Soa, encontraron unos instrumentos líticos de algo más de ochocientos mil años. Estos útiles no compartían, sin embargo, espacio con ningún resto humano, por lo que los expertos consideraron que, dado que el Homo erectus es el único homínido que, que se conozca, pobló aquellas latitudes en aquella época, este debió ser su autor.
Quisiera hacer un inciso antes de seguir para aclarar las cosas en este enrevesado puzle evolutivo, y es constatar que descubrir, hace algo más de una década, que el Homo erectus había sobrevivido en la isla de Java hace unos veinticinco mil años representó para la comunidad paleoantropológica toda una revolución, pues su extinción fue posterior a la llegada del Homo sapiens a ese remoto lugar del planeta e incluso posterior a la desaparición de los neandertales en el continente europeo. El hallazgo de una tercera especie de homínido ha sido, hasta la fecha, el colofón del nuevo paradigma que se está escribiendo ahora. Pero sigamos con el erectus…
El hallazgo causó sensación, pues aquello significaba que el Homo erectus había sido capaz no sólo de construir primitivas embarcaciones, sino además de planificar un viaje de esas características6. Intrigados por aquel descubrimiento y con el propósito de documentar períodos subsiguientes de ocupación humana, los arqueólogos centraron su atención en el yacimiento de Liang Bua, la cueva caliza donde se han localizado los restos del Homo floresiensis. Pronto encontraron restos de otras especies que también sufrieron los efectos de la insularidad; es el caso de los huesos de Stegodon, una variante enana de un pariente próximo de elefante moderno que, a su vez, compartía espacio con numerosos útiles de factura lítica. Luego se sucedería el descubrimiento de un premolar con connotaciones humanas pero alejado del tipo actual. Aquella pequeña pista vaticinaba novedosos descubrimientos, pero no hasta el punto de encontrar el esqueleto del floresiensis. Aunque su morfología presentaba algunos rasgos primitivos en otros aspectos, resultaba familiar evocando con claridad nuestro género. Tras un largo debate hoy casi nadie discute que se trata de un Homo erectus que sufrió un «nanismo» –debido a un trastorno hormonal que también encontramos en otros mamíferos, aves e incluso reptiles– motivado por el aislamiento en un ámbito geográfico limitado y no muy extenso.

El Homo floresiensis, apodado el Hobbit, fue un asombroso homínido que permaneció vivo sobre el planeta hasta hace unos diecisiete mil años.
Así que el hombre, tras irrumpir en el continente africano, comenzó a expandirse por este continente hará unos dos millones y medio de años. Sus pasos le llevarían a pisar suelo euroasiático, lo que le permitirá introducirse en ciertos territorios de Indonesia, en la actual Java. Con el tiempo Java acabaría convirtiéndose en una isla, hará 1,8 millones de años; es allí donde nuestro Hombre de Java quedaría aislado de otras tierras y, por deriva genética, acabaría transformándose en el Homo soloensis; y es aquí donde da el salto, hace entre ochocientos y novecientos mil años, hasta la isla de Flores, donde acabará por convertirse en la pequeña criatura que tanta curiosidad despierta en el mundo entero. Pero sigamos con las sorpresas…
Uno de los distintivos de la evolución humana tiene que ver con el engrandecimiento del cerebro. Nuestros antepasados fueron multiplicando, a lo largo de unos siete millones de años, su capacidad craneana desde los 360 centímetros cúbicos del homínido más antiguo conocido hasta la fecha, el Sahelanthropus, hasta los 1.350 centímetros cúbicos de los humanos más modernos. Este incremento evolucionó paralelamente con la cultura material de estas criaturas; por eso resulta impensable, conforme a nuestros parámetros actuales, desarrollar una cultura compleja sin la capacidad craneana adecuada. El Homo floresiensis viene a cuestionar esta interpretación, pues su capacidad es infinitamente menor. Para que nos hagamos una idea, el cráneo de menor tamaño de un miembro de nuestro género corresponde a un Homo habilis con una capacidad de unos 509 centímetros cúbicos ¡El cerebro del Homo floresiensis era un veinte por ciento menor! De unos 380 centímetros cúbicos. Vamos que el cerebro era similar en tamaño al de un chimpancé y, sin embargo, los diversos instrumentos extraídos de Liang Bua están muy elaborados. Entrañan por lo tanto un nivel de complejidad cultural inaudito y que hasta ahora sólo se atribuía a los Homo sapiens. Es más, hay quien sugiere que estos últimos habrían copiado a los floresiensis empleando para ello las mismas técnicas de talla olduvayense que nuestros antepasados en África ejecutaban hace la friolera de dos millones de años. Cultura material que continuaron los posteriores Homo sapiens que habitaron la cueva de Liang Bua once mil años atrás. Algo a todas luces increíble salvo que nos dejemos llevar por las apariencias. Pero existe otro detalle interesantísimo que no podemos dejar pasar por alto, y es que el Homo floresiensis sabía cocinar. La presencia de huesos carbonizados indica que este homínido de cerebro pequeño controlaba el fuego mucho antes de que ese elemento cognitivo se revelase en los neandertales hace unos doscientos mil años en territorio europeo, que eran criaturas con un cerebro notablemente más grande. Creo que la neurociencia podrá algún día dar cumplida respuesta a este misterio, pero si nos fijamos un poco, veremos que la reconstrucción virtual del interior del cráneo del Homo floresiensis a partir de técnicas tomográficas evidencia que a pesar de su más que evidente pequeño tamaño, su cerebro poseía un área de Brodmann 10 expandida, una región del cerebro humano diseñada para llevar a cabo funcionalidades cognitivas de gran complejidad. Tal vez el tamaño no importa cuando la evolución decide diseñar cerebros más eficaces echando mano de aquellas características más avanzadas de su fisiología; pero francamente esto necesita ser clarificado por la neurociencia en el sentido de determinar el nivel de inteligencia en un cerebro tan modesto. Algunos expertos, como Dean Falk, de la Universidad de Florida, se cuestionan si el cerebro del floresiensis no sería una versión miniaturizada del cerebro humano moderno.
En 2005, el hallazgo en Liang Bua de restos óseos de, al menos, ocho nuevos individuos con las características anatómicas del Homo floresiensis, acabaron por zanjar definitivamente el debate escéptico que cuestionaba la interpretación esgrimida por sus descubridores al afirmar que estaban ante una nueva especie con todas las de la ley.
6 Antes de este descubrimiento se aceptaba que las primeras incursiones marítimas habían hecho su aparición entre sesenta y cuarenta mil años atrás, cuando el Homo sapiens se aventuró a cruzar el océano mediante balsas naturales que, por ejemplo, le llevaron hasta Australia.