Edición en formato digital: agosto de 2016
Título original: Death of an Airman
En cubierta: Japan Air. Image courtesy of The Advertising Archives
Diseño gráfico: Ediciones Siruela
© De la traducción, Raquel G. Rojas
© Ediciones Siruela, S. A., 2016
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Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-16854-34-9
Conversión a formato digital: María Belloso
1 La llegada del obispo
2 El cadáver
3 La instrucción forense
4 La observación del prelado
5 El descubrimiento del médico
6 Escasez de sospechosos
7 La revelación de un analista
8 Un eclesiástico en autorrotación
9 Francofilia en Glasgow
10 Citas con la realeza
11 Scotland Yard en París
12 La inevitabilidad del suicidio
13 Contenidos interesantes en el periódico
14 El final de un mecánico
15 La representación de un suicidio
16 Problemas para una aviadora transatlántica
17 Dos inspectores en un atolladero
18 El mal trago de un americano
19 Método para un asesinato
20 La cortesía de una asesina
Una mujer joven de rostro arrebolado y con gafas de concha apareció de repente tras una puerta en la que se leía: DIRECCIÓN. AEROCLUB BASTON.
—Bien, joven, ¿qué es lo que quiere? —preguntó enseguida.
El hombre de mediana edad con pantalones grises de franela que esperaba de pie en el vestíbulo miró a su alrededor para ver con quién hablaba, y se sobresaltó visiblemente cuando se dio cuenta de que era a él mismo a quien se dirigía.
—¿Es usted la directora del Aeroclub Baston? —quiso saber.
—Directora y secretaria. A decir verdad, hago de todo.
—Ya... —El hombre, aunque no parecía en absoluto tímido, aún no se había recuperado de la sorpresa de que le hubiera llamado «joven» una mujer a la que sobrepasaba en edad unos cuantos años—. El caso es que... me gustaría aprender a volar. Por supuesto —añadió con modestia—, si no soy ya demasiado mayor para estas cosas.
Su pudor contrastaba con la intensidad de su voz, una de esas voces que sugieren de inmediato la cualidad de la oratoria. La mujer esbozó una amplia sonrisa.
—¡No se preocupe! Le enseñaremos aunque nos vaya la vida en ello, ¡o a usted! —Se puso a rebuscar en una mesa atestada de papeles y sacó un formulario—. Será mejor que formalicemos su inscripción antes de que se arrepienta. ¿Es usted británico? No es que seamos unos maniáticos, pero si no lo es, no recibimos subvención por sus clases y tenemos que cobrarle más.
—Soy australiano.
La mujer de cara enrojecida lo miró con fijeza, inquieta, desde detrás de sus gafas.
—Espero que no sea usted muy aficionado a la bebida. El último australiano que tuvimos por aquí hizo añicos hasta el último vaso el día de su primer vuelo en solitario.
El forastero carraspeó en señal de desaprobación.
—Me parece bastante improbable que suceda algo parecido. Soy el obispo de Cootamundra.
Por primera vez, la joven parecía un poco desconcertada.
—Vaya..., es decir, ¡qué curioso! —Lo observaba con mirada inquisitiva—. Sí que tiene cierto aire obispal ahora que lo dice, y esa voz densa tan litúrgica. Pero ¿por qué no lleva el chisme ese en el cuello ni las polainas?
—Supongo que se refiere al alzacuellos y las calzas episcopales. —El centelleo de sus claros ojos azules contradecía la actitud severa del obispo—. Ahora mismo estoy de permiso. De todas formas, en la Commonwealth no somos tan estrictos con las formalidades. «El espíritu es el que da vida», después de todo.
—Hablando de cosas espirituosas —anunció su interlocutora de forma algo ambigua—, tengo que cerrar el bar. Son más de las tres. Esos malditos borrachos conseguirían que perdiera la licencia si los dejara. Disculpe mi lenguaje, por cierto, no tratamos con muchos obispos por aquí.
—No quisiera entretenerla.
—Está bien —contestó la joven con decisión—, pero antes fírmeme esto, sobre la línea de puntos.
Mientras hablaba, la directora había rellenado el formulario a vuelapluma, y ahora lo sostenía tendido hacia él. Después de firmar, el clérigo sacó su talonario de cheques.
—Según esto, la inscripción son dos guineas y la cuota otras dos, eso hace un total de cuatro guineas. ¿A qué nombre extiendo el cheque?
—¡Pero alma de Dios! Nadie hace caso de la tasa de inscripción, solo los asquerosamente ricos. Extiéndalo, por dos guineas, a nombre de «Sociedad Aérea Baston, S. L.».
—Pues gracias. —El obispo acabó de rellenarlo y firmó el cheque.
La directora se fijó en la rúbrica, firme y clara.
—Edwin Marriott —leyó—. Creía que firmaría como «George de Canterbury», «Arthur de Swansea» o algo así.
—Me temo que no —repuso el obispo con una sonrisa—. Edwin Cootamundriensis suena poco convincente, ¿no cree?
—Al menos el cheque será bueno, para variar —respondió ella con tono de alivio mientras doblaba el talón del obispo con cuidado—. Deberíamos bautizarlo con una copa rápida, ¿qué le parece? Aunque claro, lo olvidaba, usted no beberá. Nos va a costar un poco acostumbrarnos a sus formas —y continuó, como si le hiciera una confidencia—, pero va a ser una publicidad de primera cuando consiga su tarjeta: «Cambia mitra por gorro de aviador», ¿se imagina?
El obispo se estremeció a ojos vistas al oír el último comentario. La joven le tendió un cuadernillo y algunos folletos y le hizo un gesto para que se marchara.
—Vaya a dar una vuelta por la plataforma, haga el favor, y eche un vistazo a los que están volando. Me reuniré con usted en un santiamén y le presentaré a su instructor y todo eso.
El obispo, sin saber muy bien qué sería eso de la «plataforma», salió por la puerta que tenía enfrente y se encontró ante una extensa superficie de hormigón. Había unas cuantas mesas y sillas desperdigadas al aire libre, y a la derecha del pabellón de madera donde estaba la oficina de la que había salido, se alzaba un desolado barracón en el que supuso que se guardarían los aeroplanos del club. Lo que tenía delante era, sin duda, el aeródromo, pues mientras observaba vio un avión rodando por la pista a toda velocidad.
—¡Despegando! —murmuró satisfecho.
Cuando, algo después, la directora vino de nuevo a su encuentro, le pareció que traía un aspecto desaliñado y la cara aún más arrebatada. Obviamente aquel era el efecto de tratar de cerrar el bar.
—Antes de nada debería presentarme —señaló en primer lugar—. Soy Sarah Sackbut, aunque todo el mundo me llama Sally ¡o cosas peores!
—Encantado —saludó el obispo con cortesía.
—¿Debería llamarlo «Señoría»? —continuó—. No conozco muy bien la Iglesia australiana.
—Le rogaría que no. Son pocos los feligreses en Australia que lo hacen, y cuando lo oigo aquí me hace sentir muy extraño. Prefiero «doctor Marriott» o, como compañero del club, «obispo» sin más. Un poco americano, quizá, pero suena más informal.
Cerca de ellos, llamó su atención una esbelta figura enfundada en un mono blanco y con gorro de aviador. La parte del rostro que alcanzaba a ver era muy atractiva, y además le resultaba vagamente familiar, aunque no podía decir de quién se trataba.
La joven se giró al oír a Sally.
—Este es nuestro nuevo socio —le explicó ella—, el obispo de Cootamundra. Nada de tonterías con él, ni de confianzas, es un hombre respetable. —Sally se volvió sonriendo hacia el doctor Marriott—. Supongo que usted la habrá reconocido. Los cosméticos, ya sabe. «Lady Laura Vanguard, la belleza más destacada de nuestra sociedad, solo utiliza Skinfude de Blank», etcétera. Es un activo publicitario muy importante para nosotros, ¿verdad, Laura?
—¿Y por qué estás siempre preocupándote por mis insignificantes cuotas? —protestó Lady Laura con tono lastimero.
—El vil metal vale más que los laureles —sentenció la señorita Sackbut con gran solemnidad.
—¡Cuánta razón! —Lady Laura lanzó una sonrisa al obispo—. Es un inmenso placer conocerlo. ¿Es uno de los absurdos chistes de Sally o de verdad es usted un prelado de la Iglesia?
—Lo soy —admitió el obispo, sintiéndose aún más extraño que antes.
—¿Y por qué quiere aprender a volar? ¿Por aquello de estar más cerca de Dios?
—No seas blasfema, querida —la amonestó Sally.
—Mejor que ser profana —replicó Lady Laura—. Estoy segura de que ya habrás aterrorizado al obispo con tu vocabulario.
—Mi pretensión es bastante terrenal —se apresuró a interrumpir el obispo—. Se tarda varias semanas en viajar de una punta a otra de mi diócesis, con nuestros medios de transporte actuales. La Sede se ha ofrecido a comprarme un aeroplano, pero los fondos no llegan para contratar a un piloto, así que me he propuesto para llevarlo yo mismo.
Lady Laura murmuró algo, pero su interés se centraba ahora en un avión que se elevaba a ritmo constante en el azul del cielo de la tarde.
La señorita Sackbut comenzó a alejarse y el obispo la siguió. Reparó entonces en una mujer, vestida con un traje de aviación de cuero negro, que exhibía esa pose de resuelta soledad que solían adoptar las personas conocidas en espacios públicos.
Sus rasgos, hermosos en la distancia pero que se revelaban algo envejecidos y estropeados si se la observaba más de cerca, le eran más familiares aún que el perfil clásico de Lady Laura.
—¡Santo cielo! —exclamó—. ¿No es esa...? Sí, claro que es ella, la señora Angevin, la aviadora transatlántica. ¡Caramba, qué honor para el club!
La señorita Sackbut profirió una risotada sarcástica, que le hizo preguntarse si su comentario habría sido inapropiado.
—¡Aviadores transatlánticos! —resopló luego, despectiva—. ¡Esto está plagado! Ese tipo alto que ve allí, hablando con nuestro mecánico, es el capitán Randall. Ha cruzado volando los dos Atlánticos, en las dos direcciones. Y este año lo intentará con el Pacífico. Parece que está mirando muy mal a Dolly Angevin, ¿no? La mitad de estas celebridades son tan envidiosos como un hatajo de coristas. Pero al menos él es un piloto de verdad, no como ella.
—No la entiendo —se aventuró a decir el doctor Marriott—. A buen seguro condujo el aparato hasta Nueva York, ¿acaso no iba sola?
—Bueno, es capaz de volar de un punto A a un punto B sin problemas —concedió la señorita Sackbut sin ningún entusiasmo, dejando entrever el profundo desdén del mundo de la aviación por sus héroes públicos—, siempre que le funcione el motor, pero tiene muñones en lugar de manos.
—¡Pobre muchacha, qué terrible deformidad!
—¡Señor! Es solo una forma de hablar —exclamó Sally—. Me refiero a que es un poco obtusa, no sé si me sigue. ¿No ha visto cómo ha entrado retumbando en el aeródromo hace un momento? Siempre hace lo mismo.
—¿De veras? Confieso que no he oído ningún ruido —contestó el obispo, sorprendido.
La señorita Sackbut se rio.
—¿Está seguro de que hablamos el mismo idioma, doctor Marriott? «Retumbar» es aproximarse a poca altura a golpe de motor hasta que llegas al aeródromo. Entonces, te dejas caer. Lo que debe hacerse, naturalmente —añadió a modo de rimbombante explicación—, es descender planeando, sin utilizar el motor. Retumbar está bien hasta que el motor deja de responder. Entonces te estrellas en mitad de cualquier calle y alguien tiene que ir a recogerte con una pala.
El obispo se quedó un poco aturdido tras esta aclaración, que le había hecho todo bastante más ininteligible.
—¡Madre mía, qué desagradable! Tendré que acordarme de no «retumbar» cueste lo que cueste, cuando empiece a volar. —Entonces rio—. Lo cierto es que la palabra resulta bastante apropiada si se piensa. ¡Cuánto tengo que aprender! Casi parece que maldiga usted en arameo.
—Hablando de maldecir —dijo su guía—, ¿qué demonios está haciendo Furnace con esa criatura de Vane?
La señorita Sackbut tenía los ojos clavados en el avión que el obispo había visto despegar un rato antes. Siguió la dirección de su mirada.
El vistoso aeroplano de color rojo y plata parecía, a su juicio, bastante estable. Ascendía casi en vertical y aparentemente sin esfuerzo, con la cola hacia abajo. Pero mientras lo observaba, ocurrió algo terrible. Sucedió todo tan deprisa que el obispo apenas podía entender lo que pasaba en realidad. El avión se inclinó hacia un lado con un movimiento rápido, el morro cayó y aquel artilugio empezó a precipitarse hacia el suelo, girando como endemoniado sobre sí mismo, mientras la cola sacudía el aire con violencia formando una espiral vertiginosa.
—Furnace lo ha puesto en barrena. —La voz de la señorita Sackbut sonaba cada vez más irritada—. No debería hacer eso en la cuarta clase, y mucho menos con Vane, que se está ganando a pulso el título de nuestro peor alumno. Va a darle un susto de muerte.
Solo entonces el obispo comprendió que esa maniobra tan alarmante era intencionada. Girando sobre su propio eje con la fascinante precisión de una peonza, el avión seguía cayendo. Las alas despedían destellos ahora rojos, ahora plateados, según su cara superior o inferior reflejaran la luz del sol. En las cabinas se veían dos cabecitas negras, ridículamente pequeñas, que aparecían y desaparecían con cada vuelta del aparato.
La caída se frenó de repente: la cola bajó y el aeroplano empezó a volar como antes. El obispo oyó un zumbido que iba en aumento, y el avión ascendió. Luego el zumbido se fue apagando de nuevo, y lo vio sobrevolar los hangares planeando hasta que aterrizó delante de ellos con un alegre contoneo de la cola.
Entonces se detuvo, dio media vuelta con un movimiento oscilante y, avanzando algo desmañado, cruzó de nuevo el aeródromo de regreso al hangar. Sally se dirigió hacia allí y el obispo fue tras ella.
Furnace bajó de un salto de la cabina delantera. Volaba sin gorro ni gafas, con un par de auriculares y un tubo acústico montados sobre un casquete. El obispo miró al instructor con curiosidad.
Furnace aparentaba unos cuarenta años y podría haberse considerado un hombre apuesto si no fuera por una cicatriz que le cruzaba la cara en diagonal, desde una sien a la mejilla del lado contrario. Todos sus rasgos estaban deformados allí donde la sutura los había atravesado, y tenía la boca torcida en una permanente mueca asimétrica que hacía difícil adivinar su verdadera expresión.
—Un incendio en el avión. Salió despedido contra un cable ardiendo —le susurró la señorita Sackbut al obispo cuando vio que se fijaba en la cicatriz.
La hélice se paró de golpe y un bulto salió arrastrándose torpemente de la cabina trasera. El obispo dedujo que sería el alumno. Iba vestido con un grueso chaquetón de cuero, una bufanda enorme y grandes guantes de lana. Llevaba además una máscara de vuelo, que en general solo se utilizaba para subir a una gran altitud o en invierno, y que le otorgaba una apariencia siniestra. Parecía un hombre corpulento, pero, cuando empezó a quitarse capas, resultó ser uno de esos jóvenes larguiruchos que parecen jockeys y que podrían tener cualquier edad entre los trece y los treinta y cinco años. En aquel momento tenía el rostro lívido y ensombrecido por una expresión de abatimiento.
—Está bien, George —la señorita Sackbut se dirigió a Furnace—, el XT se puede guardar. Se acabaron las clases por hoy.
—¡Buen trabajo!, ¡gracias! —replicó Furnace malhumorado—. En mis tiempos volábamos solos después de dos horas. Ahora parece que todo el mundo necesita al menos doce. En otros diez años, tardarán dos semanas. Para entonces yo estaré en un manicomio. —Llamó a gritos a un tipo delgado, pelirrojo, que llevaba un mono sucio y raído—: ¡Oye, Andy, guarda el XT!
Luego murmuró algo a la señorita Sackbut que el obispo no pudo oír.
—Quiero que conozcas a un nuevo alumno —le dijo ella, presentándole al obispo.
—Me temo que confirmaré sus peores temores —confesó este humildemente—. Puedo adelantarle que seré un mal alumno.
La maliciosa mueca se ensanchó. El obispo supuso que esta vez Furnace estaba sonriendo de verdad.
—No se deje asustar por mis comentarios —lo animó amable el piloto—. Algunos de mis mejores alumnos tienen su edad. Puede que no aprenda tan rápido como alguien más joven, pero será mucho más sensato. No me importa que el aprendizaje sea lento, pero he llegado a la conclusión, Sally, de que Tommy sabe muy bien lo que tiene que hacer y no lo hace por pura pereza.
El obispo imaginó que aquel tipo de ropas holgadas era Tommy.
Furnace se echaba el casquete de los auriculares hacia delante y hacia atrás con gesto nervioso.
—Lo he puesto en barrena sin avisar y ha conseguido sacarlo, y de una forma bastante competente, por cierto. Juraría que sabe más de lo que deja ver.
—Un poco extraño —comentó el obispo por cortesía.
Furnace le dirigió una mirada lúgubre.
—Los alumnos son extraños. Una vez enseñé a cierta aviadora transatlántica a volar. Estaba impresionado por sus aptitudes. La verdad, pensé que era un milagro. Iba alardeando de ello por todas partes. Entonces, un día, vino por aquí Tarry Bones, desde Aberdeen, y resultó que la muchacha ya había aprendido a pilotar allí, con él, bajo un nombre falso. —El obispo no entendía el sentido de aquella farsa tan elaborada, y Furnace se dio cuenta—. ¿No ve lo que pretendía? Habría aparecido en todos los periódicos: «La mujer que aprendió a pilotar en dos horas». ¡Imagínese la publicidad! Nunca me ha perdonado que le desbaratara los planes.
El obispo había advertido cómo los ojos de Furnace se posaban malintencionadamente sobre la señora Angevin mientras contaba su historia, por lo que supuso que era ella la mujer a la que se refería. Empezó a sentir cierta simpatía hacia la aviadora.
Furnace se quitó los auriculares. Parecía furioso. El obispo lo habría tomado por algo habitual en la forma de ser del instructor, pero se percató de que la señorita Sackbut lo observaba un poco preocupada.
Cuando por fin consiguió deshacerse de la ropa de vuelo, después de un largo forcejeo, Tommy Vane se unió al grupo.
—¿Sabe, comandante? —El joven sonrió a Furnace con expresión contrariada—. ¡No me ha gustado nada la clase de vuelo de hoy! ¿Qué ha sido eso que ha hecho al final? Ya no sabía si era yo o el suelo lo que daba vueltas.
—¿Es la primera vez que te has visto en una barrena? —le preguntó Furnace con recelo.
—Usted sabrá —contestó el joven—. Es el único con quien he volado. Y hoy he creído que moriríamos juntos: «Volaron juntos y cayeron juntos, y ni en la muerte fueron separados». —El muchacho se rio por lo bajo, divertido.
La expresión de Furnace era difícil de descifrar.
—Has metido el pie contrario a la guiñada muy deprisa cuando has visto que tenías que enderezarlo tú solo.
—Lo leí en un artículo —reveló Tommy muy animado—: «Qué hacer y por qué en caso de barrena». —Y dando un codazo a Furnace en el estómago, añadió—: Pero vamos, viejo zorro, que si quería asustarme lo ha conseguido. Se me han retorcido las tripas igual que una ostra. Un buen brandi es lo que necesito, y deprisa. Creo que deberías hablar con él sobre todo esto, Sally.
Se echó uno de los extremos de la llamativa bufanda sobre el hombro y empezó a alejarse. Tenía una figura extraña, menuda, de hombros redondeados y con los pantalones demasiado largos.
—¡El bar está cerrado! —gritó la señorita Sackbut a su espalda.
Tommy se dio la vuelta e hizo un gesto tocándose un lado de la nariz con uno de sus sucios dedos mientras guiñaba un ojo.
—Es una cuestión de salud. ¿Qué hay del botiquín de emergencia? Sé dónde está.
—Si vuelve a coger el brandi de mi oficina, le retuerzo el pescuezo —masculló la señorita Sackbut con vehemencia, y un momento más tarde, gimió—: Y ahora, ¿qué quiere Dolly?
Al parecer la señora Angevin ya había hecho gala suficiente de su soledad y se dirigía hacia el grupo esbozando una afable sonrisa.
Miró inquisitiva a su antiguo instructor y le golpeó suavemente en el brazo con sus guantes de media caña.
—Pero bueno, querido profesor, ¿qué has hecho? El pobre Vane estaba verde hasta las orejas. Le habrás quitado las ganas de volar para siempre. A mí no me dejaste hacer barrenas hasta después de mi primer circuito.
Furnace se volvió hacia ella. Su cara aún mostraba aquella mueca artificial, pero el obispo se dio cuenta de que le palidecían los nudillos de la mano en la que sostenía los auriculares.
—Haga el favor de reservarse sus observaciones sobre mis clases delante de personas extrañas. —La voz le temblaba—. Puede que no sean conscientes de lo que sabemos todos en el mundo de la aviación: que hoy en día es usted la peor mujer piloto de nuestro país, que ya es decir. Puede que algún día llegue a ser tan buena como Sally, pero no mientras no deje de provocar la ira de las personas honradas convirtiéndose en una atracción de circo barata.
El rostro de la señora Angevin se encendió. Por un momento el obispo, abochornado en extremo pero incapaz de escabullirse de allí sin llamar la atención, pensó que iba a abofetear a Furnace con los guantes. Y puede que lo hubiera hecho. Pero en ese momento una voz clara e indolente los interrumpió. Lady Laura estaba detrás de él.
—Sinceramente creo que los instructores no deberían volver a tratar con sus alumnos una vez licenciados, ¿no le parece, obispo? Están tan habituados a agraviarlos y hablarles mal mientras están aprendiendo a pilotar que luego son incapaces de librarse de esa mala costumbre. No creería usted las cosas que tengo que oír de George cuando pierde los papeles.
Furnace se giró hacia ella un momento, con una expresión dolida en la mirada. Parecía que iba a decir algo, pero entonces se marchó a toda prisa sin añadir una palabra y desapareció en el interior del club.
—¡Habrase visto! —musitó la señorita Sackbut—. Mañana estará arrepentido de todo esto, Dolly. No entiendo qué le ha podido pasar.
—Pues yo sí —replicó la señora Angevin, combativa—. Estos pilotos fracasados que creen que deberían estar en lo más alto, y no lo están, acaban todos igual. Alcohol. Alcohol y envidia. No está en sus cabales.
Acto seguido se enfundó los guantes con un bufido, saludó a Lady Laura con un movimiento de cabeza, miró con cierta curiosidad al obispo y se marchó.
—¡Bruja! —apostilló Lady Laura en cuanto creyó que no podía oírla o, según le pareció al obispo, quizá un poco antes—. Aun así, nunca había visto a George estallar de esa manera. —Se volvió hacia el hombre pelirrojo del mono raído, que estaba subiendo a la cabina del XT para rodarlo hasta el hangar—: ¿Puedes sacar mi Leopard Moth, Andy? Vuelvo a Goring esta tarde.
—Oído —asintió el mecánico.
La señorita Sackbut, seguida por el obispo, emprendió la vuelta hacia el club, pensativa.
—Siento muchísimo lo que ha ocurrido —se disculpó Sally con tono sombrío—. ¿Qué va a pensar usted de nuestro club? La señora Angevin tiene razón, George no debería haber puesto a Tommy en el lance de tener que salir de una barrena él solo. Va muy despacio, aún está intentando mantenerse en línea recta después de dos horas de vuelo. Aun así, George debía de tener una buena razón. Lo que no consigo entender es que haya perdido el control de esa manera. Siempre ha sido un hombre muy pacífico.
—La señora Angevin tenía una explicación —la cortó el obispo, y se quedó mirándola de un modo un tanto desconcertante.
—¡Lo que ha dicho es algo execrable! Jamás se ha comportado así. Tiene que ser mortificante para un hombre con su historial de guerra, y con su habilidad para pilotar, porque no siempre van unidos el coraje y la pericia... Bueno, debe de ser desesperanzador acabar como instructor en un garito de segunda como nuestro club mientras ves a gente como Dolly y Randall amasando fortunas. Pero todo eso es puro azar, y George siempre se ha burlado de la suerte. Es una persona de lo más alegre, y extremadamente popular entre los alumnos.
—No me ha parecido el típico hombre que pierde los nervios con facilidad —admitió el obispo.
—Es uno de los mejores —reafirmó Sally con afecto—. Pero, si he de ser del todo sincera, creo que algo le ha estado preocupando las últimas semanas. Ha estado taciturno, nada que ver con su natural optimismo. Me da la impresión de que se ha prendado de Lady Laura, el pobre desgraciado, y si es así, lo lamento por él. Pero solo el Señor sabe por qué sigo divagando y contándole todo esto.
—No me resulta una situación insólita —reconoció el obispo—. Es evidente que debo de tener algo en la cara, de lo que no soy en absoluto consciente, que invita a la confidencia. En fin, me gustaría comenzar con las clases mañana a mediodía, si lo considera oportuno.
—Por supuesto. Le reservaré la hora. Hágase en el pueblo, si puede, con un gorro, gafas y auriculares. En Merrivale, son los mejores. Es preferible a tener que pedirlos prestados, aunque podemos dejarle un equipo si no tiene tiempo. Me alegra que la escena de hoy no lo haya desanimado.
—¡Por el amor de Dios, no! Le he cogido simpatía a Furnace. ¿Esa que acaba de despegar con tanta elegancia era Lady Laura?
—Sí, siempre despega con un viraje ascendente pronunciado. Y eso —añadió la señorita Sackbut, circunspecta— significa que no morirá en su cama.
—Buenos días, señorita Sackbut.
—Buenos días, obispo. Está espléndido con su gorro de aviador, pero yo en su lugar no lo llevaría mientras no esté volando. —El obispo podía imaginar el aspecto que tenía con aquel gorro negro. Bajó la cabeza y aceptó la amonestación con humildad cristiana. La señorita Sackbut continuó—: Estoy un poco molesta con George, ha cogido el XT y aún está ahí arriba. —Levantó los brazos y los movió para llamar la atención de aquella sombra que cruzaba a toda velocidad las nubes dispersas—. No lo entiendo, sabía que tenía usted clase. No lo he visto despegar, si no se lo habría impedido.
—No se preocupe, puedo esperar.
Se dejó caer en una de las sillas grandes que había en el porche del club. Sally llamó al mecánico de pelo cobrizo.
—¡Andy! ¿Ha dicho el comandante Furnace cuánto iba a tardar?
El aludido sacudió la cabeza.
—Solo que iba a despejarse un poco, y se ha llevado la avioneta. ¡Por ahí va!
La débil sombra levantó el morro para hacer un bucle y se puso bocabajo durante un momento antes de volver a dar media vuelta sobre sí misma y seguir volando en dirección contraria a mayor altitud. Parecía dirigirse a toda velocidad hacia el aeródromo cuando las alas despidieron un destello plateado al volver a girar en vertical.
—Supongo que estará intentando librarse del sentimiento de culpa —resopló Sally—. ¡Mira que es duro de mollera! Si no vuelve pronto, cogeré el pájaro de Dolly y lo haré bajar yo misma.
—¡Por favor, por favor! —protestó el obispo con una sonrisa—. Tengo todo el día, además es un espectáculo admirable.
—¡Bah! Usted mismo podrá hacer todo eso después de cincuenta horas de vuelo —auguró Sally con ligereza—. ¡Y ahora se pone a hacer barrenas!
Una vez más las alas mitad plateadas mitad escarlata centelleaban como lo habían hecho el día anterior, pero en esta ocasión el obispo no se inquietó.
—Ayer creí que ese aparato corría un serio peligro —admitió—. Debe de hacer falta un tacto excepcional para ejecutar esos giros tan rápidos.
Sally se rio.
—¡Señor! Para eso no hay que manejar los mandos, ¡el avión lo hace solo!
Mientras hablaba, el obispo se había girado hacia ella. Parecía un poco abstraída, y tamborileaba inquieta con los dedos en el lateral de la silla donde estaba sentada. Sospechaba que aquella mujer joven y decidida, autosuficiente, de mirada tranquila y ademanes masculinos, era mucho más nerviosa de lo que le gustaba dejar ver a los demás. Y en ese momento, sin duda algo la tenía preocupada.
El obispo volvió a fijar su atención en el avión de Furnace. Había perdido mucha altura desde la primera vez que lo habían avistado. En ese momento descendía titilante hacia una arboleda, cada vez más bajo.
Entonces oyó un grito ahogado junto a él. Sally se puso en pie de un salto, con la cara contraída por un súbito temor.
—¡Venga, George! —murmuró con voz sorda y apremiante—. ¡No apures tanto! —De pronto palideció y profirió un grito tan angustioso que quedaría grabado para siempre en la memoria del obispo—: ¡Por el amor de Dios, usa el timón!
A miles de metros de distancia, en el límpido horizonte, despiadado, indiferente, aquel vacilante juguete desapareció tras los árboles. No se oyó ni un ruido ni quedó una voluta de humo, solo el cielo vacío y el silencio...
Sally se giró rápido, sin rastro de expresión en el rostro.
—¡Deprisa, la ambulancia!
Pero Andy se había adelantado. Se oyó un zumbido y un traqueteo, y del hangar salió a toda velocidad el viejo Ford verde oliva que hacía al mismo tiempo las veces de coche de bomberos y de socorro.
El obispo vio al mecánico que, con gesto adusto, agarraba con fuerza el volante mientras el vehículo avanzaba a trompicones sobre las toscas pistas de hormigón, y él mismo hizo ademán de echar a correr hacia el lugar del incidente. Pero Sally lo retuvo.
—No llegará usted a tiempo. Tommy va con Ness —añadió, señalando la extravagante bufanda y el enorme chaquetón de cuero del copiloto mientras el coche aceleraba cruzando el aeródromo—. Ellos lo sacarán. No sirve de nada dejarse el aliento corriendo. Mejor vamos a por mi coche; está fuera, enfrente de la oficina del club.
Mientras se dirigían apresuradamente hacia allí, el obispo alcanzó a ver, en otro extremo del complejo, a un hombre que se subía en un auto achaparrado de color verde, como un coche de carreras, que estaba aparcado junto a una caseta pintada de rojo y amarillo. El deportivo estaba ya atravesando las pistas apenas el otro se había perdido de vista por detrás de los árboles del lugar del accidente.
—Creo que ese es Randall —dijo Sally, fingiendo tranquilidad—. Ha salido pitando en el Alfa-Romeo de Gauntlett. Él sabrá qué hacer.
Pero la firmeza de su voz no consiguió engañarlo. Su mirada revelaba un verdadero desconcierto, y estaba rígida como quien se está obligando a mantener el dominio de sí mismo.
—¡Precisamente George! —continuó, como hablando sola y con profunda sorpresa, y luego miró al obispo en busca de reafirmación—: Tienen que haberse bloqueado los mandos, no ha podido ser otra cosa, ¡es imposible!
»No sirve de nada quedarse aquí, hay que hacer algo. Venga, vamos para allá.
Y se metieron en el destartalado coche de cuatro plazas.
Lady Laura, con el semblante pálido, salió corriendo del club y sin decir una palabra se sentó en la parte de atrás.
Cruzaron el aeródromo lo más rápido que pudieron, haciendo saltar el coche en cada bache, atravesaron un paso de ganado y atajaron por el campo para bajar luego por una amplia ladera hasta que, por fin, se detuvieron al lado del Ford.
El obispo vio la cabeza rubia del capitán Randall inclinada sobre una figura extendida en el suelo, junto a la que estaba arrodillado. De pie a su lado, también con las cabezas descubiertas, estaban Andy y Tommy Vane. Las manos de Tommy sangraban desatendidas sobre el serrucho que aún sostenía, el que habían utilizado para liberar el cuerpo de Furnace...
Randall le cubrió la cabeza con su pañuelo. Cuando Sally iba a acercarse, salió a su encuentro y la sujetó por los hombros. Había una honda tristeza en su mirada.
—Ha muerto en el acto, Sally —dijo con suavidad—. El cinturón de seguridad debe haberse roto en el impacto y ha salido despedido contra los mandos. —La miró a los ojos y repitió—: Tiene que haber muerto en el acto. Antes incluso de darse cuenta de lo que pasaba.
Finalmente, metieron el cuerpo sin vida en la ambulancia.
—Si cualquiera de nosotros pudiera elegir la forma de morir —le decía el obispo a Sally poco después—, creo que todos querríamos hacerlo en el ejercicio de nuestra vocación: el marinero en el océano, el granjero con el arado y el piloto cabalgando los cielos que ha luchado por dominar.
Fue Tommy quien se encargó de ir a la ciudad a buscar al doctor Bastable. Sin embargo, en menos tiempo del que habría sido prudente, los neumáticos de su pequeño deportivo rojo de dos plazas chirriaban de nuevo acercándose a los hangares.
—Bastable había salido a hacer una visita. Le he dejado un mensaje —anunció—. Quizá debería ir a avisar a otro médico. Podría acercarme hasta Market Garringham a buscar a Murphy.
—No, mejor esperamos a Bastable —contestó Sally sin apenas fuerza—. Es socio del club y compañero de Furnace. Prefiero que él se ocupe de todo. De todas formas ya no puede hacerse nada.
El tiempo pasaba, pero el doctor no aparecía. Al cabo mandó un mensaje diciendo que aún estaba a la espera de un nuevo habitante de Baston. Sally admitió para sí que el reclamo de una nueva vida era más importante que el de la muerte.
Después de otra hora de espera, el obispo la veía terriblemente agotada y ojerosa. Pero parecía decidida a mantener su vigilia, y no fue hasta entrada la tarde cuando pudo convencerla de interrumpir la guardia y salir a comer algo.
Cuando entró en la penumbra de la estancia donde yacían los restos mortales de George Furnace, ella se levantó y, un momento después, lo dejó allí solo. El obispo alzó la sábana que cubría el rostro del finado y lo miró en silencio. En sus veinte años de ministerio pastoral había visto tantas moradas carnales ya vacías de las almas que las habían habitado que difícilmente podía impresionarlo un fallecimiento repentino. Sin embargo, sentía que contemplar aquello que una vez fue el espejo de ese espíritu, y que aún conservaba su impronta, podía acercarlo un poco más a la esencia que lo había abandonado.
La muerte había sido benévola con George Furnace. En efecto, tenía una herida espantosa en la sien, pero la decoloración de la cicatriz que había desfigurado los rasgos de su rostro en vida ahora se difuminaba en la lividez del último trance. El obispo se acercó un poco más. ¿Era un efecto de la luz? No, al expirar se había fijado en su rostro una expresión no de horror ni de miedo, sino de melancolía, de desesperanzado reproche.
—Qué raro —musitó.
Se quedó pensando un momento, con la sábana aún retirada. Sin poder evitarlo, sus pensamientos fueron alejándose de las piadosas oraciones que deberían haber ocupado su mente hacia asuntos más problemáticos. Era por vocación un hombre de Iglesia, pero, debido a la variedad de ocupaciones que habían caído bajo su responsabilidad como pastor de una solitaria parroquia de Australia, tenía también algo de médico. Y un no sé qué en la rigidez de sus rasgos, en su expresión, despertó de inmediato su curiosidad.
Finalmente volvió a acercarse, levantó el brazo del difunto hasta ponerlo en vertical y lo dejó caer. El miembro inerte cayó flácido sobre su torso y se deslizó de nuevo hasta quedar extendido junto al costado.
El obispo sintió un leve escalofrío de terror, como si por un instante las fuerzas del mal hubieran invadido la habitación. Volvió a cubrirlo con la sábana en actitud respetuosa. Las sombras cada vez más oscuras de la habitación encontraron un reflejo igual de tenebroso en el lúgubre semblante del obispo.
Siguieron pasando las horas. Empezaba a anochecer. En el exterior, el obispo oyó la voz cordial de Bastable, modulada por el decoro profesional.
—¡Qué fatalidad, señorita Sackbut! ¡Precisamente George! Un piloto tan excepcional. Siento muchísimo no haber podido llegar antes, pero creo haber entendido que el pobre falleció en el acto. —El doctor Bastable miró por un momento al obispo sin decir nada y luego echó un vistazo superficial a la frente del muerto, chasqueando la lengua—. Sin duda parece haber sido algo fulminante. Veamos...
El obispo salió de la estancia en silencio.
«Soy técnico de mantenimiento aeronáutico. Me llamo Andy Ness. He estado trabajando en el Aeroclub Baston desde que se abrió, hace diez años. Estoy acreditado en las categorías A, B, C y D. Certifiqué la aeronavegabilidad del XT después de que pasara la revisión anual cinco días antes del accidente. Por supuesto que examiné los cables de control de los mandos. Se habían sustituido por piezas nuevas durante el examen y estaban en perfectas condiciones. Una vez certificado, el avión estuvo en servicio durante diez horas y ninguna de las distintas personas que lo pilotaron comentó ninguna irregularidad.
»Conocía bien al comandante Furnace. No, no sabía nada de su vida privada, quiero decir que trataba mucho con él en el club. No había notado nada inusual en su forma de comportarse últimamente. Parecía bastante animado cuando fue a por el XT. Creí que solo querría divertirse un rato. A menudo era lo primero que hacía al llegar, decía que le despejaba la mente. Nunca dejaba a sus alumnos hacer acrobacias sin la altitud suficiente, y a él jamás lo había visto arriesgarse tan bajo. En realidad no llegué a ver el impacto. Yo estaba trabajando en el vehículo auxiliar y tenía el motor encendido cuando el señor Vane, que tenía clase después del obispo, llegó corriendo y me dijo que el comandante Furnace se había estrellado fuera del aeródromo. Entonces nos subimos los dos al coche y fuimos hacia allá lo más rápido que pudimos. No sabría decir lo que ocurrió. El comandante Furnace era un piloto de primera, uno de los mejores. No lo entiendo. Volaría con él antes que con cualquier otro. Estoy seguro de que ni los cables ni la palanca del timón pudieron bloquearse. Jamás he oído nada igual en este tipo de aparatos. Se utilizan en un centenar de clubs y escuelas de vuelo, y están considerados los mejores de su clase en cuanto a seguridad».
«Me llamo Arthur Randall. Soy piloto. Sí, conocía bien a Furnace. Era uno de nuestros mejores aviadores civiles, mejor que yo, aunque fuera menos conocido. Se merecía un trabajo mucho mejor, pero después de la guerra la competencia entre los pilotos cualificados para conseguir un empleo fue feroz. Solía decirme: “Randall, creo que mi problema es que no soy capaz de ir por ahí echándome flores”. Y tenía razón, ese era su problema, la modestia. No, la falta de éxito no parecía preocuparlo demasiado, pero no era fácil para nadie adivinar lo que se le pasaba por la cabeza. Puede que estuviera algo decaído las últimas semanas, pero no creo que fuera más que algo pasajero.
»Lo describiría como un piloto muy prudente. La verdad, no puedo explicarme por qué el avión no se recuperó de la barrena. Me encontraba demasiado lejos para distinguir si estaba intentando corregir la posición con el timón, pero un piloto de su categoría lo habría hecho de forma instintiva ante la más mínima señal de peligro. El modelo que pilotaba nunca ha mostrado ningún defecto en los giros, que yo sepa. Cuando cayó, yo estaba en la oficina de aerotaxis de Gauntlett. Nada más verlo, salí corriendo y me subí a un coche, pero tuve que volver a por la llave y, cuando al fin llegué allí, Ness y Vane ya habían hecho todo lo que podía hacerse y habían sacado el cuerpo. Tuvo que costarles mucho trabajo, porque hubo que serrar uno de los largueros para liberarlo, y Vane acabó herido. En cualquier caso, Furnace debió morir antes de que llegaran. El cinturón de seguridad se había partido y lo más probable es que se precipitara hacia delante y cayera contra los mandos, que se le clavaron en la frente y lo mataron. La palanca de gases estaba cerrada pero el motor no se había desconectado. Sí, es lo que cabría esperar si un piloto se estrellara por accidente. No entiendo que Furnace cometiese un error así. La visibilidad era bastante buena, de unos tres kilómetros, diría yo. Su muerte es una gran pérdida para la aviación. Es irreemplazable».
«Soy Sarah Sackbut, directora y administradora del Aeroclub Baston. He llevado la gestión del club desde que abrió, y Furnace fue uno de nuestros instructores desde el principio. Era algo bastante habitual que cogiera el avión para volar un rato solo. Había un alumno esperándolo en tierra. Nunca habíamos tenido ningún problema con el XT. Es un modelo que se usa en todas partes para vuelos de instrucción y para principiantes. Nuestro técnico de mantenimiento cuenta con la más alta cualificación. Eso de que Furnace estaba deprimido es una tontería, sus modales eran así. Pero siempre estaba satisfecho y alegre. Era un instructor muy popular y un piloto sobremanera cauteloso. Nunca habría permitido que un alumno entrase en barrena a menos de mil pies de altura, y él mismo jamás lo habría hecho excepto para una demostración. No consigo entender cómo ocurrió un accidente así. Se estrelló contra el suelo, en una superficie bastante plana. El XT se habría recuperado de la barrena en un par de vueltas metiendo el pie contrario al timón y echando la palanca hacia delante. ¿Es posible que perdiera el conocimiento? No logro entenderlo».
«Soy alumno del Aeroclub Baston. Me llamo Thomas Vane. Llevo solo dos horas de instrucción. Furnace me consideraba con razón un aprendiz lento. Los últimos días me pareció que estaba bastante irritable, pero supongo que cualquier profesor se enervaría conmigo. Es raro, pero en la última clase que tuve con él me hizo entrar en barrena. Pasé miedo. No creo que sea muy habitual hacer eso con un principiante. Desde luego es algo que hay que aprender tarde o temprano antes de volar en solitario. No hizo ningún ademán de corregir la pérdida y, si soy sincero, al ver que no se movía pensé por un momento que se había quedado inconsciente. Me asusté y empujé la palanca hacia delante al tiempo que pisaba el pedal del timón hacia el lado contrario, que suponía que era lo que tenía que hacer. Furnace no dijo nada, salvo que había hecho lo correcto. Puede que solo estuviera poniendo a prueba mi capacidad de reacción frente a una emergencia, claro. Era un buen profesor y me han dicho que solía estudiar la psicología de sus alumnos. No tengo ni la más remota idea de por qué se estrelló el avión. Ayudé en lo que pude a sacarlo del fuselaje, pero entonces ya estaba muerto, como ha dicho el capitán Randall. Yo creo que murió en el acto».
«Soy el obispo de Cootamundra. Estoy en Inglaterra de permiso. Acabo de inscribirme como socio del Aeroclub Baston y no he pilotado nunca. Solo vi al comandante Furnace una vez, de modo que no podría decir si actuaba según su forma de ser o no. El aparato cayó por detrás de una arboleda, aparentemente fuera de control, pero apenas entiendo de estas cuestiones. Llegué allí algo después de que lo hiciera el vehículo de socorro, y para entonces ya estaba muerto».