SPANISH
TEXAS
FÉLIX HERNÁNDEZ DE ROJAS
SPANISH TEXAS
Colección Kandis número 1
© del texto: Félix Hernández de Rojas
© del prólogo: Francisco Javier Rodríguez Barranco
© de la edición: Ediciones Azimut
Diseño de cubierta: Happynet Comunicación©
El Toro de Osborne es propiedad del Grupo Osborne S. A.
Maquetación eBook: ePubOnline
1ª edición septiembre de 2016
ISBN: 978-84-945980-2-9
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Agradecimientos:
Debes permitir que tu hijo crezca y como parte de este camino, adquiera, diríase, la voluntad propia. Pues en estas nos encontramos ahora mismo. El libro se parió en la oscuridad de mi mente. Fue resultado de un apasionante viaje texano con mis compañeros del EMBA de ESADE, pero también de muchas lecturas posteriores; luego mis mejores amigos (¿te acuerdas, Paco?) aportarían sus pequeños granitos con sus comentarios. Muchos de ellos rieron a carcajadas con aquellos episodios más “arriesgados” de la aventura, lo cual es siempre gratificante para el autor. Otros criticaron abiertamente el texto y me ayudaron a pulir sus personajes y crear así nuevos nombres y situaciones.
No debo olvidar en todo esto a Raquel. A ella y a Arturo les dedico el libro, fundamentalmente porque son el motor pero también los ojos que me hacen salir fuera a diario. Eladio Chávarri me dijo un día que nunca olvidase esto y que tuviera claro quien son los primeros y que escribir vendría después como recompensa.
Lo cierto es que finalmente, tras casi dos años de trabajo, Spanish Texas dormiría el injusto sueño “cibernético”, algo así como la noche del escritor, hasta que tiempo después Rubén (Happynet, pero sobre todo hermano y amigo), y su férreo brazo, me arrancaría el libro para entregarlo y enviarlo al editor. Así fue como el padre vio marchar finalmente a su pequeño.
Y aquí comienza la gran aventura. Francisco Javier Rodríguez Barranco, mi editor, me ha brindado esta oportunidad maravillosa gracias al sueño de Azimut, la justa dirección, el cenit de la “buena” literatura. Por esto le estaré eternamente agradecido.
Y punto aparte y mención merece mi padrino literario, José María Pérez, “Peridis”. Siempre recordaré las palabras emocionadas que me dedicó en la Casa de Libro de Gran Vía, en Madrid, aquel acto de presentación de Spanish Texas, invitándome a perseverar. Y como estas ambiciones insufladas por Peridis me están acompañando todo mi proceso de divulgación, apoyado en las sucesivas presentaciones de Valladolid (¡gracias Javier Castán, Decano de la Facultad de Filosofía de Letras y Director de la Catedra de Cine!), Málaga (¡Gracias, Natalia Roig!), o en todas las firmas posteriores, por ejemplo, en la Feria del Libro de Madrid y Valladolid.
Otros muchos más han sido, son y serán participes de este camino, y valga mi agradecimiento por adelantado, por este espíritu “vaquero”, este encuentro de culturas, esta parodia inverosímil, artificio e ironía encebollada que se dilucida en el Spanish Texas. Espero que el lector disfrute de sus aventuras y que sepa comprender sus inevitables deficiencias, aunque sobre todo leer dentro de ellas. Que sean sus lisonjas, así, la gota milagrosa que sepa resucitar a mi Lazaro, mi delirante Spanish Texas.
Y eso es todo por el momento: de bien nacidos es ser agradecidos.
PRÓLOGO DEL EDITOR
Pocas cosas hay tan parecidas a una investigación policial como una investigación histórica, también las investigaciones periodísticas, pero en sentido estricto, una investigación periodística es una investigación histórica de nuestros días. Y pocas cosas me parecen tan interesantes como una investigación histórica sobre la presencia europea en América, un continente que desde la llegada de Cristóbal Colón siempre fue presentida como una región arcádica, paraíso perdido o espacio propio de la utopía tras la obra de Tomás Moro.
En fecha reciente se ha publicado en España (Barcelona, Galaxia Gutemberg, 2014) la última, hasta ahora, obra del profesor Felipe Fernández-Armesto, Nuestra América. Una historia hispana de Estados Unidos, que es traducción de la misma obra publicada inicialmente en inglés, donde se profundiza en las raíces españolas en el país de las barras y estrellas, que son mucho más extensas en el espacio y en el tiempo de lo que comúnmente se piensa. Baste pensar que en el siglo XVIII, la corona española llegó tener un fuerte en Vancouver. Pues bien, como tesis fundamental, defiende Fernández-Armesto que Estados Unidos es Latinoamérica, y que de la convivencia pacífica de ambas culturas, la anglosajona y la hispana, tan sólo esperar el engrandecimiento de lo que todavía sigue siendo el país más poderoso del planeta, lo cual subvierte, a mi modo de ver, el planteamiento esencial bajo el que nació la NAFTA (North-Amercian Free Trade Agreement), que nace para mayor gloria del Tío Sam, al menos en lo que a la expansión más allá del Río Grande se refiere. Nafta es también el nombre que en Argentina se da al petróleo, o al menos la gasolina, que es el principal recurso económico de Texas, el estado de la estrella solitaria, disputado durante el siglo XIX entre México y USA, con victoria final de éstos, que además coleccionaron héroes en El Álamo, pero eso no pasa de una coincidencia fonética.
Como curiosidad comenta Fernández-Armesto que los primeros seres vivos procedentes de Europa que pisaron territorio de lo que ahora mismo constituye la Unión fueron cabras y cerdos en Puerto Rico el 8 de agosto de 1505, a causa de las ambiciones sobre la isla de Vicente Yáñez Pinzón, a la sazón en disputa por ese tema con los herederos de Colón, pues ése era el modo en que los pioneros de la época se aseguraban la comida. Fernández-Armesto se basa a su vez para estos datos en V. Murga Sanz, Juan Ponce de León (Río Piedras, Universidad de Puerto Rico, 1971).
De manera que, no es posible imaginar la gestación de los Estados Unidos, sin sus dos grandes ejes cartesianos: las ordenadas, que se extenderían de sur a norte, con arreglo a la expansión de la corona española, y las ordenadas, de este a oeste, con arreglo a la expansión de los anglo-americanos a partir de la independencia, es decir, 1776, siendo así que serían estos últimos quienes acabaran imponiéndose sobre todo el territorio de lo que ahora mismo es el país del águila de cabeza blanca, gracias, entre otras cosas a la falta de escrúpulos, e incluso genocidio cometido sobre la población mexicana. Al fin y al cabo no eran nada más que greasers, grasientos, que perdían guerras cuando les sorprendían en la siesta.
Pues bien, en Spanish Texas, Félix Hernández plantea una ficción que toma como punto de partida los Naufragios, de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, a quien le tocó conquistar unas tierras, los desiertos de Texas, cuyo único interés económico era el petróleo, totalmente despreciable en el siglo XVI. Con ese telón de fondo, asistimos a una historia que se desarrolla entre dos mundos: el Nuevo y la vieja España, con su grandeza de bares de barrio y apartamentos en Vallecas; en dos momentos históricos: el actual y el pasado colonial; con una monja con el don de la bilocación; en un territorio, Texas, que participa de dos naturalezas: la hispana y la anglosajona; e hilvanado todo ello por un detective privado, quintaesencia de la casposidad, cuyas investigaciones transcurren también en dos planos: el real y el de sus visiones. Nada que ver con Torrente, si alguno se ha hecho esta pregunta.
Spanish Texas es una novela que requiere lectores despiertos, lo cual es tremendamente gratificante en un momento como el actual en que los escaparates de la librerías se inundan con, así llamados, libros, cuya lectura es perfectamente con una mente concentrada en otras cuestiones (los problemas cotidianos, una partidita de scrabble on-line, etc). Spanish Texas es una novela fruto de un escritor cuya primera vocación fue la poesía y eso permite una textura diferente a la hora de plantear, contemplar y resolver las situaciones. Spanish Texas no se despeña por la senda manida de la pseudo-melancolía larvada de misterio. Tampoco es una historia en la que los buenos son malos que se han cansado de serlo, según leía en cierta ocasión que sucede con los protagonistas de la novela negra norteamericana. Spanish Texas es una novela donde la cotidianeidad y la fantasía caminan del bracete y tan a gusto.
No sé si Texas, y por ende California, por no hablar de Arizona o Nuevo México, volverán a ser territorio mexicano alguna vez, pero hoy es el día en el que por segundo año consecutivo un director mexicano, González Iñárritu en este caso, ha sido el gran triunfador en la gala de los Oscars por Birdman, uniéndose así a Alfonso Cuarón, que fue galardonado como Mejor director en 2014 por Gravity. Y, bueno, algo es algo.
Málaga (teteria El harén) , 22 de febrero de 2015
Francisco Javier Rodríguez Barranco
“Después que bajé del cielo, y después que desde su alta cumbre miré la tierra y la vi tan pequeña, se templó en parte en mí la gana que tenía tan grande de ser gobernador; porque, ¿qué grandeza es mandar en un grano de mostaza, o qué dignidad o imperio el gobernar a media docena de hombres tamaños como avellanas, que, a mi parecer, no había más en toda la tierra? Si vuestra señoría fuese servido de darme una tantica parte del cielo, aunque no fuese más de media legua, la tomaría de mejor gana que la mayor ínsula del mundo.”
Don Quijote de la Mancha. Capítulo XLII, parte segunda.
“Es costumbre antigua, señor gobernador, que el que viene a tomar posesión desta famosa ínsula está obligado a responder a una pregunta que se le hiciere, que sea algo intricada y dificultosa, de cuya respuesta el pueblo toma y toca el pulso del ingenio de su nuevo gobernador; y así, o se alegra o se entristece con su venida.”
Don Quijote de la Mancha. Capítulo XLV, parte segunda.
“La mitad del mundo se está riendo de la otra mitad y ambas son necias.”
BALTASAR GRACIÁN
Primera Parte
1
J. se había refugiado en la oscuridad del jardín donde la música y las risas apenas llegaban. Allí descubrió la improvisada sala de cine: vio un par de filas de butacas mal alineadas y justo enfrente, la desproporcionada pantalla sujeta a las columnillas del templete. Tomó asiento y esperó, cubata en mano, que llegara alguien más. Pero no hubo mucha suerte. A los cinco minutos surgió el proyectista de entre las tinieblas y le saludó para luego aproximarse a la consola de vídeo. Manipuló profesionalmente el dispositivo y realizó los últimos ajustes. Mientras, J. tamborilea sobre el vaso de bebida con nerviosismo. Y no llegaba ningún otro: no había toses de fondo, ni palomitas, ni acomodador, ni espectadores salvo él mismo. Por fin se desvaneció la tenue iluminación, y del fundido a negro nacieron las playas, acompañadas de una pesada voz grave. Era el narrador que elevaba la voz para decir:
«Los que crean hallar en Alvar Núñez Cabeza de Vaca un héroe gobernado por cualidades superiores, errarán. Cabeza de Vaca fue ante todo, un hombre débil, encerrado en horrorosas dudas sobre el sentido de su encumbrada misión. Un colonizador de segunda división olvidado. Un nómada, un mendigo de la Corona. Aventurero por azar y médico por supervivencia, adquiere dichas habilidades a fuerza de golpes y sufrimientos. Adversidades. Porque siempre se hubo considerado a sí mismo un desgraciado que llegó por fe y visitó parajes que otros europeos no vieron nunca antes.
Cuando partió, aquella calurosa mañana, día 17 de junio de 1527 de Sanlúcar de Barrameda, lo hizo desconociendo su procelosa aventura. ¿Qué transformación se fraguó en sus huesos durante aquella penosa década que anduvo perdido?, ¿qué instinto?, ¿qué pago recompensaría aquellos sufrimientos? La brutalidad, el ansia de riquezas, el afán por lo desconocido… quizás el frágil poder terrenal… acaso un desvanecido recuerdo postrero.
»Y sin embargo, nuestro héroe no obtuvo relevantes tesoros o parabienes. A diferencia de otros conquistadores y por desgracia, Cabeza de Vaca vagó por el Sur de los Estados de la Florida, Luisiana y Texas donde los indígenas eran pobres, y su estado lamentable y miseria invitaban a convertir sus almas… pero poco más que eso. Menguadas riquezas había por allí. Apenas para asegurar su subsistencia. Eso sí, nogales, laureles y palmitos en cantidad, a la manera de Castilla, el terreno, aunque llano, con abundantes lagunas trabajosas de atravesar, en parte por las honduras y en parte por los árboles caídos en todas las direcciones. Y no había minas de plata, ni civilizaciones o imperios para cubrirse de gloria en su exterminio. Sí, por supuesto, había mucho petróleo, inútil mineral, manando mansamente, con remoloneo de fontana de vergel por aquellos manantiales… pero sin el más mínimo provecho aparente.»
2
La sirena de la ambulancia aturde la incipiente madrugada; es un dolor excesivo, intenso y absurdo como el del parto mismo, un golpeteo exigente, continuo y atroz. El vehículo se tuerce y endereza las curvas de la sierra, el chofer concentrado para no toparse con algún atontolinado motorista insomne por la pronta hora. Los pinos albos adornados de chupones y la nieve descolgándose tierna en los balaustres de la carretera nos recuerdan la estación de hielos bien entrada. Adelantan luego a un Citroën que se bambolea adormilado sobre el andén. Su conductor ha sacado una mano y ha hecho gestos ridículos mientras aminora su velocidad hasta casi detenerse. En la ambulancia el copiloto se comunica con la central, intercambiando frases breves en una jocosa e indescifrable jerga que serán más tarde explicadas al chófer:
―... Vete tranquilo, hombre, no hace falta que corras... porque están bien muertos…
En esto que casi han llegado a la curva del accidente. Se detienen, ven una pareja de guardias civiles organizando a los pocos curiosos, principalmente algún turista japonés descansando del ajetreo de la capital y que ha querido visitar El Escorial fuera de temporada. Se abren paso hasta el desplome del abismo. Miran al fondo un poco compungidos, un poco absortos por la tragedia. En aquel momento, el equipo de rescate que se había descolgado sobre la despeñada les informa: efectivamente, debían ser, no más que por las ropas, dos jóvenes; y están achicharrados. Puta suerte.
Y luego llega la segunda ambulancia. Mientras, un periodista acerca su teléfono móvil al patrullero. Tiene una conexión en directo con los informativos locales y explica a su audiencia que no hubo ningún testigo, aunque por las marcas de los neumáticos el vehículo aparentemente había perdido el control en aquella precisa curva.
―Fíjese Vd. ―se excusó el guardia―, es cosa de los malos hielos de la sierra.
Impaciente, unos de los médicos rebusca en su bolsa. A grandes males, mejores remedios, piensa, y con disimulada satisfacción extrae un termo de café caliente. Lo comparte con sus compañeros y explora temas de conversación para entretener el espíritu. Cuando por fin una animada discusión futbolera se desgrana, les interrumpe el alboroto que trae la llegada del furgón de atestados. Parece que nadie presta mucha mayor atención al accidente. Nuevos trasuntos, distintos sucesos invitan a la distendida charla mañanera. Al rato llega el juez que iniciará el procedimiento sumarial.
Puede que a la hora o más, cuando el aburrimiento empieza a invadir a los allí presentes, aparece por fin la grúa que lentamente apalancará su brazo para alzar el vehículo siniestrado. Los gritos de los operarios despiertan la mañana. Algún raposo sortea al gentío que se agolpa contra la curva de la carretera. Las cigüeñas sobrevuelan en círculos dispuestas a ver salir corriendo los propios cadáveres. Los bomberos fuerzan la puerta. Por fin algo de emoción, se dicen para sí, mientras sacan los dos cuerpos, que parecen ser los de una mujer y un hombre. Los apartan contra unas camillas. Desfigurados, rebuscan entre las ropas sus documentos... apesta la mezcla de gasolina, carne quemada y plástico. El chófer de la ambulancia se ha mantenido siempre aparte de este cuadro. Se persigna. Llevan años de profesión aunque no logra acostumbrarse a la desgracia. Es un tipo sensible. Y le repugnan los curiosos: siempre hay cámaras para alimentar el espectáculo. El juez ordena que sean retirados los cadáveres y se realice la perceptiva identificación y autopsia. Aparece entonces a su lado el compañero del chófer, mascando chicle y con la nariz tapada. Su voz aparenta la sordina de la trompeta de jazz. Interpreta una melodía improvisada, un Réquiem de letra apócrifa y torturado clave, el fraseado breve, duro, exigente con las notas:
―Jo’er, macho. Son puta carbonilla. Debe ser la hostia andar así por la mañana y que se te acabe la vida, como si na... sin darte cuenta. Seguro que vendrían de echar un polvo, envalentonados como estaban y... en fin... por lo menos el último rato les fue majo.
―Carga que nos vamos. Quiero llegar al banco antes de media mañana. ―así le interrumpe bruscamente, aquellas frases le producen nauseas. Podría mirar a través de los sacos que contienen los cadáveres e imaginar su respiración desacompasada, su lamento, el vértigo de la caída, incluso oír sus gritos asfixiados, el calor derritiendo la carne de los brazos, los dedos repegados en la ventana intentando arañarla.
Luego se sacude la cabeza, toma la llave y arranca el vehículo para alejarse. Su compañero le da una palmadita de ánimo. Con el golpe, el fantasma del horror ha brincado fuera de su cuerpo y se aleja, hace un ademán para pasearse entre la multitud congregada y desaparece lindamente en el pinarillo de la sierra madrileña. Pero justo antes el fantasma entorna la cabeza, hace una mueca al conductor de la ambulancia y se despide, oscilando los huesos traslúcidos de la mano; promete que volverá a visitarle próximamente. Y será más pronto que tarde.
3
La Gran Vía: llamémosla así, un viejo sueño atroz, un vehículo lunar de escénico runrún, una culebra disciplinada muchas veces detenida por el gorgoteo y la humareda del tráfico madrileño. Las putitas somnolientas, apoyadas contra la pared de la gloriosa Montera, toman el solecito del invierno, bien abrigadas, sobándose las tetas mientras ven pasar los clientes. Y muy próximo se yergue el edificio de la compañía de teléfonos, con sus grandes antenas, su reloj, sus ventanitas donde hasta se podrían ven los ocupados directivos asomándose, entretenidos en sus devaneos ejecutivos.
Pues un poquito más arriba, en su lateral, en cualquier número a lo largo de la calle Fuencarral, se localiza las oficinas del afamado bufete de abogados «Hermanos Luarte». Ésta es una firma de solera, establecida durante los estertores del franquismo; los hermanos se abrieron paso defendiendo brillantemente a políticos y constructores. Pero también hicieron sus buenas migas con toreros y actores, supieron granjearse la confianza de las nuevas clases pudientes que habían despertado en aquella España de «la Transición». Hoy los hermanos Luarte vivían retirados en Marbella ―nadie se atrevería a citar exactamente dónde sin recibir por castigo la correspondiente demanda―, pero su negocio, alimentado y crecido por las mejores jóvenes hornadas de abogados, mantenía azuzada su reputación de seriedad, familiaridad y sobre todo, discreción en la capital española.
A primera vista nadie se percataría del mamotreto de placa dorada colgada sobre la portezuela, aunque se trate de un pesado y abultado letrero. El portal, rehabilitado hace ya algunos años, conserva el viejo ascensor y escaleras de madera con balaustre y pasamanos de alabastro. En el segundo piso se ubican las oficinas, acompañadas por un trajín de papeles y asociados entrajetados, yendo y viniendo, realzados por el alfombrado discretamente lujoso y algunos muebles coquetos, escogidos con gran gusto, que invitan a la contemplación, tal vez al relajo. Será que lo hermoso permanece en nuestras mentes grabado como quien taja en la piedra áspera sus iniciales. Guarda una armonía contagiosa y nos serena el espíritu. En aquellos barruntos permanecían los cornudos o las esposas engañadas antes de ser recibidas en los despachos recoletos por sus diligentísimos abogados, para escuchar el consiguiente informe que describía las infidelidades descubiertas.
Y pese a todo aquello, a J. –apenas un brevísimo zoom introductorio― siempre le ponían nervioso aquellos mindundis afeitados «y de veintiún botón». Por eso iba y venía al baño para fumar, esperando ser llamado lo antes posible y largarse de toda aquella parafernalia cuanto antes. Tosía ruidosamente y espantaba de su lado a los clientes, y mientras, rebuscaba su pañuelo, aunque no siempre lo encontraba a su debido tiempo. Luego, con indisciplina se limpiaba el sudor y jaleaba su esputo gruñendo en voz baja:
―Joder, hace por lo menos una hora que espero.
J. solía ser llamado por el bufete para realizar ciertos encargos y bagatelas, como vigilar damas necesitadas de galantes cumplidos y merecimientos extramatrimoniales, o quizás una discreta escolta y protección del famoseo ―absolutamente cierto: alguna copichuela se había tomado con los futbolistas del equipo merengue, sino, que le pregunten―. Eran encargos elementales, básicos, donde pasaba largas horas dormitando, apoltronado contra el asiento de una cafetería o del automóvil. De aquellos trabajos de escolta del tres al cuarto aprendería el arte de vaciar su cerebro y con vista perenne, especular sobre los habitantes de la vivienda cuyas sombras se plasmaban contra la ventana y se movían al son de su transistor.
Por fin se abre la puerta del despacho: un tipo estupendamente plantado se nos adelanta, aquel debe ser el gerente, ¿quién si no?, traje y porte inmáculos, gemelos dorados como dos linternas, que invita a J. a que pase. J., más bajito que otra cosa, contrasta con aquel hombre que parece un pino plantado. El detective arrastrará sus pies para obedecer con docilidad, como si hubiera digerido ya la queja de momentos antes. Sus zapatos, que debieron tener lustre en una glaciación anterior, son perseguidos por el rabillo del ojo del engominado gerente.
―Pasa, venga hombre y siéntate. ¿Algo para beber?, ¿un café?―le dice con estudiado desenvolvimiento.
―No, gracias ―y luego como si se lo pensara otra vez le dice―: pero si pudiera ser un sol y sombra...
Pulsa sobre el teléfono y ordena a la secretaria que traiga la bebida. Al rato aparece, pechugona y penduleando. Ni mira a J., la mujer ya conoce sus aspavientos y sus pensamientos obscenos. Se va tras depositar un vaso con el sol y sombra sobre la mesa. Cuando vuelven a quedarse solos, J. recompone su gesto.
―Bueno... ―comienza a rascarse la coronilla y a tirarse de la corbata que ya le estorba.
―Tenemos trabajo para ti. ―Se ha reclinado sobre el detective.
―Bien. Bien. ―Esto lo dice en voz baja para vencer con disimulo su incomodidad.
J. sonríe interrogante. Se concentra en las palabras, aunque el tonillo jocoso de su contrincante le confunde.
―Pero ahora el trabajo te parecerá más bien otro distinto... y te exigirá ciertas habilidades diferentes... ―y torciendo el entrecejo, marcándosele las arrugas―... oye, chico, que de ésta te dejaremos pensar un poco más que antes.
Ambos ríen. Es una carcajada cómica. Quizás una estrategia del abogado para encauzar la conversación. Se acomodan. J. inclina su frente sudorosa sobre los papeles del escritorio. Ahora le enseña la foto. Parece ser un horrible accidente: una grúa eleva los restos de un automóvil. Se ven dos cuerpecillos carbonizados. Le señala, en tono afectado, a uno de ellos.
―Ella se llamaba Laura Buendía. Natural de Valladolid y Licenciada en Historia por la Universidad de Alcalá de Henares. Estaba finalizando un doctorando en no sé qué de Texas ―fijando su vista con fuerza― .Colaboraba con una productora de cine, en concreto como documentalista, para ganarse la vida... Bueno, pues, simplificando... la familia quiere explicaciones: qué hacía allí, cuándo murió y qué relación mantenía con el tipo que la acompañaba en aquel coche.
―¿Nada más?
J. se sentía, en parte confundido, en parte aliviado. El asco y repulsión de aquellas fotografías le aturdían. Los cuerpos acartonados, retama consumida. Fue a tomar un trago, pero descubrió que había agotado el sol y sombra en algún ignoto instante anterior. Aclara la voz para dotarla de una fingida y controlada pose profesional.
―Eso parece fácil: ¿qué concluyó la investigación...? Droga, alcohol, fornicio, adulterio, quizás una combinación de todo lo anterior. ¿No hay otras alternativas?
―No bromees con el asunto. Su familia tiene pasta ―se levanta para iniciar un paseo circular por el despacho―. Se trata de gente influyente que necesita algunas respuestas. Porque el otro cadáver era el de un hombre. Quieren saber si aquel cabrón la mató antes y por qué.
―¿Y la autopsia? ―se escucha a sí mismo pronunciando aquella mágica palabra y siente J. su espíritu alborotado, un Filemón torvo, apenas licenciado de la escuela y dispuesto a comerse el mundo, a hurgar las entretelas del «spiritu mundi».
―Eso no te importa por el momento. Dijo lo que debía decir... pero ahora queremos saber la verdad, la historia soterrada, las razones certeras. Nos han pedido un informe, quiero decir, su familia. La hija debía ser una despendolada... imagínate, coca, pastillas... y luego, ya se sabe, llegó el accidente, resultado de aquella noche loca.
―... al final resultará ser toda una puta... ―insinuó J..
―No, hombre, no. Queremos saber qué pasaba por su cabeza... antes de morir. ―le había respondido en tono condescendiente.
J. rechina sus dientes. De principio, pensó, no debería aceptar aquel caso, no le gustaba nada. Y comienza su parca y habitual resistencia. Se le barrunta un serial tonto, lleno de recovecos, y no una clara investigación, llana y simple, de las que sabía hacer tan bien, donde estaban muy claro los pasos. De las que se había prometido hacer siempre. Se iba fuera de su línea profesional, de su especialidad: los casos miserables sin sorpresas. Intentaba prestar atención a lo que le dicen ahora, pero pronto la memoria le bulle y no le deja escuchar. Cae en aquellas ensoñaciones frecuentes que tanto le dominan. Ahora ya no ve a su interlocutor, al gerente, sino al J. emocionado y joven que había concluido sus estudios de Filosofía e Historia ―doble carrera en tiempo record― hacía una década. En el salón de actos recibió el diploma, prácticamente número uno de la promoción... y en fin, luego vendría la agonía para encontrar su primer empleo. ¿Por qué cojones no quiso quedarse de tercer profesor asociado en el departamento de lenguas muertas? Por aquel entonces había trabajo, mucho y bien pagado para muchos: ingenieros, físicos, médicos, economistas o abogados. Pero ya no quedaba espacio para los jóvenes pensadores... y le preguntaban en las entrevistas... y Vd., ¿qué es capaz de hacer por nosotros? Y tan solo acertaba a decir que no sabía hacer mucho, pero sí que era lo suficientemente inquieto para hacerse buenas preguntas. Que por eso había estudiado Filosofía. Socrático había salido el chaval, pensaban los entrevistadores. Pero por desgracia en ningún sitio le cogían, quizás fuera porque lo suyo no era la informática, tal vez porque entendía bastante de latinajos y leía tratados en arameo, pero nada, lo que se dice absolutamente nada en inglés. Así que su madre comenzó a espetar a las vecinas con orgullo: «Pues eso, mi niño terminará siendo investigador privado», quizás porque las familias de Vallecas gustaban de tener familiares cercanos trabajando con la policía. Aquello sonaba rutilante. Como nunca tuvo fuerza de voluntad ―siempre había sido un torvo pusilánime― y porque siempre hubo pensado que el camino es siempre de ida y en descenso, se dejó desgranar, uno tras otro, en trabajos miserables, hasta que finalmente comenzó a trabajar para este bufete de abogados, gracias a un favor de no recordaba quién. Entonces su familia vio colmada la máxima ambición. No entendían de Neorracionalismo o Positivismo, no tenían el gusto de conocer a Comte o a Wittgenstein, pero sí sabían de asesinatos, que era lo que más se veía por entonces en la televisión. Sin embargo, J. resultó ser un detective especialmente nefasto. Pobre universidad la de la pantalla tonta. Y bien, que el tiempo hizo el resto. No sólo la bebida, los porros y las mujeres arruinan los cerebros mejores amueblados: porque también los años borran las lecciones mejor aprendidas antaño, con esmero.
―... J.... ―le zarandea el gerente― ...eres un jodido subnormal que nunca escucha. Venga, atiende un poquito, que luego te la duermes en casa.
Pero J. ha recobrado su tono lejano, ensoñador, vagamente reflexivo. Rebusca en su bolsillo interior de la americana. Enciende un cigarro. El humo le permite pensar mejor. Algo es algo. Le pregunta al gerente:
―¿Por qué a mí?
―Mira, atiende. No te subestimes. Eres el perfil más apropiado. No nos creas lelos. Convéncete. Toma este sobre, verás cómo la familia paga bastante bien. Simplemente, vas, escuchas en la oficina donde trabajaba la chica, husmeas en su casa, rebuscas entre sus papeles y haces las preguntas que consideres a las amistades. Rutina. Y vas y nos lo escribes todo. Un informe discreto valdrá. Imagínate: un pequeño cuento. Luego pasas una copia a la familia y veremos cómo hacemos llegar otra ―le guiña― a la policía, ya sabes, para contrastar los resultados. Que no queden cabos sueltos. Como tendrás poco tiempo para, digamos, esta investigación, vete tranquilo, no esperamos que descubras las Américas ―y se ríe como si detrás se escondiera un comentario inescrutable― ¡Ah!, ¡eso sí!, procura no hacer el indio ―también se ríe como finalizando la gracia y le golpea tímidamente el hombro. Aquella suerte encadenada de ocurrencias mosquea a J.― . Confiamos en ti. El bufete quiere que aproveches esta oportunidad de promoción.
J. quisiera negarse. Y permanece en silencio, silencio de niño malo. La verdad es que en días como aquel a media mañana ya no solía recordar cuánto había bebido: un par de cervezas, varios sol y sombra, dos o tres vozkas con coca―cola. No sabía si era propiamente un alcohólico, aunque bebía por la propia desgana del beber, por llenar su vida como se llena un cubo de basura a diario. Mira ahora al tendido por la ventana. De entre las nieblas que habitualmente envolvían su vida, emerge el mástil de un buque carguero, un transporte de esperanza caduca. Por la calle subían y bajaban dominicanos entretenidos en sus quehaceres, y los chinos descargaban abastos para sus diminutas tiendas. Era sorprendente, aquellos cuerpecillos arrastrando los fardos que apenas entraban por las puertas de las tiendas. El cielo encapotado, los tiznones de sol, propiciaban un ambiente de intimidad a la ciudad, y no sabía por qué, ahora le entraban unas ganas insoportables de comprarse la prensa y pasarse la mañana, así, leyéndola, sin hacer nada, mientras tomaba un café largo, larguísimo, infinito, sin final. Al fin, ya es hora, pensó, un retazo de pensamiento optimista. Hacía tanto tiempo que no... y fue que rompió su perpetuo mantra mental afirmando:
―Vale. Acepto. –Por lo menos serían unas semanas de respiro.
De pequeño soñaba que sus compañeros de colegio le zarandeaban, le manteaban: despertaba envuelto en sudores fríos, su corazón brincando, llamando desesperadamente a mamá para que viniera. Había leído por algún lado que se trataba de pánico a lo desconocido. Odiaba, pese a sus estudios, enfrentarse con enigmas. Entonces buscaba refugio en las preguntas, que aunque inservibles, le asían a la vida, a la realidad. Daba mil vueltas a las preguntas, como esperando que tras su justo replanteo, se ocultase la respuesta certera. Siempre pensó que la Filosofía, junto a la vida, es el arte de plantearse la exacta pregunta. Aunque los hechos, siempre esconden recovecos ocultos. Y tras esas esquinas, yacen las respuestas más oportunas y torturadas.
4
―Laura. Bueno... en fin... eh... ya sabe, no era precisamente una monada... de tía. Nunca te darías la vuelta para mirar su culo. ―y se reía apretando un cigarro contra los dientes.
Ése era su jefe, el ejecutivo de cuenta. J. visitaba la empresa para la cual trabajó Laura. En la planta más elevada de estos edificios tecnológicos que se desbordan a las orillas de la Castellana. Moqueta azul, madera y lujo superficial. Ventanales abiertos a la sierra de Madrid. Un directivo enérgico, decidido de grandísimos ojos azules, un pozo de calor en sus palabras y sinceridad aparente y tosca.
―Eso sí, historiadora, culta y sensible. Toda una eminencia.
Por eso J. escrutó su corazón. Si tuviera rayos X habría descubierto sus cicatrices, las frustraciones diarias de los números que no cuadraban nunca, sus tatuajes juveniles borrados a conciencia para no aparentar debilidad hacía ya un par de décadas, habría descubierto quizás hasta su moreno de piel labrado a fuerza de largas horas de trabajosa exposición a los ultravioletas en gimnasios que huelen a pies. Su barriga mal disimulada de dromedario. Era un cincuentón oxidado y divorciado que disfrutaba persiguiendo las faldas, las ubres indeterminadas de las mujeres. No importaba que estuvieran casadas, tuvieran hijos o se mordieran las uñas con desasosiego. Pero la pereza de la mañana o el olor a café recién hecho al que apestaban aquellas oficinas mantenían con la guardia baja a J.. No pudo apreciar su traje oscuro a raya diplomática, como mandaba la moda del año, planchado esmeradamente por alguna ecuatoriana que debía mal pagar, sus dientes amarillos y desalineados, su Rolex falsificado, comprado en Denia por vacaciones y su camisa listonada, con el cuello un pelín gastado para ser lucida supuestamente por el jefe supremo.
―La conocimos gracias a su tutor. Sabe, su tutor de tesis nos puso en contacto...
―¿Era buena en su trabajo?
―No exactamente eso. Era nuestra genuina fuente de conocimiento. Oiga, le voy a contar cómo funciona nuestro negocio. Ante todo tenemos que entretener a varios millones de telespectadores cansados de ver programas igualitos todos entre sí... es la jodida pelea por el share... En cuarenta y cinco minutos hay que engañarles para que no toquen el mando y se traguen los quince minutos de publicidad correspondientes... encima, algunos querrán pensar que se van a la cama habiendo aprendido algo... y también tenemos que darles argumentos para que al día siguiente hablen de nosotros en el gimnasio, en la cafetería. Y de paso, que compren algún libro sobre el tema. A eso lo llaman cross―selling. ―y J., ajeno a todo este soliloquio, leía las preguntas anotadas en su bloc.
―¿Y era Laura buena en eso?
―Vea su ficha ―y de un cajón saca el informe de Recursos Humanos ―: doctorando en la dominación española de Texas. ¿Sabía Vd. qué habíamos estado allí?, ¿que aquello había sido territorio español? Yo le confieso que hay días que no sabría ni encontrarla en el plano. Mire, aquí somos expertos en publicidad, en contar historias que diviertan al público, en entretenimiento, aunque no tenemos ni idea del qué, pero sí del cómo. Y Laura era nuestro qué, ella nos dictaba los contenidos fundamentales del documental.
―¿Y los guionistas? ―y le lanza un libro que resbala dulcemente por la mesa hasta caer en las manos de J..
―... Éste es su borrador de tesis. Para serle sincero, apenas entiendo una palabra, pero era todo nuestro documental... al menos del libraco seleccionaba los pasajes y nosotros adaptábamos los personajes fundamentales. Aunque, bueno, teníamos que ser cuidadosos y no alentar su éxito. Esa chica tenía un ego enorme. Además era bastante observadora. Se nos hacía complicado ocultar cada vez más estos detalles... quiero decir, su poder en el documental.
― ¿Qué más puede decir de ella? ―J. apuntaba rabiosamente en su libreta. Había olvidado traer una grabadora y se enfurecía al darse cuenta de que no iba a entender más tarde su letra.
―Como le he dicho era una gran observadora de su entorno aunque vivía sola e inmersa en su mundo ―altanera la voz como un actor que declama― como la rosa más hermosa del jardín. Creo que su existencia era bastante aburrida y monótona; tenía pocos amigos y no se sentía integrada en el ritmo de trabajo de la productora.
―¿Por qué?
―Ya sabe, cosa de mujeres: decía que éramos todos unos machistas, unos cerdos que solo buscábamos eso.
―¿Y en la Universidad?
―También estaba desenganchada de la vida social universitaria. Pero no nos confundamos, no se trataba de un ser hundido, amargado, apartado. Era un espíritu libre que se sentía más feliz en sus sueños, las tierras de Texas de hace varios siglos, que en el Madrid real del siglo XXI. Su soledad era, pues, intencionada y por tanto, soportable.
Luego le enseñó una foto de carnet, seguramente utilizada en su tarjeta de seguridad. Esta fue la primera vez que la viera. Se sorprendió al darse cuenta de que en el bufete no se habían tomado la molestia de proporcionarle algún retrato de Laura. Parecía una fotografía reciente, aunque ya se divisaban las primeras arrugas y acartonamientos en las esquinas del papel. El retrato rápido en un fotomatón de barrio. Físicamente delgada, pelo moreno y largo hasta la cintura, ojos almendrados y negros como dos pozos, bien formada, si bien huesuda, brazos delgados, interminables piernas y cintura breve. Se percibía que prefería la ropa cómoda y práctica, colores apagados, escotes que mitigaban gran parte de sus encantos femeninos. De cualquier manera, su presencia parecía cuidada lo justo y necesario. Ocultar más que mostrar.
―¿Qué le parece? ―le pregunta el directivo, como cuando un paciente enfermo busca consuelo en su médico de cabecera.
―¿Qué me va a parecer? ―y siguiendo la corriente con un chiste torparrón respondió―. Si lo que pregunta es que si la chica es de mi tipo le diría que no. Le confieso que me gustan más gorditas... ya sabe.
―No... hombre, no. Me refiero a la historia. ―y le lanza una huidiza sonrisa, le guiña el ojo, como si compartieran una camaradería pactada. J. se siente manipulado. Le tiembla la voz, y arranca con lo primero que se le ocurre:
―Por el momento no conozco todos los datos de la historia. Sería estúpido si le diera una opinión profesional. Es prematuro. ―y para no continuar su respuesta finge pasar la hoja en su libreta para seguir tomando nota.