Sepan los que quieren morir
que yo también tengo la culpa
Vivo entre nosotros
LEONARDO MILLA
Este es un libro peligroso. Que no se deje el lector desprevenido (la lectora, sobre todo) engañar por la facilidad casi adictiva con la que se lee. Que no baje la guardia ante las sonrisas cómplices que produce, la cercanía con la que se mete en ese territorio en el que muchas mujeres nos sentimos una sola, ante la confesión que, según las convenciones, debería inspirar pena ajena, pero termina inspirando más bien identificación. Porque las mujeres, las que nos preciamos de ser «complejas», podemos muy bien un día leer a Sándor Márai y al día siguiente temer más que la muerte el roce de las patas de una asquerosísima cucaracha inmunda.
A este tipo de mujer nos gusta que nos digan las cosas como son, pero solo cuando hemos dado permiso a alguien para que lo haga (¡ay del que pretenda soltarnos un consejo así nada más!). Y ese permiso nunca es explícito. Hay que adivinarlo.
Es la misma que llora una y mil veces con El diario de Bridget Jones, pero que un buen día, como en el capítulo 43, se indigna de ver Grey’s Anatomy porque «no puede ser que a estas alturas nos tomen por imbéciles», y apaga el televisor con un respingo.
Este es un libro que les habla a las mujeres que se creen valientes aunque se confiesen cobardes y a las que creen que el valor es tener la capacidad de sacar una mano ante lo que te cae encima como un piano de cola desde un quinto piso: un divorcio, una infidelidad, un largo etcétera.
También les habla a las mujeres que han sido etiquetadas como «interesantes» desde chiquitas y han aprendido a entenderse con los demás «interesantes» del mundo en una especie de «cuti» que sólo entre ellos se habla (y no siempre se entiende).
Más peligroso te resultará este texto si escribes. Confirmará eso que siempre has estado pensando, en medio del delirio de creerte que lo que escribes le sirve a alguien: que en realidad los que escribimos somos seres más bien prescindibles. Que el mundo ya estaba inventado antes de que agarráramos un teclado y que va a seguir estándolo cuando la artritis nos convierta los dedos en grissini. Que eso del bloqueo del escritor no es más que una excusa medio chic (a los ojos de los que no escriben, claro) para procrastinar. Que escribir es un oficio tan raro y volátil que no se lo puede definir en esas casillas de los formularios que piden «oficio» y te dan espacio para una palabra de 8 letras.
Leila Macor tiene rato haciendo de las suyas en un blog en el que periodismo, ficción y diario íntimo se van turnando y mezclando en instantáneas con las que muchas mujeres, sobre todo las que compartimos este oficio, podemos vernos reflejadas independientemente de nuestro lugar de residencia o nuestro estado civil.
Con su brutal honestidad (en ese orden y no el contrario), Macor se mete en las gavetas, en la nevera, en la biblioteca y el televisor –ese que se pasa el día entero emitiendo recuerdos hirientes en forma de collage chick-flick, dignos de una tortura terapéutica al estilo Naranja mecánica–, que muchas mujeres llevamos por dentro.
En más de una ocasión, vas a sentir que te está dando un espaldarazo. Vas a decir «ah, mira, ella entiende, ella también sabe que los que creen en la astrología son más fundamentalistas religiosos que los fundamentalistas religiosos, que no hay peor mal para el resto de la humanidad que confesar que tienes más de 30 y no has tenido hijos, aunque para ti el peor de los males sea un corrector que no entiende nada de ortografía o una mecanógrafa que no sabe escribir, ella está contigo».
En otros momentos, simplemente te vas a morir de la risa o de la ternura, o de una mezcla de ambas, como cuando piensas en tu mamá tratando de hacer un doble click para hablar contigo, porque ahora tú y ella están viviendo lejos, muy lejos, como lo hacen casi todos los hijos y las madres de un par de generaciones a esta parte.
Y así, de repente, embelesada y distraída vas a estar allí, recordando el peso del olvido, la crueldad del recuerdo, el pudor ante la revelación de lo que has estado negando, sintiendo la explosión de una bomba a la que tú misma le abriste la puerta de tu casa, como se le hace a un vampiro.
Estas páginas pueden dejarnos como esa línea en una canción de Sabina: «En mitad de la calle y desnudas». Así que si te arriesgas a leer, mejor llévate una muda de ropa. O al menos unas pantaleticas extra.
Pero eso es lo que pasa con los libros que vale la pena leer. Son peligrosos. Sobre todo si eres de esas que se jurungan cada tanto la cabeza y el pecho, para ver qué es lo que está pasando allí. Y lo son porque mientras te ríes o te quedas tiesa, allá en el fondo se despierta la vocecita, esa misma que te ha dicho tantas cosas cuando estabas a punto de dormirte (Macor se declara insomne, por cierto) y tantas otras cuando estabas por dar ese paso, «El paso» que suponías como definitivo para resolver algún asunto pendiente en tu vida.
Por eso, porque este libro es peligroso, es que vale la pena leerlo.
Así que ya lo sabes. No digas que no te avisé.
Cynthia Rodríguez
Caracas, septiembre de 2012
P.D.: No, no hay manera humana de voltear una cucaracha muerta.
© Leila Macor, 2012
© Ediciones Puntocero, 2012
© alfadigital.es, 2016
Primera edición digital: agosto de 2016
www.alfadigital.es
Escríbanos a: contacto@editorial-alfa.com
Síganos en twitter: @alfadigital_es
ISBN Digital: 978-84-16687-99-2
ISBN Impreso: 978-980-7312-21-9
Diseño de colección
Ediciones Puntocero
Corrección ortotipográfica
Carlos González Nieto
Conversión a formato digital
Sara Núñez Casanova
Fotografía de portada
Istockphoto.com
Una vez tuve a dos personas subordinadas a mí, lo que se parece bastante a lo que se llama «ser jefe», aunque todo eso fue más bien el desafortunado desenlace de una serie de coincidencias. Fue hace muchos años, en la era de la Mac Performa, cuando la forma más ágil de comunicarse era el fax, los celulares eran una excentricidad de los corredores de bolsa e internet una cosa de la Nasa que usaban algunos académicos no se sabía bien para qué.
Yo tenía 21 o 22 años, vivía en Caracas, iba a la universidad y trabajaba en la Fundación Rómulo Betancourt. Éramos más o menos diez funcionarios normales y tres temidas archivólogas. Los trece nos sentíamos los paladines de la historia del siglo XX de nuestro país. Así mismo, tan rimbombante como suena. Nuestro trabajo consistía en preservar los manuscritos del endemoniadamente prolífico Rómulo Betancourt, expadre de la democracia venezolana (Hugo Chávez le retiró el título) y exejemplo para el resto de Latinoamérica. Nos ocupábamos de organizar, analizar y publicar las cartas que Rómulo (todos lo tuteábamos) había escrito y recibido desde los años 20 hasta que murió en 1981. A veces aparecían en la Fundación historiadores gringos, europeos, asiáticos, más despistados que cucaracha en baile de gallina, buscando material para alguna tesis de doctorado sobre la temprana historia de la democracia venezolana; caramba, qué orgullo nos daba eso. Eran unos tipos silenciosos que se encerraban en el Archivo y no decían nunca qué era lo que querían exactamente, cosa que ponía de muy mal humor a las archivólogas.
Las archivólogas eran tres ancianas que habían conocido a Rómulo, lo que les confería una especie de autoridad. Nosotros, los normales, podíamos estimarlo o no, a veces hasta criticábamos algunas de sus decisiones políticas, grosso modo lo respetábamos, pero las archivólogas Lo Querían. Y si un día hay que dejar como legado un archivo con el que se escribirá la Historia, créanme que lo más deseable es contar con el amor de una archivóloga.
Entretanto, mi jefe argentino había renunciado y me había dejado sola en ese mundo de Gente Grande, donde tenía que transcribir, corregir y publicar miles de cartas. Ya le conocía la letra a Rómulo, a sus amigos conspiradores, a sus enemigos, a todos los liberales, socialistas, comunistas y anarquistas que andaban agitando al Pueblo en la primera mitad del siglo pasado. Me gustaba mucho poner notas al pie. «Tal carta, sin firma en el original, es adjudicada a Valmore Rodríguez», por ejemplo, cosa que yo misma «adjudicaba» de una forma bastante expeditiva fundamentándome en el hecho de que el tal Valmore hacía la T así y asá.
Hasta que un día dije: «¡Esto es demasiado, así no se puede trabajar!» y conseguí que me asignaran a una mecanógrafa y un corrector. El corrector tenía mala ortografía y la mecanógrafa era casi analfabeta. «¡Esto es imposible, es una ignominia!», protesté. Pero el corrector venía recomendado, punto. Y la mecanógrafa era una empleada de la limpieza que sería transferida a mi departamento para ahorrar costos; yo era clasista y cruel si dudaba de que su buena voluntad fuera capaz de transformarse en un conocimiento pleno del alfabeto y de sus potenciales combinaciones.
El corrector era un hombre gordo, diez años mayor que yo, que me veía como una niñita sobrevalorada. Su mirada estaba llena de desprecio y lascivia. La mujer que me lo había encargado me dijo: «Enséñale a corregir, vale». Luego de comprobar que el señor no sabía distinguir «haber» de «a ver», le pedí que solo se dedicara a cotejar, con las cartas originales, los textos transcritos por la recién alfabetizada mecanógrafa. Creo que fue lo único que logré exigirle, porque no doy órdenes sino rodeos, no pido trabajos sino disculpas. No soy una máquina biológica diseñada para ejercer ninguna clase de poder.
Pero no duró mucho el señor. Tras mis protestas y su evidente falta de interés (solamente podía hablar de béisbol), fue despedido un par de meses después. No le sirvieron sus influencias. En cambio a la mecanógrafa le fue mejor. A pesar de que antes de ser ascendida habría escrito unas 100 palabras en total en su vida y que se refería a las viejitas como «las archibiólogas», hizo un curso, puso gran empeño y aprendió a mecanografiar con todos los dedos, aunque con la mayor lentitud. Igual nadie en la Fundación tenía ningún apuro y nos enorgullecía nuestro experimento privado de ascenso social. Solo espero que la mujer haya desentrañado bien los garabatos que los presos políticos habían escrito en clave para conspirar contra las sucesivas dictaduras.
Los historiadores suecos, gringos y japoneses que venían a investigar la historia reciente de Venezuela, bien podían haberse detenido a mirar cómo operábamos en la Fundación para hacerse una idea de lo frágil que era nuestra democracia y de cómo se supone que debía funcionar.
Tengo tendinitis en una rodilla. Específicamente en un lugar con el gracioso nombre de «poplíteo», que es el hueco posterior de la rodilla; donde dobla uno la pata, digamos, y ocasionalmente la estira. Qué tiene que ver una inflamación poplítea con qué, se preguntará el lector. Pues nada. Ya lo verá.
Después de mi genial idea de ponerme a esquiar en Chile, poseída por el maligno espíritu de una turista esnob, mi rodilla no me ha perdonado las ínfulas de deportista. Y al cabo de casi siete meses de dolor, la única constatación que he podido hacer sobre la Vida y la Verdad es: nunca te roban tanto como cuando más necesitas ayuda.
Como soy un bicho escéptico, alópata y cínico, por supuesto acudí a un traumatólogo y luego a una fisiatra, quien me envió dos semanas a fisioterapia. Comencé a sentir que me estaban jodiendo cuando insertaron mi pierna en un cilindro hueco y lo «encendieron» sin que yo notara ninguna diferencia respecto de su estado anterior, por lo que aquello para mí bien podía ser un rollo de papel higiénico gigante.
–¿Y esto qué hace? –(siempre cometo el error de preguntar).
–Esto te ordena las moléculas.
Ahora resulta que tengo las moléculas desordenadas.
–Yo habría jurado que si un día me ordenaban las moléculas al menos iba a sentir algo –dije.
La verdad es que me ofendió mucho que me acusaran de tener mis moléculas en desorden.
–No, no, esto tiene un campo magnético que te las ordena nada más, no se siente.
–¿Pero te las ordena cómo?
–Así, te las pone en orden.
¿Y si en el proceso de ordenar mis moléculas libertinas me trastornaba todas las que estaban en su lugar? ¿Cómo sabía el coso ese dónde iba cada una? Yo tenía demasiadas preguntas y el chico era apenas un operador sin la menor idea del principio científico del cilindro, cuyo funcionamiento era imposible constatar.
Me prescribieron otras dos semanas de fisioterapia con un aparato distinto pero igual de delirante. Tampoco sirvió. Estaba perdiendo un montón de tiempo y de dinero en meter la pata en máquinas imperceptibles. Mis amigas místico-fantásticas me insistieron entonces en que probara terapias alternativas y terminé citando a un acupuntor a casa. Era un hombrecito bajo, rechoncho y bigotudo, como habría dibujado Quino a un corredor de seguros. Quiso saber cómo andaba yo espiritualmente.
–Dime con cuál de estos sentimientos te identificas más: ira, tristeza, miedo, preocupación, confusión.
–¿Puedo decir más de uno?
–Claro, claro.
–Bueno, ¿cómo fue que dijo?
–Ira, tristeza, miedo, preocupación, confusión.
–Vale. Todo eso.
Me miró con espanto. Estaba delante del tristísimo espécimen de una positivista desorientada y espiritualmente discapacitada. Decidió que me dolía la rodilla porque había perdido mi Centro y que su misión sería ayudarme a reencontrarme conmigo misma y mi propia Verdad Profunda. La tendinitis era solo una manifestación exterior de mi malestar interno.
–Pero mire que en serio todo comenzó cuando me puse a esquiar en Chile –le recordé.
Mi amiga Magdalena, que es brillante, me comentó luego que lo perverso de esta forma de «pensamiento», o como se lo quiera llamar, es que te hace sentir responsable de tus dolencias físicas. Es decir, ahora no solo debía lidiar con mi inflamación poplítea izquierda, sino además tenía que soportar el sentimiento de culpa por haberme generado tal cosa de tanto descuidar mi vida espiritual.
Me puso una aguja en el centro de la cabeza a la que llamó «antena» y luego una en cada muñeca.
–¿Y esas para qué son?
–Son para abrir las puertas del espíritu –me dijo.
Yo en serio no debo preguntar ciertas cosas.
–…para que estés abierta a recibir el Chi.
Luego comenzó a explicarme algunas cosas sobre la medicina china, la cual respeto muchísimo, casi tanto como la mitología griega. Quiero decir: entiendo que sea una terapia milenaria trascendental que ha dado sus resultados, pero no veo por qué muchos de quienes la practican se empeñan en mantenerla inmutable, sin evoluciones y exactamente como fue concebida hace miles de años. Todo bien con que los chinos sean unos sabios y todo eso, que meditan y tal, pero no podían ser tan genios hace 2.000 años.
El acupuntor me pinchó en otros puntos clave para ayudarme a hallar mi paz interior, entre ellos en La Divina Indiferencia Terrenal, un lugar cerca de los tobillos, y en la Obediencia al Mandato Divino, en la cara interna de los muslos.
Entretanto tuvimos largas charlas, porque durante la media hora que debía tener las agujas clavadas en todos mis Divinos Puntos, él se dedicaba a evangelizarme. En una de esas conversaciones, en la que me habló de Dios, la energía vital y el yin-yang, me preguntó:
–¿Pero tú de verdad no crees en nada?
–No.
–¡Qué horrible! ¡Pobrecita! –dijo, con muchísima lástima.
–Bueno, creo en la Ciencia.
Me sentí muy mal por haber degradado la Ciencia a una mera cuestión de fe, que me perdone Carl Sagan, pero es que me vi en la necesidad de tranquilizarlo, de demostrarle que algo se movía dentro de mí, aunque fuera una sensación de reverencia ante la selección natural y el poder de las mutaciones. Después de seis sesiones me sentía exactamente igual y tenía 100 dólares menos, así que lo envié al Divino Carajo.
El problema es que conmigo no funcionan las terapias que cuentan con el efecto placebo para funcionar. A mí denme una vaina química. Pero igual fui luego a un osteópata, al que estoy acudiendo todavía. Por el momento me ha hecho unos masajes maravillosos en el poplíteo que realmente me alivian, aunque el dolor vuelve uno o dos días después. Simultáneamente, me estoy metiendo un gotero en la boca cada media hora con una sustancia homeopática que al menos daño no me va a hacer; y llevo unas ridículas semillitas pegadas con cinta en las orejas, en un punto que se llama «Mar de la Tranquilidad». Se supone que me alivian el estrés, lo cual no tiene nada que ver con mi tendinitis, pero entre ellos son alternativos y se entienden.
Me dijeron que de vez en cuando presione con los dedos las diminutas semillas para que se me active el Mar de la Tranquilidad, como si tuviera en las orejas un par de interruptores ansiolíticos de emergencia. Lo hago, total, estoy entregada a todo. Ahora ando por la calle cojeando igual que antes, pero además tomando constantemente de una botellita como una adicta y presionándome los lóbulos de las orejas con ambas manos como una demente que está intentando comunicarse con los extraterrestres.
–¿Y si pruebas con terapia de abejas? –me preguntó mi amiga Florencia–. Te inyectan el veneno de las abejas y parece que te hace bien.
Me quedé mirándola. Veneno de abejas. Ajá.
–A mi abuelo le funcionó… –insistió.
Sentí que mis mares de las tranquilidades enrojecían de furia.
–Bueno, ¡por lo menos entonces escríbelo!
Andaba distraída por la calle, con la actividad neuronal en piloto automático, cuando escuché un efusivo saludo: «¡Eeepa! ¿Cómo estás?».
No tenía idea de quién era. Hurgué en el pasado, como quien hojea un libro a toda prisa, en busca de algún indicio sobre la identidad de esta mujer que me había abordado con tan humillante cariño.
«Eh… ¡Bien! ¿Y tú?», atiné a contestar, todavía intentando poner los pensamientos en orden. «Chévere, ¿y tú?», preguntó a su vez, devolviéndome la pelota. Difícil responderle. ¿Desde qué momento de mi vida debía ponerla al día? ¿Qué año? «Y… igual, en la misma», dije, precavida, tras lo cual ella preguntó detalles sobre mí como para demostrarme, ostentosamente, que en efecto me conocía.
Intrigadísima, decidí redoblar la apuesta y largué: «Hace tiempo que no nos vemos, ¿no?», esperando que la extraña me dijera cuándo, dónde y cómo fue nuestro último encuentro. Pero no resultó. «Es que con los niños ando como loca», fue todo lo que dijo. Entonces me rendí al absurdo y le pregunté por ellos en términos genéricos, haciendo menciones como «qué lindos» o acotando «claro, claro» a todo cuanto me contaba.
En estas situaciones nos convertimos en los reyes de la vaguedad. La vaguedad es un fenómeno gracias al cual uno ignora de qué cosa habla mientras el interlocutor interpreta lo que le da la gana. Pero más allá de la forma como conseguimos charlar sobre nada –que es otro tema– sorprende el motivo por el cual lo hacemos, al menos en estos casos. A saber, una especie de vergüenza altruista.