Heredero del Invierno
Por Mariela González
Carlinga Ediciones SL
www.carlingaediciones.com
Por la presente edición: ©2016, Carlinga Ediciones S.L.
ISBN 978-84-942225-4-2
Título: Heredero del Invierno
Autor: Mariela González
Editor: José Núñez
Corrector: Factoría de Autores
Maquetación eBook: ePubOnline
Ilustrador: Arantza Hidalgo
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Primera edición: Septiembre, 2016.
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Para el Profesor
1
SOMBRAS
Un traqueteo más fuerte de lo habitual sacó a Llyra de su duermevela. Se removió, gruñendo, y al hacerlo notó la base del cuello dura como una tabla. Deseó poder estirar las piernas, al menos para librarse del molesto hormigueo que las recorría, pero las estrechas dimensiones de la carreta sólo le permitían permanecer encogida, tan cómoda como una carta metida en un sobre. A su lado escuchó una risita.
—Mejor espera un rato para dar esa cabezada, ¿eh, pequeña?
No necesitaba girar la cabeza para saber de quién venía el comentario: sólo una de las personas vivasde aquel recinto tenía semejante habilidad para exasperarla. Se frotó los ojos y replicó con voz cansada.
—Te he dicho una y mil veces que no me llames así.
Aldunn se rio con aquella cadencia estridente que le caracterizaba.
—Si lo he dicho por tu bien. Aquí donde me ves, he estado vigilando para que Kurt no te metiera mano mientras dormitabas.
—¿Pero qué dices, imbécil? —Como era de esperar, Kurt, sentado frente a Llyra, no pasó por alto la alusión ni compartió el chiste.
—Kurt, no le prestes atención. Se emociona como un crío cuando terminamos un trabajo, ya lo sabes —intercedió la mujer. Aquel relajó los músculos y concedió la paz con un encogimiento de hombros.
—Oh, pero qué bien me conoces, pelirroja. Me gusta —replicó Aldunn con un tono que intentaba sin mucho éxito resultar lascivo. Estiró las piernas con dificultad, en actitud fanfarrona, y colocó la planta de los pies sobre uno de los bultos informes, rígidos, que en la penumbra de la carreta bien podrían pasar por hatos de paja o leña. La luz de la luna se colaba por un agujero en el techo de lona y los dotaba de relieves equívocos. Desde luego, los cadáveres de su interior parecían algo mucho más inocente a ojos de cualquiera.
—Aldunn, por favor —suspiró Llyra—. Ten un poco de respeto y no pongas los pies ahí. Y si puede ser, te podrías ahorrar también esa forma de llamarme.
—Pelirroja. —Aldunn se colocó las manos tras la cabeza y no cesó en su provocación —. Relájate un poco. Creo que a estos tipos no les importa ya el olor de mis pies. —Para reforzar su bravuconada, golpeó con el talón uno de los bultos, y de nuevo la mujer se estremeció. Por motivos distintos ahora.
—Me cago en la leche —intervino Kurt—. Deja de hacer ruido, imbécil, o Rhergram se va a cabrear de verdad.
No había terminado la frase cuando el paso de la carreta se aminoró bruscamente. Escucharon el inconfundible tirón de las riendas, que les sacudió hacia delante, y finalmente el sonido ahogado de las ruedas al detenerse, encajando en el barro que las recientes lluvias habían dejado en el camino. Al unísono, los tres enmudecieron, se cruzaron miradas acusadoras. Kurt bufó y Aldunn se revolvió el corto pelo pajizo con una mano, como solía hacer cuando se olía que el momento de las bromas llegaba a su fin.
—Oh, ese viejo aguafies...
—Creo que, ahora sí, es el momento de que te calles —le atajó Llyra, y sin aguardar respuesta se abrió camino hasta la cortina que los separaba del pescante—. Voy a ver qué pasa, haced el favor de comportaros.
En cierto modo llevaba toda la noche deseando detenerse. Su mente y su ánimo agradecieron abandonar por un momento el ambiente malsano de la carreta, las dudas y los nervios que se le pegaban al estómago. La alivió asomarse al exterior, respirar el aire de la noche, recibir en el rostro aquella serena oscuridad. Aunque no agradeció, eso sí, constatar que sus sospechas eran ciertas. No se trataba de un alto para descansar, ni mucho menos.
Rhergram, férreo dueño de sus emociones, no se inmutó cuando apareció a su lado en el pescante. Clavaba la mirada, aquel ojo azul y aquel otro blanco, presa de las cataratas, en los cinco hombres que les habían detenido. Soldados de guardia con los inconfundibles petos de color pardo de Caer Sybern, cinturones desvaídos y expresiones de arrogancia. Dos de ellos portaban lámparas de aceite; la luz de éstas se dirigía intencionadamente a los ojos de los bueyes, provocando que las bestias se revolviesen.
Uno de los tipos se adelantó un par de pasos y elevó hacia el pescante la lámpara que llevaba. Llyra inclinó la cabeza, deslumbrada, maldiciendo en su fuero interno. Para los de su gremio nunca era buena señal que les vieran el rostro de modo tan claro. El ojo de su compañero refulgió como una perla.
—Ah de los viajeros —dijo el soldado, con voz lacónica—. Sabréis que la entrada y salida de vehículos está controlada debido a las desgraciadas circunstancias que nos afligen. ¿Tenéis autorización del Señor, como es mandado, para abandonar las murallas?
—Claro que sí —confirmó Rhergram, carraspeando. Extrajo del interior de su jubón un papel doblado en cuatro partes y lo ofreció a su interlocutor—. Pensaba que tendríais noticias de nosotros. Rhergram y Compañía, Transporte de Finados. Tenemos aquí atrás un buen puñado de apestados para la fosa de las afueras.
Nada más escuchar aquello, tres de los soldados, los más jóvenes, se cubrieron la boca con las manos. Desde luego se arrugaban pronto, se dijo Llyra con una mueca de desagrado. Advirtió cómo palidecían y asomó a sus labios una sonrisa burlona, aunque se cuidó de retraerla. Sin embargo, el que les había interrogado se limitó a torcer el gesto, indiferente. Tomó el documento; tras repasarlo unos segundos, levantó de nuevo la vista.
—Las otras carretas partieron al ocaso, hace ya cinco ciclos. —Había suspicacia en su voz—. ¿Por qué vosotros habéis salido tan tarde?
—Los hombres que llevamos murieron al atardecer, señor. Inesperadamente, según los galenos —explicó Rhergram, encogiéndose de hombros—. Y ya sabéis que hay que quitárselos de encima cuanto antes. Supongo que la nuestra es una salida de emergencia. No me interesan demasiado los detalles, tan sólo hacer aquello por lo que me pagan.
—Habéis sido dotados de las medidas de precaución ante el contagio, imagino.
—Como cada día. No somos nuevos en esto. Se nos ha administrado el glyeff y los Magos del Caer nos han impuesto la Runa de Eseion. Puede que nos huelan los sobacos, pero estamos limpios de peste.
El guardia podría parecer cansado del frío de la noche y deseoso de volver a su lecho, pero desde luego no era idiota. Llyra no compartía la serenidad de su jefe, que envidiaba como tantas otras veces. Al fin abrió la boca de nuevo. Su tono fue seco y cortante. Su orden, al darse la vuelta hacia sus compañeros, vehemente e indiscutible.
—Registrad la carreta.
—¡Señor! —exclamó un soldado, uno de los que estaba blanco como la cera—. No es sensato, nosotros no estamos preparados. No hemos bebido la protección…
—Estoy de acuerdo con el chaval. Hemos seguido las órdenes —añadió el otro que había permanecido tranquilo—. Si su documentación está en regla, no tenemos nada que comprobar.
—¿No me habéis oído, vagos de mierda? ¡Si digo que registréis, tenéis que...!
Los ojos se le abrieron desorbitados. Trastabilló unos pasos, y sus compañeros se apartaron en un acto reflejo cuando cayó de bruces frente a ellos como una marioneta. Un cuchillo plateado, minúsculo, le sobresalía de la nuca. La serenidad de la noche se quebró de súbito. Llyra se acuclilló sobre el pescante, con movimientos felinos, y arrojó dos cuchillos más. Uno fue a dar en la garganta de un soldado y otro en el bajo vientre del segundo, y ambos se derrumbaron sobre el enfangado suelo.
Los restantes guardias sólo se concedieron un par de segundos para sorprenderse: al unísono, desenvainaron las espadas y se arrojaron hacia la carreta. Se encaramaron con rapidez, pero no la suficiente. Ante sus narices, Llyra y el viejo se escabulleron saltando por el lado contrario. Este sacó de su manga una pequeña bolsa y arrojó al aire su contenido, un polvo gris que se convirtió en una nube amarga; se coló por la boca y las narices de los guardias y les hizo doblarse sobre sí mismos. Apenas fueron unos instantes, pero aquella distracción dio el tiempo necesario al grupo para la huida.
Antes de seguirles, decidieron echar un vistazo a la carreta, ahora vacía. En el suelo de la misma se encontraban seis cadáveres, tal como les habían dicho, envueltos en sacos. Aún no hedían, pero un simple examen al dejar al descubierto una pierna podrida les llevó a comprobar que se trataba sin duda de apestados. Se apretaron contra las paredes del vehículo, encomendándose a Arebor. No únicamente por el peligro de la enfermedad a la que se hallaban expuestos en aquel momento, o por el desconcierto que les causaba la velocísima desaparición de los ocupantes del vehículo. No, algo todavía más inusual, más pavoroso, reclamaba su atención.
Cuatro de los cadáveres habían sido despojados de su cabeza. Y al lado de uno de ellos, un pequeño objeto brillaba tenuemente, añadiendo extrañas piezas a aquel rompecabezas. Algo que los ocupantes habían dejado caer en su precipitada salida.
Un jaspe, delicadamente tallado... la noble piedra cuya posesión sólo estaba permitida al Señor de Caer Sybern.
—Putos ladrones —masculló uno de los soldados, rechinando los dientes.
#
El callejón estaba oscuro como el ala de un cuervo. Llyra no tenía ni idea de por qué aquellas comparativas y refranes bobos le aparecían en la mente siempre que sus sentidos se ponían alerta. Avanzó tanteando las paredes sucias de hollín, tratando de mantener el mayor sigilo posible, de tranquilizar su respiración aún agitada. No era capaz de discernir cuánto tiempo llevaban corriendo, buscando las sombras, recorriendo el babel de calles del Caer. Ahora se habían detenido para calibrar su situación, pero ello no significaba que pudieran bajar la guardia.
La cercanía de alcantarilla era evidente, a juzgar por el hedor que llegaba del fondo del callejón. El sistema de alcantarillado era uno de los avances más prodigiosos del Caer, una gran novedad en cuanto a urbanismo y salubridad, pero las narices de los ciudadanos no solían estar de acuerdo. También les ofrecía una escapatoria fácil si querían optar por ella, aunque poco halagüeña: todavía recordaba de manera vívida una de sus incursiones por aquellos pasadizos, las masas pegajosas que se le habían adherido al rostro y los brazos, cómo había vomitado hasta casi darse la vuelta por dentro. Siguieron avanzando con cuidado. Aldunn era el guía: cuando conseguía dejar a un lado las chanzas, no tenía rival a la hora de trazar huidas. De pronto se detuvo. Advirtió cómo sus brazos se tensaban y le vio levantar una mano para indicarle que se detuviera. Con el corazón desbocado, obedeció.
Un puntapié, un chillido, el estrépito de un trozo de chatarra que caía. Un correteo hacia el tejado de una de las casas. Llyra, sobresaltada, se aplastó contra la pared... a tiempo para ver un gato que se escabullía sobre sus cabezas. Recobró el aliento, y al escuchar la risita hubo de contener unos repentinos deseos homicidas.
—Vaya susto, ¿eh? —susurró Aldunn—. Siempre lo digo: el único gato bueno es el que se pasa por el espetón.
Ah, cómo conseguía siempre que pasara de admirarlo a querer partirle los morros. Llyra no se detuvo esta vez; de algún modo tenía que desahogar la adrenalina. Le agarró por el cuello de la camisa con la mano libre y tiró de él hasta su rostro.
—No más bromas, no más tonterías, ¿te ha quedado claro? —le espetó con furia—. ¿Es que no entiendes en qué situación nos encontramos? No sabemos dónde están los demás ni cómo…
El joven rodeó su cintura con los brazos e inclinó el rostro sobre el suyo. Su aliento emanaba aquel vago aroma a whisky que parecía eternamente enhebrado en su perilla.
—Pelirroja, me crie en este maldito lugar. Como un pordiosero. No me quedó más remedio que conocerme todos los callejones y recovecos del Caer si quería sobrevivir, evitar que los soldados me atrapasen o que algún borracho me prendiese fuego cuando dormía en un portal. —La voz de Aldunn no había abandonado aquel tono burlesco y altivo, aunque ahora, susurrante, tenía también un deje amargo y grave. La mujer conocía cada uno de sus registros, por lo que no le interrumpió ni hizo amago de apartarse. Le dejó terminar—. A lo mejor piensas que hemos estado corriendo sin ton ni son y que no me tomo esto en serio, pero sé bien dónde nos hemos metido y cómo saldremos de ésta. Sanos, salvos y ricos.
Aldunn se alejó un paso para contemplar el objeto que agarraba entre las manos. Uno muy similar al que ella llevaba... algo que había supuesto meses de planificación, sobornos, planes y sueños de ambición.
Una cabeza humana.
Bueno, más o menos. Todavía le daba escalofríos cuando la miraba. Por supuesto, era de cera... pero, maldita sea, qué bien hecha estaba. Llyra creyó sentir, bajo el tacto viscoso del rostro, las formas de las piedras preciosas, joyas y alhajas que habían acumulado: el botín recolectado durante semanas y reunido la noche antes en una operación impecable. La mejor hasta la fecha. Sin duda, como bien auguraba su compañero, aquel sería el comienzo de la vida que habían estado buscando. No más golpes burdos, no más trabajos sucios... La tensión de su mente se relajó durante unos segundos, y, por primera vez en aquella noche prolongada, sintió una leve euforia y se permitió divagar.
—“El atraco de la cabeza de cera”. Cuatro ladrones que se hicieron pasar por sirvientes y cambiaron las cabezas de unos apestados por su botín. La epidemia no pudo llegar en mejor momento. ¿Crees que nos convertiremos en una leyenda y compondrán canciones sobre nosotros? —aventuró Aldunn.
—Ya sé que tú también quieres salir de aquí, claro. Lo siento —concedió Llyra, de pronto embargada por una extraña indulgencia... y retomando los sentimientos que su compañero solía inspirarle la mayor parte del tiempo, cuando no se hacía tan insoportable—. Pongámonos en marcha de nuevo.
—Bah, no pasa nada. Confía en mí. A lo mejor no soy un toro como Kurt, pero no voy a dejar que te pase nada, tenlo por seguro —repuso aquel, con un guiño—. ¿Sabes?, después de esto podríamos incluso pensarnos lo de formar una familia. Lejos de aquí, de Nébolus. En Caer Talim, por ejemplo. ¿No te gustaría cruzar el Mar, y tener un bonito terreno donde criar a nuestros... hum... diez hijos?
—Sólo si tú te encargas de parir a cinco por lo menos —sonrió ella.
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Las calles de la zona sur de Caer Sybern poco tenían en común con las del resto de la ciudad: apenas eran senderos de arena y adobe, sin señalizar, turbios afluentes que se entrecruzaban sin demasiada coherencia. La reciente remodelación de la ciudad, acometida gracias al espíritu innovador del rey Gardok, se había olvidado de aquel lugar, conocido como Barrio de las Abejas desde que un par de décadas atrás fuera invadido por una inmensa cantidad de tales insectos. Y el motivo de semejante “olvido” era bastante evidente.
Se acumulaban en aquellas callejas tabernas de dudosa reputación y aún menos recomendable concurrencia, burdeles y chabolas donde los niños correteaban desnudos, buscándose el alimento en sitios que provocarían desmayos a muchas madres de zonas más pudientes. De todos era conocido que por allí pululaba una amplia mayoría de ladrones, proxenetas, estafadores y asesinos. Nada que ver con la próspera actividad del resto del Caer. En resumen, poco menos que un problema que no merecía arreglo alguno. Con ignorar y vigilar bien aquel pecaminoso apéndice era suficiente. A pesar de todo, solía mantenerse bajo control y no causaba demasiados problemas. Se rumoreaba que el rey Gardok contaba con espías dentro del mismo, los verdaderos dueños del lugar: agentes dobles que se ocupaban de que los asuntos más sórdidos no saliesen de allí. Si aquello era cierto, ni los mismos vecinos lo sabían con seguridad. Aunque sin duda tales habladurías, y la desconfianza que generaban de vecino a vecino, habían sido desencadenantes de muchas muertes. Tanto mejor: la población se mantenía a raya por sí misma.
Llyra conocía muchas de las caras de aquel barrio, pero no lo tenía en demasiada estima. Nunca había vivido allí ni se consideraba, por suerte, parte de sus habitantes. Lo único que le animaba ahora, cuando sentía alguna que otra mirada desde el fondo de los callejones, o escuchaba gritos y golpes en alguna casa, era saber que Aldunn se movía como pez en el agua por allí. Las palabras que le había dicho un rato antes se repetían en su cabeza. Conocía el camino para salir del Caer sin ser vistos… y lo encontraría.
Por fin, una vez torcieron para internarse en una estrecha calle, entre una taberna y una casa que afirmaba ser una tienda de telas, Aldunn se colocó a su lado y le susurró al oído.
—Estamos muy cerca. Vamos a ver a un viejo conocido, un tipo que puede llevarnos a un pasadizo a través de la muralla. Los delincuentes... “especiales”, ya me entiendes, lo han usado desde tiempos inmemoriales para escapar sin ser vistos, y nadie lo ha descubierto todavía. Ni siquiera ese metomentodo de Gardok, que tan listo se cree.
Se internaron en la oscuridad, pasaron entre charcos y sortearon a un par de borrachos que dormían apoyados contra la pared. Pronto, al tiempo que se acercaban a un pequeño patio trasero, comenzaron a escuchar voces y algunas risas. La luz de una hoguera se veía adelante, perfilando los contornos de un grupo de seis o siete individuos que se reunían en torno a ella. Una vez llegaron a su altura, todas las caras se volvieron en su dirección.
No se detuvo Llyra en examinarlas detenidamente, pues sabía que una mirada de más podía significar en aquellas calles una provocación. Se mantuvo con la barbilla erguida, serena, ocultando a la espalda su parte del botín. Aldunn se había quitado el abrigo y había envuelto la cabeza en él, en un hatillo que ahora colgaba despreocupadamente de su hombro.
Sin embargo, sí hubo algo en lo que la vista de ambos se quedó prendida de modo inevitable. En el centro de aquel corrillo había dos enormes ratas salvajes que resollaban y se mostraban mutuamente los dientes. Por su tamaño podrían haber pasado por perros. Los animales estaban sujetos a unas estacas clavadas en el suelo; las heridas en sus patas y sus lomos, sus rostros descarnados a base de dentelladas, dejaban bien claro cuál era su utilidad. Los burgueses celebraban peleas de gallos, a los que se criaba específicamente para tal fin, emperifollándolos para cada enfrentamiento como si de caballeros se tratara. En el Barrio de las Abejas, sin embargo, la fuente de apuestas eran bichos como aquellos.
—Buenas noches a todos —saludó Aldunn. Si le había impresionado el espectáculo no dio muestras de ello—. Lamentamos la interrupción. Aunque esas comadrejas de aquí seguro que nos lo agradecen.
Nadie pareció celebrar la broma. Uno de los hombres, un tipo alto y de escaso pelo cano, que mostraba la parte derecha de su rostro desfigurada a causa de una quemadura, se acercó a él con los brazos abiertos. Pese al frío, sólo llevaba una fina camisa que dejaba entrever en su pecho un par de glifos tatuados.
—¡El chico de Duraik! —exclamó con una risotada—. Maldita sea tu sombra, ¿qué has estado haciendo todos estos meses? Estamos a punto de empezar la primera pelea de esta noche y cabe una apuesta más. Mi Garm se va a comer a cachos a esa vieja Arosk.
—No, Ymir, te lo agradezco —replicó Aldunn, al tiempo que le estrechaba el antebrazo que le tendía—. Tengo otras cosas que hacer. Quiero dar un paseo y ver las estrellas.
Ymir contrajo el gesto, aunque ninguno de sus compañeros pudo verlo.
—Vaya. —Removió un gargajo entre los carrillos y escupió al fuego—. Así que esas tenemos, ¿eh? Por supuesto, has venido al hombre adecuado. Aunque... —su mirada se desvió hacia Llyra— no sé si con la compañía adecuada.
—¡Vamos, Ymir! —Aldunn se acercó más, y le habló al oído—.No te hará falta que te enseñemos lo que tenemos los dos tatuado en nuestro hombro, ¿verdad? Creía que había más confianza.
—Eh, ¿qué pasa? —Otro de los congregados se aproximó. Mostró a la luz un rostro afilado y enjuto y unos ojos saltones que miraban impertinentemente a Llyra, intentando escudriñar su escote—. ¿Quién es tu amigo, Ymir? ¿Viene a jugar? No me importaría que apostara con esta chiquilla que nos trae —añadió con una sonrisa lasciva, aunque la fiera mirada de la aludida se la borró.
—No, Grains. Es Aldunn. Ya sabes, el chico del cabrón de Duraik.
El llamado Grains calló de pronto. Su semblante se endureció y sus ojos se entrecerraron, acerados, ocultando como una cortina los pensamientos. Fue un gesto casi anodino... pero la mente de Llyra, que había aprendido a cazar al vuelo cada significado de los rostros, reaccionó presta. Algo la puso en alerta, esta vez no una alerta inconsciente y rutinaria.
Y también Aldunn se tensó, consciente de que algo extraño sucedía. Aunque ahora cualquiera hubiera podido advertirlo, pues casi al unísono los otros cuatro hombres se acercaron a ellos e hicieron amago de cerrar un círculo a su alrededor. Los ladrones retrocedieron lentamente.
—¿Qué demonios pasa aquí? —masculló el joven.
—Escucha, hijo —Ymir comenzó a avanzar hacia ellos—. No pienses que es algo contra ti o tu familia. Ya sabes que tu padre era como un hermano para mí. Pero hay cosas... que están por encima del honor o las promesas. El dinero, por ejemplo. El dinero en grandes cantidades.
—Pero qué... —Aldunn comenzó a impacientarse y perdió su habitual frialdad. Apretó los puños, involuntariamente colocó el cuerpo en posición defensiva—. Explícate, maldita sea. Tengo prisa.
—No juegues más con él, Ymir. Hay que ver cómo te gusta el teatro —habló otro de los hombres, un tipejo huesudo—. Mira, chaval, alguien nos había prevenido sobre esta noche... sobre ti. Sabemos lo que llevas ahí —señaló con un dedo el hatillo donde escondía la cabeza—. Y si lo recuperamos nos llevaremos un buen pellizco.
—¡Un momento! —De repente Ymir lo interrumpió y extendió un brazo frente a él—. Escucha, Aldunn, si nos das el botín nos pagarán igualmente. Han pedido vuestras cabezas, pero si os largáis puedo encargarme de que nadie abra el pico. Eso sí que se lo debo a tu viejo.
La rodilla izquierda de Aldunn fue la que respondió a la propuesta.
Se descargó en un movimiento súbito, golpeando la entrepierna del hombre, veloz como un rayo. Y desde luego aquello fue lo que desencadenó la tormenta.
Mientras Ymir se doblaba sobre sí mismo y reculaba, los demás individuos se lanzaron aullando hacia ellos. Cuchillos salidos de ninguna parte saltaron a sus manos. Aldunn esquivó varios tajos, hábil como una serpiente, y desarmó a dos de ellos con sendas patadas bien aprendidas en peleas de taberna. Llyra, por su parte, saltó hacia atrás con una vigorosa zancada y entresacó dos pequeñas dagas de su cinturón. Sólo podía valerse de una mano, lo cual era un verdadero inconveniente. Siguió retrocediendo mientras su vista fijaba los objetivos, las partes débiles, y sus dedos se prepararon, pasándose los mangos de uno a otro.
Antes de que pudiera lanzar nada, no obstante, aquellos desagradables chillidos llegaron a sus oídos.
Pegado a la pared y luchando contra el dolor, Ymir se había acercado a las ratas. Les había gritado extrañas palabras, cortas y guturales. Órdenes en un idioma antiguo que les movía a la obediencia. Estaba claro que no eran criaturas ordinarias, como tampoco lo era aquel tipo; uno de los tatuajes que ostentaba era el de los Señores de las Bestias. Las alimañas, desatadas, se lanzaron a por sus dos presas con las narices dilatadas, babeando, y ambos ladrones huyeron sin pensarlo. Dejaron atrás al resto de maleantes, corrieron tanto como les permitían sus piernas, zigzagueando entre los callejones, hasta que Aldunn hizo señas a Llyra: saltó sobre una carreta destartalada, se impulsó contra una pared y asió la cornisa de una ventana hasta alcanzar un tejado. La mujer lo imitó, apenas unos segundos antes de que una de las ratas casi le alcanzara un tobillo.
Desde el tejado, jadeando, los dos ladrones se tomaron unos segundos para observar a las bestias. Daban vueltas en círculos, gañían sin perderles de vista. La mujer maldijo y volvió a sacar una daga de su cinto.
—Ahora sí son un blanco fácil —musitó, y colocó el arma entre los dedos de su mano libre—. Siguen siendo demasiado estúpidas para alcanzarnos...
—Rateros que se asustan de las ratas. Qué lamentable.
Sobresaltados, casi perdiendo el equilibrio, se giraron hasta descubrir al dueño de aquella voz sibilina. Uno de los hombres que acompañaba a Ymir, un tipo bajo y pelirrojo, se sentaba en cuclillas a sus espaldas. Se relamió.
—Baran el Sigiloso, ¿eh? —aventuró Aldunn, rebuscando en su memoria. Sólo uno de los hombres de Ymir podría haberles seguido de aquella manera—. No puedo decir que esté encantado de conocerte.
—Nuestras ratas no son más que un señuelo, imbéciles —escupió el recién llegado—. Mientras escapabais como idiotas, ya hemos estado corriendo la voz por ahí. No saldréis vivos de este barrio.
Se encogió como un felino y saltó hacia ellos, una sombra afilada volando en la oscuridad. Aldunn soltó la cabeza de cera y recibió el golpe de lleno. Ambos se aferraron y forcejearon entre gruñidos... hasta que, inevitablemente, rodaron y cayeron hacia la parte trasera de la casa. Llyra gritó, su intento de asir por un brazo a su compañero fue en vano. Los dos hombres se perdieron en las tinieblas.
Un par de gritos más, golpes, un gorgoteo. Y el silencio.
—¡Maldita sea la Gran Serpiente! —blasfemó, impotente.
Ahora también las ratas habían callado, y durante un terrorífico instante creyó sentirlas a su espalda, como si de algún modo hubieran conseguido trepar hasta su posición. Sus sentidos seguían girando enloquecidos. No era momento de ceder a la parálisis del miedo sino de confiar en los instintos. Tomó el botín de su compañero, se sentó sobre el borde, tanteó unos segundos con los pies y saltó hacia abajo, allí donde calculaba que había rodado Aldunn. Cayó limpiamente,con las rodillas dobladas. De inmediato se irguió, se colocó a la defensiva; estaría preparada para el ataque, ya le llegara de frente, de costado o por la espalda. La vista se le agudizó en la oscuridad, el oído preparado para captar cualquier susurro.
Pero fue su olfato el que reaccionó primero. Allí estaba el aroma a whisky de Aldunn. Nunca antes le había alegrado tanto reconocerlo.
—¡Llyra, aquí! —llamó el hombre en un hilo de voz, desde un rincón. Ella se acercó y resbaló un momento en una sustancia que identificó enseguida. Al llegar junto a su compañero captó el olor de la sangre en sus ropas.
—Le clavé su propio cuchillo. Pero fue pura suerte. Si nos atacan más de estos cabrones juntos tendremos serios problemas.
—¿Qué vamos a hacer? —susurró Llyra, su voz sonó temblorosa y débil—. Estamos atrapados.
Aldunn tiró de ella y la guio hasta un cobertizo, un habitáculo pegado a la casa, con la portezuela destrozada. Pasaron por ella agachados y se sentaron dentro, en el hueco que dejaban varios muebles viejos apilados. Los dos respiraron profundamente, por vez primera en horas.
—Alguien se lo dijo —habló al fin el ladrón. En la penumbra, su compañera no distinguía su rostro, pero podía imaginarlo grave y nervioso. Era el Aldunn menos encantador pero el que necesitaba ahora, al fin y al cabo—. Hemos sido traicionados por alguien del grupo. No hay otra manera de que Ymir tuviera esa información.
—Aquel guarda fue demasiado decidido cuando ordenó que registraran el carro. También debía de saber algo —concedió Llyra.
Volvieron a hundirse en oscuras cábalas, sin poder evitarlo, aun sabiendo que el tiempo corría en su contra. De pronto, el hombre se dio una palmada en la rodilla, frustrado.
—¡Que el diablo se los lleve! Nada debía fallar, joder.
—Rhergram o Kurt. —La mujer arrugó el ceño, reacia a aceptar tal pensamiento—. No puedo imaginarme que hayan hecho algo así.
—Pues ve haciéndote a la idea. A saber qué les habrán prometido: tierras o títulos, qué sé yo. Les recompensarán mientras nuestros cuerpos cuelgan en el patíbulo. No vamos a darles esa satisfacción. —Aldunn se incorporó a medias—. Vamos, Llyra. Nací en este barrio de mierda, pero no voy a morir aquí. Lo tengo muy claro.
Registraron el cobertizo rápidamente, por si algo pudiera serles de utilidad. Hallaron una soga larga, parte de una destartalada polea que se encontraba a su lado. Ataron a la misma un trozo de hierro doblado, confeccionando de esta manera un burdo gancho, y recogieron dos palancas de metal que se engancharon en los cinturones. Se escabulleron pegados a las paredes, amparándose en las sombras; cada paso que daban estaba estudiado, y no ponían un pie delante del otro sin antes escudriñar cada ángulo a su alrededor. Cada vez que escuchaban pasar a alguien se encogían detrás de lo que podían encontrar. Nadie pareció reparar en su presencia, o al menos no se toparon con nadie que pareciera buscarles. Era cosa habitual en aquel barrio ver gente como ellos, escondiéndose en los rincones. No habían agradecido lo suficiente a la Gran Serpiente su inesperada fortuna cuando alcanzaron su objetivo.
La muralla, en el extremo septentrional del barrio, estaba rodeada de un descampado plagado de cizaña y restos de basura. Cuando se internaran en él estarían más cerca de la libertad, pero también al descubierto, desprotegidos. Y no sería nada raro que les estuvieran esperando justo en aquella salida. Era un destino de lo más predecible.
Escucharon sus mutuas respiraciones, tan audibles como un huracán en medio del silencio de la noche. Ninguno se atrevía a dar el paso. La cera de la cabeza se pegaba de modo desagradable a las manos sudorosas de Llyra.
—Bueno, repasemos por última vez —musitó Aldunn—: Esta zona de la muralla no está directamente vigilada al otro lado. El puesto de guardia más cercano está a unos cincuenta metros, al oeste, y sólo cuenta con un encargado. Incluso si se hubiera dado la voz de alarma, no habrían tenido tiempo de apostar más centinelas; el Caer es demasiado grande y no somos los únicos problemas de los que preocuparse… digo yo. Suponiendo que todo sea así, tenemos tiempo para lanzar la cuerda —la tocó, en su hombro— y deslizarnos por el otro lado antes de que llegue alguien. Lo único que debe preocuparnos es que lleguen a buscarnos Ymir y los suyos mientras trepamos de este lado. Si eso pasa, uno de nosotros tendrá que...
No terminó la frase, pues tenía la garganta reseca. Su compañera asintió.
—Uno de nosotros tendrá que retrasarlos antes de seguir al otro.
Repetir el plan fue como un mantra, un ritual que les infundió fuerzas y voluntad. Tomaron aliento y echaron a correr en dirección a la muralla.
Cruzaron el descampado sorteando escombros y alcanzaron la pared de piedra en un suspiro. Sin un segundo de tregua, Aldunn lanzó el garfio. Al tercer intento fue capaz de acertar en un saliente y dejarlo enganchado. Tironeó de la soga para asegurarlo y la agarró con ambas manos.
—¿Quién irá primero? —jadeó.
—Tú vas primero, date prisa. Ahí vienen.
Seis individuos corrían hacia ellos. Maleantes, no guardias. Baran no había mentido: estaba claro que había más gente deseosa de llenarse los bolsillos por su captura. Se hallaban todavía a bastante distancia y portaban garrotes, pero distinguió en manos de uno de ellos una espada. Aldunn maldijo.
—¡No te voy a dejar con esos malnacidos!
—¡Tú puedes subirme luego sin dificultad, pero yo a ti no! ¡Corre, joder! ¡Y llévate esto!
El ladrón balbució algo ininteligible pero no protestó más; tomó la cabeza de cera que ella le tendía y la introdujo por dentro de su camisa, dándole un aspecto grotesco a su sombra, como si llevara un hermano siamés pegado al pecho. Cerró los ojos e inspiró, volvió a maldecir a sus ancestros, y de un salto comenzó a ascender por la muralla.
Los enemigos ya estaban encima, sus burlas e insultos llegaban a sus oídos. Llyra disparó sus dagas con movimientos veloces. En un instante, dos de ellas sobresalían como mortíferos penachos de la garganta de sendos hombres, que cayeron al suelo. Otra fue a perderse en la oscuridad, rozando la sien de otro y abriéndole una brecha que, sin embargo, no le detuvo. La mujer lamentó el tiro errado, pero tomó un cuarto proyectil en sus ahora temblorosas manos. El último que le quedaba.
La distancia ya sólo le permitía un tiro, además. Apuntó al que portaba una espada, que iba en cabeza del grupo. Lo tenía ya casi encima; la espada trazaba un mortífero arco hacia su cabeza cuando consiguió clavarle la daga en el antebrazo, deteniendo el movimiento. Justo en el músculo. Llyra se concedió un pensamiento para felicitarse mientras el tipo gritaba y dejaba caer el arma. Pero no más de un segundo: los rostros furibundos de los demás, con los ojos enrojecidos, estaban ya sobre ella. Esquivó un garrotazo, dos. Tomó distancia y sacó la palanca del cinturón, dispuesta a abrir algunos cráneos. No podía permitirse ningún fallo.
Llyra tensó las muñecas, cerró los dedos sobre el frío metal... y en ese momento un intenso escozor se abatió sobre su propia carne. Algo la empujó hacia atrás, una ráfaga invisible.
Gritó y la palanca cayó de su mano. Se miró el brazo, sobresaltada, allí donde había sentido el dolor repentino, y descubrió con horror una suerte de brazalete que se había cerrado sobre su muñeca, surgido de la nada. Una pieza de metal, lisa y sin adornos, pero que incluso en la oscuridad parecía brillar con tonalidades azules y verdes.
Sabía bien qué era aquello. Alguna vez lo había visto en otros.
Un laxies, un brazal de seguimiento.
Levantó la cabeza, apretando los dientes con ira. Lo había lanzado el tipo de la espada, al que creía haber neutralizado; un error que iba a pagar. Lo veía a cierta distancia con la mano extendida, aferrándose la herida con la otra. Una media sonrisa bailaba en su rostro mientras le sostenía la mirada. Ahora que se fijaba, aquel no era un delincuente como los otros: parecía menos zarrapastroso, y las espadas tan grandes y bien talladas no solían verse en el Barrio de las Abejas. Tenía que ser un mercenario. Sólo la gente de su gremio, o los guardias reales, usaban laxies para marcar a sus presas.
Llyra se recuperó de la conmoción justo a tiempo para evitar un terrible garrotazo dirigido a su rostro. Trató de aislar el dolor y el miedo, supo aprovechar una vez más las sombras y la confusión de la lucha para escabullirse y correr hacia la muralla. Se alegró al comprobar que Aldunn ya estaba arriba. De pie como el ágil ratero que era, recortada su figura contra el telón de la noche, contemplaba la escena que se desarrollaba abajo. Su compañera, de un salto, agarró la soga y comenzó a ascender a trompicones, empleando todas sus fuerzas.
—¡Deprisa, súbeme!
El laxies brillaba en su muñeca, notaba la quemazón en la carne cada vez más intensa. Aquel inconveniente volvía la situación más urgente. Pero una vez al otro lado de las murallas tendrían menos problemas. Ya vería cómo se lo quitaba.
Notó un peso que la empujaba hacia abajo y se desolló las palmas al agarrarse a la cuerda. Bajo ella, los hombres aullaban, le tironeaban de una pierna.
—¡Aldunn, deprisa!
El ladrón lo contemplaba todo, fruncidos los labios, apretando las cabezas de cera contra sus costados.
Miraba fijamente aquel brazalete irisado.
De repente, Llyra escuchó un sonido metálico sobre su cabeza, una chispa surgió del muro. Alguien había cercenado la cuerda. El mundo giró sin previo aviso y cayó al suelo antes de poder darse cuenta de lo que sucedía. Durante un breve instante todo fue negro frente a sus ojos, el dolor la hizo suya. Tosió y recuperó la visión... mas entonces sintió cómo la alzaba una marea de brazos, y un violento golpe en el estómago la hizo doblarse sobre sí misma. El vómito de sangre asomó a sus labios.
—¡Desgraciada! —gritó alguien. Un nuevo puñetazo, esta vez en la mandíbula, la arrojó contra la muralla.
Llyra cayó sentada, sintiendo que perdía el control de sus músculos. Sólo tuvo fuerzas para levantar la mirada hacia lo alto de la muralla. Allí donde debía de ver la figura de Aldunn, bajando para ayudarla.
Allí donde no había nada.
Entre carcajadas, los hombres volvieron a levantarla y la arrojaron al suelo. Advirtió levemente que había llegado un cuarto, uno con una ballesta. No intentó resistirse. No era ya el dolor de los golpes, el miedo o la humillación aquello que la paralizaba. Acababa de despertar de un sueño terrible a una realidad que había perdido su sentido.
Aldunn se había ido con el botín. Sólo quedaba ella, vencida, sin compañeros... y ya no era nadie.
Las voces cerraron un círculo a su alrededor, se cernieron como aves de rapiña. A duras penas pudo percibir sus rostros. Distinguió al que le había abierto la brecha en la sien, quien se agachó y la tomó por el mentón con fuerza, obligándole a mirarle a los ojos y a tragarse un grito.
—Te ha abandonado tu amiguito, ¿eh? —le escupió en la cara—. Te ha dejado con tres palmos de narices, y a nosotros también. Sólo por tu miserable vida no nos van a pagar lo que nos habían prometido. ¿Qué vas a hacer para compensarnos? ¿No crees que nos debes algo?
La agarró de un brazo y se lo retorció salvajemente a la espalda. El crujido del hueso resonó por encima de las carcajadas, mas la muchacha luchó por aprisionar el alarido de dolor entre sus dientes apretados. Al menos eso sí tenía que seguir luchándolo. No la oirían gritar. El tipo la dejó caer boca abajo en el suelo. Los otros se aproximaron, ávidos. Llyra, perdido hasta el último ápice de sus fuerzas, ya ni siquiera temblaba. Se resignó a lo inevitable, al fin de aquel juego cuyas reglas se habían transmutado en un abrir y cerrar de ojos.
Evitó pensar en Aldunn, no quería sobrellevar el trance recuperando su imagen. Cerró los ojos, deseó poder perder el sentido, ser absorbida por el palpitar de su brazo... y fue entonces, sin previo aviso, cuando un viento helado la sacudió.
Fue una ráfaga súbita, casi se diría que misericorde, puesto que le secó la frente empapada. Pensó de nuevo en el laxies y se preguntó si acaso algún Mago acudía a buscarla. Pero escuchó sobre ella una maldición, creyó sentir cómo los hombres se apartaban rápidamente. Abrió los ojos, se esforzó por levantar el rostro. Y, para su sorpresa, el tipo de la herida en la sien se encontraba a varios metros de distancia, caído de espaldas. ¿Quién lo había empujado con semejante fuerza?
El resto de maleantes había abierto el círculo. Enmudecidos, tenían la mirada fija en una sombra frente a ellos, a pocos pasos de distancia.
No, no era una sombra...Los contornos borrosos se perfilaron hasta convertirse en los de un hombre alto, vestido completamente de negro, que se cubría la cabeza con una capucha. La mujer parpadeó. La conmoción que sufría le había jugado una mala pasada, sin duda; la persona parecía completamente sólida, real y tangible. No entendía cómo podía haberla tomado por una sombra segundos antes. Algo similar debieron de pensar los otros individuos, pues se recuperaron de pronto de su estupefacción. Se adelantaron, amenazantes, hacia el recién llegado, exigiéndole que se marchara; aquella era su presa, decían. Ya no había sitio para oportunistas de última hora.
No les sirvió de mucho.
Algo les empujó hacia un costado con violencia y les hizo volar hasta caer de bruces en el suelo, casi como si el aire mismo les hubiera golpeado. Se incorporaron trabajosamente sobre los antebrazos.
El hombre de negro apareció al lado de Llyra.
Esta vez, la mujer no pudo dominar un grito de sorpresa. Por lo visto, aquel movimiento fue suficiente para disuadirles del todo: se pusieron en pie y huyeron a toda prisa. Llyra intentó imitarles, pero tropezó, trastabilló. Aun así, algo le decía que no debía temer.Una idea peregrina, infantil. Imposible.
—¿Vienes a por mí? —preguntó al desconocido, tratando de acallar en su cabeza lo que se le había ocurrido—. ¿Trabajas para la Guardia?
El tipo la miró en silencio... o al menos intuía que lo hacía, pues la capucha le ensombrecía todo el rostro.
—Ya les gustaría —fue su respuesta lenta.
¿Estaba ante un fantasma o un mercenario más? Nada tenía sentido. Y, por ello mismo, Llyra se dejó llevar por la idea que gritaba en su cabeza.
—Eres… ¿La Sombra? El legendario ladrón, el que no puede ser atrapado, con poderes sobrenaturales que... —La mujer se detuvo, consciente de pronto de las idioteces que balbuceaba—. Maldita sea, como si hubiera que creerse historias así
—Oh, ya te digo. Cuentos de críos.
La mano derecha de su salvador, enfundada en un guante también negro, se cerró sobre su hombro. Esta vez, lo sintió claramente, sí que la miraba; y con fijeza. Los ojos que en ella clavaba eran dorados, extraños soles en miniatura detrás de su escondite.
—Mejor será que duermas —dijo de nuevo aquel.
El mundo a su alrededor se desvaneció. Su espíritu y su cuerpo se resistieron unos instantes, pero finalmente se dejaron acunar en los brazos reparadores de la inconsciencia.